NCeHu
174/14
Rumbo al XVI
EnHu
América Latina como geografía
Bariloche, 6 al 10 de octubre
Una deuda con los zapatistas: mi pañuelo rojo
Peter
Linebaugh
Sin Permiso,
16/3/14
Mi pañuelo rojo es un regalo de R.A., mi anfitrión con su
mujer, E., y sus tres hijos, D., C. y J. en un villorrio o ejido llamado
Emiliano Zapata. Con ellos estuve como huésped y estudiante de la escuelita de
los zapatistas en enero de 2014.
Fui feliz allí. Paraíso o utopía, eso parecía. "Otro mundo es
posible", desde luego. La educación y la salud eran gratuitas; no había cárceles
ni policía; los automóviles brillaban por su ausencia; el aire era claro y
limpio; no había ricos ni pobres, ni capitalistas ni
proletarios.
El Subcomandante Marcos había invitado a la escuelita al
Colectivo Notas de Medianoche: miembro del mismo que soy, allá que me fui un
poco antes de Navidad con mi hija Riley. Riley domina la lengua española; yo,
no. Por eso quería estar en el mismo ejido y poder beneficiarme de sus
traducciones. Hija con sentido del deber como es, estaba dispuesta a allanarse a
mis deseos, aunque no hacía falta mucha perspicacia para darse cuenta de que la
joven independiente prefería ir por su cuenta. Los zapatistas hicieron los
arreglos, y la cosa quedó fuera de nuestro control: Riley fue a parar a otro
ejido, San Pedro, así llamado en recuerdo de una de las primeras bajas de la
revolución de enero de 1994.
De anochecida, pedí a mi votán que me llevara al
frente de elevación del ejido para poder contemplar a la luz del ocaso el
altiplano guatemalteco que se abre hacia el sur, a unos treinta o cuarenta
kilómetros de distancia. Con esa perspectiva, pude ver colinas y valles más
bajos, entre los cuales se divisan unas cuantas luces titilantes indiciarias de
otros ejidos, los pequeños villorrios de las comunidades zapatistas. ¡Una vista
mágica entre cordilleras y kilómetros de selva en una hora fronteriza entre el
día y la noche! Si supiera, habría rezado. A falta de lo cual y de forma
plenamente sentida, levanté la voz para decir en español: "¡Buenas noches,
Riley!".
Pero yo estaba hablando de mi pañuelo rojo. V, el
votán, se detuvo a medio camino para llamarme la atención sobre cierto
árbol en flor que, dijo, guardaba parecido con el diseño de mi pañuelo. A menudo
hacíamos alto en el camino. Una vez, para llamarme la atención sobre el rastro
de un jaguar entre el denso sotobosque y una verja. Nunca había prisa, la menor
prisa. Sólo Toby, el perro, brincaba alegremente por el camino yendo y viniendo
hacia nosotros.
Huelga decir que me siento orgulloso de mi pañuelo rojo.
Todavía lo llevo al cuello, pero no como máscara al estilo del proscrito. Hice
ese gesto de cubrirme el rostro, pero tanto R.A. como V. me pidieron que no lo
hiciera, a lo que me allané al punto. ¡Yo era un estudiante, no un zapatista!
Sin embargo, sentía que tenía que dar algo a cambio, algo que fuera también
significativo y útil.
¿Qué sería? ¡Ah!, una remerita. Le daría mi remera de la
Carta Magna. Sería perfecto. La compré hace años en la tetería de Runnymede en
Inglaterra cuando estaba escribiendo El manifiesto de la Carta Magna. Por
una extraña vía rodeada, ese libro estaba en realidad inspirado por los
zapatistas. Marcos había hablado de "la carta magna". Lo que yo no sabía
entonces, a causa de mi ignorancia de la historia mexicana y de la lengua
española, era que se estaba refiriendo a la Constitución de 1917, que favoreció
a los ejidos o comunas aldeanas. A decir verdad, también ignoraba yo el
documento de la libertad inglesa y desconocía que ese documento daba asimismo
protección a los bienes comunes. Por eso escribí el libro. Así pues, el regalo
para un perfecto intercambio.
