Al Chaco por trabajo de campo para mi tesis
doctoral
Eran
los primeros días del mes de mayo de 2010 cuando debí regresar al Chaco con el
fin de realizar un trabajo de campo para mi tesis doctoral sobre el impacto de
los agroquímicos en la zona algodonera. Por lo que el domingo dos a la tarde
tomé un micro que fuera directo a la ciudad de Villa Ángela, al sur de la
provincia, cabecera del departamento Mayor Fontana, verdadera capital del
algodón. Y después de viajar toda una noche, como había estado lloviendo me
encontré con que la terminal de ómnibus era un barrial debido, ante mi sorpresa,
que no estaba asfaltada.

Terminal de ómnibus de Villa
Ángela

Barrial en las plataformas de la terminal
El
Chaco, una de las provincias con mayores niveles de pobreza de la Argentina, se
caracterizaba, sin embargo, por la cantidad de esculturas en diversas ciudades,
y no podía faltar alguna en la moderna terminal.

Sin asfalto pero con
esculturas
Antes
de dirigirme hacia el hotel, consulté los horarios hacia los diversos destinos
que iba a visitar, y para organizar la información decidí sentarme en la sala de
espera y guardar los papeles que me habían entregado; y allí me causó mucha
gracia que las sillas estuvieran acomodadas de espaldas al
televisor.

Sala de espera de la terminal
de Villa Ángela
Me alojé en el hotel Bariloche en la esquina de
las calles 25 de Mayo y Balcarce.
Era uno de los mejores o el mejor de la ciudad y ya había estado allí
seis años atrás. Comí un sándwich en el bar del hotel cuyas mesas de vidrio
tenían debajo copos de algodón, y salí rápidamente a caminar por la ciudad para
localizar comercios relacionados con la producción algodonera, y realizar
algunas entrevistas.
Una de las personas con las que mantuve una
conversación era una mujer que atendía un comercio donde se vendían
principalmente artículos de librería y ropa, pero había un poco de todo, era
casi un almacén de ramos generales. Y entre otras muchas cosas, me dijo:
-“Antes la gente venía para la cosecha desde Paraguay y de otras provincias,
además del interior del Chaco; pero ahora los buscan en los alrededores de Villa
Ángela, a los más pobres. Muchas mujeres van a la cosecha con sus hijos porque
los hombres vienen cada vez peores, y abandonan a sus familias. Ellos se van a
trabajar a otras partes y no vuelven”.

Comercio de venta de bolsas para cargar el
algodón
Al día siguiente me dirigí al hospital “Dr.
Salvador Mazza” con el fin de entrevistar al director, que ahora era el Dr.
Ramón Cáceres, un ginecólogo malhumorado quien después de tenerme esperando toda
la mañana, me hizo anunciar que ese día no me podría atender. Nada que ver con
el anterior quien tenía las cosas muy claras y me había hecho conocer la
estadística paralela que él llevaba al margen de la que le exigieran las
autoridades provinciales y nacionales de
salud.
Ya había dejado el hotel y sólo llevaba conmigo
una pequeña mochila con la ropa indispensable y un cuaderno de notas. Así que
tomé un colectivo de línea que me llevara hasta San Bernardo, cabecera del
departamento O’Higgins, otro de gran producción
algodonera.

San Bernardo – Capital de la
Primavera

Silos destinados a conservar
el algodón
El colectivo había tomado la ruta provincial
número noventa y cinco y al llegar al cruce con la seis, había girado a la
izquierda para llegar a destino, dejándome en una banquina a la entrada del
pueblo, donde vi pasar a los hombres que llevaban en camión a la cosecha y a la
gente del lugar trasladándose en un endeble carrito tirado por un desnutrido
caballo.

Cosecheros cargados en camión como si fueran
ganado

Padre e hijas en carrito por la ruta provincial
número seis
Había tardado casi cuarenta y cinco minutos,
pero ya había pasado el mediodía, por lo que sin tener ni idea de qué dirección
debía tomar, comencé a buscar un lugar donde comer
algo.

