Crimea
significa que las cosas ya no van a ser como antes en Europa. No se puede seguir
abusando de Rusia. Quien no lo entienda debe volver a escuchar el discurso de
Putin, y observar su coreografía. No hay
marcha atrás. Rusia, que siendo una autocracia tiene una política exterior mucho
más prudente, responsable y constructiva que la de sus socios europeos, ha
hablado a Occidente en el lenguaje que este utiliza y entiende: el lenguaje de
la fuerza y del desprecio a la legalidad.
Desde la firma de la Carta de París para una nueva
Europa de noviembre de 1990 (“¿Qué es eso?”, se preguntan los inútiles expertos
de nuestros think tanks atlantistas), Occidente ha venido pisoteando el acuerdo
general que puso fin a la guerra fría (crear una seguridad continental
integrada, no a costa de la seguridad del otro y renunciando a bloques) y
arrinconando a Rusia; ocupando y militarizando todos los espacios que su
ejemplar retirada dejó libres, avanzando la OTAN, instalando escudos antimisiles
de inequívoco sentido estratégico y bloqueando y deslegitimando como “intento
imperial de reconstruir la URSS” cualquier intento de consolidación de Moscú por
crear una gran zona comercial y aduanera. Eso ha pasado en Europa Oriental, en
el Báltico, en Transcaucasia y en Asia Central. En Ucrania ha chocado con una
línea roja.
El cambio de régimen inducido en Kíev, aprovechando
una legítima revuelta popular y sobre un script de Estados Unidos con
protagonismo polaco y acompañamientos europeos, ha sido un exceso. Incluso si la
mitad de lo que ha revelado el General Aleksandr
Yakimenko, ex jefe de los servicios
secretos ucranianos, en materia de financiación, francotiradores, papel de las
embajadas, campos de entrenamiento, etc., no fuera cierto, estamos ante un caso
de manual. Y el resultado de este exceso, un gobierno llegado al poder de forma
irregular que no es reconocido por la mitad del país, anuncia una larga
inestabilidad. Reducir a “agitación moscovita” el desagrado que la
administración de Kíev siembra con sus torpes decisiones (anulación de la ley
sobre cooficialidad de lenguas, introducción de visados con Rusia donde trabajan
3 millones de ucranianos, venganzas y represalias contra los líderes de la
disconformidad hacia todo ello) a menudo aplicadas por la fuerza ultraderechista
tan bien representada en el gobierno, los ministros de fuerza y la justicia, es
una locura.
En Crimea Rusia ha avisado de que no va a ceder más
porque ya no le queda terreno al que replegarse. “Continuamente nos arrinconan
porque tenemos una posición independiente (en el mundo) pero todo tiene sus
límites y con Ucrania nuestros socios occidentales lo han traspasado de forma
grosera e irresponsable”, ha dicho Putin.
Dos opciones
Después de Crimea la
Unión Europea tiene dos opciones. Una es reconocer que Rusia tiene intereses
geopolíticos legítimos, tanto relativos a seguridad como a economía, que hay que
tener en cuenta. Para eso es necesario corregir algunos errores de bulto y
comenzar a pensar en un sistema de seguridad continental integrado, en línea con
la Carta de París de 1990. Tomar consciencia de que Ucrania no será estable con
un gobierno hostil a Rusia, que solo mira a Occidente y con el que la mitad del
país se impone a la otra mitad. Eso puede ser muy bueno para lograr bases
militares en las barbas de Moscú, pero es una perspectiva de guerra civil.
Contra eso la solución es obvia: un gobierno representativo de la diversidad de
Ucrania, garantías de neutralidad y relaciones dobles y no excluyentes hacia el
Este y el Oeste. Para esta opción se precisan políticos y estadistas europeos
prudentes, con amplitud de miras y conscientes de que en tiempos de crisis
tentar a la violencia con propuestas excluyentes en Ucrania es una doble
temeridad.
Todo esto supone autocrítica y replanteamiento.
También cierta emancipación de Estados Unidos en el diseño de la política
exterior europea por parte de países como Alemania y Francia. La primera está
fortaleciendo claramente su vector militar intervencionista que tanto desagrada
a su ciudadanía. La segunda ha sido vergonzosa protagonista de aventuras como la de
Libia, de la misma factura criminal que la
de Irak, de cuyo desastroso resultado ni siquiera se habla.
La segunda opción es seguir con más de lo mismo.
Seguir metiéndole el dedo en el ojo al oso ruso, más militarización en las
barbas de Rusia, más demonización de Putin, más dobles raseros y más sanciones.
Es decir, continuar como si el vuelco de la política rusa que Crimea ha
evidenciado –ese “hasta aquí podíamos llegar”- no hubiera tenido lugar. Ucrania
es el terreno perfecto para empujar a la Europa en crisis hacia una dinámica
destructiva y militarizada que degenere en serios conflictos armados en Europa y
en una nueva guerra fría de ámbito mundial. Si para la primera opción se
precisan políticos prudentes, para ésta basta con un puñado de cretinos
irresponsables en Bruselas, Berlín y Varsovia. Hay que decir que los hay: esta
segunda opción sería la continuación lógica de la indecente y antisocial
política que hemos visto en el continente en materia bancaria y monetaria en los
últimos años.
