Vacaciones terapéuticas en Mar del
Plata
En febrero del ’96 mi hijo Martín ya había cumplido sus cinco años
y aún no pronunciaba palabra, sólo emitía sonidos guturales y señalaba con el
dedo algunas cosas que quería, en especial ciertas comidas o bebidas. Además,
cada vez se relacionaba menos no sólo con las personas extrañas sino también con
los propios miembros de la familia, escribía las paredes, destrozaba juguetes,
cuadernos y libros de sus hermanos, se levantaba a la madrugada y se iba a la
terraza desnudo en pleno invierno, se escondía debajo de la cama o dentro del
ropero, no controlaba esfínteres, y lo peor de todo era que no sabía decirnos si
le dolía, ardía o picaba alguna parte de su cuerpo.
Hacía ya seis meses que yo había estado en Cuba y por consejo del
pediatra, el Dr. Roberto Rubinetti, quien no estaba de acuerdo con las
medicaciones y terapias llevadas a cabo por neurólogos, psiquiatras y psicólogos
argentinos, había hecho una consulta en el CIREN (Centro Internacional de
Rehabilitación Neurológica), donde me habían confirmado que el autismo era
genético, que no tenía cura pero que podía mejorarse la calidad de vida a partir
de tratamientos cognitivo-conductuales, tan vilipendiados en la Facultad de
Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Y además me habían puesto en
contacto con APADEA (Asociación de Padres de Autistas), que se había fundado un
año atrás en Buenos Aires, donde me brindarían todos los materiales necesarios
para poder avanzar en el logro de que Martín pudiera comunicarse con el resto
del mundo.
Desde entonces había intentado poner en práctica todo lo nuevo que
me habían indicado, aunque significara cambiar radicalmente todos los
tratamientos. Las técnicas conductuales, fundamentadas en los estudios del
fisiólogo ruso Iván Pávlov, tenían como base el modelo estímulo-respuesta o
aprendizaje por asociaciones. Por lo que yo debía forzar a Martín a aceptar
abrazos, caricias, y a pedir alimentos o bebidas mediante el habla, a partir de
ofrecerle paralelamente todo lo que más le agradara: dulce de leche, Coca-Cola y
yogur. Sin embargo, y a pesar de que pareciera sencillo, mi hijo se resistía
dándome cabezazos, codazos y gritando desaforadamente, lo que significaba no
sólo la alteración de todos los demás habitantes de la casa, sino también la de
los vecinos, por lo cual, ante semejante situación, lentamente fui dejando de
lado lo que hubiera podido ser una verdadera solución.
Al llegar el verano, decidí relajarme de los avatares vividos
durante el año, y pasar unas merecidas vacaciones en Mar del Plata, por lo que
alquilamos un departamento en una zona tranquila no demasiado lejos de la costa.
Pero si bien yo había llevado de paseo o de viaje a Martín en diferentes
oportunidades, en cuanto pisó la arena, salió corriendo por la orilla del mar a
una velocidad a la que sólo sus hermanos más chicos pudieron alcanzar. Y lo
mismo ocurrió en una o dos ocasiones más en que intentamos que disfrutara
del lugar. Así que, de ahí en más, Alicia (20), Fernanda (19), Enrique (14) y
Joaquín (11) iban a la playa solos o con su padre, mientras yo permanecía
encerrada en el departamento con Martín.
Sin embargo este hecho, que primeramente me generó un gran
malestar, terminó siendo altamente positivo, ya que durante gran parte del
día, como en casi todo el resto de la ciudad mientras la mayor parte de la gente
iba a la playa, el edificio permanecía absolutamente vacío, por lo que si Martín
gritaba durante mi intento por cumplir con las consignas, a nadie iba a molestar
ni me iban a denunciar por supuestos malos tratos.
Fue realmente increíble. Al ver que yo no aflojaba por nada, Martín
comenzó a aceptar abrazos y besos, luego a pedir mediante algunas vocales o
palabras inconclusas las principales comidas, y ya al regresar a Buenos Aires,
había disminuido sus conductas negativas. Yo terminé con varios machucones y dos
dientes partidos, pero con una enorme satisfacción de que la terapia de su
recuperación había comenzado a dar excelentes
frutos.
Ana María Liberali