Una
malograda tarde en Antofagasta
Antofagasta era una
de las ciudades del norte chileno donde rara vez llovía, siendo su promedio
anual de precipitaciones de dos a cuatro milímetros, por lo que sus playas se
presentaban como ideales desde el punto de vista climático. Así que decidí salir
con Martín rumbo al mar para que disfrutara de esa hermosa
tarde.
Yo sabía que las
mejores playas estaban fuera de la ciudad, pero sin vehículo propio era muy
complicado llegar, por lo que le pedí a un taxista que me llevara hasta algún
lugar donde pudiera regresar sin dificultad. Entonces me dejó en el Balneario
Municipal desde donde, en caso de no conseguir movilidad, podría acceder al
Centro de la ciudad caminando.

Martín en el
Balneario Municipal de Antofagasta
Por cuestión de
latitud Antofagasta tenía una temperatura más elevada que otras zonas del sur de
Chile donde las aguas del Pacífico eran demasiado frías; y además se trataba de
un lugar donde, además de espigones para frenar la fuerza del mar, habían
derramado toneladas de arena para contrarrestar el borde rocoso que
caracterizaba a gran parte de la costa.

Balneario Municipal
con espigones de piedra frente a una línea de edificios de
altura

Toneladas de arena
habían sido derramadas para crear el
balneario
Se trataba de un
balneario familiar donde había sólo locales y turistas de otras regiones de
Chile, pero me animaría a decir que éramos los únicos extranjeros. Estaba
repleto como también solía ocurrir en la costa argentina durante el verano, pero
además de la gente, andaban deambulando a veces, y corriendo otras, una gran
cantidad de perros. Algunos eran domésticos y sus amos los tenían que salir a
buscar desplazándose con dificultad entre tantas sombrillas, pero otros estaban
abandonados. Yo no me metí en el agua, permanecí sentada en la arena cuidando de
Martín que les tenía miedo, y en una de esas, un perro enorme, por correr a otro
me dio un fuerte golpe en la espalda. No hice caso, pero me dejó un tanto
dolorida.

Se trataba de un
balneario familiar donde no había turismo
internacional

Era un mundo de
gente por lo que costaba desplazarse

Desde una plataforma
flotante muchos jovenes se tiraban a nadar

Martín se entretenía
en la arena que a pesar de la cantidad de gente, permanecía muy
limpia
Permanecimos allí
gran parte de la tarde, y cuando bajó el sol nos preparamos para retornar al
hotel.
Salimos caminando
por la avenida Grecia, que si bien contaba con bastante tránsito, no pasaba en
ese momento ni transporte público ni ningún taxi libre. Pero no me hice ningún
problema porque la temperatura era muy agradable y no había viento, por lo que
podríamos disfrutar del Paseo del Mar.

Avenida Grecia, de
tránsito rápido, paralela a la costa

Pasamos por un
sector que contaba con juegos inflables
Como a grandes alturas corresponden grandes profundidades, en todo el
Pacífico los barcos de gran calado podían navegar muy cercanos a la costa,
habiendo muchos puertos naturales.

Barco que había
partido desde el puerto cercano navegando hacia el
sur
El oleaje era muy
fuerte por lo que se oía el sonido del golpe en las rocas y el graznido de las
gaviotas que revoloteaban por todas partes. Martín disfrutaba de ese panorama a
lo que se le sumó una maravillosa puesta del sol, que comencé a fotografiar
entusiasmadamente…

Fuerte oleaje en el
Paseo del Mar

Atardecer en el
océano Pacífico
Y mientras estábamos
detenidos observando todo plácidamente, de repente, desde un basural cercano
salió corriendo un perro que venía hacia nosotros. Martín, que siempre les había
temido, se abrazó a mí gritando a más no poder, por lo que el perro se detuvo y
comenzó a chumbar. Yo lo sostuve lo más fuerte que pude hasta que quiso soltarse
y ante el intento de detenerlo, me quedé con su remera en la mano. ¡Y en un
santiamén cruzó la avenida Grecia…!
Empecé a gritar
desesperadamente pero no lo pude seguir dada la cantidad de autos que circulaban
en ambos sentidos. Algunos frenaron y otros lo esquivaron, y él continuó su
huida por la vereda de enfrente.
Unos jóvenes
ciclistas que pasaban largaron sus vehículos; uno de ellos desvió al perro que
ladraba desaforadamente, y el otro, junto conmigo logró cruzar la avenida
corriendo detrás de Martín. Pero él, ciego de miedo, entró a un fino restorán y
se dirigió rápidamente al baño rompiendo el vitral de una puerta. Se escondió
debajo del lavabo y no quería salir. Le sangraba la rodilla y no le importaba.
Gritaba: “Perro…, perro…, perro…” Y no le podíamos hacer entender que ya el
animal no estaba. Los comensales estaban sorprendidos y los mozos me ofrecieron
agua para que me tranquilizara. Y recién después de un rato, cuando vio que en
la puerta estaba el auto que habían llamado, logré que saliera, y el ciclista me
preguntó si ya se podía retirar, ¡como si tuviera obligación de quedarse! Y
cuando quise pagar el cristal roto, el encargado me dijo que cuando llegara el
dueño le iba a decir que yo sólo tenía dinero para el remis. Yo no sabía cómo
agradecerles semejante actitud, pero me dijeron que no me preocupara, que lo
único importante era que el chico estuviera
bien.
En el coche lo llevé
al hospital. Martín seguía en situación de shock y yo no sé de dónde saqué
fuerzas porque me había asustado mucho. El médico de guardia logró limpiarle la
herida confirmando que no le había quedado ningún vidriecito, pero me dijo que
sin psiquiatra no podía darle ningún calmante, a menos que yo tuviera alguno
previamente recetado. Me comentó que la ciudad estaba llena de perros
callejeros, que todos los días tenían algún episodio semejante o peor, porque la
gente llegaba mordida, pero que la alcaldesa Marcela Hernando Pérez, que era
médica, no podía hacer nada al respecto porque la Sociedad Protectora de
Animales no se lo permitía.
En el hospital no me
cobraron nada pero me indicaron una clínica psiquiátrica privada que era
bastante cara, y que a pesar del costo, no tenía médico en forma permanente, sin
asegurarme cuánto debía esperar en caso de llamarlo. Entonces decidí retirarme y
darle el clonazepam que me había quedado, lo que le permitió descansar toda la
noche sin contratiempos.
Ana María
Liberali