NCeHu 558/14
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Siria.
Israel
Israel y la
próxima revolución árabe
Santiago Alba
Rico
Viento
Sur
Miércoles 23 de julio de
2014
Imaginemos a un
sirio que soñase con un poco de democracia, un poco de libertad, un poco de
justicia social: en definitiva, con un poco de dignidad humana. ¿Contra qué -y
cuántas- fuerzas tendría que luchar?
En primer lugar,
contra una dictadura dinástica que, desde hace más de cuarenta años, ha
reprimido, empobrecido y asesinado a su pueblo y que, desde hace tres años, no
duda en utilizar contra él la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, los
bombardeos aéreos y hasta las armas químicas, sin olvidar el envenenamiento
sectario y la propaganda más abyecta.
En segundo lugar
ese sirio soñador tendría que luchar contra los grupos yihadistas que, al amparo
del caos y con más o menos tolerancia del propio régimen, tratan de imponer,
como alternativa a la dictadura, su propia y no menos atroz dictadura basada en
una concepción oligosémica, primitiva y fanática de la religión, concepción
mohosa y repugnante que no les impide, sin embargo, usar las armas más modernas
ni los más sofisticados medios de comunicación y propaganda.
En tercer lugar,
ese sirio soñador tendría que luchar contra los barrotes de una jaula
geopolítica de innumerables cerrojos: los aliados protoimperialistas de la
dictadura (Irán, Rusia o Hizbullah) y los aliados protoimperialistas de los
yihadistas (Arabia Saudí, Qatar, Turquía), todos los cuales, en defensa de sus
intereses en la región, alimentan la confrontación mientras la desvían de su
inicial impulso democrático. Ese sirio soñador, por decirlo así, está enterrado
bajo una colosal masa de estratos geológicos multinacionales que aplastan sus
sueños y su respiración.
En cuarto lugar,
y para rematar la montaña de escombros (materiales y políticos) bajo la que se
mueve nuestro sirio soñador, está el tándem del que, en última instancia,
dependen todos los desplazamientos en la relación de fuerzas de la región: la
alianza entre EEUU e Israel, que en el caso de Siria -como bien
recuerda Yassin Al-Haj Saleh- ha escogido
claramente apoyar pasivamente la dictadura y/o la prolongación de la agonía, con
la consiguiente destrucción del país.
Si ese sirio
soñador fuese además kurdo, tendría que luchar contra un quinto elemento: la
desconfianza, si no hostilidad, de otros sirios soñadores que consideran que la
“nación árabe” y la “lengua árabe” son evidencias innegociables.
Pues bien, ese
sirio soñador no era uno sino miles en 2011, cientos de miles, miles de miles, y
si hoy son menos o tienen menos peso y visibilidad es porque algunas de estas
fuerzas geológicas los han matado y otras los han abandonado, incluyendo los
medios de comunicación y la mayor parte de los partidos e intelectuales de
izquierdas, los cuales -por omisión o por acción- han acabado aceptando con toda
naturalidad los barriles de dinamita del dictador y casi justificándolos con
arrogante pragmatismo frente a las atrocidades de los yihadistas.
Esta es la
situación de un sirio soñador realmente existente. Pero, con variaciones en el
grado e intensidad de la tragedia y en la combinación de los elementos, puede
aplicarse a cualquier ciudadano soñador del mundo árabe. Lo mismo le pasa a un
iraquí soñador, obligado de repente a escoger entre el Estado Islámico, apoyado
o consentido por los restos del partido Baaz de Saddam Hussein, y el gobierno
sectario y autoritario del Maliki, apoyado por EEUU e Irán; y lo mismo le pasa a
un libio soñador, atrapado entre un golpe de Estado “saudí” y unas milicias sin
proyecto nacional; o a un egipcio soñador, sometido a la bota de una nueva
dictadura militar, pro-saudí y pro-israelí, que alimenta la violencia yihadista
que justifica la dictadura; o incluso a un tunecino soñador, que ve retroceder
todas sus conquistas en las angosturas de la oposición binaria entre un consenso
de élites y el terrorismo yihadista (que la semana pasada se cobró 14 víctimas
mortales). Aclaremos, en todo caso, que estos sirios, iraquíes, libios (etc)
soñadores no son sólo soñadores sino también luchadores, y al precio a menudo de
su vida o su libertad, y que merecen por ello al menos tanta solidaridad y apoyo
(si no más, dado el número de enemigos y los riesgos a los que están expuestos)
que un hondureño soñador o un griego soñador.
