|
NCeHu 301/14
Rumbo al XVI EnHu (121)
América Latina como
geografía
Bariloche, 6 al 10 de
octubre
El retorno de la geopolítica y sus razones
Atilio Borón
http://www.atilioboron.com.ar/2014/05/el-retorno-de-la-geopolitica-y-sus_2.html
Una ojeada a las novedades editoriales producidas en el
estudio de las relaciones internacionales -o, si se quiere utilizar un lenguaje
“políticamente incorrecto” pero más diáfano y accesible: el imperialismo- revela
la creciente presencia de obras y autores que apelan a la problemática
geopolítica. La súbita irrupción de esta temática nos mueve a compartir una
breve reflexión, y esto por dos razones. Primero, porque el tema, y la palabra
hacía tiempo que habían sido expulsadas, aparentemente para siempre, del campo
de los estudios internacionales y ahora están de vuelta. Proponemos la
hipótesis, en segundo lugar, de que su reincorporación no tiene nada de casual o
accidental sino que es un síntoma de un fenómeno que trasciende el plano de la
teoría y la semiología: la decadencia del imperio
norteamericano.
En relación a lo primero digamos que el abandono de la
perspectiva geopolítica no sólo se verificó en las elaboraciones de los
mandarines de la academia, lo cual no es motivo alguno de preocupación, sino que
también se hizo sentir en las obras de los pensadores de la izquierda, lo cual
sí era motivo de inquietud. Tanto era así, y tanto ha cambiado en muy poco
tiempo, que al terminar la redacción de mi libro América
Latina en la Geopolítica del Imperialismo, a mediados del 2012, y
proceder a la última revisión del texto antes de enviarlo a la imprenta creí
necesario introducir un largo párrafo, que reproduciré parcialmente a
continuación, para responder a los muchos amigos y camaradas que, sabedores de
la problemática que estaba investigando me hicieron conocer su sorpresa, y en
algunos casos desacuerdos, por dirigir mi atención hacia un tema, la
geopolítica, asociada a los planteamientos de la derecha más reaccionaria y
racista. De ahí que sintiera la necesidad de decir lo siguiente en las mismas
páginas iniciales del libro:
“Unas palabras, precisamente, sobre la problemática
geopolítica. Se trata de una cuestión que en general la izquierda ha demorado
más de lo conveniente en estudiar por una serie de razones que no podemos sino
apenas enunciar aquí: concentración en el examen de temas “nacionales”; visión
economicista del sistema internacional y del imperialismo; menosprecio de la
geopolítica por la génesis reaccionaria de este pensamiento y por la utilización
que de ella hicieron las dictaduras militares latinoamericanas de los años
setenta y ochenta del siglo pasado. La generalización del concepto y las teorías
de la geopolítica se encuentra en la obra de un geógrafo y general alemán, Karl
Ernst Haushofer, quien propuso una visión fuertemente determinista de las
relaciones entre espacio y política, y la inevitabilidad de la lucha
internacional entre los diferentes Estados para asegurarse lo que, en un
concepto de su autoría, calificó como “espacio vital” (Lebensraum).
