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Rumbo al XVI
EnHu (126)
América Latina como
geografía
Bariloche, 6 al 10 de octubre
Más allá
del "culturalismo", el "regreso" de la geografía
LAS ZONAS ERRÓNEAS DE LAS
TEORíAS POSCOLONIALES
Los nuevos asesinos de Marx
Vivek
Chibber*
Le Monde
Edición Nro 179 - Mayo de
2014
Al sobrevalorar las particularidades culturales
y asimilar el universalismo a una forma de eurocentrismo imperialista, las
teorías poscoloniales arrojan, apresuradamente, las herramientas de análisis
marxistas al desván de las cosas obsoletas.
Se niegan a admitir, así, la
esencia universal del capitalismo.Después de un invierno que parecía eterno,
volvió la resistencia mundial contra el capitalismo o, por lo menos, contra su
variante neoliberal. Hacía más de cuarenta años que no surgía con tanta fuerza
un movimiento de este tipo a escala planetaria. Es verdad que en el curso de las
últimas décadas, el mundo supo de revueltas esporádicas, breves episodios de
contestación que perturbaron en distintos lugares la inexorable propagación de
la ley del mercado; nada comparable, sin embargo, con aquello que conocimos a
partir de 2010 en Europa, en Medio Oriente y en el continente
americano.
Pero este resurgimiento demostró también los
estragos producidos por el retroceso de los treinta últimos años: los recursos
de que disponen los trabajadores nunca fueron tan débiles; las organizaciones de
izquierda –sindicatos, partidos políticos– fueron vaciadas de su substancia, si
no se volvieron cómplices del imperio de la austeridad. Y la debilidad de la
izquierda no es únicamente de orden político u organizacional: se confirma
asimismo en el plano teórico.
Un espectacular aplastamiento intelectual
acompañó las derrotas acumuladas. No es que las ideas de transformación social
hayan abandonado la causa: los intelectuales progresistas o radicales continúan
enseñando en muchas universidades, por lo menos en Estados Unidos: pero el
sentido mismo de la radicalidad política cambió. Bajo la influencia de las
teorías posestructuralistas* (los asteriscos remiten al glosario) los conceptos
básicos de la tradición socialista se volvieron sospechosos y hasta peligrosos.
Para no dar sino algunos ejemplos: la idea de que el capitalismo posee una
estructura coercitiva real que pesa sobre cada individuo; que la noción de clase
social se origina en relaciones de explotación perfectamente tangibles, o
incluso la tesis de que al mundo del trabajo le interesa adquirir formas de
organización colectivas –un análisis considerado como propio de la izquierda
durante dos siglos– son consideradas hoy totalmente obsoletas.
El repudio del materialismo y de la economía
política, que se inició en la escuela posestructuralista, terminó por
convertirse en ley dentro de la más reciente de las asociaciones de esta
corriente, mejor conocidas hoy en el mundo académico con el nombre de estudios
poscoloniales*. En el transcurso de los últimos veinte años, la ofensiva contra
la herencia conceptual de la izquierda cambió de bandera: la tradición
filosófica francesa cedió el lugar a una vasta constelación de teóricos no
occidentales, provenientes del Sudeste Asiático, y del Sur en general. Entre los
más influyentes (o más visibles), se encuentran Gayatri Chakravorty Spivak, Homi
Bhabha, Ranajit Guha y el grupo indio de estudios subalternos* (subaltern
studies), así como el antropólogo colombiano Arturo Escobar, el sociólogo
peruano Aníbal Quijano y el semiólogo argentino Walter Mignolo. El punto en
común entre ellos es el rechazo a la tradición de las Luces en su totalidad,
condenadas en razón de su universalismo y de su tendencia a proclamar la validez
de ciertas categorías independientemente de las culturas y de las
especificidades locales. ¿Su blanco preferido? Los marxistas, que sufrirían de
una forma avanzada de ceguera intelectual.
Desprecio del marxismo
Para estos últimos, las nociones de clase, de
capitalismo y de explotación son válidas en cualquier lugar y en todas las
culturas: parecen tan pertinentes para aprehender las relaciones sociales en la
Europa cristiana como en la India hinduista o en el Egipto musulmán. Para los
que sostienen la teoría poscolonial, en cambio, estas categorías conducen a un
atolladero a la vez teórico y práctico. Equivocadas en tanto que grilla de
análisis, se mostrarían también improductivas. Al negar la creatividad y la
autonomía de los sujetos políticos, los privarían de los recursos intelectuales
necesarios para la acción. En suma, el marxismo no haría más que encerrar las
particularidades locales en un corsé rígido modelado según el terreno europeo.
La teoría poscolonial no pretende solamente criticar la tradición de la
Ilustración: apunta, nada menos, que a sustituirla.
“El postulado del universalismo constituye uno
de los pilares del poder colonial, pues las características ‘universales’
asociadas a la humanidad pertenecen en los hechos a los dominantes”, explica por
ejemplo una de las obras más célebres de estudios poscoloniales. El
universalismo consolidaría la dominación al pretender hacer valer a toda la
humanidad los rasgos específicos de Europa. Las culturas no conformes a estas
prescripciones se verían condenadas a un estatuto de inferioridad que las
ubicaría bajo una tutoría implícita y les impediría gobernarse por ellas
mismas.
Como lo explican los autores, “el mito de la
universalidad revela una estrategia imperialista […] sobre la base del postulado
de que ‘europeo’ significa ‘universal’” (1).
Este argumento combina dos puntos de vista que
son el meollo del pensamiento poscolonial. El primero, de orden formal, sugiere
que el universalismo ignora la heterogeneidad del mundo social y marginaliza las
prácticas o las convenciones consideradas “no conformes”. Y marginar es ejercer
una dominación. El segundo, que va más al fondo de la cuestión, ve al
universalismo como uno de los fundamentos de la hegemonía europea: el mundo de
las ideas se organiza en su mayoría en torno a teorías modeladas en Occidente,
que limitan la reflexión intelectual y las teorías que favorecen la acción
política. Al hacer esto, las somete a una forma de eurocentrismo. La teoría
poscolonial se propone como fin expurgar esta tara congénita al poner en
evidencia su persistencia y sus efectos.
De allí la hostilidad a los “grandes relatos”
asociados al marxismo y al pensamiento de izquierda. Hay que dar lugar ahora a
lo fragmentario, lo marginal, las prácticas y convenciones basadas en la
especificidad geográfica o cultural, que se sustraen a los análisis
globalizantes. En el presente conviene buscar los medios de la acción política
(2) en lo que Dipesh Chakrabarty llama las
“heterogeneidades e inconmensurabilidades” de lo regional.
La tradición política nacida de Karl Marx y de
Friedrich Engels descansa sobre dos premisas. La primera postula que, a medida
que el capitalismo se extiende sobre la superficie terrestre, impone sus
obligaciones a quienquiera que cae preso en sus redes. Asia, América Latina,
África: cuando se enraíza, los procesos de producción deben seguir un conjunto
de reglas, las mismas en todas partes. Aunque las modalidades del desarrollo
económico y el ritmo del crecimiento varíen, no dejan de depender por ello de
las mismas contingencias, inscriptas en las estructuras políticas del
capitalismo.
Lo común bajo las
diferencias
La segunda premisa da por sentado que el
capitalismo, a medida que asienta su lógica y su dominio, provoca, tarde o
temprano, una respuesta de los trabajadores. Los innumerables ejemplos de
resistencia a su depredación en los cuatro puntos cardinales del mundo,
independientemente de las identidades religiosas o culturales, parecen darles la
razón, una vez más, a los teóricos alemanes. Por más heterogéneas y
considerables que sean las “inconmensurabilidades” regionales, el capitalismo
ataca las necesidades fundamentales propias de todos los seres humanos. Las
reacciones que desencadena varían pues tan poco como las leyes de su
reproducción. Las modalidades de esta resistencia pueden cambiar de un lugar a
otro, pero el resorte que la anima se muestra tan universal como la aspiración
al bienestar de todo individuo.
