De
Lima a Santiago de Chile
Ya estábamos en los primeros días de febrero y se nos estaban
terminando las vacaciones. Habíamos hecho más de ocho mil kilómetros de llanura,
montaña, volcanes, humedales y desiertos, habiendo recorrido parte de Argentina,
Chile, Perú y Ecuador. Por un lado estábamos cansados pero por el otro no
teníamos ganas de volver, ¡y mucho menos de tomar exámenes! Así que decidimos
tomarnos unos días de descanso de las vacaciones permaneciendo unos días en
Santiago de Chile, un verdadero ecotono entre la aridez de Lima y la humedad que
nos esperaba en Buenos Aires.
Partimos
de Lima con la empresa CIVA de la terminal de buses del distrito de La Victoria,
desde donde podíamos divisar el Estadio Nacional del Perú, y encaramos rumbo al
sur para veinte horas después llegar a la ciudad de Tacna, después de recorrer
mil trescientos kilómetros de aridez y controles militares
estrictos.

Vendedor de huevitos de
codorniz en las cercanías de la terminal de
buses

Estadio Nacional del
Perú

Suburbios del sur de
Lima

Marginalidad en la aridez y en zona
sísmica

Terminal de buses de
Tacna
En Tacna nuevamente tuvimos que realizar el
cruce a Chile en viejos autos que operaban como remises para llegar a la
terminal de ómnibus de Arica pasado el mediodía, donde almorzamos unos Barros
Jarpa con unos refrescos. Y en cuanto pudimos tomamos otro ómnibus que nos
llevara directo a Santiago.
Atravesamos el fascinante desierto de Atacama,
y en poco más de cuatro horas llegamos a Huara, donde un pequeño valle de
regadío hacía las veces de oasis entre tanta tierra
seca.

Huara, pequeño valle de
regadío en pleno desierto de Atacama
Y mientras recorríamos los ochenta kilómetros
que nos separaban del mar, cruzando la Cordillera de la Costa, el sol comenzó a
esconderse detrás de los cerros, hasta que al llegar a la ciudad de Iquique, ya
se había hecho totalmente de noche.

El sol escondiéndose detrás de los
cerros

El
sol poniéndose en el mar
La ciudad de Iquique estaba ubicada en una
franja costera limitada por el océano Pacífico por el oeste, y la Cadena de la
Costa por el este, lo que le daba un marco muy bonito. Pero debido a las
limitaciones de mi cámara y a los movimientos bruscos que el ómnibus realizaba
para bajar por una ladera abrupta casi setecientos metros hasta llegar a nivel
del mar, sólo pude registrar luces en movimiento, que de todas formas me
parecieron una imagen muy interesante.

Vista de las luces de Iquique desde la Cadena
de la Costa que la limitaba por el este
Como era costumbre en las empresas de ómnibus
chilenas, no sirvieron absolutamente nada, y la parada en Iquique no alcanzaba
para consumir ningún tipo de alimento. Así que nos dormimos profundamente, más
que nada, por el cansancio que llevábamos ya que era nuestra segunda noche a
bordo de un vehículo con escaso confort. Si bien las comodidades de los ómnibus
chilenos eran bastante inferiores a las de los argentinos, existían rigurosas
normas de control respecto del estado de los choferes, mostrando en cartel
luminoso sus nombres y el tiempo que llevaban conduciendo, que no podía superar
las cuatro horas.
A eso de la medianoche los carabineros hicieron
detener el ómnibus, y nos hicieron bajar en medio del desierto, donde a pesar de
estar en verano hacía un frío bárbaro. Omar les pidió que permitieran que Martín
continuara durmiendo haciéndoles saber sobre su discapacidad, pero sólo
consideraron que nos tomáramos más tiempo para despertarlo. Pidieron todos los
documentos, revisaron el equipaje, demoraron a algunas personas, y continuamos
viaje, llegando a Copiapó casi sobre el mediodía
siguiente.
Allí, si bien la parada no duró más que veinte
minutos, aprovechamos para comprar unos sándwiches, bebidas y algunos paquetes
de galletitas, y así poder aguantar hasta el arribo a Santiago, que se produjo
ya en horas de la noche.

Parada del ómnibus en
Copiapó
Habiendo recorrido cerca de tres mil quinientos
kilómetros en sesenta horas, llegamos a Santiago extenuados y nos alojamos, como
casi siempre, en el hotel Imperio, cerca de la estación de metro “Unión
Latinoamericana”. Tuvimos una cena apacible en su coqueto restorán y dormimos de
un tirón hasta el día siguiente.
Ana María
Liberali