Pasado el mediodía no había
nadie en la calle a quien preguntarle nada

Las gallinas caminaban plácidamente por las
calles del pueblo
De pronto sentí un fuerte aroma a guiso y
encontré que en una casa se había improvisado un comedor para obreros del lugar,
y allí entré. Sólo había un menú y lo acepté sin preguntar demasiado. Yo era la
única mujer, salvo la cocinera y la mesera, por lo que evidentemente me sentía
como la mosca blanca, ya que todos me miraban extrañados y en el mostrador algo
murmuraban.
Cuando pedí la cuenta la mesera me preguntó qué
había ido a hacer al pueblo. Le dije que estaba buscando el hospital, y después
de indicarme dónde quedaba, me preguntó: -“¿Usted es doctora? Si es así será
muy bienvenida, porque el hospital es muy lindo y grande, pero no tiene casi
servicios. Fíjese que no tiene ginecóloga, y acá hay muchos nacimientos. Las
enfermeras ayudan a los partos. Lo que pasa es que el intendente es Iván Sirich,
y como es de la Alianza, el gobierno provincial no le pasa plata.”
Le expliqué que iba sólo a estudiar las
enfermedades de los trabajadores del algodón, y eso le pareció también muy
bueno: -“La gente del pueblo es municipal o maestro. Para las cosechas traen
a los peones en camiones y los llevan de vuelta en el día para no pagarles la
mutual. Los chicos varones trabajan desde los ocho
años”.
Agradecí la información y la mujer me despidió
como si me conociera de toda la vida, pidiéndome que los ayudara lo más que
pudiera, lo que me generó un compromiso muy grande, y a la vez mucha impotencia.
De todos modos recordé lo que me había dicho una de las toxicólogas que
integraba el equipo del Programa de Accidentes por Plaguicidas del Ministerio de
Salud de la Nación, en el cual yo había participado varios años atrás, y era que
no estaba en manos de nosotras solucionar todo, pero que cada una desde su lugar
podía salvar algunas vidas, aunque lamentablemente no fueran todas. Y allí pensé
que al margen de presentar mi tesis, que sería leída por unos pocos, podía
colaborar publicando de diferentes formas todo lo que estaba sucediendo. Y que
además de formar a mis estudiantes y a algunos becarios y tesistas, que también
constituían grupos limitados, debía hacer una especie de periodismo científico
divulgando a los cuatro vientos las diferentes problemáticas sobre las que
investigara, para contrarrestar aunque fuera en escasa magnitud, toda la caterva
de falsas informaciones que diariamente se escuchaban y que no eran más que
cortinas de humo para que la mayor parte de la gente desconociera la realidad. Y
que para eso debía expresarme en un lenguaje sencillo y dejar los términos
académicos sólo para ciertos círculos universitarios donde las formas eran
fundamentales para lograr credibilidad y seriedad, aunque muchas veces se
oscurecieran las aguas para que parecieran más
profundas.
Caminé las pocas cuadras que me separaban del
hospital “José Ingenieros”, y al llegar me sorprendió positivamente el edificio.
Recorrí varios pasillos donde el silencio era absoluto y el sol traspasaba los
vidrios sin que se produjeran sombras porque no había absolutamente nadie. Y
asomándome a una salita apareció una enfermera que me preguntó qué necesitaba.
Le dije que pretendía hacerle una entrevista al director, quien se encontraba en
su casa, por lo que sin preguntarme la razón, simplemente porque venía de Buenos
Aires, me comunicó telefónicamente.
El Dr. Roberto Giménez era pediatra, se había
recibido en la Universidad de Buenos Aires y ya llevaba veintiocho años en San
Bernardo. Consideraba que el edificio del hospital era muy bueno pero que no
tenía quirófano. Me confirmó que no había ginecólogos, ni obstetras, ni
traumatólogos, sino sólo algunos pocos médicos generales y que la pediatra
atendía en un consultorio a nivel privado.
Y si bien el hospital debería ser de nivel de
complejidad III, en los hechos era de I o II, siendo el de Villa Ángela de nivel
IV y el de Sáenz Peña, de nivel VI. Y en ese orden derivaban a los pacientes, y
si el caso era muy complejo, los trasladaban a Resistencia. Los casos más
frecuentes eran los partos, que ante una complicación debían derivarse a Villa
Ángela, cuya distancia era cubierta en alrededor de media hora por la
ambulancia.
Y él notaba que desde veinte años atrás, las
neumonitis y otras afecciones respiratorias se estaban tornando en asmáticas y
alérgicas, sin haber casi casos tan comunes como antes, además de las frecuentes
dermatitis. Y eso lo atribuía a las fumigaciones aéreas. Y que años atrás,
cuando se utilizaban organofosforados en el algodón había muchos casos de
intoxicaciones. Él había realizado un trabajo al respecto junto con una
bioquímica, pero según él, se había perdido.

