- PRESENTACIÓN
- ORDEN VERSUS DIALÉCTICA
- MARX Y LA TEORÍA DEL CONCEPTO
- LENIN Y LA TEORÍA DEL CONCEPTO
- EL CONTENIDO Y SUS FORMAS REALES
- EL BLOQUE SOCIAL BURGUÉS
- LAS LLAMADA CLASES MEDIAS
- CLASES Y PUEBLO TRABAJADOR (I)
- CLASES Y PUEBLO TRABAJADOR (II)
- CLASES Y PUEBLO TRABAJADOR (III)
- ALGO SOBRE LA ALTERNATIVA
1.- Presentación
El texto que sigue es la ponencia presentada al
debate que se anuncia en la NOTA de arriba. Pero la parte dedicada a la
alternativa se presenta en el último apartado, y de forma muy sintética porque
la elaboración de una alternativa ha de ser obra colectiva, obra basada en la
experiencia colectiva sostenida en la acción práctica. Sería pretencioso y
contraproducente presentar una detallada alternativa sin un sostén práctico
anterior basado en una serie de debates colectivos, críticos y autocríticos.
Marx vino a decir que un avance práctico en la emancipación humana valía más que
cien programas. Es por esto que en el Resumen se ofrecen algunos puntos
esenciales de reflexión, sobre los que debatir. Ahora bien, sí es conveniente
leer la ponencia porque en ella se desarrolla el método teórico-político que
explica y da sentido a los puntos expuestos en el último apartado.
La ponencia forma parte de un texto mayor que se
encuentra en proceso de elaboración, siendo aún un borrador, en el que se van a
incluir otros dos capítulos: uno sobre la teoría de la organización
revolucionaria y otro sobre la teoría del Estado. La ponencia que se aquí se
presenta trata sobre la teoría que debe emplearse para definir el sujeto
revolucionario en el modo de producción capitalista, en sus formaciones
económico-sociales y a lo largo de sus fases sucesivas. Como se aprecia, en el
índice se anuncian desarrollos sobre la dialéctica, la teoría del concepto y la
categoría del contenido y de sus formas reales. También expone las
contradicciones antagónicas entre el capital y el trabajo en las que éste, el
sujeto revolucionario, ha de volcar su práctica política y teórica destinada a
la conquista del poder.
El debate sobre el sujeto revolucionario no es otro
que el debate sobre la crítica marxista de la economía política burguesa, sobre
la teoría de las clases sociales y de su lucha permanente. La elucidación de
estas cuestiones exige el empleo simultáneo de la teoría materialista del
conocimiento, tan odiada por las versiones del kantismo, y a la vez el concurso
de la teoría marxista del Estado y de la organización revolucionaria de
vanguardia. Praxis del sujeto revolucionario, sus formas de organización, su
lucha contra el poder estatal, y su método de pensamiento, estas cuatro
cuestiones son inseparables, resultando imposible aislarlas entre ellas, pero
resultando también imposible pensarlas sin sustentarse en todo momento en la
crítica de la economía política burguesa, del capitalismo.
La razón por la que he concluido este capítulo para
presentarlo como ponencia específica para el debate sobre El sujeto y la
construcción de la alternativa, es bien simple: no se puede elaborar, o
mejor decir reelaborar una alternativa al capitalismo actual sin confrontar
abiertamente con los tópicos burgueses al respecto, sobre todo con las más
recientes modas intelectuales que proliferan en estos años de crisis. Una
confrontación teórica y política, que no ideológica, hueca y metafísica. En los
momentos actuales la teoría marxista empieza a demostrar de nuevo su inagotable
potencial práctico; sin embargo existen fuerzas mediáticas necesitadas de
silenciar o minimizar ese potencial. La caída en picado de las condiciones de
vida y de trabajo, de los derechos sociales y democráticos, y la
multiplicaciones de las formas de explotación, todo esto está generando malestar
social entre las clases y pueblos explotados, aunque todavía el denominado
«factor subjetivo» no está a la altura de las contradicciones objetivas
manifiestas y aplastantes.
El marxismo es la única praxis que puede elevar la
conciencia subjetiva a decisiva fuerza política de masas. Una de las exigencias
previas es la de actualizar el concepto de sujeto revolucionario teniendo en
cuenta que el sujeto colectivo, el trabajo explotado en cualquiera de las formas
directas o indirectas, sólo se constituye radicalmente como sujeto cuando su
conciencia se materializa en la interacción entre la experiencia organizativa y
la experiencia autoorganizativa, en la interacción entre las luchas espontáneas,
las coordinadas en base a la experiencias estables, y las luchas políticamente
guiadas a la destrucción del Estado burgués y su sustitución por el Estado
obrero. A lo largo de esta dinámica, la teoría juega siempre un papel
insustituible, papel que va acrecentándose conforme avanza el proceso de masas y
va debilitándose conforme este retrocede.
Puede darse el caso, y así ha sucedido varias
veces, que determinados grupos intelectuales de izquierda revolucionaria siguen
profundizando en determinadas reflexiones que enriquecen aspectos concretos de
la teoría en su generalidad una vez que se ha iniciado el reflujo de la oleada
revolucionaria, pero más temprano que tarde estos logros parciales empezarán a
enfriarse sufriendo la misma esclerotización que la sufre la teoría en su
conjunto. Solamente un reinicio sostenido de la lucha de clases puede insuflar
calor, vida y radicalidad a la teoría.
Por suerte, tras la derrota muchas veces sobreviven
en la semiclandestinidad o en grupúsculos personas revolucionarias que mantienen
vivos los rescoldos de la teoría, e incluso la enriquecen en aspectos
sustanciales mediante esfuerzos meritorios y titánicos, pero de nuevo hay que
decir que esas aportaciones intelectuales no se convertirán en fuerza material
hasta que no resurja la lucha de clases y, sobre todo, hasta que una
organización revolucionaria que ha sobrevivido en los peores momentos logra
introducirlos pedagógicamente entre las clases y los pueblos oprimidos.
Otra aparece la teoría de la organización y el
papel del Estado, sin cuyo concurso el sujeto revolucionario se disuelve en una
abstracción. Esas dos partes vitales --la teoría del Estado y de la
organización-- terminarán de dar cuerpo al texto completo.
2.- Orden versus dialéctica
S. Amin inicia su reciente libro denunciando la
vaguedad de los análisis y definiciones que se hacen sobre lo «nuevo» en el
capitalismo, novedades que afectarían a las clases sociales, a la lucha de
clases, a los denominados movimientos sociales, a los partidos políticos, a las
formas ideológicas, a la revolución informática, a la producción «inmaterial» o
«no material», a la economía del conocimientos; también sostiene que el término
«post» oculta generalmente una dificultad para designar una «proposición
positiva» de la realidad que dice estudiar: post-capitalismo, post-modernismo,
post-industrial. Afirma sin tapujos que: «La moda que acompaña al discurso sobre
la sociedad post-industrial se ha apresurado a declarar “superados” los
conceptos de clase y de lucha de clases» y tras demostrar una a una la inútil
vaguedad de esas modas termina hundiendo el manido tópico del capitalismo
cognitivo, más aún de la «economía cognitiva» en general, concluye indicando
que: «La economía ha sido siempre “cognitiva”, pues la producción siempre ha
implicado la puesta en práctica de saberes, incluso en el más primitivo de los
cazadores- recolectores de la prehistoria»
[1].
Más adelante, se extiende un poco más en la crítica
del capitalismo cognitivo. Después de haber estudiado la importancia que tiene
para el proyecto socialista el desarrollo planificado y racional de todos los
servicios y sectores públicos opuestos a la racionalidad capitalista del máximo
beneficio privado, burgués, al margen de sus desastrosas consecuencias, S. Amin
sostiene que el capitalismo cognitivo es un oximorón, es decir una
contradictio in terminis , y sostiene que «la economía del mañana, la del
socialismo, sí que será “cognitiva”» [2]
en el sentido de integrar plena y
definitivamente la inteligencia colectiva, social, es decir, el pensamiento
libre de la explotación en el proceso productivo no explotador. En el
capitalismo eso es imposible porque se basa en la sumisión y explotación del
trabajo.
Hace algo más de una década, M. Husson destrozó el
entonces incipiente mito del «capitalismo cognitivo» junto con el de la llamada
«nueva economía» [3], por lo que ahora S. Amin hace lo correcto en rematar estas
vaguedades vacías profundizando en su crítica hasta llegar a la raíz, a la
dialéctica entre el saber humano y la producción económica como base de la
antropogenia, o sea del papel del trabajo y de la praxis mano/mente en la
evolución humana tal cual dejo en claro Engels, praxis creativa que se
materializa en el desarrollo de la pluridimensinalidad del ser humano genérico
mediante su trabajo creativo, incompatible con cualquier propiedad privada,
especialmente con la burguesa. Sin embargo, insistiremos brevemente en esta
cuestión porque es esencial para todo lo que se expone en esta ponencia: la
centralidad de las relaciones sociales de producción y de las formas de
propiedad en cualquier debate sobre el sujeto.
Un ejemplo remoto y a la vez actual de «economía
cognitiva» no constreñida por la propiedad privada lo encontramos en el aún no
superado estudio de A. Spirkin sobre la formación de la conciencia humana, en
especial el salto cualitativo que se produjo entre la producción de herramientas
de los monos antropoides y la utilización sistemática del fuego por el
sinántropo [4], ya que el uso accidental del fuego es mucho más antiguo,
aproximadamente de hace 1.500.000 en Kenia. Otro lo tenemos en el estudio de A.
Léroi-Gourhan sobre la progresiva celeridad de la ley de la productividad del
trabajo desde el período abbevillense, de hace más de 500.000 años, y el
magdaleniense, de entre -30.000 y -12.000 años. Mientras que en el abbevillense
con un kilogramo de sílex se hacían sólo 10 centímetros de filo útil, al final
del magdaleniense con ese mismo kilogramo de sílex se hacían 20 metros de filo
útil [5].
La ley de la productividad del trabajo o ley del
ahorro de energía o del mínimo esfuerzo, funciona como verdadera economía
cognitiva antes de la instauración de la propiedad privada, y después de su
expropiación durante el salto al socialismo. Durante los pocos milenios de
dictadura de la propiedad privada, y de los pocos siglos de propiedad burguesa,
estas leyes tendenciales son sometidas a la ley de la ganancia mercantil y cada
vez más a su expresión interna, la ley del valor-trabajo, con repercusiones
totales en los sucesivos métodos sociohistóricos de pensamiento.
La irrupción de la propiedad privada rompe la
unidad socionatural entre conocimiento y antropogenia, que caracteriza a la
economía cognitiva, e impone la irracionalidad ascendente del mercado. La
antropogenia es inseparable de la «organización social de la conducta», de la
mutua interdependencia conductual, según explica J. B. Fuentes al estudiar el
conocimiento como hecho biológico
[6], pero con la socialización de la
conducta, y con sus contradicciones internas, el conocimiento como hecho
antropológico [7] refleja las contradicciones sociales entre por un lado, la ciencia
como fuerza revolucionaria [8]
y por el lado opuesto, la máquina, la
tecnociencia como capital fijo, como fuerza antiobrera [9].
En sus investigaciones sobre el trabajo como
«categoría antropológica», P. Rieznik constata el valor humano del ocio, del
tiempo libre y propio, mostrando que el concepto de «trabajo» con todas sus
derivadas de crecimiento y progreso no ha existido en las sociedades
precapitalistas [10], aunque en las sociedades basadas en la propiedad privada y en la
explotación social «no-trabajo es siempre un derecho perteneciente a los hombres
que integran la clase dirigente de la sociedad» [11]; el no-trabajo es el
opuesto liberado e irreconciliable del trabajo alienado, explotado e injusto:
«Que haya demasiado tiempo libre, fuera del trabajo, es incompatible con su
cualidad de labor alienada y explotada»
[12]. Después de repasar las ideas del
socialismo premarxista, el autor concluye:
«Para Marx, en cambio, la “emancipación de los
trabajadores”, es el punto de arranque de la “emancipación del hombre del propio
trabajo”, como trascendencia de su ámbito de vida, más allá de la restricción
propia de la necesidad. En este caso, Marx sustituyó el deseo y la voluntad
abstractamente concebida, sea por un trabajo agradable, sea por un ocio
creativo, por el análisis concreto del capital, de la potencia material que éste
creaba como requisito ineludible para la conquista de la “libertad”. La
conquista de un mundo humano por el hombre se presenta, entonces, como
consecuencia de la metamorfosis del trabajo (y el no-trabajo social), derivado
de la superación de las relaciones de explotación propias del
capitalismo» [13].
