Desde la
Acrópolis
El espacio ocupado por la Acrópolis era muy
reducido, de sólo ciento cincuenta y seis metros en dirección norte-sur por
doscientos setenta en dirección este-oeste, ya que se encontraba en la cima de
una de las colinas que rodeaban a Athina. Su altura sobre el nivel del mar era
de ciento cincuenta y seis metros, y alcanzaba los noventa y dos sobre la
ciudad, por lo que por un lado podía ser vista desde muchos lugares de la
ciudad, y por otra parte, se tenía una hermosa vista panorámica desde allí.
Entonces, una vez finalizado el recorrido por las ruinas, nos detuvimos a
observar sus alrededores y tomar fotografías hacia distintos puntos
cardinales.

Vista de Athina hacia el
noroeste

Hacia el nordeste, el monte
Licabeto
Hacia el sudeste no sólo podíamos observar la expansión de Athina
sobre las laderas de los montes Imittós, sino también las ruinas del Templo de
Zeus.

Hacia el sudeste, la expansión urbana en los
montes Imittós
Del Templo de Zeus, sólo quedaban en pie las
columnas, que eran de orden corintio, cuyos capiteles estaban mucho más
trabajados que los de las órdenes dóricas y jónicas, que eran sumamente
sencillos.

Columnas corintias del Templo
de Zeus
El capitel era el elemento más representativo de
ese orden y se reconocía por su apariencia de campana invertida o cesta de la
que rebosaban hojas de acanto, cuyos tallos daban lugar a una especie de volutas
o espirales en las cuatro esquinas.

Detalle de columnas
corintias
Hacia el sur de la Acrópolis se encontraba el
Teatro de Dionisio, dedicado al dios del teatro y de las viñas. Era el más
grande de la antigua Grecia, con capacidad para veintisiete mil espectadores.
Considerado el más antiguo del mundo, durante el siglo V a. C., el de Pericles,
se representaban las obras de Sófocles, Eurípides y Aristófanes; y era costumbre
que luego del espectáculo se hiciera una sátira, alargando hasta seis horas la
función, cuya entrada era bastante onerosa.
Detrás del Teatro de Dionisio, se construyó el
Museo de la Acrópolis, edificio moderno donde se conservaban gran parte de las
obras de arte más valiosas de la cultura griega, con el fin de resguardarlas del
desgaste que sufrirían al permanecer a la
intemperie.

Teatro de Dionisio en primer
plano y el Museo de la Acrópolis detrás

Hacia el sudoeste, bien a lo lejos, pudimos
divisar el mar Egeo

En la misma dirección, el Odeón de Herodes Ático y
las colinas vecinas

El Odeón de Herodes Ático en primer
plano
Ya había llegado el momento de abandonar la
Acrópolis. Retomamos el camino de los Propileos y mientras descendíamos por la
escalinata, nos preguntábamos si algún día volveríamos hasta allí. Tal vez de
ser así, pudiéramos verla sin andamios y otros elementos propios de las obras en
construcción o re-construcción como en ese caso, y entonces, nos resultaría más
atractiva. Pero nos dijeron que lo normal era eso, ya que se lo pasaban todo el
tiempo restaurando los monumentos.

Escalinata con materiales de obra en los
Propileos

Imponentes columnas de los
Propileos

Vista panorámica hacia el
oeste desde los Propileos

Escultura animalística al pie de los
Propileos
Fuimos descendiendo lentamente para dirigirnos
hacia el norte de la Acrópolis, donde atravesamos un barrio repleto de barcitos
de diferentes estilos.

Barcitos al pie del sector norte de la
Acrópolis
Pronto llegamos hasta el
Ágora Romana donde se encontraba la Torre de los Vientos, un edificio en forma
de torre, de planta octogonal, construido en mármol. Sus dimensiones eran doce
metros de alto por ocho de diámetro, y se trataba de un Horologion o reloj, obra
de Andrónico de Ciro del año 50 a. C. Se hallaba dotada con nueve diales de
reloj de sol, una clepsidra o reloj de agua en su interior, brújula y
posiblemente una veleta ubicada en el tejado con la que apuntaba a cada uno de
sus ocho lados, representando la rosa de los vientos. Un relieve mostraba en
cada una de sus caras a Bóreas (N), Kaikias (NE), Euro (E), Apeliotas (SE), Noto
(S), Lips (SO), Céfiro (O), y Skiron (NO). Utilizada como torre de iglesia
durante la era bizantina, a comienzos del siglo XIX se hallaba parcialmente
enterrada, habiendo sido recuperada por la Sociedad Arqueológica
Griega.

Torre de los Vientos, al norte de la
Acrópolis
La temperatura estaba bajando
considerablemente, en parte debido a lo avanzado de la tarde, pero por otro
lado, porque en las colinas atenienses se producía un fenómeno de inversión
térmica que provocaba mayores temperaturas en las alturas que en el valle. Por
eso comencé a ponerme todos los abrigos que me había quitado durante mi
permanencia en la Acrópolis, pero mi remera estaba mojada de traspiración y no
tenía cómo solucionarlo en poco tiempo.
Continuamos camino, y desde
cierta altura tuvimos una visión panorámica de las ruinas de la Biblioteca de
Adriano y de la mezquita Tzisdaraki.

Biblioteca de Adriano y Mezquita
Tzisdaraki
Cuando llegamos a la plaza de Monastiraki tratamos
de buscar un lugar cerrado donde tomar algo caliente, pero todo estaba ocupado,
por lo que sólo pudimos ubicarnos en una mesa semi-cubierta que daba a la
calle.
Pedimos sendos cafés griegos, y mientras Omar
hacía las anotaciones de los gastos del día, yo sentí mucho frío en la espalda e
intuí que la cosa no iba a andar bien.

Omar
tomando café griego y haciendo
anotaciones
Cenamos en el restorán “Pesto”, donde ya lo
habíamos hecho también la noche anterior. En esa oportunidad probé la
especialidad de la casa, los spaguettis al pesto que tenían un sabor
excepcional. Pero el problema era que las mesas estaban en la calle, y a pesar
de las calorías aportadas por la comida y de los calefactores que teníamos a
nuestro alrededor, sentí que mi cuerpo estaba cada vez más helado y comenzaba a
dolerme la cabeza. Así que antes de ir al hotel, pasamos por una farmacia donde
había una persona que hablaba en inglés y le pude pedir ibuprofeno 235. Sin
embargo, pese al medicamento, esa noche tuve mucha fiebre, y la pasé bastante
mal.
Ana María Liberali