Entrada principal del hospital “José Ingenieros” de San
Bernardo

Ingreso para la única ambulancia del hospital “José Ingenieros” de
San Bernardo
Desde allí caminé hasta la Escuela Provincial
de Educación Especial Nro. 13, dirigida por Flora Valeria Vastik, oriunda de
Presidencia Roque Sáenz Peña, quien me brindó una serie de informaciones que
llamaron mucho mi atención. El establecimiento contaba con ciento veinte niños
en su mayoría con retraso mental y algunos con síndrome de Down y autismo, en un
pueblo de sólo doce mil habitantes. Estaba claro que no todos pertenecían a San
Bernardo, pero sí a lugares no muy lejanos ya que se trataba de asistencia
diaria sin internación. Ella lo atribuyó a la desnutrición como causa central,
pero luego agregó que en la vecina localidad de La Tigra había una alta
incidencia de hipoacúsicos y que eso tenía directa relación con los plaguicidas
que se utilizaban en el lugar. Pero por otra parte, dijo indignada: -“La
gente quiere hacer pasar al hijo como discapacitado. Acá todos son vagos, viven
de los planes sociales. Los de los planes tienen cuotas a sola firma y los
empleados de Gobierno necesitan dos
garantías”.
Cuando nos despedimos me indicó dónde quedaba
la terminal de ómnibus y hacia allí fui. Eran pocas cuadras, pero gran parte
eran de tierra y después de la lluvia estaban totalmente anegadas. Y cuando ya
estaba cerca, sin poder esquivar el barrial, me patiné y quedé tendida en el
suelo patas para arriba como una cucaracha. Lo terrible era que no había
absolutamente nadie para que me ayudara, y cuando intentaba darme vuelta para
ponerme de pie, volvía a resbalarme y a enchastrarme pareciéndome a esas mujeres
que luchan en el barro.
Después de varios intentos logré salir del
lugar y vi que estaba ya cerca de la terminal de ómnibus que la sentía como un
oasis, y en cuanto llegué entré rápidamente al baño con la intención de lavarme
un poco, pero insólitamente ¡no había agua! Y así como estaba, ante la mirada de
todos, me paré en la plataforma para esperar el micro que iba a Presidencia
Roque Sáenz Peña, y al subir, para no ensuciar demasiado el asiento, saqué
algunas prendas de la mochila y me senté sobre
ellas.

Calles anegadas después de
varios días de lluvia intensa

El Chaco siempre ha pasado de la inundación a
la sequía
El ómnibus volvió a tomar las rutas
provinciales números seis y noventa y cinco y después de más de una hora, me
dejó en la plazoleta de ingreso a la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña,
donde me puse en la fila a la espera de un colectivo local que me llevara hasta
el Centro. ¡No quieran pensar las caras del chofer y de los demás pasajeros
cuando subí! Pero como en el Chaco todos son amables y solidarios,
permanentemente me ofrecían el asiento, lo que yo no aceptaba para no ensuciar a
los demás.

