La literatura acudió en apoyo de ese optimismo. La
noción de “paz democrática” se hizo popular entre los expertos en relaciones
internacionales. La difusión de los mecanismos de mercado incrementaría el
comercio, previniendo el conflicto por medio de la cooperación económica. Y las
instituciones de la democracia favorecerían mecanismos pacíficos de resolución
de conflicto. La evidencia empírica, a su vez, parecía confirmar esa lógica: las
guerras no ocurren entre democracias.
Pero al mismo tiempo, una lectura distinta acerca
del orden internacional emergente se escuchó por parte de quienes vaticinaron
que “pronto añoraríamos la Guerra Fría”, en palabras de John Mearsheimer. Ese
pesimismo estaba fundado en el hecho que la bipolaridad—con su relativo
equilibrio militar, sus respectivas alianzas y sus arreglos
institucionales—había tenido un consistente efecto disuasivo. Paradójicamente,
la Guerra Fría fue un periodo de estabilidad; en realidad, medio siglo de una
paz que Europa no había conocido desde Westfalia en 1648.
Un cuarto de siglo más tarde, los eventos de esta
semana nos obligan a recordar esos debates y sobre todo a reflexionar sobre
aquellos pronósticos pesimistas. Fue la capitulación soviética que concluyó con
la Guerra Fría, para ponerlo en una oración. Pero una potencia humillada es
siempre una receta peligrosa, los realistas nos recordaron entonces, y mucho de
eso está en juego en la crisis de hoy. El orden internacional de la
multipolaridad es consecuentemente inestable y altamente
impredecible.
Pero además coincide hoy con una disminución neta
del poder del estado, en Europa toda pero también en la otra orilla del
Atlántico. La crisis y el desempleo en la Unión Europea hablan por sí mismos. El
auge ruso es temporario, no oculta que su economía no es mayor que la de Italia
y con un presupuesto financiado casi exclusivamente a gas y petróleo; su poder
no es estructural, durará lo que dure el boom energético. Y Estados Unidos
continúa atrapado en el dilema de contar con el aparato militar más formidable
del planeta, pero sin los recursos fiscales suficientes para que su uso no lo
arrastre a otra “Gran Recesión”, como en 2008.
Así, la multipolaridad de los noventa ha dado lugar
hoy a la “apolaridad”. El sistema internacional no tiene centro alguno; es pura
anarquía, siguiendo con el lenguaje del realismo. Es un sistema también basado
en la exacerbación de la xenofobia y un nacionalismo que propone dibujar nuevas
fronteras, y no únicamente en Rusia. Con menos ruido y sin balas, el separatismo
ucranio no deja de tener paralelos en Cataluña y en Escocia, por nombrar dos
ejemplos. Es que la apolaridad sistémica y la crisis económica alimentan también
la fragmentación interna del estado, una licuación del poder que habilita y da
protagonismo a actores sub-estatales, para-estatales y no-estatales.
Esa es la perversidad adicional del ataque
terrorista al MH17. Perpetrado por un actor no-estatal, probablemente un
subcontratista del estado ruso, le permite a este—o al menos le permite
intentar—blindarse de su responsabilidad frente a la comunidad internacional.
Nuevamente, otro signo de la licuación del poder por medio de la cual actores
privados tienen acceso a sofisticado armamento, ya sea porque capturan porciones
de ese aparato estatal, o bien porque el estado se los concede voluntaria y
deliberadamente.
Y mientras vemos a los estados vaciarse de poder,
casi nos olvidamos de un particular estado que ha entendido esta nueva dinámica
mejor que nadie, y que la usa para precisamente aumentar su propio poder. Allí
va Xi Jinping por América Latina, de hecho, firmando acuerdos de inversión,
asegurándose el acceso a las materias primas y, según algunos, intentando
reformular la propia estructura del comercio y el crédito internacionales. Tan
encandilados están todos con los recursos— ¡y las promesas!—chinas, que nadie
parece tener presente que el 4 de junio último se conmemoró otro aniversario de
la masacre de la Plaza Tiananmen, también un cuarto de siglo atrás.
El mundo de la posguerra fría ofrecía una promesa:
libertad, democracia y derechos humanos, promesa que quedó incumplida en esta
anarquía del siglo XXI, en esta paz caliente. Al menos en el siglo anterior
sabíamos bien quienes eran los violadores de derechos humanos y no nos
callábamos ante esos crímenes. Allí tal vez haya otra razón para extrañar la
Guerra Fría.