Verdaderamente, una de las bases de la crítica de
Marx al capitalismo es la crítica radical del mismo «trabajo asalariado», al
margen de sus formas, y en general del «trabajo» en este modo de producción,
diferente a los precapitalistas. Parte fundamental de la fuerza teórica que
tiene su radical crítica a la civilización burguesa radica en que ataca al
trabajo tal cual existe en el capitalismo, y no sólo a la propiedad
privada [14], que también. Al relacionar internamente el trabajo vivo con el
capital variable, y el trabajo muerto con el capital constante, Marx sienta la
finita y mutable historicidad del ser-humano-burgués y de su sistema ideológico
de interpretar el mundo de forma invertida.
Insistimos en esta unidad de contrarios antagónicos
--método de pensamiento racional y crítico contra irracionalidad global
capitalista-- porque es una de las realidades objetivas estructurantes que
desaparecen ocultadas por las vaguedades de las modas ideológicas denunciadas
por tantos marxistas, además de S. Amin y M. Husson. Una muestra de tales
vaguedades la encontramos en el texto de Y. Stravrakakis sobre las causas y
efectos de la deuda en las sociedades capitalistas contemporáneas [15]: deambulando por
una selva de términos ambiguos, sin referencia alguna a la función del capital
financiero y dinerario, sobre todo ficticio, función estudiada desde Marx hasta
hoy porque atañe fundamentalmente al origen de las crisis, al papel del crédito,
del Estado, de las políticas públicas y del militarismo [16]. Otra muestra la
encontramos en T. Negri cuando intenta convencernos de que nos encontramos ante
un «nuevo» capitalismo, el «biocapital»
[17], sin hacer referencia alguna a la
constante dialéctica entre lo natural, lo biológico y lo social que recorre el
marxismo desde su origen. Términos como «biopoder». «biocapital» y otros sólo
pueden desarrollar su fuerza teórica si están integrados los niveles analíticos
y sintéticos [18] en una visión genético-estructural del modo capitalista de
producción, como hace J. Osorio en su obra sobre las mismas cuestiones.
Las fútiles modas intelectuales de usar y tirar que
inundaron el mercado de las ideologías desde la década de 1960 fueron
minusvalorando la importancia clave de las relaciones sociales de producción, de
las formas de propiedad, de los modos de producción y de sus contradicciones.
Pero la realidad es tozuda, mientras que estas modas acaparaban los escaparates
y la producción académica, las contradicciones capitalistas se agudizaban. J.
Fontana nos recuerda que la crisis sistémica actual tiene una de sus causas en
la crisis estadounidense de 1987 y en las decisiones tomadas entonces, así como
en la incompetencia del FMI, que no fue capaz «ni de prever las crisis ni de
aliviarlas» ya que el sistema se encontraba en una «alegre
inconsciencia» [19] que aceleraba la gestación de la pavorosa crisis de 2007. Nos
recuerda también que en 2004 y 2005 estos y otros dirigentes «se daban
palmaditas en la espalda por haber resuelto el problema del crecimiento
indefinido» [20] del capitalismo, algo parecido a resolver el enigma del
perpetuum mobile.
La euforia triunfalista de aquellos años engrasaba
la perfecta maquinaria del control del pensamiento, generalizándose lo que lo
que alguien definió muy correctamente como «la voluntad de no saber»:
«“capitalismo”, “imperialismo”, “explotación”, “dominación”, “desposesión”,
“opresión”, “alienación”… Estas palabras, antaño elevadas al rango de conceptos
y vinculadas a la existencia de una “guerra civil larvada”, no tiene cabida en
una “democracia pacificada”. Consideradas casi como palabrotas, han sido
suprimidas del vocabulario que se emplea tanto en los tribunales como en las
redacciones, en los anfiteatros universitarios o los platós de
televisión» [21]. La voluntad de no saber se escuda muchas veces en la fuerza de la
burocracia académica que lo domina casi todo, ya que en la academia, en la
universidad, «el pensamiento crítico está altamente burocratizado
[…] el respeto al sistema de protocolos y autorizaciones académicas, “capital
simbólico” que asegura la competencia formal del texto y su textualidad, para
decir que la crítica en tanto que tal se ha burocratizado» [22].
Muy frecuentemente se nos olvida el poder castrador
de la burocracia. Debemos tener una idea clara de su poder de disciplinarización
mental y cognitiva para comprender la profunda efectividad de su represión
cognitiva, y, desde luego, la mejor definición nos la ofrece Marx: «La
burocracia es un círculo del que nadie puede escapar. Su jerarquía es una
jerarquía de saber […] El espíritu general de la burocracia es el secreto, el
misterio guardado hacia dentro por la jerarquía, hacia fuera por la solidaridad
del Cuerpo» [23]. La jerarquía de saber estructura lo pensable y lo impensable
mediante el poder de la burocracia cognitiva, casta sostenida por el Estado
burgués y por las fábricas privadas de producción ideológica. Es esta burocracia
del saber jerarquizado la que echa espuma por la boca cada vez que oye nombrar
la bicha, la palabra dialéctica, que «[…] provoca la cólera y es el azote
de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque en la inteligencia y
explicación positiva de lo que existe abriga a la par la inteligencia de su
negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y revolucionaria por esencia,
enfoca todas las formas actuales en pleno movimiento, sin omitir, por tanto, lo
que tiene de perecedero y sin dejarse intimidar por nada» [24].
Además de otras secundarias, dos son las razones
básicas que explican la voluntad de no saber de la jerarquía burocrática: la
primera y fundamental, el efecto del fetichismo, de la alienación y de la
ideología, que invierten la realidad e imponen la falsa conciencia necesaria con
efectos demoledores sobre la correcta comprensión de la teoría del concepto y de
la negatividad absoluta que luego veremos.
En segundo lugar y partiendo de lo anterior, el
hecho de que la burguesía ya no es desde finales del siglo XVIII y primer tercio
del XIX una fuerza emancipadora
[25], interesada en la verdad sino en la
mentira, en la necesidad obvia de ocultar deliberadamente la explotación de la
que vive. Hablando de las condiciones de vida del proletariado, Engels dice que
«la burguesía no debe decir la verdad, pues de otro modo pronunciaría su
propia condena» [26]. Marx nos dejó una descripción demoledora de la «prudente
moderación» de los economistas vulgares de su época, a quienes «no les importan
las contradicciones […] y acaban formando un lío sobre la mesa de los
compiladores» [27]. Como dice T. Shanin refiriéndose a los modelos interpretativos
dominantes: «Los burócratas y los doctrinarios de todo el mundo aman la
sencillez de estos modelos e historiografías y hacen todo lo posible para
imponerlos por medio de todos los poderes que tienen a su
alcance» [28].
Para esta burocracia, y para la clase social a la
que sirve, la burguesía, el método dialéctico es un peligro mortal que no está
dispuesta a dejar enseñar y menos a practicar. Dos definiciones muy adecuadas de
lo que es la dialéctica, y de lo que por tanto implica para el poder nos la
ofrece Raya Dunayevskaya: Una, «El modo en que estos dos movimientos funcionan
juntos –el objetivo y el subjetivo, las ideas de libertad y las personas que
luchan por la libertad-- (…) A esto se le llama dialéctica» [29], y otra: «¿Qué es
la dialéctica sino el movimiento tanto de las ideas como de las masas en
movimiento para lograr la transformación de la sociedad?» [30]. Las dos entran de pleno
en lo que pensaba Marx de la dialéctica: «Reducida a su forma racional, provoca
la cólera y es el azote de la burguesía y de sus portavoces doctrinarios, porque
en la inteligencia y explicación positiva de lo que existe abriga a la par la
inteligencia de su negación, de su muerte forzosa; porque, crítica y
revolucionaria por esencia, enfoca todas las formas actuales en pleno
movimiento, sin omitir, por tanto, lo que tiene de perecedero y sin dejarse
intimidar por nada» [31]. Es muy comprensible, por tanto, que la dialéctica
materialista fuera uno de los monstruos atroces a destruir por la burguesía y
por el reformismo revisionista de finales del siglo XIX comienzos del XX:
«… el objetivo más importante a atacar de la
filosofía marxista era la dialéctica. A los reformistas les parecía
incomprensible y engañosa. La imagen dialéctica del mundo partía de que todo
estaba constituido a base de contradicciones y de que toda evolución se hallaba
condicionada por la “lucha” de los contrarios. Para los revisionistas, que en
general querían conciliar a las clases entre sí y llevarlas a la colaboración,
una teoría como ésta era, ya por motivos políticos, sospechosa. Bernstein, que
normalmente no acostumbraba a dar rienda suelta a sus sentimientos, se irritaba
con sólo pensar en la “trampa del método hegeliano-dialéctico”. Consideraba la
dialéctica también como el correlato filosófico de la política revolucionaria.
(…) En general, los revisionistas se planteaban el desarrollo social en términos
de un proceso evolutivo en el que de lo viejo se pasaba insensible y
gradualmente a lo nuevo (…) En los socialistas revolucionarios veían
aventureros, demagogos, exaltados y representantes del lumpemproletariado (…) La
meta y el medio de la lucha de la clase obrera era la democracia y ésta suponía
la existencia de un equilibrio entre las clases. El equilibrio se mantenía con
el concurso del parlamentarismo que era una garantía para que la mayoría no
oprimiese a la minoría. La lucha de la clase obrera no había de fijarse, desde
luego, en modo alguno objetivos excesivamente políticos (…) Bernstein aconsejó
una aproximación entre la Socialdemocracia y el liberalismo» [32].
Es muy importante para el debate actual sobre el
sujeto colectivo revolucionario el dato último según el cual Bernstein --y otros
reformistas que no cita-- aconsejó un acercamiento al liberalismo de la época,
padre del neoliberalismo actual. Los drásticos recortes de los derechos de las
clases explotadas casi siempre han encontrado justificación en la ideología
liberal individualista e insolidaria en extremo, enemiga de cualquier derecho
colectivo del pueblo trabajado. El principio de «el individuo y su
propiedad» [33] empezó a tomar cuerpo desde que los comerciantes errantes del
Medievo reivindicaron sus derechos de propiedad individual segura e
intransferible frente a la arbitrariedad señorial, eclesial y monárquica, y
frente a los ataques de los bandoleros. La urbanización acelerada desde el siglo
XII por la expansión de la economía mercantil sentó la base de la victoria del
naturalismo, racionalismo e individualismo propietario en el siglo
XVIII [34]. La ideología de la libertad burguesa creada en estos siglos fue
luego utilizada para legitimar la escuela neoliberal desde 1947 en
adelante [35], sobre todo desde que se aplicaron mediante el terror y la
represión sus recetas para salvar al capitalismo, recetas fabricadas en el
«laboratorio de laissez-faire»
[36].
Con el tiempo, el revisionismo socialdemócrata
terminó imponiéndose abriendo las puertas a pactos con el liberalismo,
matrimonio que engendró el monstruo del «social-liberalismo», criticado por
reformistas [37] que añoran un pasado que no volverá. L. Gill explica que: «Desde
1974 en Alemania, el Banco central (Bundesbank) bajo la presidencia del
socialdemócrata Karl Otto Pohl volvió la espalda a la política de estimulación
keynesiana llevada por el gobierno de coalición del SPD y del Partido Liberal
(FDP) y comenzó un viraje monetarista que iba a sacrificar el empleo en la lucha
contra la inflación» [38]. Fue la socialdemocracia alemana la primera en aplicar un
monetarismo que una década más tarde empezaría a denominarse neoliberalismo;
después de la socialdemocracia, fue el presidente norteamericano Carter, del
Partido Demócrata, el que lo aplicó con el ingrediente añadido de un ataque más
duro aún que el alemán a los derechos sindicales de la clase trabajadora; por
fin en la mitad de los ’80 fueron los conservadores británicos y los
republicanos yanquis quienes remataron la faena, aunque un poco antes la
socialdemocracia española en el gobierno desde finales de 1982 aplicó el
monetarismo férreamente.
