"El desplome de la pirámide en 2008
fue la muerte del 'neoliberalismo'"
Fuente: Revista Ñ /
Sin Permiso, 9/2/13
La periodista argentina Inés Hayes
entrevistó a Antoni Domènech para la Revista Ñ, suplemento cultural del
diario bonaerense Clarín.
Familias enteras viviendo en la calle,
masas de jóvenes desocupados haciendo colas interminables en las oficinas de
empleos, bancos y empresas en quiebra y jubilados y niños sin acceso a la salud.
No es una tragedia griega… Es europea. Es la realidad que, desde hace unos años,
viven a diario ciudadanos de varios países de ese continente que ven derrumbarse
ante sus narices los últimos vestigios de los Estados de Bienestar. Antoni
Domènech estuvo en Buenos Aires, dio una conferencia sobre la crisis europea y
mundial y sus respuestas tanto política como sindical en la Central de
Trabajadores de la Argentina (CTA), tema del que conversó con Ñ.
- En sus diferentes conferencias usted ha dicho que esta crisis
económica mundial es una de las más graves de toda la historia del capitalismo.
¿Qué características tiene y en qué se diferencia de las
anteriores?
Sí, se puede comparar a la crisis de 1871, que
duró hasta 1893, y a la crisis que empezó en 1929 y no terminó, propiamente, más
que con la II Guerra Mundial. El hundimiento registrado en otoño de 2008 puso
fin a una época que arrancó a mediados de los años `70 del siglo pasado y que ha
recibido distintos nombres de mayor o menor efectismo publicitario.
-
“Globalización”, “neoliberalismo”…
La llamada “globalización” no fue un
fenómeno tan radicalmente nuevo como sus apologetas sostuvieron en sus momentos
de gloria: en realidad, lo que se hizo –a partir de la ruptura unilateral de los
acuerdos de Bretton Woods por Nixon en 1971— fue remundializar la economía por
la vía de arruinar el gran logro inicial de la reforma del capitalismo
emprendida en la postguerra: el control de los movimientos de capitales por
parte de los gobiernos.
Todos usamos ahora el término
“neoliberalismo”, pero se trata de un término equívoco porque da a entender que
el Estado se ha retirado de la economía, y en realidad no ha hecho eso. ¿Cómo
funciona, de verdad, una economía capitalista? No como dicen los neoliberales o
parte de la izquierda académica que se traga estos cuentos. Una economía
capitalista es dirigida siempre por la demanda efectiva, no por la oferta; y
para que una economía capitalista actual funcione, tiene que haber un estímulo
público de esa demanda efectiva agregada.
En el capitalismo
socialmente reformado posterior a la II Guerra Mundial, parte de ese estímulo
procedía de una Constitución social, políticamente blindada, que permitía y aun
estimulaba la negociación colectiva sindicatos obreros/patronal y que resultó en
el crecimiento paralelo de la productividad y de los salarios reales. En eso
anduvo la socialdemocracia reformada en sentido pro-capitalista de posguerra. Y
funcionó bien por un tiempo: nunca el capitalismo fue tan estable como entre
1945 y 1980. Pero colapsó en la segunda mitad de los ‘70. La crisis del
petróleo, el auge espectacular de los movimientos populares, de los sindicatos
obreros, la radicalización de las luchas de los trabajadores (la huelga general
de mayo de 1968 en Francia, el otoño caliente italiano y el “Cordobazo” de 1969
en Argentina), del movimiento popular vecinal, del anticolonialismo, del
antiimperialismo. La situación económica de fondo, además, se complicó y alteró
radicalmente por el hecho de que los países vencidos en la II Guerra Mundial, y
sobre los que en buena medida había pivotado la restauración de un capitalismo
reformado en la posguerra, Alemania y Japón, empezaron a convertirse en grandes
potencias exportadoras, lo que trajo consigo una reducción de las tasas de
beneficios de las empresas norteamericanas. A fines de los ‘60, muchos —también
los capitalistas— pensaban en el final del orden capitalista.
- Y entonces
vino la reacción…
Entonces, a modo de reacción,
si así puede decirse, y tras distintos tanteos, vino la innovación para mí
crucial del “neoliberalismo”: desacoplar la demanda efectiva agregada
de los salarios reales. ¿Cómo? Financiando la demanda
efectiva y el consumo popular a partir de un colosal fraude financiero piramidal
–una especie de estafa como la celebérrimamente cometida hace poco por Bernard
Madoff, pero a gran escala y consentida y aun activamente estimulada por los
poderes públicos— que facilitó el crédito barato e “irresponsable”. O sea,
financiar el consumo para que, sin aumentar los salarios reales, los
trabajadores puedan comprarse coches, casas, etc.: el famoso “capitalismo
popular”.