Los dos postulados de Marx y de Engels
sirvieron de base a más de un siglo de análisis y de prácticas
revolucionarias.
Su condena en bloque por la teoría poscolonial
–que no puede tolerar su contenido francamente universalista– tiene fuertes
implicaciones. ¿Qué queda, en efecto, de la crítica radical si de su bagaje
teórico se suprime el anticapitalismo? ¿Cómo interpretar la crisis que sacude al
mundo desde 2007? ¿Cómo comprender el sentido de las políticas de austeridad si
no tenemos en cuenta la implacable carrera por las ganancias que determina la
marcha de la economía? ¿Qué pensar de la resistencia planetaria que hace
escuchar los mismos eslóganes en El Cairo, Buenos Aires, Nueva York o Madrid si
nos negamos a ver en ello la expresión de intereses universales? ¿Cómo producir
un análisis cualquiera del capitalismo repudiando toda categoría
universalizante?
Teniendo en cuenta la gravedad de lo que está
en juego, se podría esperar de los adeptos a los estudios poscoloniales que –por
lo menos– dejen de lado los conceptos de capitalismo y de clase social. Que los
consideren suficientemente operativos para exonerarlos de la sospecha de
eurocentrismo. Pero no sólo estas nociones no les hacen ninguna gracia sino que,
para colmo, les parecen ejemplos de la inanidad básica de la teoría marxista.
Para Gyan Prakash, por ejemplo, “hacer del capitalismo el fundamento [del
análisis histórico] es homogeneizar historias que siguen siendo
heterogéneas”.
Los marxistas no pueden aprehender las
prácticas exteriores a las dinámicas del capitalismo más que bajo la forma de
vestigios destinados a desaparecer poco a poco. La idea según la cual las
estructuras sociales podrían analizarse basándose en la dinámica económica que
reflejan –su modo de producción– sería no sólo errónea sino impregnada de
eurocentrismo. En resumen, cómplice con una forma de dominación imperialista.
“Como tantas otras ideas europeas, el relato eurocéntrico de la historia como
una sucesión de modos de producción constituye el paralelo del imperialismo
territorial del siglo XIX”, afirma Prakash (3).
Prácticas globales del
capital
Chakrabarty desarrolla el mismo argumento en su
influyente obra Provincialiser l’Europe (4). Según él, la tesis de
una universalización del mundo a través de la expansión del capitalismo reduce
las dinámicas locales a simples variaciones sobre un mismo tema: cada país sólo
se define por su grado de conformidad con una abstracción conceptual, de manera
que su propia historia jamás existe, salvo como nota al pie de página del gran
relato de la experiencia europea. Los marxistas cometerían además el trágico
error de eliminar toda contingencia en su análisis de la evolución del
mundo.
Su fe en la dinámica universal del capital los
volvería ciegos a las posibilidades “de discontinuidades, de rupturas y de
cambios en el proceso histórico”. Exenta de las vacilaciones inherentes al libre
arbitrio que caracteriza a la humanidad, la historia tal como la conciben los
marxistas se emparentaría con una línea recta conducente, de manera ineluctable,
a un fin determinado. Como consecuencia de ello, la noción de capitalismo sería
no sólo inadmisible, sino políticamente peligrosa: privaría a las sociedades no
occidentales de la capacidad de construir su propio futuro.
Nadie, sin embargo, niega el hecho de que, en
el transcurso del último siglo, el capitalismo se propagó por el planeta entero,
imbricándose en casi todas las esferas del mundo en otros tiempos colonizado.
Echó raíces en nuevas regiones, comenzando por Asia y América Latina, y afectó
necesariamente la configuración social e institucional.
La lógica de acumulación del capital no dejó
indemnes ni a las economías locales, ni a los sectores no económicos obligados a
acomodarse a esta presión invasora.