No es este el momento para extendernos en las
conexiones entre la escuela económica neoclásica y luego neoliberal, el
naturalismo mecanicista y la filosofía kantiana, y mostrar su antagonismo
absoluto con la crítica marxista de la economía política y con su teoría
materialista del conocimiento, que desarrollaremos más adelante en su vertiente
de la teoría del concepto y de la negatividad absoluta. A pesar de que la
jerarquía de saber burocrático lleva más de un siglo atacando al «método
hegeliano-dialéctico», tarde o temprano las contradicciones sociales destrozan
los muros de contención. Tenemos el ejemplo del sistema patriarco-burgués vital
para el capitalismo. Entre otras muchas revolucionarias, también Raya
Dunayevskaya expone la ágil unidad de «la dialéctica de la revolución y de la
liberación de la mujer» [39].
La ideología liberal sólo admitía con muchas
dificultades el feminismo burgués, pero ahora el neoliberalismo ataca todo
derecho básico de la mujer, como es el del aborto, porque éste debilita el
proceso de reproducción ampliada del capital
[40]. Vamos a poner otro ejemplo que
confirma cómo la ideología liberal en su forma actual, neoliberal, refuerza el
sistema patriarco-burgués, sistema imprescindible para alienar y dividir al
sujeto revolucionario. Hablamos de la pasada asamblea de Davos, en la que
disminuye la presencia de la mujer burguesa, por no hablar de la mujer
trabajadora:
«… la 44ª edición del Foro de Davos reúne hasta
este sábado en la idílica ciudad suiza a 2.500 personalidades de casi un
centenar de países, entre ellos 30 jefes de Estado, 1.500 del mundo de los
negocios, 288 participantes de gobiernos, 225 líderes de medios de comunicación
y 230 de bancos (…) la participación de las mujeres en el Foro Económico Mundial
se ha reducido este año un punto porcentual, hasta el 16%, en comparación con
2013, a pesar de que el foro ha declarado en muchas ocasiones que iba a
contribuir en la igualdad de género (…) el Foro Económico Mundial del 2014
solamente hay una mujer por cada siete hombres, a pesar de que se comprometió a
una cuota del 20% de mujeres hace tres años (…) Menos del 3% de los presidentes
de las 500 compañías que encabezaban entonces la lista de la revista Fortune
eran mujeres, y éstas ocupaban poco más del 15% de las posiciones ministeriales
y parlamentarias a nivel mundial, según datos del propio foro. (…) En toda
Europa, las mujeres obtienen mejores resultados académicos que los hombres y
tienen una presencia similar en el mercado de trabajo, pero ocupan menos del 15%
de los puestos en las juntas directivas»
[41].
Necesitaríamos suficiente espacio para desarrollar
la demoledora castración intelectual que la jerarquía de saber patriarcal
realiza en lo relacionado con la explotación sexo-económica de la mujer en el
capitalismo, por lo que nos remitimos, entre otras obras, al extenso capítulo
sobre el terrorismo patriarcal [42]
de C. Tupac. Y más en concreto, en lo
relacionado con la «posición de clase» de la mujer trabajadora los datos
estadísticos son aplastantes, como el ofrecido por el sindicato LAB que
demuestra que la mujer asalariada en Hego Euskal Herria cobra un 24,8% menos que
los trabajadores por el mismo empleo
[43]. La burocracia doctrinaria vigila
también para que críticas feministas de componente sexo-afectivos que inciden en
la explotación sexo-económica capitalista apenas tenga posibilidad de llegar al
debate colectivo, excepto casos meritorios como es el de la radicalidad
transfeminista [44] que pretende socavar algunas bases profundas del poder
patriarco-burgués. Entre la mucha literatura sobre la pertenencia de clase de la
mujer, tenemos el resumen realizado por E. Feito sobre cuatro enfoques al
respecto: convencional, de dominación, conjunto e individualista [45]. Como punto de
contrastación, conviene recordar que el Manifiesto Comunista de 1848
definía a la mujer como «instrumento de producción» propiedad de los hombres.
M. Roytman Rosenmann ha descrito muy acertadamente
la ofuscación de la élite intelectual:
« Los detractores del socialismo no pueden oír
hablar de la existencia de explotación, imperialismo o explotadores. Se muestran
iracundos cuando algún comensal o interlocutor les hace ver que las clases
sociales son una realidad. Los portadores del nuevo catecismo posmoderno dicen
tener argumentos de peso para desmontar la tesis que aún postula su validez y su
vigencia como categorías de análisis de las estructuras sociales y de poder.
Lamentablemente, sólo es posible identificar, con cierto grado de sustancia, dos
tesis. El resto entra en el estiércol de las ciencias sociales. Son adjetivos
calificativos, insultos personales y críticas sin altura de miras. Yendo al
grano, la primera tesis subraya que la contradicción explotados-explotadores es
una quimera, por tanto, todos sus derivados, entre ellos las clases sociales,
son conceptos anticuados de corto recorrido. Ya no hay clases sociales, y si las
hubiese, son restos de una guerra pasada. Desde la caída del muro de Berlín
hasta nuestros días las clases sociales están destinadas a desaparecer, si no lo
han hecho ya. El segundo argumento, corolario del primero, nos ubica en la
caducidad de las ideologías y principios que les dan sustento, es decir el
marxismo y el socialismo. Su conclusión es obvia: los dirigentes sindicales,
líderes políticos e intelectuales que hacen acopio y se sirven de la categoría
clases sociales para describir luchas y alternativas en la actual era de la
información, vivirían de espaldas a la realidad. Nostálgicos enfrentados a
molinos de viento que han perdido el tren de la historia» [46].
La realidad es tozuda y todas las vaguedades han
sido barridas por el capitalismo realmente existente, el que con sus atrocidades
está provocando la emergencia de nuevas luchas sociales y populares, «protestas
populares» [47] que con múltiples expresiones, ritmos e intensidades van
recorriendo todo el planeta. A la fuerza, sectores de la intelectualidad no han
tenido más remedio que empezar a enfrentarse a las contradicciones tantas veces
negadas. Hablando sobre crisis e intelectuales, E. Barot sostiene que: «Los
procesos más avanzados son golpes a la superestructura política de las clases
dominantes, que si bien se presentan en un primer momento con consignas
democráticas, tienen una reivindicación de clase también. Ante esto la mayor
parte de los intelectuales hablan de “pueblo”, pero no hablan del “proletariado”
ni de la clase obrera. Es importante entender cómo en el segundo tipo de
fenómenos, en la intervención del “pueblo”, actúa el
proletariado» [48]. Luego, tras avanzar en la teoría del concepto y de la negatividad
absoluta, o negación de la negación, profundizaremos un poco en el concepto de
«pueblo» como término abierto e incluyente de integra a todas las capas sociales
y clases explotadas.
E. Barot ha puesto el dedo de la crítica en la
llaga del tema que tratamos, el sujeto revolucionario organizado políticamente,
al plantear las relaciones entre el proletariado y el pueblo. Está en lo cierto
cuando dice que el grueso de los intelectuales sólo habla de “pueblo” pero sin
profundizar en este concepto, en las relaciones que tiene con otros, como el de
clase obrera. Una de las razones que explican esta negativa o esta incapacidad
de la mayor parte de la casta intelectual para enriquecer el concepto de pueblo
es su dependencia salarial de las instituciones burguesas; otra es su
dependencia ideológica de la síntesis social burguesa; tampoco debemos
olvidarnos de su dependencia política como efecto de lo anterior. No nos
extendemos ahora en estas causas parciales ya analizadas en otros textos, en
especial sobre la incompatibilidad entre marxismo y sociología [49].
Sintetizando estas y otras razones, podemos decir
que la fábrica burguesa de mercancías intelectuales se activa especialmente en
determinados períodos históricos, según las necesidades del capitalismo. D.
Bensaïd nos ha recordado que:
«La evaluación del papel histórico de la lucha de
clases fluctúa con la lucha misma. Después de la Comuna de París, la naciente
sociología oponía a la noción de clase social un vocabulario que privilegiaba a
los grupos sociales: élites, clases “intermedias”, “dirigentes”, “medias”. Mayo
68, el mayo reptante italiano y la revolución portuguesa volvieron a poner
brutalmente a la lucha de clases en el primer plano. El discurso dominante de
los años ochenta insistía de nuevo en las categorías y las clasificaciones. El
concepto de clase fue entonces gustosamente redefinido como “un concepto ante
todo clasificatorio” o como un “filtro informativo” que permite poner un poco de
orden en la heterogeneidad social y establecer “clasificaciones formalmente
adecuadas» [50].
Es la lucha de clases, como proceso total, la que
determina a grandes rasgos la evolución de la sociología en general y en
especial de sus elucubraciones sobre las clases sociales y sobre los sujetos.
Los ritmos y derivas relativamente autónomas de las diferentes modas
intelectuales no anulan esa sobredeterminación general, sino que muestran la
capacidad productiva de la fábrica burguesa de ideología para abastecer al
mercado intelectual con productos de usar y tirar, casi con obsolescencia
programada, siempre bajo la presión planificadora de las necesidades
capitalistas. Pero hay una característica que identifica a la casta intelectual
en sí misma: el rechazo de la dialéctica materialista y más en especial de su
teoría del concepto. No es de extrañar. Por razones en las que no podemos
extendernos ahora, dialéctica e ideología son términos antagónicos,
irreconciliables en todos los sentidos. Uno de ellos es que la complejidad
objetiva de la lucha de clases nos obliga a tomar partido subjetivo por uno de
los polos de la unidad de contrarios en lucha permanente. Debido a esta
necesidad ontológica, epistemológica y axiológica, la casta intelectual huye
refugiándose en cualquier forma de positivismo, por muy disimulado que sea.
3.- Marx y la teoría del concepto
Es sobradamente reconocida la ecuanimidad de Marx y
Engels a la hora de evaluar los méritos y deméritos de otros investigadores.
Sobre la evolución de la teoría de las clases sociales, Marx dijo que: «…Por lo
que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de
las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo,
algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de
esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de
éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia
de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la
producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la
dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí
más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una
sociedad sin clases…»
[51].
Los críticos del marxismo se han basado en esta y
en otras referencias directas al concepto de «necesidad» para sostener que el
marxismo es un determinismo economicista y que, por tanto, su teoría de la lucha
de clases y de los sujetos queda anulada por ese abrumador determinismo que
niega la libertad humana. Estas críticas ocultan la constante presencia en el
marxismo del llamado a la acción consciente, a la práctica consciente de la
libertad como la única garantía que puede impedir el colapso social. Estas
críticas ocultan o desconocen que cuatro años antes de la cita anterior Marx y
Engels advirtieron en el Manifiesto Comunista que la permanente lucha de
clases puede concluir con la victoria de una de las clases en lucha, o con «el
hundimiento de las clases en pugna»
[52]. La victoria de una u otra clase, o el
hundimiento de ambas, estas tres posibilidades dependen de la evolución de la
lucha de clases, del choque brutal en los momentos decisivos de voluntades
sociales antagónicas. De hecho, el Manifiesto entero es un exhorto al
ejercicio organizado de la libertad revolucionaria para acabar con la propiedad
capitalista [53]. Por tanto, el contenido de «necesidad» de la dictadura del
proletariado consiste en que de la misma forma que es necesaria una medicina
para una persona enferma, para la humanidad trabajadora es necesaria la
dictadura del proletariado si quiete conquistar su libertad. Es una necesidad
asumible o no, opcional, a sabiendas de que el futuro depende de si se la acepta
o se la rechaza.
Para la teoría del sujeto revolucionario este
contenido libre y crítico de la conciencia de posibilidad de superación de su
necesidad social, es decisivo porque explica el papel crucial de lo subjetivo en
cualquiera de sus formas. Ahora bien, entender la dialéctica entre la necesidad,
la libertad y la posibilidad --«La libertad no es comprensión de la necesidad en
el sentido de que nunca se puede hacer más que un única necesidad. Sino que sólo
tenemos libertad verdadera cuando nuestro hacer y omitir se encuentra ante una
ancha escala de posibilidades»
[54]--, es requisito necesario para
entender qué son las clases sociales, cómo, por qué y para qué luchan entre
ellas. No se puede definir el sujeto colectivo de la revolución al margen del
contexto de posibilidades, libertades y necesidades que de un modo u otro
impulsan, frenan o impiden el tránsito de su conciencia-en-sí a su
conciencia-para-si. De aquí la rica complejidad de la teoría de la lucha de
clases, de la teoría del sujeto revolucionario.