El truco básico del
neoliberalismo, en Europa y América del Norte, fue sustituir el incremento del
salario real por el crédito barato; la inflación de activos inmobiliarios y
financieros fue el medio. Esa política contribuyó a la idiotización (es decir,
al encapsulamiento particularista en lo propio) de la población trabajadora, la
hizo más individualista, desbarató a las organizaciones obreras reformistas
tradicionales al arrebatarles el propósito central que es la lucha por la subida
de los salarios reales. Muchos se creyeron ricos a base de
una creación de dinero ficticio por parte de las entidades bancarias mal
reguladas, y cuando la pirámide fraudulenta se desplomó en 2008, fue la muerte
del “neoliberalismo”: lo que queda es sólo un zombi, aunque
peligrosísimo.
- Eso en
Estados Unidos y parte de Europa occidental, ¿Cuál es la situación a escala
global?
Global o
planetariamente, la época “neoliberal” consistió en el paso de Estados Unidos de
una potencia económica superavitaria, que reciclaba su excedente merced a dos
países militarmente vencidos, pivotes en el Heartland euroasiático,
Alemania en Europa, y Japón, en Asia, a una potencia deficitaria, consumidora en
última instancia de los productos de las grandes potencias exportadoras del
mundo, Alemania, Japón, los tigres asiáticos y luego China. Países que con su
excedente financiaban a Wall Street y, a su vez, permitían la financiación del
consumo sobre la base de un endeudamiento gigantesco de las familias y las
empresas estadounidenses y buena parte de las europeo-occidentales. Cuando eso
se hundió, todo lo demás también lo hizo. No creáis a los que os digan: China es
el futuro. ¿Qué futuro? La China actual forma parte de ese invento, y lo va a
pasar bastante mal. Quisieron convertirse, y hasta cierto punto –con un coste
social y ecológico monstruoso— lo consiguieron, en la fábrica del mundo. Pero
sus principales clientes eran Europa y Estados Unidos, y los dos se han quedado
sin demanda efectiva.
- ¿Y en
América Latina?
Hablando en términos
generales, la época “neoliberal” significó en América Latina una reprimarización
de sus economías, una especie de vuelta a lo que los historiadores llaman la
“época de oro de las oligarquías” de finales del XIX y comienzos del XX: el
saqueo de su patrimonio natural, la puesta en almoneda de sus bienes comunes y
públicos, y la reinserción en unos mercados mundiales ferozmente oligopolizados
como economías básicamente exportadoras de materias primas. Desgraciadamente,
los actuales gobiernos sedicentemente antineoliberales de centro, de
centroizquierda y aun de izquierda de la región, cualesquiera que sean sus
méritos en otros apartados –derechos humanos, redistribución en sentido más o
menos igualitario, políticas públicas más o menos generosas en educación,
sanidad, etc.— no han supuesto, ni de lejos, un correctivo a esa social y
ecológicamente catastrófica contrarreforma estructural de fondo operada –manu
militari, y nunca mejor dicho— en los ‘70, ‘80 y ‘90 del siglo
pasado.
- La época
neoliberal también desarmó a la clase obrera, en los últimos 30 años se
desplomaron las tasas de afiliación sindical. ¿Qué perspectivas abre la crisis
actual y qué papel pueden tener los sindicatos y el movimiento obrero
organizado, particularmente en Europa?
El sindicalismo europeo-occidental (y
norteamericano) de posguerra consistió básicamente en renunciar a la idea
tradicional del movimiento obrero socialista y anarquista de la democracia
económica e industrial a cambio del reconocimiento oficial del papel de los
sindicatos obreros en la negociación colectiva: ustedes se olvidan de la
democracia en el puesto de trabajo, y a cambio, les reconocemos derechos civiles
básicos en ese puesto de trabajo –expresión, reunión, asociación- y capacidad
jurídica para negociar aumentos del salario real en función de los aumentos de
productividad. Ese fue el sentido del famoso Tratado de Detroit (1943) entre
Henry Ford III y los dos grandes sindicatos norteamericanos, la AFL y la CIO.
Ese modelo fue impuesto en Europa occidental por los norteamericanos luego de la
II Guerra Mundial, y las Constituciones europeas de posguerra lo blindaron
políticamente, como es harto notorio.
Los sindicatos obreros pasaron entonces a
ser prácticamente agencias del Estado (del nuevo Estado democrático y social de
derecho, o del Estado de bienestar, como dicen los anglosajones) y
subvencionados con dinero público para realizar esta importante función –en el
capitalismo restaurado y reformado de la época— de mantener a la par el ritmo de
crecimiento de los salarios reales y de la productividad del trabajo. Si miramos
eso desde un punto de vista económico, monta tanto como convertir a las
organizaciones obreras en institutos públicamente financiados capaces de ejercer
un monopolio (o un oligopolio) sobre la oferta de la “mercancía” fuerza de
trabajo. Observe la diferencia con el sindicalismo anterior a la II Guerra, cuyo
núcleo queda bien recogido en lo que todavía hoy es el lema de la OIT: “El
trabajo no es una mercancía”.
El capitalismo, como fuerza social
dinámica, es económicamente desastroso, entre otras cosas, pero muy
señaladamente, por tratar como “mercancías” cosas y bienes que no lo son
técnicamente (como la fuerza de trabajo, la tierra o el dinero: nadie “produce”
esos bienes para ser vendidos en mercados especializados). De modo que, el
proceso de oligopolización de la oferta de fuerza de trabajo en que consistió el
sindicalismo de posguerra tuvo su lado bueno: garantizó la escasez relativa de
la oferta de trabajo, obstaculizó la social y económicamente funesta deriva
capitalista espontánea hacia la ilimitada mercantilización de la fuerza de
trabajo, lo que fue parte no despreciable en la indiscutible estabilización del
capitalismo reformado de posguerra.
