A Chile acaba de llegar de presidenta la socialista
Michelle Bachelet, que ya lo fue, con una formación que la sostiene compuesta de
representantes que van desde la democracia cristiana, por el centro derecha,
hasta los comunistas por la izquierda. Es una de las pocas ocasiones, en la
historia reciente, en que una socialdemócrata llega al poder con una prioridad
tan nítida: mejorar los estándares de igualdad de su país. No, como en tantas
otras ocasiones, poner en marcha lo que la derecha no hizo (la modernización del
país, los equilibrios macroeconómicos, recuperar el dinamismo de la
economía...). No. Ahora se trata de hacer de Chile una sociedad menos desigual,
lo que está en los genes de la socialdemocracia, al mismo nivel que la libertad.
En resumen, Estado de derecho y Estado de bienestar.
En este sentido, Chile se va a convertir en un
laboratorio para exportar o no su práctica política. Como lo fue con Salvador
Allende, cuando un marxista llegó al poder a través de los votos y fue
desalojado por un golpe de Estado militar en connivencia con la Escuela de
Chicago. Bachelet ha anunciado 50 medidas para los primeros 100 días y una
acción basada en tres grandes reformas: la de la educación (que dará resultados
a medio y largo plazo), la fiscal (de efectos casi inmediatos) y la
constitucional (para la cual necesitará apoyos externos a su propia
formación).
La presidenta habrá de modificar el contrato social
implícito que ha estado vigente en Chile y en otros muchos países de la región:
un Estado pequeño al que las élites (económicas, financieras, políticas,
intelectuales...) contribuían con impuestos generalmente bajos y del que, sin
embargo, se beneficiaban mediante un conjunto de beneficios como las pensiones
de jubilación, las indemnizaciones por despido... a los que solo tenían acceso
esas élites y los trabajadores de la economía formal del sector privado (no las
inmensas bolsas de economía sumergida).
Chile se va a convertir en un
laboratorio para exportar o no su práctica política
Después de gastar esos impuestos por debajo de la
media de los países de la OCDE en las citadas capas sociales, quedaba poca cosa
para proporcionar bienes y servicios públicos (y menos de alta calidad) en los
sectores de la educación, sanidad, infraestructuras y seguridad para la gran
parte de la población. Así, en medio de “una economía sana, una democracia
estable y una ciudadanía empoderada y consciente de sus derechos” (Bachelet) se
desarrollaba un modelo de consumo y crecimiento, con escasa justicia social, del
que millones de personas se sienten excluidas.
Esto es lo que tendrá que cambiar la nueva
presidenta en tan solo cuatro años.