R. Candy nos dice que: «Para Marx “clase” es
una idea de gran sutileza, más compleja de lo que muchos suponen. La clase no es
homogénea. Tiene fracciones que operan autónomamente en el contexto de sus
intereses básicos de clase […] Los estados de ánimo de las masas se transforman,
se desplazan, fluyen; las clases se fraccionan y concentran; los partidos se
dividen en fracciones; los dirigentes olvidan sus principios e inventan otros
nuevos. El análisis de clases no es una tarea fácil y Marx no ofrece ninguna
fórmula sencilla para el estudio de la sociedad» [55]. T. Andréani nos
advierte de que «El concepto de clase es a la vez simple y muy complejo, sin
duda el más difícil de toda la teoría social, puesto que pone en juego la mayor
parte de sus demás conceptos»
[56]. R. Antunes nos habla de que hace
falta disponer de una «concepción ampliada del trabajo» para poder estudiar con
efectividad «el diseño complejo, heterogéneo y multifacético que caracteriza a
la clase trabajadora» [57]. Interacción de conceptos cada uno de los cuales estudia
una parte de la realidad compleja y a la vez simple, multifacética y
heterogénea, la misma realidad que se presenta bajo tantas múltiples formas que
ofuscan nuestra mente y nos hacen creer que ha desaparecido la realidad social:
«el proletariado parece, pues, desaparecer en el momento mismo que se
generaliza» [58], nos avisa S. Amin.
El proletariado parece desaparecer de la escena
social cuando lo reducimos a una cosa y no a una relación objetiva de lucha de
clases. Cuando lo analizamos como una parte de la unidad y lucha de contrarios
clasistas enfrentados, inseparablemente unida a la burguesía, entonces el
proletariado aparece al instante como una compleja, viva y contradictoria
realidad objetiva que puede ser conocida rigurosamente. Pero la ideología
burguesa no lo puede entender porque «los economistas no conciben el capital
como una relación» [59]. E. P. Thomson aplicaba el método correcto de pensamiento
científico-crítico cuando sostuvo que: «una clase es una relación, un sistema de
relaciones en suma, y no una cosa»
[60]. Y también lo hacía Á. García Aguilera
cuando afirmaba que: «La definición de clase en el Manifiesto es
procesual, no estática, no juridicista, ni tecnicista. El capital es una
relación social, no un grupo de personas con ciertas cualidades
personales» [61]. Hace muy bien este segundo autor en referirse directamente al
capital, a la burguesía, en vez de al proletariado, porque así confirma que la
definición de clase nos remite siempre a la unidad y lucha de contrarios dentro
de una relación social, en este caso de explotación.
Definir a las clases como un sistema de relaciones,
en vez de como una cosa estática y cerrada, es verlas dentro de la totalidad
social en movimiento, como una parte activa de esa totalidad móvil. Por
relación, por sistema de relaciones, debemos entender el movimiento internos de
la lucha de contrarios en una totalidad concreta, en este caso en la economía
capitalista y más específicamente en la unidad y lucha irreconciliables entre
las clases explotadoras y explotadas. Lo relacional no puede ser nunca pensado
desde lo estático. Tiene razón M. Musto cuando sostiene que la riqueza del
pensamiento de Marx consiste en que es « problemático, polimorfo, y de largo
horizonte » [62], un pensamiento que, como dice Engels, rechaza las « líneas duras
y rígidas » [63] que pretenden aislar las contradicciones e inmovilizarlas. J. Muñoz
nos dijo que « …la síntesis de Marx nunca es algo consumado, sino algo más bien
en proceso de realización constante »
[64], porque la lucha de contrarios es
constante.
Nos hacemos una idea más plena de la importancia
del concepto de «sistema de relaciones» al ver que las clases no son entidades
aisladas, lo que permitiría hablar sólo de la burguesía sin citar en absoluto al
proletariado y viceversa, sino como unidad de contrarios irreconciliables en
lucha permanente, de modo que el cambio en una de ellas supone otro cambio
opuesto en la contraria, siendo imposible hablar de la burguesía sin a la vez
hablar del proletariado; por ello mismo son un conjunto de relaciones en choque,
relaciones en las que una parte, la clase burguesa, dispone de un instrumento
clave como es el Estado, lo que le permite reforzar su centralidad y romper a la
vez la centralidad de la clase expropiada: «una clase, internamente cambiante a
su vez, es una de las fuerzas en liza dentro de la lucha de clases, tomando en
consideración todos los planos -económico, social, cultural, ideológico- en que
esta lucha se produce y la estructura de clases debe ser vista como un modelo
dinámico e históricamente condicionado»
[65].
Un modelo dinámico condicionado históricamente
porque en su evolución interviene la burguesía y de forma decisiva en muchos
momentos, que no es una clase inerte e inane. Al contrario: «la burguesía es una
clase viva que ha retoñado sobre determinadas bases económicoproductivas. Esta
clase no es un producto pasivo del desenvolvimiento económico, sino una fuerza
histórica, activa y enérgica»
[66]. De entre los cuasi infinitos ejemplos
que lo demuestran tenemos uno especialmente relacionado con la lucha de clases a
nivel mundial, y con su correspondiente definición de clase burguesa, ya que
atañe a las grandes diferencias formales, externas, que no de fondo e internas,
entre las burguesías anglosajonas, árabes, sionistas, y en general a todas las
potencias interesadas en debilitar a la URSS –incluida China Popular-- armando a
la más fanática contrarrevolución fundamentalista islámica en lo que J. Fontana
ha denominado «la trampa afgana»
[67]. Una burguesía pusilánime nunca
hubiera organizado esta y otras trampas sangrientas y atroces.
Ahora bien, ¿significa todo lo hasta aquí visto
sobre el movimiento permanente de la realidad, el que ésta es por ello mismo
incognoscible en su esencia? ¿Significa que no podemos saber con rigor qué son
las clases concretas que luchan entre sí? Engels recurre a una cita de Hegel
para fijar la categoría de «esencia» sin la cual no existiría praxis
científico-crítica alguna: «”En la esencia todo es relativo” (por
ejemplo, positivo y negativo, que sólo tienen sentido en su relación, y no cada
uno por sí mismo)» [68]. La esencia es relativa ¿entonces son relativas la
explotación social, el imperialismo, la tasa de desempleo y de subempleo, las
sobreganancias fabulosas de la gran burguesía incluso en períodos de crisis como
el actual? ¿Si todo es relativo, dónde queda el valor normativo, axiológico, de
la teoría del concepto arriba expuesta? No obtendremos respuesta alguna, u
obtendremos una reaccionaria, si nos atamos a la metafísica positivista,
entendiendo por metafísica la «ciencia de las cosas, no de los
movimientos» [69].
Debemos por tanto bucear un poco más en la teoría
del concepto que tiene tres determinaciones básicas: singularidad,
particularidad y universalidad
[70]. Por ejemplo, la singularidad de una
clases trabajadora en un país concreto en un período concreto, la particularidad
de varias clases trabajadoras en varios países del mismo nivel de antagonismo
social en el mismo período concreto, y por último, la universalidad de toda la
clase trabajadora internacional en el capitalismo de esa misma época. Para
comprender la interacción de estas tres determinaciones, podemos recurrir a J.
Osorio quien nos explica que : «el método de conocimiento en Marx implica
partir de las representaciones iniciales, o concreto representado, para pasar a
la separación o análisis de elementos simples, proceso de abstracción, que
permita descifrar las articulaciones específicas, y a partir de ellas
reconstruir “una rica totalidad” con “sus múltiples determinaciones y
relaciones”, esto es, un nuevo concreto, pero diferente al inicial, en tanto
“síntesis” y “unidad de lo diverso”, que organiza y jerarquiza las relaciones y
los procesos, lo que nos revela y explica la realidad societal» [71].
Se puede decir de otro modo: se trata de un
movimiento doble en su unidad que abarca lo esencial, lo genético del problema,
es decir, lo que le identifica como estructura y sistema estable --lo
genético-estructural--, y lo histórico, el movimiento y el cambio permanentes
--lo histórico-genético--, de manera que en todo momento, en cada parte del
problema, aparecen expuestas su esencia y sus formas externas, en cuanto unidad
real [72]. Así la relatividad histórica de la esencia nos remite a la
esencia interna de lo relativo. P. Vilar desarrolla la interacción entre lo
genético-estructural y lo histórico-genético, en su explicación de que, en Marx,
se fusionan y se separan a la vez dos niveles, el básico y común al modo de
producción capitalista, nivel en el que sólo existe la lucha entre el capital y
el trabajo, la burguesía y el proletariado, y el nivel de formaciones
económico-sociales concretas, de los países y de los Estados, con sus clases,
fracciones de clases, categorías sociales, etc., específicas que existen en esos
momentos precisos [73].
Si nos detenemos un instante en la interacción
entre lo genético-estructural y lo histórico-genético vemos que, en realidad,
estamos ante el desenvolvimiento de la totalidad concreta que investigamos, la
que fuere. Pero la realidad es una porque existe lo que correctamente se
denomina «unidad material del mundo» aunque con infinitas formas de
materialización ante nuestra praxis, que además crea formas nuevas, inexistentes
hasta entonces. Podemos utilizar el símil de la caja de muñecas rusas en la que
dentro de la primera se encuentran otras cada más pequeñas y diferentes. Cada
muñeca es una totalidad concreta en sí misma pero a la vez dentro de otra
totalidad mayor, que determina el tamaño objetivo de la menor que a su vez
determina a las progresivamente más pequeñas que ella contiene. Recuérdese que
utilizamos un símil, porque la realidad es cualitativamente más compleja. Pues
bien, en el momento de estudiar la historia de los sujetos colectivos aplicando
el método del materialismo histórico y el concepto abstracto de modos de
producción, es conveniente leer a Raya Dunayevskaya:
«Marx también concluyó que la forma de desarrollo
llamada gens es superior como forma de vida humana que la sociedad de
clases, aunque la gens también mostraba el comienzo, de forma
embrionaria, de relaciones de clase. Y lo más importante de todo es que el
desarrollo humano multilineal no presenta una línea derecha, es decir, no etapas
fijas de desarrollo. Las mujeres iroquesas, las mujeres irlandesas
anteriores al imperialismo británico, los aborígenes de Australia, los árabes de
África, han desplegado mayor inteligencia, mayor igualdad entre hombre y mujeres
que los intelectuales de Inglaterra, de Estados Unidos, Australia, Francia y
Alemania» [74].
Vemos aquí como las diferentes totalidades o modos
de producción, el del sistema de la gens como tránsito del comunismo
primitivo al modo de producción tributario, nombre que se emplea ahora para
superar la deficiencias de lo que Marx definió como modo de producción asiático,
evolucionan no linealmente, no son fijas sino cambiantes en un desarrollo
multilineal, abierto a varias posibilidades. Pero cada modo de producción es una
totalidad concreta en sí misma, relacionada con otras que tienen la misma
esencia: tras el sistema de gens y con la aparición de las relaciones de
clase, de la explotación de clase y de la propiedad privada, desde entonces
todos los modos de producción están determinados por esa naturaleza interna
básica: la propiedad privada de las fuerzas productivas en manos de una clase
explotadora minoritaria. Cada modo concreto tiene una forma concreta y
transitoria de propiedad y una forma precisa de relaciones de clases antagónicas
y de lucha entre ellas, pero en la medida en que la propiedad privada y la
opresión, explotación y dominación recorre a todos esos modos de producción, en
esa medida todos ellos forman una unidad esencial, una totalidad concreta que
les integra en lo esencial: la injusticia.