Busqué en la mochila. Había una tenue luz proyectada por una
sola bombilla desde el techo. Mi anfitrión y su mujer me habían cedido su cama,
una plancha levantada de madera cubierta por una red mosquitera. Esa noche
habían invadido mi sección de la cabaña (V. dormía del otro lado), y con sus dos
chicos, de diez y once años, nos mostrábamos fotografías de nuestras respectivas
familias. R.A., E., D., C., V y yo sumábamos una muchedumbre de seis en un
espacio que apenas tendría tres metros por uno. Saqué mi remera y la anuncié
como regalo. R.A. y V. se fueron de consultas a otra parte de la cabaña. De
regreso, me explicaron amablemente que no podían aceptarla. Preocupado por
posibles malentendidos de mi parte, V. envió a uno de los chicos, sendero abajo
en plena noche, en busca de la ayuda de un vecino. No tardó en regresar
acompañado de dos. Estaba por formarse una miniasamblea.
Israel sabía un poco de inglés. Como yo, era un estudiante,
pero a diferencia de mí hablaba español. Días antes, hacinados en un colectivo
que nos llevaba de San Cristóbal al caracol zapatista llamado Morelia, se sentó
al lado de Riley contestando en inglés a su español y conversando amigablemente
durante las varias horas que duró el viaje. Cuando se despidieron tuvo la
amabilidad de decirle que "cuidaría" de su papi, porque a esas alturas ya estaba
claro que el monolingüismo era una de mis limitaciones. Así que cuando le
pidieron esa noche que ayudara como traductor en este asunto de la remera y el
pañuelo rojo, vino de muy buen grado acompañado de su votán. Ocho
estábamos ahora reunidos alrededor de la tabla de mi cama. No, nueve incluyendo
a J., el bebé dormido a la espalda de su madre. Entre frecuentes miradas de
preocupación porque yo no entendía apenas nada, la conversación discurría rápida
en español y tzotzil. Con un esfuerzo de mil diablos, Israel buscaba las
palabras en inglés que pudieran explicarme la situación.
Yo estaba rendido por el día pasado entre el aire de la
montaña y el sol tropical. Por la mañana, habíamos caminado cerca de una hora en
busca de bayas de café. Subiendo y bajando pequeños cerros y hondos barrancos
entre enlodados senderos marchamos hasta dar en un claro encantador. Había aquí
un cafetal junto a la umbría cubierta forestal. Yo estaba resuelto a recoger
bayas de café con la perfección de un estajanovista soviético o de un cortador
de caña al servicio de Fidel Castro. Ya verían, ya, como este viejo profesor
todavía podía con su cuerpo. Con mi metro ochenta y tantos, pensaba, haría valer
mi ventaja en las ramas más altas: harto más bajo, me decía yo, mi compañero me
lo agradecería. Muy seriecito, empecé a recoger el fruto, unas bayas rojas.
Estirándome, tiesas las piernas, poniéndome de puntillas, apartando de mi rostro
las ramas bajas y sin perder de vista dónde pisaba, la cosa me gustaba: el
blando suelo de la selva, la abigarrada combinación de claroscuros, de hojas y
de sombras, hasta el ocasional zumbido de la mosca era de mi
agrado.
Fue R.A. quien se acercó a mi posición para trabajar a mi
lado. Se limitó a agarrar el tronco del árbol del café para bajar las ramas
altas y ponerlas a su alcance. ¡Sea usted alto para eso! Todavía tenía en el
oído el villancico navideño "El cerezo". Aún en el vientre de su madre, Jesús
ordena al árbol que se doble para que la embarazada María pueda acceder a sus
frutos. Recuérdese que José, dudando de su paternidad, se había negado a recoger
cerezas. No se trataba aquí de eso, claro: yo era un estudiante en una escuela
de la selva, y mi deber era aprender. Por lo demás, no hay nada mesiánico en los
zapatistas: la democracia es un proyecto colectivo precisado del tiempo y la
paciencia de todos. Piénsese en ello: precisamente Jesús, el aduto
revolucionario, congregó en torno a una multitud, la sal de la tierra.
No hay prisa, Tómalo con calma. No es una competición, ni
siquiera un concurso emulatorio de estilo soviético o cubano para "construir el
socialismo". No tardamos en estar sentados en el suelo selvático; Tobby, feliz a
prudente distancia, y los dos hombres chamullando en tzotzil. Vino la jarra con
agua para mezclar en nuestros tazones con harina de maíz compactada hasta lograr
la consistencia de algo parecido a un puré para ser comido con trozos de una de
las tortillas salidas de una abundante pila que, evidentemente, había preparado
E. a primera hora de la mañana para nuestra pequeña expedición.
Uno sentía la sensación del milagro, o acaso parecía
milagrosa la cosa sólo porque no se advertía el trabajo hecho.