El desprestigio de esa teorización se relaciona con el hecho de que fue este
concepto de Lebensraum el
empleado por Hitler para justificar el expansionismo alemán que a la postre
culminó con la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. Haushofer tuvo como fuente
de inspiración la obra de un geógrafo y político británico, Halfor John
Mackinder, quien en 1904 había escrito un muy influyente artículo sobre “El
pivote geográfico de la historia”.[1]
En todo caso el nacimiento de esta perspectiva tuvo lugar en
un momento histórico signado por el predominio de las concepciones
colonialistas, imperialistas y racistas de finales del siglo XIX y comienzos del
XX. Si hoy reaparece, completamente resignificada en el pensamiento
contestatario, es porque aporta una perspectiva imprescindible para elaborar una
visión crítica del capitalismo en una fase como la actual, signada por el
carácter ya global de ese modo de producción, su afiebrada depredación del medio
ambiente y las prácticas salvajes de desposesión territorial padecidas por los
pueblos en las últimas décadas. No debería sorprendernos entonces que dos de los
principales pensadores de nuestro tiempo sean geógrafos marxistas: David Harvey
y Milton Santos. Es que la política y la lucha de clases, tanto en lo nacional
como en lo internacional, no se desenvuelven en el plano de las ideas o la
retórica, sino sobre bases territoriales, y el entrelazamiento entre territorio
(con los “bienes públicos o comunes” que los caracterizan), proyectos
imperialistas de explotación y desposesión y resistencias populares al despojo
requieren inevitablemente un tratamiento en donde el análisis de la geografía y
el espacio se articulen con la consideración de los factores económicos,
sociales, políticos y militares. En tiempos como los actuales, en los que la
devastación capitalista del medio ambiente ha llegado a niveles desconocidos en
la historia, una reflexión sistemática sobre la geopolítica del imperialismo es
más urgente y necesaria que nunca. Tal como lo recordara el Comandante Fidel
Castro en su profética intervención en la Cumbre de la Tierra –en Río de
Janeiro, junio de 1992–, ‘una importante especie biológica está en riesgo de
desaparecer por la rápida y progresiva liquidación de sus condiciones naturales
de vida: el hombre’.”
Creo que las razones por las cuales desde la izquierda
tenemos que recuperar la problemática geopolítica -¡que sí estaba presente, si
bien expresadas con otro lenguaje, en el marxismo clásico!- son por demás
convincentes. Pero, ¿a qué se debe que el pensamiento de la derecha haya hecho
lo propio y que la obra de los intelectuales orgánicos del imperio (Zbigniew
Brzezinski y Henry Kissinger, para tan sólo nombrar a los de mayor gravitación)
y de los académicos del mainstream norteamericano
deban recurrir cada vez con más frecuencia a consideraciones geopolíticas en sus
estudios e investigaciones? ¿Se trata de una superficial y efímera moda
intelectual, para reemplazar al ya difunto concepto de “globalización”, cuya
muerte fue anunciada simultáneamente a su advenimiento o hay algo
más?
Efectivamente hay algo más. No es un tema de modas
intelectuales o escolásticas, y esta es la segunda cuestión que queríamos
plantear. La reflexión geopolítica en el campo del pensamiento imperial es hija
de una dolorosa (para algunos) comprobación: el imperio norteamericano ha
superado su cenit y ha comenzado a recorrer el camino de su lento pero
irreversible ocaso. Para los gobernantes y las clases dominantes de Estados
Unidos de lo que se trata entonces es de tomar los recaudos necesarios para
evitar dos desenlaces inaceptables: (a) que el crepúsculo imperial precipite una
incontrolable reacción anárquica en cadena en el sistema internacional, en donde
un buen número de estados y una cantidad desconocida pero significativa de
actores privados disponen de un arsenal atómico capaz de eliminar de raíz toda
forma de vida en el planeta y, (b), que producto de la irreversible
redistribución del poder mundial la seguridad nacional y el modo de vida de
Estados Unidos puedan verse irremediablemente menoscabados. Esta es la razón de
fondo por la cual los estrategas militares estadounidenses llevan más de diez
años refiriéndose oblicuamente al tema y alertando, en sus escenarios bélicos
prospectivos de largo plazo, que ese país deberá estar preparado para librar
guerras, en los más diversos rincones de este planeta, durante los próximos
veinte o treinta años. Doctrina de la “guerra infinita” cuyo objetivo no será
acrecentar su primacía mundial mediante la incorporación de nuevas áreas de
influencia o control sino apenas preservar las ya existentes, o evitar un
catastrófico derrumbe de los parámetros geopolíticos
globales.
Estos pronósticos tardaron más de diez años en incorporarse
a los análisis del mandarinato académico y de los publicistas del imperio,
profundamente enquistados en los grandes medios de comunicación. Pero ya no más.