El principio de totalidad concreta es decisivo para
entender la definición marxista de las clases sociales y de la lucha entre
ellas. Ha sido uno de los principios metodológicos más atacados y
desprestigiados por la casta intelectual burguesa en su conjunto, porque rompe
la unilateralidad y linealidad mecanicista consustancial a la ideología
capitalista. R. Vega Cantor ha definido así el concepto de totalidad aplicado al
estudio de las clases sociales: «Cuando se habla de totalidad, desde luego, no
se está diciendo que se deba hablar de todo sin ton ni son, sino que simplemente
se quiere enfatizar en la necesidad de precisar la diversidad de cuestiones que
inciden en los procesos históricos reales y que ameritan ser considerados en el
análisis histórico para poder acercarse a la comprensión de esos procesos. Ello
obliga al historiador a traspasar las fronteras de las especializaciones
restringidas y aventurarse en un terreno abierto en el cual se ve compelido a
recurrir a múltiples instrumentos analíticos procedentes de diversas disciplinas
del análisis social» [75]
Más en detalle, en los niveles más concretos y
detallados de la totalidad concreta de la lucha de clases, el accionar mutuo de
los conceptos más particulares es inseparable de una visión más general del
problema en el que intervienen todos los diversos niveles e esa realidad
específica. Según D. Bensaïd : «No se encuentra entonces en Marx ninguna
definición clasificatoria, normativa y reductora de las clases, sino una
concepción dinámica de su antagonismo estructural, a nivel de la producción, de
la circulación como de la reproducción del capital: en efecto, las clases jamás
son definidas solamente a nivel del proceso de producción (del cara a cara entre
el trabajador y la patronal en la empresa), sino determinadas por la
reproducción del conjunto donde entran en juego la lucha por el salario, la
división del trabajo, las relaciones con los aparatos del Estado y con el
mercado mundial» [76]. Por su parte, S. Amin hace exactamente lo mismo cuando nos
explica que:
«Marx definió al proletariado de una manera
rigurosa (el ser humano obligado a vender al capital su fuerza de trabajo) y
supo que las condiciones de esta venta (“formales” o “reales”, para retomar la
terminología del propio Marx) han sido siempre diversas. La segmentación del
proletariado no es ninguna novedad. Se comprende entonces que la cualificación
haya sido más visible para determinados segmentos de la clase, como los obreros
de la nueva maquinofactura del siglo XIX, o aún mejor, la de la fábrica
fordizada del siglo XX. La concentración en los lugares de trabajo
facilita la solidaridad en las luchas y la maduración de la conciencia política,
lo que alimentó el obrerismo de determinados marxismos históricos. La
fragmentación de la producción producida por las estrategias del capital
aprovechando las posibilidades que ofrecen las tecnologías modernas pero sin
perder por ello el control de la producción subcontratada o deslocalizada,
debilita por supuesto la solidaridad y refuerza la diversidad en la percepción
de los intereses» [77].
La multidivisión y parcialización del proceso
productivo es parte de la fragmentación de la realidad social capitalista en
miles de trozos, como indica D. Harvey
[78], La clase burguesa sabe que la
pulverización social masiva, y sobre todo de la clase obrera le ayuda a
incrementar su tasa media de ganancia, por lo que le es un objetivo vital
fraccionarla hasta individualizarla, atomizarla. Sólo puede triturarse lo que
previamente está compactado con anterioridad, es decir, sólo puede atacarse la
centralidad obrera y popular si previamente ella existe. Pero la existencia de
una clase asalariada básicamente idéntica en su esencia en el modo capitalista
de producción y a la vez, la existencia de múltiples formas diferentes de clases
trabajadoras en las sociedades particulares, en las áreas regionales más o menos
grandes con parecidos grados de desarrollo, esta obliga a que nuestro
pensamiento aplique simultáneamente dos niveles o áreas de conceptos
específicos, dentro de la misma teoría del concepto.
R. Gallissot lo expresa así: «En Marx y Engels, se
diga o no, existen fluctuaciones terminológicas: es que, bajo las mismas
palabras, los objetos hacia los que se apunta no son los mismos: la fórmula se
relaciona, sea con la sociedad capitalista en sus fundamentos generales, sea con
sociedades particulares en el seno del capitalismo, sea solamente con la
combinación de las relaciones de clase y de fuerzas políticas en una sociedad
dada (…) No hay escándalo alguno en reconocer que, continuamente en Marx y
Engels, hay encabalgamiento de vocabulario y de sentido, interferencia entre el
uso vulgar (el modo de producción es la forma de producir –la palabra “formas”
se repite), y el empleo típico [...] subsiste la impresión de que hay usos
preferenciales que irían de lo particular a lo general: formas, formaciones,
formación económica » [79].
Es tarea del militante marxista el saber calibrar
correctamente el sentido, alcance y limitación de cada encabalgamiento
conceptual, del contexto al que se aplica, para no extrapolarlo más allá de su
alcance. A. Guétmanova advierte que «a veces no se pueden establecer divisiones
precisas, por cuanto todo se desarrolla, modifica, etc. Toda clasificación es
relativa, aproximativa, y revela de forma sucinta las concatenaciones entre los
objetos clasificados. Existen formas transitorias intermedias que es difícil
catalogar en un grupo determinado. Semejante grupo transitorio a veces
constituye un grupo (especie) autónomo»
[80]. Además, la dialéctica entre el uso
vulgar de un concepto en comparación a su empleo típico ha dado paso a la lógica
borrosa que, según M. Hernando Calviño: «opera con conceptos aparentemente vagos
o subjetivos, pero que en realidad contienen mucha información» [81].
La metodología dialéctica exige, como dice
Rosental, un relativismo conceptual flexible y a la vez concreto porque « cada
fenómeno posee muchos vínculos e interacciones con otros fenómenos y donde la
interacción condiciona que aparezcan ora unos rasgos, propiedades y aspectos de
las cosas, ora otros. Por esto tampoco puede la ciencia operar a base de un
simple esquema: o verdad o error. Las cambiantes propiedades de las cosas exigen
del concepto de verdad una flexibilidad y un carácter concretos máximos, pues
también el concepto de verdad es relativo: lo verdadero en determinado tiempo y
en cierta conexión, se convierte en error en otro tiempo y en una conexión
distinta» [82]. Las asalariadas hilanderas de las máquinas de vapor de la mitad
del siglo XIX han desaparecido, pero en esencia pertenecían a la misma fracción
de clase trabajadora mundial a la que pertenecen ahora las maquiladoras
explotadas hasta la extenuación en la periferia capitalista, por no hablar de la
identidad de la opresión sexo-económica de entonces y de ahora.
En el momento de aplicar el método dialéctico al
problema de las clases sociales, debemos recurrir a las tesis de G. Gurvitch
sobre que: «El método dialéctico es un método de lucha contra toda
simplificación, cristalización, inmovilización o sublimación en el conocimiento
de los conjuntos humanos reales y, en particular, de las totalidades sociales.
Pone de relieve complejidades, sinuosidades, flexibilidades, tensiones siempre
renovadas, así como giros inesperados que la captación, comprensión y
conocimiento de estos conjuntos deben tener en cuenta para no
traicionarlos» [83]. Las siempre renovadas tensiones de la realidad se expresan en la
problemática de la lucha de clases mediante los cambios continuos que éstas
sufren, ante los que debemos estar siempre prevenidos, pero sin negar su
partencia al modo capitalista de producción como un todo que exige de un
concepto abstracto-general.
Aplicado este método dialéctico que insiste en la
flexibilidad, sinuosidad y complejidad, al estudio de la clase burguesa en
concreto, vemos que, además de tener que definir simultáneamente a la clase
trabajadora, tenemos que recurrir a lo que C. Katz denomina «definiciones
ampliadas», ya que «la clase dominante registra procesos constantes de
mutación» [84]. Por definiciones ampliadas debemos entender las no «cerradas» ni
estáticas, sino las que permiten abrir los espacios conceptuales a las nuevas
realidades, a las mutaciones que se producen en todo momento en la realidad.
Pero que la burguesía esté en permanente mutación no significa que, en el nivel
abstracto del modo de producción capitalista, haya mutado tanto como para negar
su esencia explotadora.
E. Hobsbawm malinterpreta y en cierto modo reduce
el poder teórico del método dialéctico, al sostener que «hay una cierta
ambigüedad en Marx cuando trata las clases sociales» [85]. No existe
ambigüedad alguna en Marx sino un escrupuloso y metódico plan de estudio de la
realidad capitalista a dos niveles que en realidad son uno, el de su esencia
profunda y el de su apariencia externa. No tuvo tiempo para concluir su proyecto
y por eso en determinadas áreas parece que existen vacíos, cortes absolutos,
entre sus diferentes componentes, por ejemplo, el problema del Estado, de las
clases, del colonialismo, de la filosofía dialéctica, etc., cuando en realidad
fue carencia material de tiempo para elaborar teorías más plenas, pero nunca
definitivas. Esta es la razón que explica que en el caso de las clases sociales
parezca que existen dos niveles incomunicados entre sí, el de la definición
económica y el de la política, como el mismo E. Hobsbawm sostiene inmediatamente
después. Sin embargo, la unidad del método aparece expuesta prácticamente para
quien quiera estudiarla en uno de los últimos textos escritos por Marx, su
imprescindible Encuesta Obrera
[86]. Aquí la dialéctica entre lo económico
y lo político es ampliada y profundizada hasta sofisticados niveles de
investigación de la vida cotidiana de la clase obrera tal cual existía en
noviembre de 1880, unida de manera irrompible con la clase burguesa por lazos de
explotación.
De hecho, en el fondo, este mismo método lo aplicó
Marx al problema nacional, al utilizar diversos nombres y conceptos en diversos
momentos del análisis con resultados específicos en la síntesis
teórico-práctica. Así lo explica S. F. Bloom: “ Sólo muy incidentalmente Marx
fue un teórico de la nacionalidad o de la raza. Nunca intentó definiciones de la
raza o de la nacionalidad que las distinguieran de otros agregados de los
hombres. Empleaba términos como “nacional” y “nación” con considerable vaguedad.
A veces “nación” era un sinónimo de “país”; a veces de esa entidad diferente que
es el “estado”. Ocasionalmente como “nación” designaba a la clase dominante de
un país (...) Si Marx se interesó sólo indirectamente por las teorías de la
nacionalidad, se interesó muy de cerca por el carácter y los problemas de
naciones modernas específicas (...) Así vista y así limitada, “nación” --en el
sentido empleado por Marx-- puede caracterizarse como una sociedad individual
que funciona con un grado considerable de autonomía, integración y
autoconciencia ” [87].
Marx no sólo emplea el «encabalgamiento conceptual»
cuando estudia el problema de las clases sociales y de la opresión nacional,
sino también cuando estudia el Estado burgués y lo somete a una crítica
demoledora en su totalidad: «Hay ocasiones en las que Marx escribe como si el
Estado no fuera más que un instrumento directo de la clase dominante. En sus
escritos de contenido histórico, sin embargo, suele mostrar muchos más matices.
La labor del Estado político no es simplemente la de servir a los intereses
inmediatos de la clase dirigente: debe actuar también para mantener la cohesión
social» [88]. O sea, en el nivel del modo de producción en sí, cuando Marx debe
estudiar al Estado capitalista, centra su foco de atención en lo
genético-estructural, en lo básico y obligado a todas las formaciones
económico-sociales, es decir, el Estado como pieza clave en general; en el nivel
de las sociedades, países y áreas más específicas, entonces Marx centra el foco
de sus investigaciones sobre el Estado en otros matices más sutiles y precisos
que exigen una sofisticación analítica más detallista. Como resultado de esa
flexibilidad de movimiento conceptual --«encabalgamiento»-- la teoría marxista
del Estado es de una potencialidad revolucionaria aún no explorada del todo.
La efectividad de este método tan ágil aparece
manifiestamente cuando Marx --o Engels-- escribe esas verdaderas obras maestras
de lo que podemos definir como historia global en acción. Tiene razón D. Bensaïd
cuando sostiene que:
«Desde el punto de vista de Marx no existe
dificultad alguna en reconocer la existencia de conflictos no directamente
reductibles a la lucha de clases. Sus análisis políticos o históricos concretos
están llenos de antagonismos que se relacionan de manera mediata con las clases
fundamentales. Admitida esta autonomía relativa, el verdadero problema consiste
en dilucidar las mediaciones y articulaciones específicas de las diferentes
contradicciones. Semejante trabajo no debería culminar en el nivel de
abstracción del que derivan las relaciones de producción en general. Se juega en
el nudo de la formación social, en las luchas concretas, en una palabra, en el
juego de desplazamientos y condensaciones donde el conflicto encuentra su
verdadera expresión política. En este nivel, intervienen no solamente las
relaciones de clase, sino también el Estado, las redes institucionales, las
representaciones religiosas y jurídicas»
[89].
Estado, clase social, opresión nacional… no son los
únicos problemas que Marx --y Engels-- estudia aplicando el método de la fluidez
dialéctica. Como veremos al extendernos algo más en la teoría del concepto, el
esencial problema del valor, en toda su complejidad, es igualmente resuelto
mediante este método, porque para él: «el valor es un concepto complejo,
flexible, multiforme, que expresa la diversidad de los aspectos de la realidad
misma. El valor refleja fielmente las peripecias por las que atraviesan las
relaciones de la producción mercantil en su desarrollo histórico, en el momento
en el que la extensión del modo capitalista de producción transforma la
producción mercantil simple en producción capitalista» [90]. Para desarrollar un
concepto multiforme y complejo que exprese la rica multifacética del objeto
estudiado hay que aplicar un método con la libertad de movimiento suficiente
para seguir las interacciones, contradictorias o no, antagónicas o no, entre las
partes del objeto.