Yo estaba exhausto. Que si no, algo debería haberme quedado
de la lectura del clásico ensayo de Marcel Mauss en 1925 sobre La
donación, o de la reciente contribución de Daniel Graeber Deuda: los
primeros 5000 años. Desde mi más temprana infancia, sobre todo en Navidad,
lo que el regalo había sido para mí realmente era la mitad de un intercambio.
Muy tempranamente había aprendido yo en la vida la lección de la mercancía.
Hasta con mis hermanos el cálculo monetario era la regla, y la acumulación
competitiva, el objetivo. Mi deuda con los zapatistas –si esa era la vía elegida
para reconocerla— no sería tan fácil de honrar. Israel me explicó que la
remerita no podía aceptarse porque eso violaba una principio central del
proyecto zapatista, el principio de autonomía. Yo traté de imaginarme las malas
consecuencias que se seguirían de allanarse a una estricta reciprocidad. Karl
Marx escribió que "todo el misterio de la forma valor yace oculto en su forma
elemental". Sin embargo, yo no estaba aquí para intercambiar "trabajo humano
abstracto" congelado. Yo era un estudiante: si insistía en hacer con él un
intercambio, tenía que ser la producción de algún tipo de política que todavía
estamos tratando de imaginar.
J. jugaba varios papeles. Era el principal intérprete
español/tzotzil. Era la persona que nos dio la bienvenida en la iglesia cuando
llegamos y que nos despidió al irnos; era la persona que explicaba la economía
del café cuando hacíamos una pausa para la comida en el trabajo de recolección
en el claro cafetero; fue el primero en manejar el descascarador de bayas de
café de regreso al ejido. Era alto, amistoso e irradiaba un aire de confianza
que le venía de la autoridad que le había conferido toda la comunidad. Un hombre
de una sola pieza –eso pensé— que personifica el espíritu mismo del zapatismo.
Vestía una vieja y ajada guerrera militar rebosante de bolsillos verdugones a
los que acudían prestas sus largas manos cuando no estaban ocupadas en la
graciosa gesticulación que solía acompañar a su sereno discurso. J. llevaba un
pañuelo rojo anudado al cuello, y a veces, se lo levantaba para cubrir boca y
mandíbula y regresar a la anónima identidad colectiva de los
zapatistas.
El intercambio elemental es un "mero germen" de la mercancía,
"que experimenta una serie de metamorfosis", dice Marx, antes de terminar
madurando en la forma precio. ¡Una teoría económica de gérmenes! El dinero
destruirá las relaciones sociales del ejido con tanta seguridad como un virus, o
como las drogas, prohibidas aquí, o como el alcohol que tan a menudo desemboca
en violencia doméstica. No es que el dinero esté totalmente prohibido. Una
mañana desayunamos conejo. ¿Lo cazaste o le pusiste tú mismo una trampa? No,
evidentemente se había comprado. Algunos bienes se compran. Los frijoles crecen
en la milpa local, pero el arroz que los acompaña probablemente ha crecido en
Texas o en Louisiana. En el desayuno del días siguiente la comida había sido
horneada en Fair Lawn, N.J., troquelada con cilindros rotativos y, desde 1902,
empaquetada en cajas para colgar en árboles de Navidad: ¡galletas con formas de
animales!
Así pues, el intercambio es potencialmente peligroso, los
gérmenes pueden crecer y transformarse en monstruos escarabajiformes, como los
descritos por Kafka en su narración La metamorfosis.
Nosotros, los estudiantes, estábamos invitados a acudir a la
asamblea. Se nos reunió en una cabaña de madera con una sola estancia,
evidentemente una escuela, a juzgar por algunas imágenes que colgaban en las
paredes. Allí tuvimos nuestra primera comida común al llegar, solo que ahora, en
vez de banquetas en torno a la mesa, la mesa había sido retirada y las banquetas
puestas en paralelo mirando al frente. Las mujeres se sentaban en una mitad, más
o menos, de la sala, y los hombres, en la otra, como en la
iglesia.
Dicho sea de paso: la teología de la liberación era evidente
en el servicio eclesiástico al que atendí. Muchas guitarras acompañaban a los
himnos, y una lectura del Libro de Mateo en voz alta por uno de los músicos que
estaba entre un anciano y una joven, diáconos a su servicio, supuse yo: ¿o sería
al revés? Se invitaba a la audiencia a comentar. Una mujer comparó el partido
político en el poder en México con César, y al EZLN con Jesús. Había un
Nacimiento en la iglesia, con el niño Jesús en una cuna rodeado de animales,
pero sin reyes. Me pareció una declaración de intenciones políticas, pero otros
me invitaron a la cautela: podrían estar retirados hasta la duodécima noche de
la Epifanía, el día de los Tres Reyes Magos.