Todo inundado en el camino
entre San Bernardo y Presidencia Roque Sáenz
Peña
Me bajé cerca de la catedral y comencé a buscar
algún hotelito barato, pero en todos los que entré me dijeron que no había
lugar, lo que yo atribuí a mi estado calamitoso. Continué por otros de mejor
nivel, y tampoco conseguí alojarme. Ellos adujeron que había muchos viajantes y
algunos eventos, así que no me quedó otra opción que intentarlo en el hotel
Presidente, nada menos que de cuatro estrellas. Cuando entré al gran lobby
iluminado a full, pensaron que se trataba de una pordiosera y cuando me acerqué
al mostrador y pregunté si había lugar, se apresuraron a darme el precio de la
noche. Y si bien no era barato, era bastante accesible en comparación a los
hoteles de la misma categoría de la región pampeana. Así que acepté, lo que al
conserje le resultó extraño, hasta que saqué varias tarjetas de crédito y
entonces los rostros fueron suavizándose. Rápidamente tomaron mi asquerosa
mochila y me acompañaron a la habitación que era espectacular, pero lo único que
yo ansiaba era meterme en la bañera con jacuzzi, aunque previamente lavé como
pude mi ropa y la puse a secar entre dos sillas con el aire
acondicionado.
Eran ya las diez de la noche cuando me había
recuperado un poco y algunas prendas ya estaban secas, por lo que antes de que
cerraran fui a cenar a un buen restorán y después…, ¡a dormir entre un montón de
almohadas! Creí habérmelo merecido.
Ya era miécoles cinco. Me
levanté muy temprano y fui hasta el hospital de Presidencia Roque Sáenz Peña. La
entrada estaba llena de perros abandonados que merodeaban por todas partes, y la
gente haciendo largas filas para que la atendieran. Yo pedí tener una entrevista
con el director, pero me informaron que no podría atenderme y en su defecto lo
iba a hacer el co-director, el Lic. Carlos Navarro, especialista en Salud Mental
egresado de la Universidad Nacional del
Nordeste.
A él le interesó mucho la
temática que yo estaba abordando y no hizo más que confirmarme muchos de los
datos que venía obteniendo hasta el momento.
Primeramente me dijo que ese
hospital era el receptor de los casos complejos de casi toda la provincia, antes
de recurrir al de Resistencia, por lo que me podía dar un panorama general al
margen del área sobre la cual yo estaba
interesada.
Consideró que una de las zonas
más afectadas era la de Gancedo, al sudoeste de allí, donde predominaba la soja,
ya que antes fumigaban con el mosquito y ahora lo hacían en forma aérea. Y que
los gringos del campo padecían cáncer, parálisis cerebral, malformaciones
congénitas, dermatitis e intoxicaciones varias debidas al Roundup, nombre
comercial del glifosato producido por Monsanto, sólo por el hecho de consumir
agua. Y que además desde Charata hasta Santiago del Estero habían encontrado
arsénico en agua hasta doce metros de profundidad, por lo que había más enfermos
de cáncer en el campo que en la ciudad. Y que además muchos sufrían de
leptospirosis que era una enfermedad que se trasmitía a través de las ratas por
aguas contaminadas, convirtiéndose en epidemia durante las inundaciones, algo
estacional en todo el Chaco. Pero que sin duda, el gran problema del momento se
situaba al nordeste de la provincia, donde los agroquímicos utilizados para la
producción de arroz estaban causando estragos.
Respecto de la zona algodonera
comentó que el Dr. Héctor Lanza, como parte de la Fundación Cirugía Patria
Solidaria, iba todos los años a hacer operaciones de labio leporino y otras
malformaciones. Que la gran cantidad de casos de hipoacusia en La Tigra tenía
que ver con malformaciones congénitas producidas por los plaguicidas; y que
además, como los bidones donde se envasaban eran lindos, los gringos los lavaban
y los usaban para llevar agua, lo que expandía mucho más los niveles de
contaminación. Pero que antes, cuando se utilizaban los fosforados, morían entre
tres y cuatro personas por día por
intoxicación.
Respecto de las causas de
muerte registradas en el hospital de Sáenz Peña, mencionó hipertensión,
accidentes de tránsito, enfermedades respiratorias, oncológicas, ginecológicas y
renales como las más destables. También hizo referencia a los casos de TBC
(tuberculosis) y de dengue, siendo Corzuela y Campo Largo los principales focos,
agregando que dicha información fue ocultada por razones
políticas.
Me dio varios datos para
continuar con mi trabajo y me despedió ofreciéndose para otras gestiones que
pudiera necesitar.
Ya era el mediodía y crucé
enfrente a un bolichón donde iba la gente del lugar, y comí un tremendo plato de
tallarines con estofado de carne. Justo lo ideal para irse a dormir la siesta,
pero yo no tenía tiempo que perder, y en la parada de remises del hospital, tomé
uno para que me llevara a las afueras de la ciudad donde se encontraba el INTA
(Instituto Nacional de Tecnología
Agropecuaria).
El remisero, llamado Elvio,
resultó ser un maestro rural que hacía algunos viajes para complementar su magro
salario. Era hijo de un pequeño productor a quien no le daba la escala y terminó
abandonando la producción. Comentaba que antes la cosecha se pagaba sesenta
pesos cada cien kilos, juntando ciento sesenta kilos diarios. Pero que en ese
momento sólo se recolectaban entre noventa y cien kilos diarios porque estaban
obligados a que los obreros trabajaran menos horas. Y que a los colonos los
obligaban a poner a los cosecheros en blanco por lo que contrataban a un
intermediario que se encargaba de recolectar gente y llevarla en camión o en
ómnibus diariamente. La escuela donde él enseñaba se encontraba cerca de Sáenz
Peña y sus alumnos tenían entre ocho y quince años, y que a partir de los diez
años iban a la cosecha solos o con sus familias, abandonando la escuela durante
ese período. Y luego agregó que la gente ya estaba dejando el campo por tener
planes de ayuda. Que la DGI no les permitía trabajar en la cosecha si cobraban
planes, por lo cual en La Tigra había una desmontadora que estaba abandonada.
En poco más de veinte minutos
estuve en la estación del INTA que quedaba a sólo cinco kilómetros al sur de
Saénz Peña sobre la ruta noventa y cinco. Le pedí al remisero que me esperara, e
ingresé sin ningún tipo de recomendación.
Allí me atendieron las
ingenieras agrónomas Marita Simonella y Laura Fogar, especialistas en plagas,
quienes mostraron muy buena predisposición. Y lo primero que me hicieron ver fue
un cartel que decía: “A veces puedo
elegir lo que como o lo que bebo, pero nunca puedo elegir lo que respiro”.
¡Nada más apropiado para lo que estaba
estudiando!
Y si bien consideraron que el
glifosato no era tóxico, la Ing. Fogar se quejó: -“Los aviones fumigadores a veces se cargan
de agua para limpiar los tanques y tiran los residuos en cualquier parte. Al
propio campo de experimentación del INTA le cayó 2-4-D desde los campos vecinos
a través del aire”.
Ellas me explicaron las
principales características de la forma de fumigar cuyas diferencias estaban
determinadas básicamente por el tamaño de los campos. Cuando se trataba de
extensiones menores a doscientas hectáreas la fumigación se realizaba con un
aparato llamado mosquito autopropulsado por una persona, mientras que si era
mayor de ese valor, la máquina era transportada por un tractor. Pero cuando los
establecimientos era muy grandes o bien no se podía ingresar a causa de las
inundaciones, se utilizaba el avión
fumigador.
Luego hablaron sobre la etapa
de siembra en el área de la ruta provincial noventa y cinco, entre Presidencia
Roque Sáenz Peña y Villa Ángela, justamente la elegida para el desarrollo de mi
tesis. Y dijeron que se realizaba entre el quince de octubre y el treinta de
noviembre, fechas fijadas por el SENASA (Servicio Nacional de Sanidad y Calidad
Agroalimentaria). Y que debido a que las precipitaciones, que oscilaban entre
novecientos y novecientos cincunta milímetros anuales concentradas durante el
verano, siendo el invierno la estación seca, la plaga que predominaba era el
picudo, ya que las elevadas temperaturas y la humedad le eran favorables para su
rápida reproducción.
El picudo se alimentaba con
polen del algodón por lo que ellas proponían la instalación de trampas desde
antes de la siembra hasta pasada la cosecha cuando se destruía el
rastrojo.

