Tras las guerras geoeconómicas —por cierto,
libradas también entre democracias amigas— llega esta nueva guerra todavía sin
nombre. Es la nueva guerra fría o incluso una pequeña guerra fría, según George Friedman, una buena
denominación para designar la repetición atenuada, o quizás la continuación, del
enfrentamiento bipolar entre Washington y Moscú que ocupó buena parte del siglo
XX. Pero todas las definiciones son insuficientes, porque subrayan continuidades
cuando lo más interesante, al menos para el periodismo, son las
discontinuidades, es decir, las noticias.
Y la novedad de esta guerra sorda y muda, además de
fría, son las tropas anónimas. Hemos conocido muchos tipos de ejércitos
informales, desde los mercenarios de antiquísima genealogía, tan frecuentes en
las guerras de la descolonización, hasta los contratistas de Blackwater que
hicieron la mitad de la guerra de Irak. En la época de la privatización de la
seguridad, el uso de ejércitos privados por parte de los magnates es más que una
posibilidad. Es fácil imaginar la entrada en el juego geopolítico de estos días
de los oligarcas ucranios cada uno con sus respectivas formaciones paramilitares
a su servicio.
Pero lo que hemos visto, sobre
todo en Crimea, es algo distinto. La noticia son esos soldados en formación
perfecta, tan bien equipados y entrenados, pero sin distintivos, grados,
insignias o banderas. Para los rusos son tropas de autodefensa organizadas por
la población crimea. Para los ucranios no hay lugar a dudas de que son soldados
rusos encuadrados por los servicios secretos. Pero lo más significativo es que
escapan a cualquier control y legalidad, nacional o internacional. Quizás
también terminarán incluidos en este capítulo los misteriosos tiradores de élite
que dispararon sobre Maidán en las horas decisivas previas a la huida de
Yanukovich, con la cuenta de más de setenta cadáveres sobre sus
espaldas, y cuya paternidad política cada parte atribuye a la otra.
En todo caso, poco que ver con la guerra fría. Los
espías, entonces miserables peones sacrificados en el tablero de los equilibrios
y de la seguridad, se hallan ahora al mando. Al mando de las numerosas
provocaciones y quién sabe si infiltraciones en el caos de partidos y milicias
ucranias, y al mando sin duda de estas tropas anónimas que invaden Crimea desde
el interior y afianzan con precisión suiza las posiciones diplomáticas.
Putin es hijo de la guerra fría y actúa con reflejos
nacionalistas del siglo XIX, pero sus instrumentos son del XXI: estos ejércitos
oscuros pertenecen al mismo limbo legal de donde salieron Guantánamo, los
agujeros negros de la CIA y aquella guerra global contra el terror que quería
superar las convenciones de Ginebra sobre prisioneros de guerra y las
convenciones de Naciones Unidas sobre derechos humanos.