Volvamos a la asamblea. J. introdujo a otros tres hombres y a
una mujer recién elegidos dirigentes del ejido. Tras ellos había una pizarra y
un hombre con tiza en mano. Registraba lo que había que hacer por temas y los
votos, por género. El negocio del día era una fiesta. Había mucho que decidir:
eventos, baile, comida, hora de comienzo, etc. Yo entendía más bien poco. Solo
una vez, cuando una excitación general provocó que una anciana que tenía detrás
dijera algo con un hilo de voz queda y una joven lo repitiera a campana herida.
La conversación iba y venía en español y en tzotzil. Se votó muchas veces sobre
asuntos relacionados con eso. Al parecer, los planificadores de la reunión
habían incluido tamales en el menú del día sin consultar a los cocineros quién
tendría que ir una hora antes para hacerlos, ¡y se negaban! El pueblo soberano
deliberaba, debatía y votaba. No habría tamales.
Me hice amigo de dos chamacos, D. y C. Coleccionaban tapones
de botellas de plástico. Los disparaban desde la primera falange del pulgar,
enérgicamente catapultados por un súbito movimiento de la punta del dedo índice.
Volaban, ¡zas!, hacia su blanco. Se servían de un bastón para preparar un
elaborado campo de juego entre la suciedad. Era un juego de acumulación, además
de ser un juego de pericia: acumulación de tapones de botellas de plástico de
distintos colores. Yo no tenía la menor idea de cómo jugar o de cómo disparar
los míseros trozos de basura plástica, pero contemplaba admirado, y ellos
trataban pacientemente de instruirme. Consiguieron que me viniera a la cabeza el
"socialista utópico" del siglo XIX Charles Fourier, quien había observado que
los niños están inclinados a jugar con lo que desechan los adultos. ¡Tal vez D.
y C. estaban en ello!
Participaron en la fiesta del domingo, 5 de enero. Los niños
de todas las edades del ejido bailaban para nosotros ataviados con cobijas de
lana convertidas en túnicas y coronados por hermosos peinados con largas y
laboriosamente fijadas plumas de pavo. Cada danzante era portador de una flecha
corta con una punta inofensivamente roma. Los alumnos se dividían en cuatro
grupos de una docena, más o menos, y ejecutaban complicadas evoluciones por los
campos comunes progresando como sigue: los danzantes efectuaban tres pasos hacia
delante con las cortas flechas mirando hacia arriba, seguidos de dos pasos atrás
con sus flechas mirando al suelo. De este modo, los cuatro grupos de todas las
edades se movían de consuno acordes al ritmo del tambor, tres pasos adelante,
dos pasos atrás. Contratiempos aparte, esos niños, la comunidad del futuro,
progresaban bellamente, poderosamente, inevitablemente.
Cuando llegamos al villorrio Emiliano Zapata tras aguardar
pacientemente horas y horas, luego de un viaje de otras varias horas en
colectivo, después de una noche insomne en el caracol y de habernos tumbado una
hora –una jornada muy larga para mí, en cualquier caso—, toda la aldea, tal vez
entre setenta y cien individuos, estaba alineada a la luz del ocaso en dos filas
plantadas sobre las tierras comunes ante la iglesia aplaudiendo nuestra llegada
a la bienvenida que se nos dispensaba en la iglesia. Días después nos fuimos. Y
otra vez salieron las gentes, ahora dispuestas en una sola fila, para que
pudiéramos decir adiós a cada uno individualmente y estrechar su mano, en mi
caso con dos manos y una eterna gratitud.
Queda el
pañuelo rojo: un recuerdo del pasado y un recordatorio del futuro.
Peter Linebaugh es profesor de Historia en la Universidad de Toledo.
The London
Hanged y
(con Marcus Rediker) La hidra de la Revolución: la historia oculta del
Atlántico revolucionario (trad. castellana: Editorial Crítica, Barcelona,
2005). En Serpientes en el jardín se incluye su ensayo sobre la
historia del Día de Mayo. Su último libro es el
Manifiesto de la Carta Magna (California Univ. Press, Berkeley, 2009),
del que hay buena traducción castellana publicada
por la editorial madrileña Traficantes de Sueños.
Traducción para
www.sinpermiso.info: Ventureta Vinyavella
sinpermiso electrónico
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pública ni privada, y su existencia sólo es posible gracias al trabajo
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Counterpunch, 14 marzo 2014
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