Picudo del
algodonero

Principales lepidópteros
capturados con trampas de luz

Red de trampas de
luz
Las trampas colocadas antes de
la siembra eran de feronoma, una hormona sexual que atraía a machos y hembras. Y
luego pulverizaban los alrededores donde había mayor cantidad de insectos en las
trampas, pero sólo en los bordes. El plaguicida utilizado era el endosulfan que
quedaba en stock porque ya no se producía desde el año dos mil nueve, pero
algunos aplicaban piretroides que eran repelentes recomendados por el SENASA.

Trampa de veneno para
picudo

Trampa de veneno colocada en
el campo de experimentación del INTA
Hicieron referencia a otros
fosforados utilizados como el Mercaptotion y el IGR, insecticida más específico
ya que impedía el desarrollo de la Oruga de la Hoja y de la Capullera o
Bolillera del Algodonero, que si bien era más selectivo y dañaba menos la fauna
benéfica, también era más residual, más caro y más difícil de conseguir.
Mientras que para evitar los trips y pulgones, se sembraban semillas tratadas
con Aldicarb, un insecticida perteneciente a la familia de los carbamatos. Pero
las agrónomas adujeron que los agricultores, al tratar la semilla, no tomaban
los recaudos necesarios, como ponerse una escafandra, justificándose a partir
del intenso calor de la región; y que cuando en el INTA se daban charlas
informativas, muchas veces se dormían. Por otra parte, la cosecha en campos de
treinta a cien hectáreas se realizaba en forma manual, siendo sólo en los de
mayor extensión que se hacían surcos más estrechos y se utilizaban
máquinas.

Campo de algodón casi al fin
de la cosecha
Y para evitar que los insectos continuaran reproduciéndose, el SENASA
obligaba a destruir el rastrojo.

Métodos de
destrucción de rastrojos del cultivo de
algodón
Agradecí mucho el tiempo que me habían dedicado, y en el remis que me
estaba esperando continué circulando por la ruta provincial noventa y cinco
rumbo a La Clotilde, a cuarenta y cinco kilómetros de allí.

Dejando los campos del
INTA

Extensa llanura con áreas de depresión formando
bañados a la vera de la ruta 95

Presencia de
variedad de aves y anfibios en los bañados
En poco más de media hora
llegamos a destino y allí me despedí del chofer ya que no sabía cuánto iba a
demorar para luego regresar a Villa Ángela, donde habían quedado varias
entrevistas pendientes.