- ¿Y su lado
malo?
Su lado malo
políticamente es la aceptación intelectual de que la fuerza de trabajo puede ser
efectivamente tratada como una mercancía, todo lo sui generis que se
quiera, pero mercancía. Al capitalismo socialmente reformado de posguerra
correspondieron una socialdemocracia y un sindicalismo reformados en sentido
básicamente pro-capitalista: renunciaron a la democracia económica e industrial,
rindieron toda aspiración a remodelar republicanamente de raíz la vida económica
productiva –que eso era el socialismo democrático clásico—, y consiguientemente,
capitularon, por así decirlo, ante una monarquía empresarial apenas mitigada
constitucionalmente en sus aspectos más autocráticos. Cuando el capitalismo
neoliberalmente contrarreformado logró romper el vínculo entre salario real y
demanda efectiva agregada, fue el principio del fin de este tipo de
sindicalismo, como lo prueba el desplome de las tasas de afiliación sindical
registrado en las últimas décadas: si observas la evolución de las curvas de la
productividad del trabajo y de los salarios reales, ves que crecen juntas hasta
comienzos de los ‘70, y a partir de ahí, los salarios reales se estancan y la
productividad sigue creciendo (aunque menos que en los años gloriosos del
capitalismo reformado, a pesar de la hiperbólicamente exagerada “revolución
tecnológica de la información”).
- ¿Qué
futuro tiene el sindicalismo?
- Ahora es común, en los medios el
establishment, acusar a los sindicatos obreros de todos los males, y para
empezar, de constituir un factor intolerable de “rigidez” en el “mercado de
trabajo”. Ese ataque viene de la idea, comúnmente aceptada por la teoría
académica dominante –¡una verdadera contrarrevolución científica es lo que se ha
dado en este campo en las últimas décadas!—, según la cual todos los “mercados”
son iguales (el inmobiliario, lo mismo que el de hamburguesas, el crediticio o
el de derivados financieros, lo mismo que el de camisetas, el del trabajo, lo
mismo que el de zapatos), y además, abandonados a sí mismos, son eficientes y
asignan óptimamente los recursos. Ambas ideas son empíricamente falsas, además
de analíticamente incoherentes. Ahora, si aceptas que la fuerza de trabajo es
propiamente una mercancía y que el “mercado de trabajo” es propiamente un
mercado, entonces, cuando se pone de moda la necia idea de que todos los
“mercados” se autorregulan y son eficientes, quedas, como dice el célebre tango,
“en falsa escuadra”: resulta que, lejos de ser un defensor de los derechos de
los trabajadores, te presentan como un antipático extractor de rentas
inmerecidas e injustas a partir de tu posición como ineficiente suministrador en
régimen de monopolio —¡y encima públicamente subvencionado!— de esa “mercancía”
que es la fuerza de trabajo…
Un sindicalismo a la
altura de los tiempos tiene que intentar recuperar la idea
republicano-socialista originaria, tiene que volver a pelear por la democracia
económica, así como por recobrar las formas radicales de autoorganización
democrática que mejor se compadecen con eso. Sólo así logrará recuperar
afiliados, penetrar en las enormes masas de trabajadores precarizados por la
crisis y ofrecer una esperanza tangible y combatiente a los desposeídos y a los
parados.
- Usted
decía también que hoy parece no haber Plan B, ¿por qué la respuesta social no
alcanza y por qué cree que las elites dominantes no saben qué hacer?
El neoliberalismo no sólo ha corrompido en
sentido idiotizador la consciencia de amplios estratos de la población
trabajadora, sino también la de los estratos socialmente dominantes. Hubo
tradicionalmente unas elites políticas capitalistas con distancia suficiente
respecto al mundo de los negocios: verdaderos agentes fiduciarios con altura de
miras y visión general. Observe, en cambio, a las elites políticas generadas por
el neoliberalismo, con sus características puertas giratorias entre el mundo de
los grandes negocios (frecuentemente fraudulentos) y el mundo de la gran
política: tipos como Felipe González, o Aznar, o Geithner (o cualquier
secretario del Tesoro estadounidense de las últimas décadas: todos, todos,
hombres de Goldman Sachs, como, en Europa, Draghi y Trichet). Hay algo aquí
mucho peor que la corrupción en sentido moral: la visión corrompida, son idiotas
ópticos incapaces de ver más allá de la luz glauca proyectada por la oportunidad
inmediata del negocio (fraudulento). Para las clases dominadas, para los
condenados de la Tierra, esta crisis se desarrolla, por ahora, como una tragedia
griega; pero si ves el espectáculo ofrecido por las elites, es un esperpento
valleinclanesco.
Antoni Domènech, editor de SinPermiso, es
catedrático de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Facultad de
Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona.