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Rumbo al XVI
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América Latina como
geografía
¿Estados Unidos se vuelve japonés?
J.
Bradford Delong El País Madrid, 9/3/14
Guardar A fines de la década de 1980
daba la sensación de que para los economistas Japón no podía equivocarse.
Percibían una clara ventaja en la competitividad japonesa respecto del Atlántico
Norte en una amplia gama de industrias de precisión de alta tecnología y de
producción en masa de bienes transables. También veían una economía que, desde
el comienzo de la reconstrucción después de la Segunda Guerra Mundial, había
superado significativamente el crecimiento esperado de las economías europeas. Y
veían una economía que crecía mucho más rápidamente que las del Atlántico Norte
cuando tuvieron los mismos niveles absolutos y relativos de productividad
general.
Parecía que la apuesta segura, a fines de la década de 1980, era
la mecanización, la computarización y robotización. La presión política y
económica conducirían a la transformación de más sectores japoneses y su
adopción de modos de organización intensivos en el uso de máquinas y con alta
productividad, que la producción manufacturera orientada a las exportaciones ya
había experimentado (y que había tenido lugar o estaba ocurriendo en sectores
como la agricultura y la distribución en la región del Atlántico
Norte).
Según este razonamiento, la ética del trabajo japonesa
persistiría; junto con las elevadas tasas de ahorro y el lento crecimiento de su
población le darían una ventaja sustancial en la intensidad del capital —y, por
lo tanto, en la productividad del trabajo— además de las ventajas que podía
desarrollar en todo el país en términos de la productividad total de sus
factores. Además, su proximidad a una amplia reserva de trabajadores de bajo
costo permitiría al Japón construir una división del trabajo regional que
aprovechase al máximo su fuerza de trabajo bien remunerada y educada y
tercerizara las tareas de baja complejidad y bajos salarios —es decir, los
empleos con baja productividad— al Asia continental.
Cuando Japón
igualara, y tal vez superara, al Atlántico Norte en términos de intensidad de
capital, conocimiento industrial y nivel de vida, las actividades mejor
recompensadas en la economía mundial —la investigación y el desarrollo en
industrias de alta tecnología, la moda para los consumidores adinerados, las
altas finanzas y el control corporativo— migrarían cada vez más a la Bahía de
Tokio.
Con un tercio de la población de Estados Unidos, era poco probable
que Japón se convirtiera en la superpotencia económica más importante del mundo.
Pero Japón cerraría la brecha del 30% (ajustada por la paridad del poder
adquisitivo) entre su PIB per cápita y el de EE UU. Se consideraba muy probable
que para aproximadamente 2015 el PIB per cápita japonés fuera un 10% superior al
estadounidense (en términos de paridad del poder adquisitivo).
Los
economistas ya no se atreven a suponer que una tendencia es una tendencia y un
ciclo, un ciclo, y que sus interacciones recíprocas son lo suficientemente
pequeñas como para descartarlas en un análisis inicial. Nada de eso ocurrió.
La economía japonesa actual es, aproximadamente, un 40% menor a la que con tanta
confianza predijeron los analistas a fines de la década de 1980. El 70% del PIB
per cápita japonés en términos del estadounidense que se había alcanzado
entonces resultó su marca máxima. El nivel de su productividad relativa para
todo el país ha declinado desde entonces y dos décadas de malestar han eliminado
las presiones para mejorar la agricultura, la distribución y otros
servicios.
Las industrias manufactureras japonesas orientadas a las
exportaciones han mantenido su ventaja pero no lograron atraer a otras
actividades de punta —en la moda, las finanzas o el control corporativo— de
manera significativa. Por el contrario, desde finales de la década de 1980, la
elevada tasa de ahorro personal japonesa en vez de constituir una fortaleza del
lado de la oferta se ha convertido en una debilidad del lado de la demanda y
financió inversiones en el extranjero y deuda gubernamental más que impulsar un
boom de la inversión doméstica que hubiera alimentado la intensidad del capital
y la productividad del trabajo.
Japón no es hoy un país pobre. Pero su
estructura económica y su nivel de prosperidad lo asemejan más a Italia que a
sus contrapartes del este de la Cuenca del Pacífico: los estados costeros
estadounidenses de Washington, Oregón y California.
Hace siete años,
antes de la crisis financiera mundial, el aplastante consenso entre los
economistas era que, en retrospectiva, las cartas no mostraban la convergencia
esperada en los niveles de productividad de Japón con los de la costa
estadounidense del Pacífico. La cultura japonesa produjo enormes bloqueos al
empleo de la mitad de su población: las mujeres. Y la política japonesa
consolidó los intereses rurales y de las pequeñas empresas de manera tal que
impidieron la difusión de la manufactura orientada a las
exportaciones.
Japón, se decía, era demasiado distinto en demasiadas
cosas al Atlántico Norte como para servir de modelo de desarrollo económico. Y
las empresas manufactureras orientadas a las exportaciones que habían sido
estimuladas y guiadas por el Ministerio de Comercio e Industria Internacional no
constituyeron el núcleo alrededor del cual el resto de la economía japonesa se
cristalizaría, sino un territorio separado y amurallado.
Por lo tanto, el
crecimiento potencial anual de la economía japonesa se redujo en aproximadamente
dos puntos porcentuales a principios de la década de 1990, cuando el modelo de
desarrollo posterior a la Segunda Guerra Mundial perdió su impulso. Fue en gran
medida una casualidad que esa reducción del crecimiento coincidiera con el
colapso de la burbuja de activos y la depresión cíclica, que llevó a una
reducción del producto japonés de aproximadamente el 10% en unos pocos años,
seguida por una lenta recuperación hacia una nueva y menor tasa de crecimiento
potencial.
Pero desde la perspectiva de los últimos siete años,
claramente hay que repensar esto. Considerando toda la evidencia, la caída de la
economía estadounidense desde su senda de crecimiento de largo plazo ha dejado a
Estados Unidos un 7% más pobre hoy (y en el futuro indefinido) que lo esperado
en 2007. Y esto supone una única reducción permanente, sin caídas adicionales de
la tasa de crecimiento potencial.
Sin embargo, hay motivos para creer que
esas caídas tendrán lugar: un menor crecimiento implica menos presiones
competitivas para mejorar la eficiencia; la mayor aversión al riesgo implica un
menor apetito por la innovación y la experimentación; y las tasas de interés
nominales ancladas en valores cercanos a cero significan que los ahorros de la
sociedad no pueden ser aplicados eficazmente.
Si el colapso de una
burbuja, en su mayor parte bien gestionado, en una economía estadounidense con
baja inflación pudo reducir permanentemente el crecimiento económico potencial
en aproximadamente el 10% en una década, ¿puede descartarse que el colapso mal
gestionado de una burbuja pudiera, en una generación, dejar al Japón un 40% más
pobre de lo que pudo haber sido?
Algo queda en claro: los economistas ya
no se atreven a suponer que una tendencia es una tendencia y un ciclo, un ciclo,
y que sus interacciones recíprocas son lo suficientemente pequeñas como para
descartarlas en un análisis inicial. Ese enfoque ha condenado a muchos
economistas a vivir en países mucho más pobres de lo que esperaban.
J.
Bradford DeLong, ex subsecretario adjunto del Tesoro de EE UU, es profesor de
Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador asociado en
la Oficina Nacional de Investigaciones Económicas.
Traducción al español
por Leopoldo Gurman.
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