Arboleda de la avenida de ingreso a La
Clotilde

Llegada a La Clotilde, departamento de
O’Higgins
Rápidamente fui a “la salita”, forma en que denominaban al
Puesto Sanitario de nivel A, los clotildenses. Me senté en la sala de espera
junto con las mujeres que llevaban a sus hijos a vacunar y me puse a conversar
informalmente con ellas. Todas me hablaron maravillas del gobernador, que en ese
momento era Jorge Capitanich, pero muy especialmente de “La Cristina”. Me dijeron que teniendo
una presidenta mujer habían logrado que se entendiera que ellas y sus hijos no
debían ir a la zafra, y que con los planes podían quedarse en sus casas
cuidándolos, ya que los hombres se gastaban el dinero en
“cualquiera”.
Cuando tocó mi turno pregunté
por el director, pero me dijeron que estaba en su casa durmiendo la siesta y que
no quería ser molestado, por lo que me iba a atender Héctor, el enfermero que
estaba a cargo de las estadísticas epidemiológicas.
Primeramente Héctor me indicó
que la salita tenía escaso presupuesto, contaba con dos camas para emergencias y
una ambulancia, y que el lugar del laboratorio se utilizaba como vacunatorio.
Que la prevalencia en La Clotilde era la hipertensión, la diabetes, diversas
enfermedades respiratorias como laringitis, faringitis y alergias, y la
desnutrición. Pero luego me hizo ver que estaba indignado con la situación
social que se estaba viviendo en los últimos
años:
“Las mujeres vacunan a sus hijos a cambio de un kilo de leche. Y la
mayoría considera que de algo hay que morir.” Agregó que muchas veces recorrían las casas para controlar a las
embarazadas y recordarles que hicieran control pediátrico, y que cuando daban
charlas se reían y no hacían caso. Y que mandaban a sus hijos a la escuela sólo
para que les dieran de comer.
“La natalidad aquí es muy alta, muchas mujeres tienen entre siete y
diez hijos. Y cuando las parturientas acuden a último momento las atendemos los
enfermeros, de lo contrario, se las deriva al hospital de San Bernardo a
dieciocho kilómetros, y si viene complicado al de Villa Ángela a cincuenta
kilómetros porque en la Tigra que está a sólo diez kilómetros, tienen una sala
nivel A y otra nivel B, pero no hay hospital” –dijo.
Yo le pregunté acerca de
intoxicaciones o accidentes derivados del trabajo en los campos de algodón, a lo
que me respondió:
- “No hay nada de eso porque
casi nadie trabaja. Antes los accidentes eran de trabajo, ahora son de motos en
la ruta o cuando hacen picadas. La gente ya no va a las cosechas porque cobra
planes sociales y se compran motos y
celulares.”

Puesto Sanitario
“A” – La Clotilde
Comencé a caminar por el
pueblo que era diminuto, contando con apenas tres mil trescientos habitantes de
los cuales en ese momento no había ni uno solo en las calles. Evidentemente el
director de la salita no era el único que dormía la siesta. Así que entré al
único almacén-bar que encontré abierto para tomar algo fresco. Y allí había un
grupo de jubilados a los que aproveché para
entrevistar.
“Antes la gente trabajaba con el algodón, pero ahora todos están
pensionados. La DGI obliga a los colonos a tomarlos en blanco y no les conviene
porque algunos trabajan un día y quieren todos los beneficios.” – dijo uno de ellos.
Mientras que otro agregó: -“¡A los colonos les exigen poner a la gente
en blanco y el estado paga en negro!”
“Las mujeres viven para
tener hijos y cobrar la pensión. Se consiguen un certificado de discapacidad
para cobrar más y tener derecho a la vivienda. Casi todas cobran al menos mil
pesos. El resto de la gente trabaja en la Municipalidad, la Policía, en bancos,
en las escuelas primaria y secundaria, y ahora también terciaria porque pusieron
el Magisterio” –dijo un tercero.
Ante mi comentario sobre las
mejoras que veía respecto de mi visita seis años atrás, del crecimiento
demográfico que se vislumbraba, y de la diferencia a favor respecto de pueblos
vecinos, otro de ellos me dijo: -“Hoy en
día tenemos todos los servicios. Agua de red desde 1978, y después pusieron luz
toda la noche, cajero automático, varios colectivos al día y una ambulancia,
aunque cuando las enfermedades son muy complejas nos vemos obligados a ir a
Resistencia. Hay gente que vivía en Buenos Aires y por la inseguridad volvió a
vivir con sus parientes y se está haciendo la casita. Tenemos mucho pavimento y
el pueblo está muy lindo porque el intendente, Víctor Gasko, es justicialista y
hace como veinte años que está; pero los que tienen intendentes radicales, no
pueden decir lo mismo.”
Otro de los pocos lugares
abiertos durante las primeras horas de la tarde era el Banco del Chaco, donde
había muchas personas esperando y una sola atendiendo, por lo que la esperé a la
salida:
“El banco atiende lunes, miércoles y viernes. Lo que más hago es
pagar pensiones porque todos viven de eso. Se forman colas muy largas. El mínimo
es de seiscientos cincuenta pesos y ciento cincuenta pesos por cada hijo, y
algunas mujeres tienen más de siete. A nadie le conviene ir a la cosecha.
Algunos hombres lo hacen en negro pero la DGI controla mucho a los gringos.
También prohiben y controlan mucho que no trabajen los niños. Las multas son muy
altas. Este intendente recibe mucho dinero y es el pueblo con mayor cantidad de
planes sociales. Hay casi cinco mil habitantes contando a la gente de zonas
rurales que viene acá porque sabe que va a recibir pensiones. La Tigra está casi
abandonada, aunque ahora empezaron a hacer algunas obras”, -dijo la joven empleada.