La terca realidad les ha obligado a hablar de lo que hasta hace poco era
impensable, cuando una pandilla de reaccionarios nucleada en el Proyecto para el
Nuevo Siglo Americano fundado por Dick Cheney en 1997 se ilusionó al creer que
el mundo que aparecía ante sus ojos tras el derrumbe del Muro de Berlín y la
implosión de la Unión Soviética había llegado para quedarse, para siempre, en
una típica reiteración de la incapacidad del pensamiento burgués para comprender
la historicidad de los fenómenos sociales.[2] Se trató de una ilusión infantil, así la juzgó ese viejo lobo
del imperio que es Zbigniew Brzezinski, que la realidad desbarató en pocos años.
Los atentados del 11-S derrumbaron no sólo las Torres Gemelas sino también los
tranquilizadores espejismos con los cuales se entretenían los dizque expertos
del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano. No es casual que en su más reciente
libro Brzezinski dedique unas sorpresivas páginas introductorias al tema
de la declinante longevidad de los imperios, y si bien no lo dice explícitamente
está claro que para él, como para tantos otros, Estados Unidos es un
imperio. [3] Claro
está que se trataría de un imperio de nuevo tipo, movido por el idealismo
Wilsoniano, como lo asegura Henry Kissinger en sus diversos escritos, idealismo
que lo lleva a convertirse según esta autocomplaciente visión, en un abanderado
de las mejores causas de la humanidad: democracia, derechos humanos, libertad,
pluralismo, etcétera. En una palabra, el país a quien Dios presuntamente le
habría encomendado la realización de un “Destino Manifiesto” y en virtud del
cual sembraría aquellos nobles valores e instituciones a lo largo y ancho del
planeta. Un razonamiento muy parecido había sido formulado por Henry
Kissinger en un libro publicado en 1994 y traducido al castellano al año
siguiente: La
Diplomacia. En él el ex Secretario de Estado de Richard Nixon
advertía sobre la precariedad de los ordenamientos internacionales al observar
que “con cada siglo ha ido encogiéndose la duración de los sistemas
internacionales. El orden que surgió de la Paz de Westfalia duró 150 años … el
del Congreso de Viena se mantuvo durante 100 años … el de la Guerra Fría terminó
después de 40 años.” Y concluye: “Nunca antes los componentes del orden mundial,
su capacidad de interactuar y sus objetivos han cambiado con tanta rapidez,
tanta profundidad o tan globalmente.”[4]
Dado todo lo anterior no sorprende la nota que días atrás publicara David
Brooks en el New
York Times y que fuera reproducida en Buenos Aires por La
Nación y, con seguridad, en otros diarios de América Latina y el
Caribe. Brooks, un hombre de clara persuasión conservadora, cita en su nota la
opinión de Charles Hill, uno de los mayores expertos del Departamento de Estado,
ya retirado de su cargo, quien dice textualmente que: "La gran lección que
enseña la historia de la alta estrategia es que cuando un sistema internacional
establecido entra en fase de deterioro, muchos líderes actúan con indolencia y
despreocupación, y felicitándose a sí mismos. Cuando los lobos del mundo huelen
esto, por supuesto que empiezan a moverse para sondear las ambigüedades del
sistema que envejece y así arrebatar de un tarascón los bocados más preciados.”