Pero aunque el propio Chakrabarty admite que el
yugo del capital se extendió a todo el planeta, se niega a ver en ello una forma
de universalización del mundo. Según él, el capitalismo sería verdaderamente
vector de universalización si, y solo si, todas las prácticas sociales se
subordinaran a su ley. “Jamás, ninguna forma histórica de capital, aunque fuera
de alcance mundial, podría ser universal”, sostiene. “Sea mundial o local,
ningún tipo de capital podría representar la lógica universal del capital, en la
medida en que toda forma históricamente determinada resulta de un compromiso
temporario” entre su aspiración hegemónica y la inflexibilidad de las costumbres
y de las convenciones locales. En suma, según él, sólo se podría hablar de
universalización si el capital hubiera conquistado las relaciones sociales en su
totalidad, privándolas de toda forma de autonomía. Es como para creer que los
señores capitalistas recorren el globo con un contador Geiger en la mano con la
idea de evaluar la compatibilidad de cada práctica social con sus propios
intereses.
Más verosímil parece otro panorama: los
capitalistas intentan extender su dominio y asegurarse el mejor retorno posible
de sus inversiones; mientras nada se oponga a ello, poco les importan las
convenciones y las costumbres locales. Sólo cuando el entorno constituye un
obstáculo a sus objetivos –estimulando, por ejemplo, la indisciplina de los
trabajadores, achicando sus mercados, etc.– nace la necesidad de imponer ajustes
y, llegado el caso, alterar las costumbres sociales. Fuera de este caso
particular, las “diferentes maneras de ser en el mundo”, en una u otra latitud,
dejan totalmente indiferentes a los capitalistas.
Parece difícil que la globalización no implique
una forma de universalización del mundo. Las prácticas que se expanden a todas
partes pueden ser descritas legítimamente como capitalistas y, por ello mismo,
se han vuelto universales. El capital avanza y somete a una porción cada vez más
importante de la población. Haciéndolo, construye un relato que vale para todos,
una historia universal, la del capital.
Necesidades humanas
básicas
Los teóricos del poscolonialismo admiten de la
boca para afuera el reino del capitalismo global, aun cuando le niegan su
sustancia. Pero lo que los coloca aun más en apuros es el segundo componente del
análisis materialista, el relacionado con fenómenos de resistencia. Es verdad,
admiten sin dificultad, que el capitalismo siembra la rebeldía a medida que se
propaga: la celebración de las luchas obreras, campesinas o indígenas constituye
incluso una figura obligada de la literatura poscolonial, que parece en este
punto estar de acuerdo con el análisis marxista. Pero, mientras que este último
concibe la resistencia de los dominados como la expresión de sus intereses de
clase, la teoría poscolonial hace caso omiso de las relaciones de fuerzas
objetivas y universales deliberadamente. Para esta teoría, cada hecho de
resistencia resulta de un fenómeno local, específico de una cultura, de una
historia, de un territorio dado –jamás de una necesidad propia del conjunto de
la humanidad–.
A los ojos de Chakrabarty, unir las luchas
sociales a intereses materialistas significa “asignar [a los trabajadores] una
realidad burguesa, puesto que es sólo en el marco de un sistema de
racionalidad como ese que la ‘utilidad económica’ de una acción (o de un objeto,
de una relación, de una institución, etc.) se impone como razonable” (5).
Escobar escribe también: “La teoría posestructuralista nos invita a renunciar a
la idea liberal del sujeto en tanto que individuo hermético, autónomo y
racional. El sujeto es el producto de discursos y de prácticas históricamente
determinadas en un gran número de campos” (6). Cuando el capitalismo
provoca oposiciones, estas deben ser comprendidas como la expresión de
necesidades circunscritas a un contexto particular. Necesidades forjadas no sólo
por la historia y por la geografía, sino también por una cosmología que se
sustrae a toda tentativa de inclusión en los relatos universalizantes de la
Ilustración.