Calle de La Clotilde a la hora de la prolongada
siesta
Viendo por un lado que no
había muchos más a quienes preguntarles algo y a que casi todos coincidían con
el relato, me dirigí a la terminal con el fin de tomar el ómnibus que iba a
Villa Ángela. Y mientras esperaba que se despejara el camino debido al corte del
cruce de cuatro rutas, un viajante me decía lo siguiente: “Yo habitualmente recorro La Clotilde, La
Tigra, San Bernardo y Villa Berthet tomando pedidos que compro en Presidencia
Sáenz Peña. Viajo en colectivos y a dedo porque todos me conocen. Y puedo
asegurarle que acá nadie trabaja, todos quieren planes, y si no se los dan,
cortan la ruta como está pasando hoy. Las mujeres se compran celulares y ropa
con las pensiones y no les dan de comer a sus hijos. Tienen antena parabólica y
los hombres se lo chupan. La Clotilde tiene los mayores beneficios y está más
cuidada que San Bernardo que es la cabecera, pero que tiene intendente radical.
La Tigra, La Clotilde y San Bernardo tienen agua potable de red que les pusieron
los milicos, pero los de Villa Berthet se quedan con las napas vacías todos los
inviernos, cuando hay sequía, a pesar de la
represa.”

Terminal de ómnibus de La
Clotilde
Cuando llegó el micro retomó
la calle arbolada de la entrada del pueblo desde donde se veían los campos
pelados y sin gente trabajando. Y con la vista perdida en ese paisaje me quedé
pensando acerca de los comentarios de toda la gente con la que había estado,
pudiendo tener una idea clara de los enfrentamientos sociales que se sufrían en
el pueblo. Y si bien en líneas generales yo no coincidía con los subsidios, por
lo menos los permanentes, si en esos casos servían para disminuir la mortalidad
infantil y la materna, ¡bienvenidos! Por otra parte, y eso era generalizado en
el resto del país, cuando el estado otorgaba un beneficio a los sectores más
pobres, la clase media e incluso los no tan pobres se quejaban; pero cuando del
erario público se destinaban fondos para grandes empresas cuyas ganancias eran
“exportadas” a centros financieros
del exterior, esos mismos sujetos ni chistaban. De hecho eso era no tener
conciencia de clase.