Sanciones y efectos
No hay duda de
que, metidos en sanciones, Occidente es más poderoso que Rusia. Mucho más. Solo
la caída de la bolsa de Moscú que se ha propiciado ya le ha costado a Rusia
60.000 millones de dólares, más que los juegos de Sochi. El abultado
accionariado occidental de empresas estratégicas rusas como Gazprom o Rosneft
permite todo tipo de chantajes a Moscú allí donde más duele. Europa también
puede plegarse a la estrategia que se apunta desde Washington, con fuertes ecos
en Varsovia, de acabar con la “dependencia” europea del gas ruso, echando mano
del desastre medioambiental del gas de esquisto y construyendo las
infraestructuras necesarias para su recepción licuada desde América. Para ello
basta con abandonarse a la rodada inercia de la guerra fría y olvidar el
pensamiento más básico de los padres fundadores de la Unión Europea como Jean
Monnet, a saber; que la interdependencia es clave de la paz y alternativa al
enfrentamiento.
Sin duda Rusia sufrirá mucho más que la UE en esta necia
escalada. Pero Rusia tiene una capacidad de aguante enorme. Enfrentada a
verdaderas sanciones, si se le cortan las venas de su exportación energética a
Europa –algo posible a seis o siete años vista- se hará ciertamente aún menos
democrática hacia adentro.
Putin maneja desde hace tiempo lo que puede
considerarse como un particular proyecto neocón eslavo-ortodoxo alternativo a la
“decadencia de Occidente”. Ese proyecto toma fuerza en las experiencias
que el país ha acumulado desde los años ochenta; la certeza de que el mundo no
respeta a los débiles, de que el liberalismo como regla interior y la confianza
en materia exterior solo conducen al abuso y al intento de dominio de Rusia.
Todo eso empuja hacia un nuevo nacionalismo elitario, al reflejo de reducir la
interdependencia, al regreso a la mentalidad soviética de fortaleza asediada, a
un vuelco hacia Oriente y a rechazar lo poco que queda del espíritu democrático
que aportó la perestroika de Gorbachov. (Andrei Medushevski en www.gorby.ru). Y, por supuesto, empuja también hacia una “respuesta
consecuente”.
En los últimos días se ha registrado una retirada
de capital de los fondos de Estados Unidos sin precedentes (100.000 millones)
que se atribuye a fondos rusos. Llevada a su extremo la respuesta rusa a las
sanciones europeas precipitaría a Alemania (y con ella a Europa) definitivamente
a la recesión. En el peor de los escenarios, Moscú prepara represalias que
incluyen la incautación de los bienes de las 6000 empresas alemanas allá
presentes se advierte en medios empresariales alemanes. En seis o siete años
Rusia también puede trazar nuevas venas exportadoras hacia China –algo de eso ya
se ha hecho. Se dibujaría algo parecido a una nueva bipolaridad Este/Oeste que
al parecer es el único esquema con el que los estrategas del complejo
militar-industrial y energético de Estados Unidos saben operar, y en el que ni
Pekín ni Moscú están interesados. ¿Lo está Europa?
Invitando al desastre
Metida en una
crisis disolvente que está acabando con las últimas apariencias de aquel “club
de iguales y prósperos” que nos vendieron dispuesto a diseminar por el mundo su
benévolo “soft power”, la Unión Europea, con el maltrato de su periferia y las
ínfulas hegemónicas y autoritarias de su centro, camina decidida hacia su
potencial desintegración interna, mientras reafirma hacia afuera su histórico
vicio colonial-imperial, bien patente en la presencia militar en Afganistán,
Libia, África, Siria, y de forma general en la doctrina de seguridad
alemana.
No faltan necios que ven en Ucrania la gran
oportunidad para que Europa se decida de una vez por una “política exterior
coherente” y agresiva. La enorme y chapucera estupidez ucraniana, “podría ser el
principio de algo grande” dicen ciertos cretinos desde los correspondientes
“think tanks” (Carnegie Europe). No
falta quien recomienda a Ucrania armarse y dotarse del arma nuclear (Andrei Illarionov en
Pravda.com).
Después de Crimea, cuando todos los indicadores
sugieren prudencia y moderación, todo un ejército de irresponsables está
invitando a la bronca, pidiendo mano dura desde los medios de comunicación. Ante
tanta ceguera, después de Crimea hay que tener bien a mano aquellos argumentos
contra la guerra de Irak y aquellas voluntades del movimiento por la paz alemán
de principios de los ochenta. En tiempos de crisis los generales y los
exportadores de armas cotizan al alza en Europa y la extrema derecha en auge –no
solo en Ucrania- es particularmente sensible al redoblar de los
tambores.
Fuente: http://blogs.lavanguardia.com/berlin/?p=689