La
Jornada
México,
15/3/14
Durante mucho tiempo, al régimen saudí se
le ha considerado pilar de estabilidad en Medio Oriente; el país convocaba
respeto y prudencia de todos sus vecinos. Esto no es ya cierto, y los primeros
en reconocerlo son los jugadores internos en el régimen. Hoy se sienten sitiados
por todas partes y están bastante temerosos de las consecuencias de los
disturbios en Medio Oriente para la supervivencia del régimen.
Este vuelco deriva de la historia de Arabia
Saudita. El reino mismo no es muy viejo. Fue creado en 1932, mediante la
unificación de dos reinos más pequeños de la península arábiga: Hejaz y Neid.
Era una parte del mundo aislada y pobre que se había liberado a sí misma del
dominio otomano durante la Primera Guerra Mundial, y que vino a estar bajo el
eje paracolonial de Gran Bretaña.
El reino estaba organizado en términos religiosos
por una versión del islam sunita llamado wahabismo (o salafismo). El wahabismo
es una doctrina de tipo puritano muy estricta que fue notablemente intolerante
no sólo hacia las religiones diferentes al islam, sino hacia las otras versiones
del islam mismo.
El descubrimiento del petróleo habría de
transformar el papel geopolítico de Arabia Saudita. Fue una firma estadunidense,
después llamado Aramco –no una firma británica– la que logró conseguir los
derechos de prospección en 1938. Aramco buscó la asistencia del gobierno de
Estados Unidos para explotar los campos.
Una consecuencia del interés de Aramco, combinado
con la visión que tuvo el presidente Franklin Roosevelt del futuro geopolítico
de Estados Unidos, fue la ahora famosa reunión de Roosevelt con el gobernante de
Arabia Saudita, Ibn Saud (y que en ese momento pasó casi desapercibida). Esta
reunión ocurrió el 14 de febrero de 1945, a bordo de un destructor estadunidense
en el mar Rojo. Pese a la grave enfermedad de Roosevelt (habría de morir dos
meses después) y a la falta de experiencia alguna respecto de la cultura y la
tecnología occidentales por Ibn Saud, los dos líderes lograron forjar un respeto
mutuo y genuino. El intento de deshacer esto por el primer ministro Winston
Churchill en una reunión que de inmediato arregló resultaría ser bastante
contraproducente, porque fue visto como arrogante
por Ibn
Saud.
Aunque buena parte de la discusión privada de cinco
horas entre Roosevelt e Ibn Saud estuvo dedicada a la cuestión del sionismo y
Palestina –acerca de lo que tenían visiones bastante diferentes–, la
consecuencia real de más largo plazo fue el arreglo de facto por el que
Arabia Saudita coordinó y controló las políticas de producción de crudo
mundiales para beneficio estadunidense, a cambio de lo cual Estados Unidos
ofreció garantías de seguridad militar de largo plazo a Arabia
Saudita.
Para Estados Unidos, Arabia Saudita se volvió una
dependencia paracolonial de facto, lo que, sin embargo, permitió que la
extensa familia real creciera en riqueza y que se modernizara
–no sólo en
su habilidad de utilizar tecnología, sino aun en el sentido cultural,
flexibilizando en sus vidas muchas de las restricciones del islam wahabita. Fue
un arreglo que ambas partes apreciaron y nutrieron. Y funcionó bien hasta la
segunda mitad de la primera década de 2000. Dos eventos importantes alteraron el
arreglo. Uno fue la decadencia política de Estados Unidos. El segundo fue la
llamada primavera árabe y lo que los saudíes percibieron como sus
consecuencias negativas por todo el mundo árabe.
Desde el punto de vista de Arabia Saudita, la
relación con Estados Unidos se amargó por varias razones. La primera fue que los
saudíes sintieron que la anunciada reorientación Asia-Pacífico
que
remplazaba la (por muchos años) dominante orientación Europa-Atlántico
de
Estados Unidos implicaría una retirada de su activo involucramiento en la
política de Medio Oriente.