Saliendo de La
Clotilde

Campos anegados entre La
Clotilde y Villa Ángela
En la mañana del jueves seis,
fui al INTA de Villa Ángela donde entrevisté a los ingenieros agrónomos Evelin
Delceggio y José Insaurralde.
Ellos no hicieron más que
confirmar todos los datos que tenía hasta el momento, pero agregaron que si bien
en INTA Sáenz Peña había un banco de germoplasma con todas las variedades de
algodón y de árboles nativos, prácticamente no se estaban utilizando porque los
productores preferían el algodón transgéncio para que resistiese el glifosato y
así manejar las malezas. “Monsanto está
destruyendo al INTA. Los colonos van a los negocios que venden agroquímicos y
ponen lo que les venden” – dijeron los profesionales.
De todos modos se mostraron
satisfechos con que a pesar de que en muchas áreas del Chaco ya estaba siendo
reemplazado por soja, Villa Ángela continuaba teniendo una mayor superficie
sembrada con algodón. En ese momento había cincuenta mil hectáreas de algodón,
frente a diez mil de soja, seis mil de sorgo y cuatro mil de
maíz.
Luego regresé al hospital
donde no me habían atendido unos días atrás, y volví a preguntar por el
director, quien, con cara de no muy buenos amigos, me hizo saber que debía
esperarlo. Pero mientras estaba allí veía que entraban uno a uno diferentes
empleados a su despacho, fueran médicos o administrativos, para luego oir gritos
y portazos al salir. Evidentemente el ambiente estaba caldeado y yo comencé a
pensar en que ese día tampoco me iba a atender, pero pretendí que él mismo me lo
dijera. Y cuando ya habían pasado casi dos horas, alguien que me había visto se
apiadó de mí y me preguntó por qué motivo estaba esperando al Doctor. Le
expliqué los motivos de mi visita y me dijo: - “No espere más, no la va a atender. Él es
así, deja que la gente se canse y se vaya. Además no le gusta que le pregunten
nada que lo pueda comprometer. Venga conmigo que le presento al Jefe de
Estadística”.
El Señor Máximo Germán Benítez
estuvo muy predispuesto y sacó a relucir todos los datos que tenía a
disposición.
Primeramente hizo referencia a
que ese hospital era la cabecera de la Zona Sanitaria 3 que abarcaba los
departamentos de Mayor Luis Jorge Fontana, O’Higgins y Fray Justo Santa María de
Oro, y que el nivel de complejidad estaba entre cuatro y cinco, para luego
enunciar todos los servicios con que contaba, la cantidad de camas, de partos
mensuales, de cirugías y de consultas por especialidad. Luego diferenció las
enfermedades por estación. Dijo que en el invierno predominaban las
respiratorias agudas, neumonía, bronconeumonía, asma bronquial, bronquiolitis,
síndrome febril e influenza; mientras que en verano la deshidratación por alta
temperatura, las diarreas y la internación social por falta de
trabajo.
Yo le pregunté respecto del
impacto de los agroquímicos en la zona. Y él me respondió que si bien la mayor
parte de las intoxicaciones eran de origen alimenticio por mala preparación de
la comida o por su descomposición ante la falta de refrigeración adecuada en una
región tan calurosa, le seguían las relacionadas con tóxicos de uso doméstico,
para estar en tercer lugar las causadas por pesticidas que tenían síntomas
particulares como náuseas, vómitos, dolor de cabeza, temblores y dermatitis. Y
que justamente acababan de comenzar a tener un registro específico debido al
aumento de los casos. Que además, si bien históricamente la mayoría de las
enfermedades oncológicas habían sido de carácter ginecológico, últimamente
estaban apareciendo más casos de otro origen, incluso en los niños. Y agregó que
muchas de las enfermedades respiratorias que había mencionado estaban
relacionadas con las desmotadoras.
Después comencé a deambular
por el hospital con el fin de hablar con algunos pacientes en las salas de
espera de los consultorios, pero como sólo atendían las urgencias por
encontrarse de paro por setenta y dos horas en reclamo por mejores salarios y
seguridad ante hechos de violencia acaecidos la semana anterior, entrevisté a
otro empleado quien no quiso identificarse por temor a represalias por parte del
director. Y ante mis preguntas aseguró que en ese momento la contaminación del
aire era menor porque las desmotadoras e hilanderías estaban con escasa
producción y que de hecho las consultas por enfermedades respiratorias habían
mermado. Con respecto al agua dijo que los problemas mayores estaban al sur de
Villa Ángela, hacia Santa Sylvina donde no había agua de red y la gente tomaba
agua de pozo contaminada con agrotóxicos. Y continuó: -“Mi padre mantenía cien familias trabajando
en el campo, pero cuando terminaba la cosecha le hacían juicios y quebró. Ahora
se dedican a cobrar el plan y gastarlo en motos y celulares. Antes decían que
durante la inundación el agua les llegaba a la cintura, y ahora dicen que les
llega al celular. Lo que pasa es que los salarios son tan bajos que conviene
cobrar los planes y quedarse en casa. La gente viene al hospital a que el médico
le haga un certificado de discapacidad, y si no se lo hace, se enoja y arma
escándalo.”
Y allí se sumó otro
administrativo anónimo quien con mucha bronca sentenció: -“Acá los salarios son miserables. Los
médicos cobran dos mil pesos y muchos se fueron al sur donde cobran quince mil.
En verano, con 45°C a la sombra se llenan las camas por deshidratación de
grandes y chicos. La gente y los abogados viven de juicios a los médicos. Se
muere alguien y hacen juicio. Cobran fortunas y al poco tiempo no tienen más
nada. El otro día murió un chico y vinieron, rompieron vidrios y agredieron a
dos pediatras. Después de un juicio ya no se es el mismo, no importa tanto la
plata, sino cómo lo denigran y su postura con la sociedad. Los medios se hacen
eco porque así venden. Pasó lo mismo con algunos casos de abusos que no son
tales, y a los hijos les enseñan a mentir. Todos tienen miedo, los médicos y los
maestros. Viven de eso. Se perdió la cultura del trabajo. Les dan yuyos, les
preparan jarabes a los chicos y cuando ya no hay nada que hacer, los traen al
hospital. Después lo culpan al médico y cobran el juicio. No les dan de comer a
los hijos, gastan los planes en celulares de última generación, pero el gobierno
junta votos.”
Ya se terminaban la semana, mi
tiempo y mi dinero para continuar con el periplo, ya que llevaba gastados más de
ochocientos pesos de mi bolsillo, así que esa misma tarde tomé el micro que me
llevaría de regreso a Buenos Aires.

Campos inundados en Santa
Sylvina, al sur de la provincia del Chaco

Puesta de sol en el norte de
la provincia de Santa Fe
Después de trece horas llegué a la terminal de Retiro. Estaba cansada
y con una laringitis que me duró varios días, pero muy satisfecha con la
información recabada, y dispuesta a analizar toda la información recabada y,
además de redactar mi tesis, divulgarla tanto como pudiera.
Ana María
Liberali