En el Pucará de Tilcara
En julio de
1995, aprovechando las vacaciones de invierno, fui a pasar unos días a Tilcara,
corazón de la quebrada de Humahuaca, con mis hijos Enrique (13), Joaquín (11) y
Martín (4).
Tomamos un
micro en la terminal Retiro de Buenos Aires, que en veintitrés horas nos dejó en
San Salvador de Jujuy, desde donde tras una breve estada, continuamos viaje en
un destartalado ómnibus de la zona hasta la localidad de Tilcara, pasando por
Volcán y Maimará.

Montañas de
Volcán, ecotono en la quebrada de Humahuaca

La Paleta del Pintor y el cementerio de altura de
Maimará
La distancia
entre la capital jujeña y Tilcara era de sólo ochenta y cinco kilómetros, pero
como subía y bajaba gente a cada rato, el colectivo le puso casi dos horas. Poco
antes de llegar, divisamos desde la ruta el Pucará, motivo principal de nuestra
visita.

Vista del Pucará de Tilcara desde la ruta número
nueve bordeando el río Grande
Tilcara era la
localidad que más me gustaba de la Quebrada, y mucho más en ese entonces que no
llegaba a tener cuatro mil habitantes. Rodeada de montañas, muy tranquila por la
calma típica de los habitantes del lugar, a pesar de encontrarnos en plena
temporada turística. Ideal para descansar del ruido y los problemas de la gran
ciudad, y muy segura para los chicos.
Nos bajamos en
la plaza y a sólo una cuadra nos instalamos en la hostería El Antigal. Ese día
lo dedicamos a deambular por las calles del pueblo, y a la mañana siguiente,
caminando pausadamente y observando todo a cada paso, llegamos hasta el Pucará,
a un kilómetro al sur de Tilcara.

Horno de barro en las cercanías de
Tilcara
Al igual que
otras poblaciones del norte argentino, Tilcara no tenía fecha de fundación, ya
que toda la zona había estado poblada por asentamientos indígenas desde tiempos
pre-incaicos.

Cactáceas y otras variedades xerófilas a la salida de
Tilcara
Cuando el
Imperio Inca se expandió, la zona perteneció al Collasuyo, como se llamó a las
provincias del sur del mundo incaico. Pero esa organización no duró mucho allí
ya que apenas unos cincuenta años después llegaron los
españoles.

Nacimiento de un afluente del río Grande
Si bien
existían indicios de presencia humana en la región desde diez mil años atrás,
los conocidos con certeza eran los omaguacas, uquías, fiscaras y tilcaras,
tribus que poblaban la zona entre los años 1000 y 1480. Los españoles,
encabezados por el capitán Francisco de Argañaraz y Murguía, lograron vencer la
resistencia de los nativos recién en 1598.
Después de la
conquista, estos pueblos fueron sometidos al régimen de encomienda, siendo
obligados a residir en un lugar determinado y a trabajar por temporadas, las que
se extendían de seis meses a un año o más, haciéndose luego un recambio de
indígenas. La cantidad de personas explotadas era estipulada por los
encomenderos. El rango de edad estaba entre los dieciséis y cincuenta
años.

En camino al Pucará de
Tilcara
El Pucará era
una fortaleza construida por los tilcaras, una parcialidad de los omaguacas, en
un punto estratégico de la quebrada de Humahuaca, a ochenta metros de altura y
junto a la confluencia del río Guasamayo con el Grande, que allí corría a 2450
m.s.n.m. Los indígenas de la región se caracterizaban por fijar sus residencias
en la cima de los cerros o mesetas de difícil
acceso.

Vista panorámica de la quebrada de Humahuaca con
el meandroso río Grande en período de estiaje
Fue un lugar
ideal para defenderse de los ataques. Dominaba el cruce de los dos únicos
caminos que pasaban por allí; por un lado lo resguardaban los acantilados sobre
el río Grande, y por el otro, las ásperas laderas; y en los faldeos más
accesibles construyeron altas murallas.

Laderas
áridas y escarpadas bordeando al Pucará
Los pucarás no
sólo tenían fines defensivos sino también sociales y religiosos. Desde esa
altura podían controlarse los campos de cultivo circundantes y las viviendas de
los campesinos en los terrenos bajos.
Los tilcaras
eran agricultores y pastores. Cultivaban maíz, papa, porotos, zapallos, y varias
hortalizas, con herramientas simples y con empleo exclusivo de la fuerza humana.
Y criaban llamas que eran utilizadas como animales de carga, capaces de llevar
entre veinticinco y treinta kilos de peso durante veinte kilómetros al día.
También los proveía de carne y lana.
Ese modo de
vida, sedentario por necesidad, fue lo que los obligó a someterse a los
españoles, para quienes fueron perfectamente funcionales como proveedores de
mulas para el traslado de los minerales extraídos en el cerro de
Potosí.

Vista de los terreno bajos desde el
Pucará
El Pucará era
una de las más importantes y conocidas de las antiguas poblaciones prehispánicas
de la región de Humahuaca. Tenía una extensión de ocho a quince hectáreas y
aproximadamente novecientos años de antigüedad.

Enrique entre los muros y los cactus del
Pucará
Allí se
identificaron varios barrios de viviendas, corrales, una necrópolis y un lugar
para ceremonias religiosas, entre otros espacios.
Las viviendas
eran bajas, construidas en piedra con el techo realizado en torta de barro y
paja y asentado sobre tirantes de cardón.

Joaquín entrando y saliendo de las
viviendas
El Pucará fue
descubierto por el Director del Museo Etnográfico de la Facultad de Filosofía y
Letras, el etnógrafo Juan Bautista Ambrosetti, en 1908, quien hiciera una
exploración en compañía de su discípulo Salvador Debenedetti. Los materiales
extraídos les permitieron darse una idea de cómo era la vida de sus habitantes
antes de la llegada de los españoles, y fue así que Debenedetti tuviera la
ocurrencia de restaurar las ruinas, tarea que quedó trunca ante su repentina
muerte. Pero su discípulo Eduardo Casanova, quien estaba a cargo de la cátedra
de Arqueología Americana, retomó el proyecto y completó la reconstrucción en
1948.
El gobierno
jujeño donó a la Facultad las tierras del Pucará con el compromiso de crear un
Museo Arqueológico, lo que fuera acompañado con un Jardín Botánico de
altura.

Martín
ensayando sonidos desde la altura
El método
utilizado para la reconstrucción se basó en técnicas de principios del siglo XX.
Posteriormente se consideraron adecuados el planteamiento del recorrido interno
y de los techos, pero no así la reconstrucción de los muros.

Muros de
piedra reconstruidos, y al fondo, una pirámide
trunca
En la explanada
más alta del Pucará había un monumento al padre de la arqueología argentina, el
Dr. Juan Bautista Ambrosetti, a su discípulo Salvador Debenedetti, y al
arqueólogo sueco especializado en el noroeste argentino, Eric Boman.

Vista panorámica de la Quebrada desde la explanada
de mayor altura
Completando la
salida fuimos a visitar el Museo Arqueológico Dr. Eduardo Casanova, donde
pudimos apreciar gran parte de los materiales hallados en la
zona.
Además de
haberse divertido correteando por las callejuelas y disfrutando del paisaje, mis
hijos, cada uno de acuerdo con su edad y sus curiosidades particulares,
adquirieron un conjunto de conocimientos que tuvieron gran influencia en el
moldeado de sus personalidades.
Ana María
Liberali