De hecho, el propio Marx lo reivindicó al poco de
publicarse el Libro I de El Capital, cuando un lector de su obra llamó la
atención positivamente sobre la libertad de movimientos --«la más rara
libertad»-- del método que estructuraba la obra, mérito que Marx atribuyó al
«método dialéctico» [91]. S. Garroni ha escrito a este respecto que: «En suma, la
“totalidad” de la que habla Marx, necesariamente, es un objeto desflecado
(ausgefranst): si su dialéctica permite tematizarlo como un nudo dinámico
y no casual de relaciones; su “fluidez” hace imposible fijarlo, cristalizarlo en
una definición que se pretenda definitiva»
[92]. No se puede fijar una definición
cerrada y definitiva porque el movimiento de la totalidad determina que lo nuevo
siempre presione sobre lo ya dado. Esta tensión creativa recorre no sólo la obra
de Marx y Engels sino de la práctica científica.
Conviene insistir en que la fluidez del pensamiento
también caracteriza al método científico en el llamado «sentido fuerte», que no
sólo a la filosofía dialéctica, porque cuando no se tienen argumentos para
sostener la invalidez absoluta de la dialéctica se reduce su alcance «sólo a lo
social» y a veces ni eso. C. Allègre muestra que los actuales modelos teóricos
de las ciencias biológicas: «son maleables, plásticos, evolutivos,
provisionales, se modifican en la medida en que los experimentos lo van
exigiendo. No se trata de cortapisas o trabas al progreso, sino de guías, de
marcos conceptuales. Quienes las construyen aceptan el rigor dentro de lo
provisional, lo cual caracteriza sin duda el verdadero progreso
científico» [93]. El «rigor dentro de lo provisional» no es otra cosa que el rigor
del concepto de clases sociales y de lucha clases sólo es aplicable a la
provisionalidad histórica del capitalismo y, con precauciones, de todos los
modos de producción basados en la explotación de la mayoría por la minoría. Es
un «rigor provisional» porque la historia humana, la antropogenia, cambia.
C. Allègre está dando la razón a H. Lefebvre,
cuando éste afirmó años antes que « para el pensamiento vivo, ninguna afirmación
es indiscutible y enteramente verdadera; como tampoco es indiscutible y
enteramente falsa. Una afirmación es verdadera por lo que afirma relativamente
(un contenido) y falsa, por lo que afirma absolutamente; y es verdadera por lo
que niega relativamente (su crítica bien fundada de las tesis adversas) y falsa
por lo que niega absolutamente (su dogmatismo, su carácter limitado y
restringido). El pensamiento vivo, al confrontar las afirmaciones, busca la
unidad superior, la superación »
[94]. Comentando los esfuerzos loables pero
baldíos de Leibniz, Frege, Russel y otros muchos logicistas por hallar sistemas
acabados y definitivos, A. Guétmanova sostiene que «La evolución de todo
conocimiento, incluida la lógica, se revela en que es imposible meter toda la
lógica del pensamiento humano en un solo sistema acabado» [95].
Ya casi es un tópico que debe repetirse en los
textos que deseen mostrar alguna seriedad metodológica el reivindicar una forma
de pensamiento capaz de estudiar los «fenómenos múltiples, contradictorios,
antitéticos, de globalización», y también se acepta que «las respuestas simples
si pueden tener sentido y ser necesarias en las escalas llamadas menores
de la vida en el planeta, por ejemplo, en la cotidianeidad de los individuos.
Pero a partir de la complejidad, los entrecruzamientos, las movilidades, la
permeabilización de los diferentes procesos globalizantes, las respuestas
exigirán, cada vez más de una imaginación creativa (no simplemente
asociativa)» [96].
La presión de la jerarquía de saber, de la
burocracia académica, del poder tecnocientífico y cultural es tan aplastante que
muchos científicos practican la dialéctica en general y la ley de la negación de
la negación en particular en silencio, sin asumirlo públicamente. Un caso entre
miles es el de G. Binning, premio Nobel de Física de 1986, que no emplea nunca,
salvo error nuestro, el concepto de dialéctica, y frecuentemente retrocede a la
superada tesis de la «dualidad como principio original […] Claro-oscuro,
caliente-frío, bueno-malo; o en medicina: simpático-parasimpático,
tesis-antítesis o también simplicidad-caos, con la multiplicidad como valor
intermedio» [97]. La «dualidad como principio original» nos lleva a comprender que
«la vida se ha ido desarrollando a saltos; no con una explosión sino con varias.
Siempre se trata de saltos»
[98], o también que: «Me imagino una gran
evolución, en la que se han producido pequeños y grandes avances. Los grandes
avances podrían calificarse de “explosiones originarias” que han motivado
grandes evoluciones» [99]. Elevado esto al método dialéctico, debemos decir: la
unidad y lucha de contrarios, el aumento cuantitativo y el salto cualitativo, y
la negación de la negación bullen en el automovimiento de la creatividad. Y por
no extendernos, una frase que parece cogida directamente de Hegel: «Qué idea más
curiosa la de que una constante no sea constante» [100].
Hay otros científicos geniales, como J. Wagensberg
que sostienen con razón que:
«Un objeto y la sospecha de una descripción no
trivial, he aquí el móvil que puede poner en marcha la tarea científica. Se
empieza por la elección del objeto y se termina cuando tal elección ha alcanzado
cierta plenitud. Porque no se puede elegir un objeto sin definirlo y no hay
buena definición que no incluya el mismo número de propiedades capaz de
distinguirlo de todos aquellos otros a excluir de nuestro estudio. Entre una
cosa y otra, entre el principio de elegir y el fin de elegir plenamente, media
el esfuerzo de observar, experimentar, modelar, teorizar, generalizar. Todo
hacer científico torna a la línea de salida, es redondo, las últimas frases de
un ensayo científico suelen versar sobre las primeras. Cuando el círculo nos
sale vicioso significa que el ejercicio ha fracasado; si virtuoso, entonces que
ha triunfado. Y el círculo es vicioso cuando el punto de llegada coincide
exactamente con el de partida, cuando la definición ensayada no logra
enriquecerse en ningún sentido. Se trata entonces de un movimiento circular
perfecto y por ello condenado a la eterna y boba rotación trivial. Un círculo
virtuoso, en cambio, no se cierra. El punto de llegada es el principio de otro
círculo ligeramente desplazado. Se forma una espiral, hay precesión, hay virtud.
Hay ciencia» [101].
La elección del objeto nos remite al problema de la
definición de la totalidad concreta. Alcanzar cierta plenitud nos remite a la
teoría de la verdad objetiva, absoluta y relativa. El símil de la espiral y el
concepto de precesión nos remite directamente a Lenin, al recorrido en espiral
ascendente o descendente del borde de un cono. La figura del círculo abierto,
virtuoso, y del punto de llegada que es el inicio de otro avance, a la ley del
salto cualitativo y de la negación de negación; la frase «el esfuerzo de
observar, experimentar, modelar, teorizar, generalizar», nos remite a la praxis
como criterio de verdad, a las categorías filosóficas de lo general y lo
particular, de la esencia y el fenómeno, etc. El punto de llegada y de inicio de
otro círculo nuevo y superior nos remite a la ley del salto cualitativo, de lo
viejo a lo nuevo. Por no extendernos, la expresión final «Hay ciencia» nos
lleva, además de a la categoría de análisis y síntesis, inducción y deducción,
lógico e histórico, teoría e hipótesis, etc., también y sobre todo a la teoría
del concepto.
Respondiendo a unas preguntas sobre la actualidad
del marxismo, y refiriéndose en concreto a la actualidad de la dialéctica, D.
Bensaïd sostuvo que:
«La renovación de las categorías dialécticas a la
luz de controversias científicas en torno al caos determinista, la teoría de
sistemas, las causalidades holísticas o complejas, las lógicas de lo viviente y
del orden emergente (a condición de proceder con precaución de un dominio al
otro), ponen a la orden del día un diálogo renovado entre diferentes campos de
investigación y una renovada puesta a prueba de las lógicas dialécticas. Una
necesidad acuciante de pensar la mundialización y la globalización desde el
punto de vista de la totalidad (de una totalización abierta), para comprender
las nuevas figuras del imperialismo tardío e intervenir políticamente en el más
desigual y peor combinado desarrollo que jamás existiera en el
planeta» [102].
No vamos a seguir por este camino ya trillado e
incuestionable de volver a confirmar la relación entre método dialéctico, método
científico y dialéctica de la naturaleza, demostradas las «sorprendentes
confirmaciones» de la dialéctica por los avances científicos tras la muerte de
Engels en 1895: «Los contrarios coexisten inseparables y se transforman el uno
en el otro; sin comprender este principio de la dialéctica es imposible
resolver, en lo esencial, los principales problemas que tienen planteados las
ciencias naturales modernas»
[103]. Dejado esto en claro, avanzamos un
paso más al volver, desde este conocimiento, al pensamiento humano, social e
histórico, o a eso que llaman «ciencias sociales», o «menores», pero también en
las «ciencias duras». Según Ilyenkov: «La dialéctica consiste exactamente, en la
habilidad de comprender la contradicción interna de una cosa, el estímulo de su
autodesarrollo, donde el metafísico ve sólo una contradicción externa resultando
de una colisión más o menos accidental de dos cosas internamente no
contradictorias» [104]. De este modo tenemos ya los dos componentes de la fluidez
dialéctica del pensamiento humano, pero para desarrollar su contenido
revolucionario debemos profundizar un poco más en la teoría del concepto y en
especial de la ley de la negación de la negación.
4.- Lenin y la teoría del concepto
Es cierto que Marx no dejó escrita ninguna
publicación sobre el método dialéctico, aunque tenía la intención de hacerlo, y
los escritos de Engels y sus borradores tampoco fueron eso que la ideología
burguesa define como «obra completa», «acabada». Aun así es innegable que en su
obra entera, de principio a fin, el método dialéctico está presente en su mejor
forma expresiva, en el interior mismo de los problemas que estudian,
enriqueciéndose conforme varían y cambia. La ley de la negación de la negación
también lo está, ley imprescindible e implícita en toda la obra de Marx y
explícita en los Manuscritos de París de 1844, en el final del Libro I de
El Capital, en la Crítica del programa de Gotha, e incluso en sus
Manuscritos matemáticos. La importancia de la ley de la negación de la
negación es tal que para evitar su manipulación por ignorancia o interés
reaccionario Engels no dudó en aclararla en el
Anti-Dühring [105]
pero con alguna limitación por la forma
pedagógica del texto, aunque más adelante lo corrige precisamente al analizar la
presencia interna de la negación de la negación en la lucha
política [106]. A pesar de esto, «Aparte del propio Marx, toda la cuestión de la
negación de la negación fue ignorada por todos los “marxistas ortodoxos”. O
peor, esta cuestión fue convertida en un materialismo vulgar, como con Stalin,
quien negó que fuera una ley fundamental de la dialéctica» [107], chocando así
frontalmente con Lenin como vamos a ver ahora mismo.
Lenin, exponiendo los 16 elementos de la
dialéctica, introduce la negación de la negación entre los elementos 13 y 14:
«La repetición, en una etapa superior, de ciertos rasgos, propiedades, etc., de
lo inferior y el pretendido retorno a lo antiguo» [108]. Fijémonos que Lenin
habla de retorno «pretendido» a lo antiguo, es decir, de un falso retorno porque
en realidad lo que siempre se produce es un salto a lo nuevo. Que no se vuelva
al pasado no quiere decir que la negación sea inútil, al contrario: «Ni la
negación vacía, ni la negación inútil, ni la negación escéptica, la vacilación y
la duda son características y substanciales de la dialéctica --que, sin duda,
contiene el elemento de negación y, además, como su elemento más importante--,
no, sino la negación como un momento de la conexión, como un momento del
desarrollo, que retiene lo positivo, es decir, sin vacilaciones, sin
eclecticismo alguno» [109]. R. Dunayevskaya sostiene que uno de los méritos
incuestionables del revolucionario bolchevique fue el de aplicar la negación de
la negación como núcleo de su método dialéctico, método decisivo sin el cual no
hubiera elaborado sus teorías del imperialismo, de la opresión nacional, del
Estado, de la filosofía revolucionaria, etc., desde 1914 hasta su
Testamento [110]
y hasta de la teoría de la
«organización» [111], cuestión inseparable de la problemática del sujeto que
aquí debatimos, pero en la que tampoco vamos a entrar por razones de tiempo.