Pero esta es la
situación, sí, en el mundo árabe, con al menos diez guerras frías o calientes
abiertas en su territorio. Tenía razón, pues, Bachar Al-Assad cuando decía, en
su reciente discurso de investidura que “las revoluciones árabes sólo han traído
caos y violencia a la región”. ¿La tenía? Para medir hasta qué punto son
razonables estas palabras del dictador sirio basta recordar que en realidad son
un plagio de una declaración de Netanyahu, hace poco más de un año, en el mismo
sentido. Bachar Al-Assad señala con el dedo las ruinas de su país y dice: “mirad
la destrucción que ha traído vuestra reclamación de democracia”. Netanyahu
señala hoy Gaza y dice a los palestinos: “mirad la destrucción que ha traído
vuestro apoyo a Hamas“. No, lo que ha traído caos y destrucción al mundo árabe
-que, no hay que olvidarlo, llevaban ahí décadas bien asentadas- es la
contrarrevolución, de la que los bombardeos de Assad son la fuente más activa y
antigua; y lo que ha traído caos y destrucción a Palestina es la ocupación
israelí, de la que los bombardeos de Netanyahu son una mera
prolongación.
Porque algo
habrá que decir también de los palestinos soñadores, enterrados más o menos bajo
el mismo espesor geológico de piedras y escombros que todos sus hermanos, pero
en otro orden o en otra combinación. Porque en el caso de Palestina, el tándem
Israel-EEU, que corona la montaña en Siria o en Yemen o en Jordania, pesa aquí
de manera directa, sin mediaciones o estratos interpuestos, sobre el territorio
y sus habitantes. Esto sin duda justifica la unanimidad solidaria -o la atención
privilegiada- que no reciben los sirios o los egipcios o los iraquíes o los
tunecinos. Israel, protegido por EEUU, decide sobre la vida y la muerte de
millones de seres humanos en territorios que no le pertenecen. Su particular
relevancia tiene que ver con el hecho de que -como recuerda Alain Gresh- es el
“último conflicto colonial” (o uno de los últimos).
El otro día
recordaba en este mismo medio que el sionismo fue un “proyecto europeo”,
colonialista y racista, que hizo realidad, de manera paradójica y perversa, el
“asimilacionismo” que la combinación de antisemitismo y sionismo abortaron en
Europa el siglo pasado: Israel europeizó a los judíos fuera de Europa y contra
otros pueblos. Pero no es menos cierto que Israel, como bien dice el
editorialista del diario Al-Quds, se ha convertido ya en “otro régimen árabe”.
Lo es en primer lugar porque surge, como todos los otros regímenes árabes, de
forma directa o indirecta, al hilo del reparto colonial cristalizado en los
acuerdos Sykes-Picot (1916) que configuraron política y territorialmente el
mundo árabe tras el fin del imperio otomano. Pero también porque, en términos de
comportamiento político y militar, en nada difiere de otros regímenes árabes. No
es una casualidad que hoy, cuando los aviones israelíes, como los sirios,
desmigajan casas y despedazan niños, Netanyahu encuentre su más sólido y
proficuo apoyo en el “régimen árabe” por excelencia, el Egipto del dictador
militar Sisi (o en los Emiratos, Jordania y Arabia Saudí o en la propia
pasividad de Siria y de la Liga Árabe). Israel es otra dictadura árabe que, como
todas las otras, sólo podrá ser derribada por una nueva “primavera árabe” que,
esta vez sí, alcance sus objetivos.
¿No hay ninguna
diferencia entre Israel y, por ejemplo, Siria o Egipto? La hay. La primera: que
el número de ‘yihadistas’ israelíes es muy superior al de los países vecinos,
como lo demuestra la reacción, complacida y hasta orgásmica, de la mayoría
social israelí frente a las atrocidades de su ejército en Gaza (el nihilismo de
muchos israelíes, que vitorean la muerte de niños y reclaman el uso de napalm o
bombas atómicas contra “esas alimañas”, sólo es comparable al de los
decapitadores del Estado Islámico). La segunda: que el número de israelíes
soñadores es también mucho menor que el de sirios o egipcios o tunecinos
soñadores. Son menos, pero tampoco hay que olvidarlos (Amira Hass, Gideon Levy,
Uri Avnery, Michel Warschawski, Ilan Pappé y tantos otros) porque sin ellos -y
sin todos los judíos antisionistas que se juegan el pellejo en todo el mundo
adoptando la posición más difícil, la de los justos entre los injustos- la
próxima “revolución árabe” tampoco triunfará.
22/7/2014
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