No cabe ninguna duda de que los intereses y los
deseos de cada individuo están culturalmente determinados: en este plano, no hay
manzana de la discordia entre teóricos poscoloniales y progresistas más
tradicionales. Pero, para no dar más que un ejemplo, ninguna cultura en el mundo
condiciona a sus sujetos a desinteresarse de su bienestar físico. La
satisfacción de algunas necesidades fundamentales –alimento, vivienda,
seguridad, etc.– se impone bajo todos los cielos y todas las épocas, pues es
necesaria para la reproducción de la cultura. Por lo tanto, se puede afirmar que
algunos aspectos de la acción humana escapan a las invenciones de las culturas,
si por esto se entiende que no son específicas a tal o cual comunidad. Reflejan
una psicología humana no específica de un período o de un lugar, un componente
de la naturaleza humana.
Esto no significa que nuestra alimentación,
nuestros gustos en materia de vestimenta o nuestras preferencias sobre el tipo
de vivienda no dependan de un conjunto de rasgos culturales y de contingencias
históricas. Los adeptos del culturalismo* no se privan de hacer valer, por otra
parte, la diversidad de nuestras formas de consumo como una prueba de que
nuestras necesidades están culturalmente construidas. Pero tales obviedades no
dicen nada de la común aspiración de los hombres a no morir de hambre, de frío o
de desesperación.
Ahora bien, el capitalismo se nutre,
precisamente, de esta preocupación humana por el bienestar, dondequiera que se
instala. Como lo observaba Marx, la “siniestra imposición de las relaciones
económicas” alcanza para lanzar a los trabajadores a las redes de la
explotación. Esto es verdadero independientemente de las culturas y de las
ideologías: desde el momento en que ellos poseen una fuerza de trabajo (y nada
más), la venden, pues es la única opción de que disponen para acceder a un nivel
mínimo de bienestar. Si su entorno cultural los convence de enriquecer a su
patrón, están libres de negarse, por supuesto, pero esto significa, como lo
demostró Engels, que son libres de morir de hambre (7).
Aunque sirve de fundamento para la explotación,
este aspecto de la naturaleza humana alimenta también la resistencia. Es la
misma imperiosa necesidad material la que precipita la mano de obra a los brazos
de los capitalistas y la que la lleva a rebelarse contra los términos de su
sujeción. Pues el afán desmedido de ganancias incita a los empleadores a
recortar los costos de producción y por lo tanto a reducir la masa salarial. En
los sectores sindicalizados o de mayor plusvalía, la maximización de las
ganancias no excede ciertos límites, permitiendo así que los trabajadores se
preocupen por su nivel de vida más bien que de la lucha por la supervivencia
cotidiana. Pero en lo que se ha dado en llamar el “Sur”, como también en un
número creciente de sectores del mundo industrializado, sucede de otra
manera.
La indigencia de los salarios se combina a
menudo con otras formas de optimización de las ganancias: máquinas obsoletas que
se trata de rentabilizar hasta su último suspiro, sobrecarga en el trabajo,
prolongación de horarios, falta de pago los días de enfermedad, desconocimiento
de accidentes, ausencia de jubilación y de derecho de huelga, etc. En la inmensa
mayoría de las plataformas donde prospera el capital, la ley de acumulación
arruina sistemáticamente la vocación de bienestar de los trabajadores. Cuando
estallan movimientos de protesta, con frecuencia es para reclamar el estricto
mínimo vital y no más, como si las condiciones de vida decente se hubieran
convertido en un lujo inconcebible.
La primera fase del proceso, o sea la sumisión
al contrato de trabajo, permite al capitalismo fijarse y expandirse en cualquier
parte del mundo. La segunda etapa, la resistencia a la explotación, engendra una
lucha de clases en todas las zonas sobre las cuales el capitalismo echó el ojo
–o, más exactamente, engendra la motivación por la cual luchar: que ésta
culmine o no en formas de acción colectiva depende de un vasto abanico de
factores contingentes–. Sea como fuere, la universalización del capital tiene
por corolario la lucha universal de los trabajadores con la perspectiva de
asegurarse su subsistencia.