Pero ahora no podemos profundizar en los debates
sobre la valía o limitaciones [112]
de la segunda negación, sobre las razones
de Stalin para no incluirla en su célebre texto sustituyéndola por otra
[113],
siendo una de ellas la que asegura que tal ley dialéctica es incompatible con la
casta burocrática a la que Stalin representaba [114]. ¿Pero qué dice esta ley
en su sentido fuerte? Según I. Mészáros:
«No es simplemente el acto mental de “decir no”,
tal como la filosofía formalista/analítica la considera en su circularidad, sino
que se refiere principalmente a la base objetiva de tal proceso mental de
negación sin el cual “decir no” sería una manifestación gratuita y arbitraria de
capricho, más que un elemento vital del proceso cognoscitivo. De este modo, el
sentido fundamental de la negación se define por su carácter como un momento
dialéctico inmanente de desarrollo objetivo, “convirtiéndose” en mediación y
transición.
«Como momento integrante del proceso objetivo con
sus leyes internas de despliegue y transformación, la negación es inseparable de
la positividad –de ahí la validez de la frase de Spinoza: “omni determinatio es
negatio”- y todo “reemplazo” procede de la “preservación”. Tal como dijo Hegel:
“Desde esta faceta negativa, lo inmediato queda sumergido en el Otro, pero el
Otro no es esencialmente negativo vacío, la Nada que se considera como el
resultado habitual de la dialéctica, sino que es el Otro del primero, lo
negativo de la inmediatez; por lo tanto, está determinado como lo mediado
y en general contiene en sí la determinación del primero. El primero está así
esencialmente contenido y conservado en el Otro.
«Es así como, a través de la negación de la
negación, la “positividad” de los primeros momentos no reaparece tan sólo: es
preservada/reemplazada, junto con algunos momentos negativos, en un nivel
cualitativamente diferente y socio-históricamente superior. Según Marx, la
positividad nunca puede ser un complejo directo, ni problemático ni mediatizado.
Tampoco puede ser una simple negación de una negatividad dada producir
positividad autosustentada, dado que la formación resultante depende de la
formación previa, pues cualquier negación particular depende necesariamente del
objeto de su negación. De acuerdo con esto, el resultado positivo de la empresa
socialista debe constituirse a través de etapas sucesivas de desarrollo y
transición» [115].
Mészáros tiene razón en todo lo que expone, si bien
ahora debemos resaltar su crítica a las limitaciones de lo que define como
circularidad de la filosofía formalista/analítica, incapaz de romper ese cerco
que le impide no sólo ver qué hay más allá de él, en una totalidad concreta más
amplia y envolvente, sino sobre todo qué palpita y bulle en su interior por la
lucha de contrarios. Según A. G. Spirkin, la ley de la negación de la negación
«expresa también el proceso de cambio radical de la vieja cualidad, es decir, la
tendencia fundamental del desarrollo y la sucesión de los viejo a lo
nuevo» [116]. Aquí tenemos una de las definiciones más válidas de la esencia de
esta ley: el «cambio radical» que separa lo viejo de lo nuevo. La lógica formal
no está preparada para comprender el «cambio radical», el salto revolucionario,
sino a lo sumo la evolución lenta y unilineal de cosas aisladas. Es por esto que
la jerarquía del pensamiento burocrático hace malabarismos intelectuales para no
profundizar en esta ley decisiva que nos obliga no sólo a pensar el «cambio
radical» sino sobre todo a intervenir anticipadamente para intentar guiarlo
hacia determinadas alternativas en el momento crítico en el que hemos llegado al
«límite», a la «frontera» [117]
en donde la contradicción estalla en el
potencial creativo de su negatividad absoluta.
En efecto, basta leer cuatro de los más empleados
diccionarios, compendios y enciclopedias para constatar las limitaciones
insalvables de la jerarquía del saber ordenancista. En dos de ellos, el
coordinado por D. D. Runes
[118], y el coordinado por L. Boni con la
ayuda de G. Vattimo [119], el término «negación» es reducido a las variaciones
posibles de la lógica formal sin la mínima alusión a su aplicabilidad a las
contradicciones sociales, a los conflictos humanos y a la dialéctica de la
naturaleza. En el tercero, el ya citado Compendio de Epistemología, ni
siquiera aparece citada como parte de la dialéctica, si bien se puede entender
como una indirecta referencia a ella cuando se habla de la «dialéctica
negativa» [120] de de Th. W. Adorno. Por último, en La Enciclopedia
sólo se habla de la negación en la lógica bivalente como conectiva singular,
citando las investigaciones de M. N. Sheffer de 1913 sobre la negación conjunta
y la negación alternativa
[121]; pero sin referencia alguna a la
negación de la negación como el momento dialéctico de subsunción de parte de lo
negado e inicio de lo nuevo.
Mientras que M. N. Sheffer realizaba sus
investigaciones bivalentes Lenin estudiaba a Hegel y a la negación de la
negación. En su valoración del aporte del revolucionario bolchevique a la teoría
del conocimiento, R. Dunayevskaya insiste en la importancia decisiva de la
teoría del concepto o Doctrina del Concepto [122] según Hegel,
inseparable de la praxis liberadora, del valor de la subjetividad como fuerza
material revolucionaria que no sólo refleja científicamente la realidad, que
también, sino que a la vez la crea
[123], poniendo como ejemplo el que
Lenin, en su estudio de la Ciencia de la Lógica, dedicase trece páginas
de su manuscrito al Prólogo y a la Introducción, veintidós a la
Doctrina del Ser, treinta y cinco a la Doctrina de la Esencia, y
por fin setenta y una a la Doctrina del Concepto [124].
Lenin releyó con sistematicidad casi desesperada a
Hegel --«el más grande de los genios filosóficos» [125]--, sin hacer caso de
que «Los filósofos no le han “perdonado” aún a Hegel que colocase a la
contradicción en el centro de la realidad»
[126]. La unidad y lucha de contrarios, la
negación de la negación y la teoría del concepto, por no extendernos, fueron
comprendidas por Lenin desde 1914 con una nueva profundidad, que le llevó a
«reorganizar su propio método de pensamiento» [127] resultando de ello las
impresionantes construcciones teórico-políticas, filosóficas, organizativas y
éticas insertas esencialmente en sus ideas sobre el partido político, el
imperialismo, el Estado, la opresión nacional, la filosofía, como hemos dicho.
En la totalidad de este método, que era el de Marx y Engels adaptado a las
nuevas condiciones mundiales generadas por la fase imperialista y por la
bancarrota total de la II Internacional socialdemócrata, la teoría del concepto
y la ley de la negación de la negación juegan un papel clave.
Otro estudioso de Lenin sostiene exactamente lo
mismo, reafirmando su conocido «sentido dialéctico» que le permite «sacar
partido de “lo contrario”, de la “negación de la negación” y de aprovechar
aquello que de verdad puede existir en el error propio o ajeno (…) Desde esta
consideración no mecanicista ni economicista de la realidad –compleja, movible,
contradictoria» [128], ya que Lenin sabía perfectamente que «La revolución es la
negación de una negación que se llama capitalismo» [129]. Este estudioso insiste
en la importancia que tuvo para Lenin la lectura sistemática de Hegel y el
aprendizaje práctico de cómo tratar el desarrollo de las contradicciones.
En efecto, Lenin afirma en sus Cuadernos que
«La dialéctica es la teoría que muestra cómo los contrarios pueden
y suelen ser (cómo devienen) idénticos, en qué condiciones son idénticos,
al transformarse unos en otros, por qué la inteligencia humana no debe entender
estos contrarios como muertos, rígidos, sino como vivos, condicionales, móviles,
que se transforman unos en otros»
[130]. Y también: «Multilateral y universal
flexibilidad de los conceptos, una flexibilidad que llega hasta la identidad de
los contrarios, tal es la esencia del asunto. La flexibilidad aplicada
subjetivamente, =eclecticismo y sofistería. La flexibilidad aplicada
objetivamente, es decir, si refleja la multilateralidad del proceso
material y de su unidad, es la dialéctica, es el reflejo correcto del eterno
desarrollo del mundo» [131].
Pero no se trata de un reflejo mecánico y directo,
sino complejo y variable, que, como veremos, se produce en un proceso de
creación de lo nuevo mediante la intervención de la subjetividad humana y de su
contenido axiológico, valorativo, liberador. Analizando la dialéctica entre la
esencia y el fenómeno, Lenin recurre a este símil: «El movimiento de un río --la
espuma por arriba y las corrientes profundas por abajo. ¡Pero incluso la
espuma es una expresión de la esencia!»
[132], y más adelante: «La forma es
esencial. La esencia está formada. De uno u otro modo, en dependencia también de
la esencia…» [133], y:
«El río y las gotas de ese río. La posición
de cada gota, su relación con las otras; su conexión con las otras; la
dirección de su movimiento; su velocidad; la línea del movimiento –recto, curvo,
circular, etc.--, hacia arriba, hacia abajo. La suma del movimiento. Los
conceptos como registro de unos u otros aspectos del movimiento de cada
gota (=”cosas”), de una u otras “corrientes”, etc. He ahí à peu près la
imagen del mundo según la Lógica de Hegel –desde luego que sin Dios y lo
absoluto» [134].
Si aplicamos esta síntesis de la Lógica hegeliana
realizada por Lenin al problema del sujeto revolucionario vemos que el río es la
unidad y lucha de contrarios irreconciliables en el interior del capitalismo;
que las gotas son los diferentes componentes, fracciones, sectores, etc., en los
que se expresan las clases sociales enfrentadas, con sus prácticas e intereses
particulares, con sus expresiones socioeconómicas manifestadas en corrientes
políticas; y que los conceptos son los registros teóricos de los múltiples
aspectos del movimiento de la totalidad, o del río. De esta forma, podemos
estudiar lo general y lo particular pero siempre en el interior del proceso en
automovimiento, en este caso el río de la historia. Aún así, las leyes internas
que este método descubre nunca son definitivas e inmutables, eternas, ya que «…
la ley, toda ley, es estrecha, incompleta, aproximada» [135].
Por tanto, no se puede elaborar una especie de
«teoría acabada» de la lucha de clases, del sujeto revolucionario, sino que sólo
una teoría lo más aproximada posible al movimiento de lo real que estudia, ya
que «El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al
objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe se
entendido, no “en forma inerte”, “abstracta”, no carente de movimiento,
no libre de contradicciones, sino en el eterno proceso de
movimiento, del surgimiento de las contradicciones y de su
solución» [136]. El conocimiento no es un reflejo abstracto, sino activo y
contradictorio, y sobre todo que propone soluciones activas, ya que «La
conciencia del hombre no sólo refleja el mundo objetivo, sino que lo
crea» [137]. Crear el mundo objetivo implica la praxis, la dialéctica entre la
mano y la mente, entre lo objetivo y lo subjetivo, pero en esta dialéctica
«la práctica es superior al conocimiento (teórico), porque posee, no sólo
la dignidad de la universalidad, sino también la de la realidad
inmediata» [138].
Sólo la práctica puede seguir la velocidad del
movimiento contradictorio de lo real, aunque siempre con un cierto retraso, y
muchas veces choca con la «”imposibilidad”» objetiva que surge de la
superioridad de lo real sobre la inferioridad del conocimiento. Y frente a la
imposibilidad objetiva aparece la fuerza de lo subjetivo, del conocimiento, que
es un valor ético-moral: «El bien, lo bueno, los buenos propósitos, quedan como
UN DEBER SER SUBJETIVO….»