Brooks refleja, con desazón, la literatura que cada vez con mayor frecuencia
examina el proceso de decadencia imperial, esa “fase de deterioro” a la que
aludía Hill, si bien no todos los autores se atreven a abandonar los eufemismos
tranquilizadores. El último número de la revistaForeign
Affairs, el conservador órgano del establishment diplomático
estadounidense, presenta un par de artículos de dos de los mayores especialistas
en el análisis de las relaciones internacionales y en los cuales, más allá de
sus diferencias, concuerdan en el hecho de que “la geopolítica está de
vuelta”.[5] Y si
lo está es precisamente porque la correlación de fuerzas que en el plano
internacional se cristalizara después de la Segunda Guerra Mundial y, sobre
todo, las fantasías que anunciaban el advenimiento de “un nuevo siglo americano”
se derrumbaron estrepitosamente. Ejemplos: Estados Unidos es derrotado
inapelablemente (29 a 3) en una votación en la OEA que pretendía decretar la
intervención de ese organismo en la crisis que afecta a la República
Bolivariana de Venezuela; asiste impotente a la reincorporación de Crimea a
Rusia, pese a que en una actitud insólita y provocativa su Secretaria de Estado
Adjunta para Asuntos Euroasiáticos, Victoria Nuland, estuvo en la Plaza Maidan
de Kiev repartiendo panecillos y galletitas a las bandas de neonazis que luego
tomarían por asalto los edificios gubernamentales y constituirían un nuevo
gobierno, mismo que fue rápidamente reconocido por las corruptas y decrépitas
democracias capitalistas; y sus bravuconadas y amenazas en contra de Siria se
derrumbaron como un castillo de naipes en cuanto Rusia -y de modo más cauteloso,
China- le hicieron saber a Washington que no permanecerían de brazos cruzados si
la Casa Blanca lanzaba una nueva aventura bélica en la región. Cambios
inesperados, muy profundos y sucedidos en muy corto tiempo y que nos obligan a
reflexionar sobre -y a actuar en- una transición geopolítica global que
difícilmente podrá llevarse a cabo de manera pacífica. Si atendemos a las
lecciones de la historia, todas las transiciones geopolíticas precedentes fueron
violentas. Nada permite suponer que hoy la historia será más benigna para
nuestros contemporáneos, especialmente si se repara en la fenomenal
desproporción de recursos militares que retiene el centro imperial, superior a
la de la totalidad de los demás países del
planeta.
[1] Mackinder
(1861-1947) sostenía que en el planeta hay una “Isla Mundial” que es el sitio
donde se concentran las mayores riquezas naturales y que está conformada por la
gran masa euroasiática y africana. Al interior de este enorme espacio se
recorta, según este autor, un pivote que se extiende desde el Volga hacia el
Este, hasta el río YangTse en la China, y desde los Himalayas hasta el Océano
Ártico y Siberia. Quien controle ese pivote, sostiene Mackinder, controlará la
Isla Mundial y quien ejerza ese control podrá extenderlo a todo el mundo. Tiempo
después, el geopolítico norteamericano Nicholas Spykman (1893-1943) re-elaboró
las concepciones de Mackinder y acentuó la importancia del anillo de tierras y
mares que rodean al pivote central. Si ese cerco es exitoso, asegura Spykman, la
potencia que lo consiga dominará Eurasia, y quien controle Eurasia regirá los
destinos del mundo. Zbigniew Brzezinski es el más encumbrado continuador de esta
tradición que le asigna al pivote central de la masa euroasiática un papel
crucial en el dominio del planeta. La obsesión por cercar ese pivote con toda
suerte de alianzas político-militares alimentó la política exterior de los
Estados Unidos desde el triunfo de la Revolución Rusa en 1917 hasta nuestros
días, como lo prueban los mapas utilizados por Brzezinski en su ya referida
obra.
[2] Recordar que
Cheney luego se convertiría, bajo la presidencia de George W. Bush, en
Vicepresidente de los Estados Unidos durante sus dos mandatos y uno de los
personajes de mayor influencia en el proceso decisional de la Casa Blanca, algo
poco común si se recuerda el carácter eminentemente protocolar, casi decorativo,
de los vicepresidentes en la república imperial
norteamericana.
[3] Puede
consultarse este tema de la declinante longevidad de los imperios en Zbigniew
Brzezinski, Strategic
Vision.America and the Crisis of Global Power (New York: Basic Books, 2012), pp.
21-26.
[4] Henry
Kissinger, La
Diplomacia (México: Fondo de Cultura Económica, 1995), p.
803.
[5] Ver John Ikenberry, “The Illusion of Geopolitics.
The Enduring Power of the Liberal Order” y Walter Russell Mead, “The
Return of Geopolitics. The Revenge of the Revisionist Powers”, ambos en Foreign
Affairs, Mayo-Junio de 2014.