Que de un mismo componente deriven estas dos
formas de universalismo de la naturaleza humana no significa de ninguna manera
que el asunto termine allí. Para la mayoría de los progresistas, entran en juego
otros componentes, otras necesidades que superan cómodamente las barreras
culturales: por ejemplo, la aspiración a la libertad, o a la creación o,
incluso, a la dignidad. La humanidad no es, por cierto, reductible a una
necesidad biológica; pero de todos modos hay que admitir la existencia de esta
necesidad, aun si parece menos noble que otras, y darle el lugar que merece en
los proyectos de transformación social. El hecho de que la cultura intelectual
de izquierda desestime esta evidencia no es un signo tranquilizador en cuanto a
su estado de salud.
Los estudios poscoloniales jugaron un papel
fecundo por más de un motivo. Contribuyeron al impulso de la producción
literaria en los países del Sur. En la regresión intelectual que marcó las
décadas de 1980 y 1990, reavivaron la llama del anticolonialismo y recuperaron
el crédito a la crítica del imperialismo. Sus ataques contra cierta arrogancia
eurocéntrica no tuvieron sólo efectos indeseados, lejos de ello. Pero la
contrapartida es pesada: al mismo tiempo que el capitalismo revitalizado expande
con mayor intensidad su fuerza destructiva, en las universidades estadounidenses
la teoría de moda consiste en desmantelar algunos sistemas conceptuales que
permiten comprender la crisis y esbozar perspectivas estratégicas.
Los popes del poscolonialismo desperdiciaron
hectolitros de tinta en combatir molinos de viento que ellos mismos montaron. Y,
de paso, alimentaron el resurgimiento del nativismo y del orientalismo*. Pues su
objetivo no se limita a privilegiar lo local sobre lo universal: su valorización
obsesiva de las particularidades culturales, presentadas como el único motor de
la acción política, paradójicamente renovó la imaginería exótica y deprimente
que las potencias coloniales tenían sobre sus conquistas.
A lo largo del siglo XX, los movimientos
anticolonialistas estaban de acuerdo en denunciar la opresión en cualquier parte
que ella operara, en razón de que atentaba contra las aspiraciones comunes de
los seres humanos. Hoy, en nombre del antieurocentrismo, los estudios
poscoloniales regurgitan un esencialismo cultural que la izquierda consideraba,
con razón, como una base ideológica de la dominación imperial. ¿Qué mejor regalo
para ofrecer a los dictadores que avasallan los derechos de sus pueblos que
invocar las culturas regionales para desacreditar la idea misma de derechos
universales? La renovación de una izquierda internacionalista y democrática
seguirá siendo un voto piadoso mientras no se hayan despejado estas
representaciones anticuadas, y se hayan reafirmado los dos universalismos que se
oponen: nuestra humanidad común y la amenaza capitalista.
1. Bill Ashcroft, Gareth Griffins y Helen
Triffin, The Postcolonial Studies Reader, Routledge, Londres,
1995.
2. Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’
Europe. La pensée postcoloniale et la différence historique,
ediciones
Amsterdam, París, 2009.
3. Gyan Prakash, “Postcolonial criticism and
Indian historiography”, Social Text, Nº 31-32, Durham (Carolina del
Norte), 1992 .
4. Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’
Europe, op. cit.
5. Dipesh Chakrabarty, Rethinking Working
Class History: Bengal 1890-1940, Princeton University Press,
1989.
6. Arturo Escobar, “After nature : steps to an
anti-essentialist political ecology”, Current Anthropology, Vol. 40, Nº
1, Chicago, febrero de 1999.
7. Friedrich Engels, La Situation de la
classe ouvrière en Angleterre, Editions Sociales, París, 1960 (1ª ed.:
1844).
* Profesor asociado al Departamento de Sociología de la Universidad
de Nueva York. Autor de Postcolonial Theory and The Specter of Capital, Verso,
Londres, 2013. Una versión de este texto fue publicada en la edición 2014 de la
revista Socialist Register.
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