Los saudíes vieron ulteriores evidencias de esta
reorientación en la disposición de Estados Unidos a entrar en negociaciones con
el gobierno iraní y el gobierno sirio. De modo semejante, se sintieron mal por
el anunciado retiro de tropas de Afganistán y por la clara renuencia a
involucrarse en otra guerra en Medio Oriente. Sintieron que ya no
podían contar con la protección militar estadunidense si llegara el caso de
necesitarla. Por tanto decidieron jugar sus cartas independientemente de Estados
Unidos y, de hecho, contra las preferencias de ese país.
Entretanto, sus relaciones con otros grupos
islámicos se hicieron más y más difíciles. Tuvieron mucho cuidado de cualquier
grupo que estuviera vinculado con Al Qaeda. Y por buenas razones, dado que hacía
mucho tiempo que Al Qaeda había dejado claro que buscaba el derrocamiento del
régimen saudí existente. Una cosa que los preocupaba especialmente eran los
ciudadanos saudíes que se fueron a Siria y se involucraron en la yihad.
Temían, recordando la historia pasada, que estos individuos regresaran a Arabia
Saudita, listos para subvertirla desde dentro. De hecho, el 3 de febrero, por
decreto real (una rara ocurrencia), los saudíes ordenaron el regreso de todos
sus ciudadanos. Buscando controlar su modo de retornar, intentaron dispersarlos
desde sus avanzadas para minimizar su capacidad de crear organizaciones
internas. Parece dudoso que estos jihadis obedecieran. Consideran este
edicto un abandono del régimen saudí.
Además de los potenciales adherentes a Al Qaeda, el
régimen saudí ha tenido una relación difícil con la Hermandad Musulmana de mucho
tiempo atrás. Aunque la versión que del islam tiene esta última es también
salafista, y en muchos aspectos semejante al wahabismo. Hay dos diferencias
cruciales. La base principal de la Hermandad Musulmana ha sido Egipto, mientras
la base wahabita está en Arabia Saudita. Así que, en parte, esto siempre ha sido
una competencia por ver cuál sede es la fuerza geopolítica dominante del Medio
Oriente.
Hay una segunda diferencia. Debido a su historia,
la Hermandad Musulmana siempre ha mirado a los monarcas con ojo agrio mientras
el wahabismo se ligó cercanamente con la monarquía saudí. El régimen saudí no ve
bien la diseminación de un movimiento al que no le importe un derrocamiento de
dicha monarquía.
Y aunque alguna vez tuvieron buenas relaciones con
el régimen baathista en Siria, esto ahora es imposible debido a la intensificada
polarización entre sunitas y chiítas en Medio Oriente.
La falta de aprecio de los saudíes hacia los
laicistas, los simpatizantes de Al Qaeda, los que respaldan a la Hermandad
Musulmana y el régimen chiíta baathista, no deja ningún grupo obvio al cual
respaldar en Siria. Pero no apoyar a nadie no protege ninguna imagen de
liderazgo. Así que el régimen saudí manda armas a algunos cuantos grupos y
pretende que hace mucho más.
¿Es Irán realmente el gran enemigo? Sí y no. Pero
para limitar el daño, el régimen saudí está involucrado secretamente en
conversaciones con los iraníes, conversaciones cuyos resultados son inciertos,
dado que los saudíes creen que los iraníes buscan alentar a los chiítas a que
hagan erupción en Arabia Saudita. Y pese a que el número total de chiítas en
Arabia Saudita es incierto (tal vez 20 por ciento), están concentrados en la
esquina sudeste, precisamente el área de mayor producción petrolera.
Casi el único régimen con el que los sauditas están
en buenos términos es el de Israel. Comparten la sensación de estar sitiados y
temerosos. Y ambos se involucran en el mismo tipo de tácticas políticas de corto
plazo.
El hecho es que, en lo interno, el régimen saudita
tiene pies de barro. La élite interna está ahora cambiando –de la llamada
segunda generación, los hijos de Ibn Saud (los pocos hijos sobrevivientes son
bastante ancianos), a los nietos. Es un grupo grande que no ha sido probado y
que podría ayudar a derrumbar la casa en su competencia por llenarse las manos
con los despojos, que son todavía considerables.
Los saudíes tienen buenas razones para sentirse
sitiados y temerosos.
Traducción: Ramón Vera Herrera