[139]. La interacción entre la
autoexigencia subjetiva de aplicar bien, crítica y creativamente, el
conocimiento, por un lado y por otro, la práctica objetiva de la acción sobre lo
real, esta unidad se expresa en que «La actividad del hombre, que ha construido
para sí un cuadro objetivo del mundo, cambia la realidad exterior,
suprime su determinación (=modifica tal o cual de sus aspectos o cualidades) y
le elimina así los rasgos de apariencia, exterioridad y nulidad y la torna ser
en sí y para sí (=objetivamente verdadera)…. El resultado de la acción es la
prueba del conocimiento subjetivo y el criterio de LA OBJETIVIDAD QUE
VERDADERAMENTE ES» [140]. Pero la subjetividad no desaparece engullida por la
objetividad que es verdadera, sino que ella misma es a su vez verdadera porque
se enriquece a la vez ya que al aumentar las interacciones concretas entre los
fenómenos determina ocurre que «Lo más rico es lo más concreto y
lo más subjetivo»
[141].
La insistencia de Lenin en la interacción entre lo
subjetivo y lo objetivo es clave para entender el papel de la actividad humana
en el momento crítico del salto de lo viejo a lo nuevo, en la aparición de lo
nuevo que subsume parte de lo viejo, y en el desarrollo de la negación de la
negación. La crítica de los valores dominantes, en el actual grado de
antagonismo, es crítica negativa y destructiva en primer lugar, aunque dentro de
todo lo negativo late un componente positivo, constructivo, que tenderá a
desarrollarse positivamente en la medida en que la lucha de clases vaya logrando
conquistas que permitan vislumbrar atisbos del futuro, porque la negación
positiva, o sea, la negación de la negación siempre termina planteando la
decisiva pregunta sobre ¿qué sucede después?
[142]. Sin entrar ahora al debate sobre el
valor de la «utopía roja» como posible respuesta positiva, tenemos que
reflexionar sobre lo que E. Bloch llama la «materia de la esperanza», que
impulsa a las gentes explotadas a levantar la bandera roja: «derrocar todas las
realidades en las que el hombre es un ser humillado, esclavizado, abandonado,
despreciable» [143], y «El marxismo no una anticipación (función utópica) sino el
«novum» de un proceso concreto (…) la unidad de la esperanza y el conocimiento
del proceso» [144].
La unidad del conocimiento del proceso histórico,
por un lado, con la esperanza de poder cambiar la historia, por otro lado, esta
unidad perfectamente puede ser equiparada a lo que plantea K. Kosik sobre la
capacidad humana para intervenir en la historia, es decir, «en los procesos y en
las leyes de continuidad histórica», porque el ser humano «de hecho, es
ya producto de la historia y, al mismo tiempo, potencialmente, creador de
la historia» [145]. Le definición del sujeto histórico está estrechamente conectada
con la potencialidad y con la esperanza, virtudes insertas en la subjetividad
como fuerza material. De hecho, la explotación es historia presente cuyo proceso
es conocido críticamente, y la esperanza de su extinción depende de que las
clases explotadas desarrollen su potencial revolucionario. Desde otra
perspectiva pero diciendo lo mismo sobre el fondo de la lucha por la
recuperación de lo común, S. Neuhaus habla de la «reserva
simbólica» [146] transformadora acumulada en la historia de las luchas sociales, que
mantiene una visión crítica de la realidad. Por esto, el concepto crítico sobre
la clase burguesa exige explicar el proceso de extracción de plusvalía, es
decir, de explotación asalariada, y el conjunto de procesos que
interrelacionados que garantizan la acumulación ampliada de capital, a la vez
que explicar el proceso de toma de conciencia y de lucha revolucionaria de la
clase trabajadora.
Afirmar que la contradicción es el núcleo de lo
real, que la negatividad absoluta es la precondición para el avance creativo,
que la segunda negación es el momento necesario para el salto a la libertad, que
el concepto es a la vez razón teórica y fuerza política resultando de ello la
capacidad praxística de nuestra especie para crear lo real, afirmar esto y más,
es inaceptable para el pensamiento vulgar, formal, explotador, es algo obvio a
estas alturas; pero también hay que decir que aceptarlo resulta imposible para
el materialismo mecanicista. Lenin lo sufrió en sus propios debates al ver cómo
el grueso de la militancia bolchevique y del movimiento revolucionario
internacional, incluidos los comunistas holandeses, los luxemburguistas, los
internacionalistas mencheviques, etc., no pudieron comprender su enorme avance
desde el Materialismo y empirocriticismo, que expone el método filosófico
tal cual era en 1908, y las nuevas visiones de la dialéctica desarrolladas
ininterrumpidamente desde 1914 hasta su muerte: «con sus interminables
referencias a la dialéctica: la dialéctica de la historia, la dialéctica de la
revolución, la dialéctica de la autodeterminación que abarca el problema
nacional y la revolución mundial, la relación dialéctica entre teoría y práctica
y viceversa, y hasta la relación dialéctica de la conducción bolchevique con la
teoría y con la autoactividad de las masas, especialmente cuando ésta está
dirigida contra el imperialismo»
[147].
La negación de la negación explica que parte de lo
viejo queda subsumido e integrado en lo nuevo, y el poder crítico del concepto
nos permite intentar dirigir la lucha de contrarios en la dirección adecuada,
siendo entonces cuando interviene el potencial de la heurística dialéctica para,
aplicándola, ensanchar el marco de posibilidades, algunas de las cuales pasarán
a probabilidades, y de éstas algunas a logros materiales. De los seis principios
generales de la heurística dialéctica que enumera J. R. Díaz, es el quinto el
que ahora nos ilumina más: «En los conceptos que se toman como punto de partida
para la búsqueda creativa en cualquier dominio de la vida social existe un
contenido “implícito”, “no revelado”, “oculto”, factible de ser “reconocido”,
“revelado”, “concientizado” mediante procedimientos heurísticos
dialécticos» [148].
Lenin rezumaba heurística. Ya en el ¿Qué hacer?
de 1903, escribió que «¡Hay que soñar!», y sigue diciendo: «He escrito estas
palabras y me he asustado» [149]
para de inmediato parodiar ácidamente
la cuadratura mental y cegata de quienes no aceptan la vital tarea de la
imaginación y del sueño, del deseo, en la elaboración teórica, denunciando la
pobreza mental y la impotencia en la imaginación de un mundo nuevo que ahoga al
movimiento revolucionario en aquel tiempo. Años después, vuelve a insistir en el
papel de la imaginación, la fantasía y hasta la capacidad onírica en el
proceso de pensamiento al leer a Aristóteles [150], como elementos
necesarios para el método dialéctico. Y más tarde: « Debemos estudiar
minuciosamente los brotes de lo nuevo, prestarles la mayor atención, favorecer y
“cuidar” por todos los medios el crecimiento de estos débiles brotes […] Es
preciso apoyar todos los brotes de lo nuevo, entre los cuales la vida se
encargará de seleccionar los más vivaces» [151]. L a
imaginación y otras potencialidades psicológicas juegan un gran papel en la
creación intelectual, papel reducido o negado por la lógica formal y por toda
forma de kantismo
[152].
La heurística busca crear todos aquellos conceptos
que puedan explicar la complejidad creciente de los brotes nuevos, conceptos que
subsumen lo que sigue siendo válido del anterior pensamiento en base a la
negación de la negación [153]
, para, con este enriquecimiento
cualitativo, iluminar la espiral del conocimiento. Desde la perspectiva del
pensamiento complejo en la versión de E. Morin, no existe fenómeno simple
alguno. Parafraseando a Lenin, sin citarlo, E. Morin reconoce que el
conocimiento es una «aventura en espiral»
[154] que no se detiene nunca, y que el
saber establecido, oficial, presenta una resistencia muy fuerte cada vez que se
ve enfrentado a la «irrupción de la complejidad» ya que el «problema es combinar
el reconocimiento de lo singular y de lo local con la explicación universal. Lo
local y lo singular deben cesar de ser expulsados como residuos a
eliminar» [155]. Más adelante, y como ejemplo, el autor recurre a la autoridad del
Marx «complejo y dialéctico» cuando resuelve la falsa contradicción entre la
«superestructura» y la «infraestructura» demostrando que la ideología actúa como
una fuerza material en la historia
[156].
C. Massé, en sus investigaciones sobre las
relaciones entre el método dialéctico y los recientes desarrollos de la teoría
de la complejidad, sobre todo en la versión de E. Morín, tras mostrar que la
«ciencia parcializada es cada vez menos capaz de conocer la esencia de los
sistemas complejos» [157] plantea la necesidad de lo que denomina «epistemología
dialéctica crítica» en la que el sujeto forma parte del objeto: «como una
propuesta de conocimiento enriquecedora en términos de ofrecer una forma
diferente y potente de apropiación de lo real. Pues no se ciñe a la rigidez
metodológica, sino que propugna por una apertura del pensamiento a la realidad,
sin ataduras procedimentales; pues otorga al objeto, “la cosa misma”, toda la
apertura mental posible, en aras de apropiarse de todo el desenvolvimiento de
dicho objeto, el cual nos conducirá al descubrimiento de su lógica. Objeto del
que el sujeto con el andamiaje epistemológico que propondremos, también forma
parte» [158].
Dialéctica, complejidad y revolución son un todo.
Se cree erróneamente que la apariencia coincide con la esencia, cuando en
realidad lo que ocurre es que la evolución camina hacia el aumento de la
complejidad [159] y por tanto hacia la distancia creciente entre la apariencia y la
esencia, ya que «cuanto más complejo sea el sistema, más alejados estarán la
causa y el efecto entre sí, tanto en el espacio como en el
tiempo» [160]. Asumir la complejidad social es asumir que el método de
pensamiento ha de bucear desde el efecto hasta la causa, teniendo en cuenta su
distanciamiento creciente. En sentido general, comprender la tendencia al
desarrollo de lo simple a lo complejo es asumir la tendencia a la aparición de
lo nuevo, del salto cualitativo a lo nuevo, y el papel de la heurística en la
creatividad.
Hemos especificado lo de versión moriniana porque
existen versiones aún más reformistas, e incluso reaccionarias de la teoría de
la complejidad y del caos
[161], que a pesar de que critican
injusticias innegables –pobreza, dependencia, marginalidad, exclusión, control
social, globalización, etc.-, sin embargo evitan citar el proceso de explotación
asalariada, la propiedad privada, el imperialismo y sus guerras
contrarrevolucionarias y dictaduras, la lucha de clases y de liberación
nacional, etc., de modo que, al final, el potencial crítico de la teoría de la
complejidad [162] queda reducido a otra moda ideológica reformista [163] para ocultar
sobre todo los efectos de la crisis oficialmente desatada en 2007. El que las
teorías de la complejidad y del caos, así como la teoría de la catástrofe,
puedan ser utilizadas en un sentido u otro según los intereses particulares de
sus intérpretes añade una prueba más de la corrección de la dialéctica y en
especial de su teoría del concepto, como indican R. Lewontin y R. Levins:
«Ninguna de estas teorías, enfiladas todas a
domeñar la diversidad y el cambio, y --lo que es más importante-- a suprimir la
contingencia histórica, conciben la alternativa de que los seres vivientes se
encuentran en el nexo de un número muy grande de fuerzas débilmente
determinantes, de manera que el cambio, la variación y la contingencia son las
propiedades básicas de la realidad biológica. Como dijera Diderot: “Todo pasa,
todo cambia; sólo permanece la totalidad”»
[164].
La complejidad, la catástrofe, el caos, la
incerteza, la contingencia, etcétera actúan en la lucha de clases y por eso en
sus sujetos, pero bajo presiones sociohistóricas que se expresan tendencialmente
siempre dentro de la totalidad concreta. Definir un sujeto social sin tener en
cuenta esa totalidad es pura metafísica. El ascenso no lineal de lo simple a lo
complejo plantea la necesidad de ampliar los conceptos, de crearlos e
interrelacionarlos cada vez más ágilmente. En este proceso la dialéctica de la
negatividad absoluta nos recuerda que en el interior de las contradicciones
siempre lo viejo tiende a forzar la aparición de varias posibilidades de lo
nuevo, de las cuales sólo una puede terminar materializándose. De entrada, todo
debate serio sobre la teoría del concepto ha de partir de la advertencia que
hace M. Martínez Mígueles:
« Los conceptos, al expresar las nuevas realidades,
se enfrentan con un grave obstáculo: o son términos ya existentes y en este caso
están ligados a realidades “viejas”, o son términos nuevos acuñados
expresamente; pero, si es así, hay que explicarlos recurriendo al lenguaje
corriente, igualmente “viejo” (...) El estudio de entidades emergentes requiere
de una lógica no deductiva; requiere una lógica dialéctica en la cual las partes
son comprendidas desde el punto de vista del todo. En este proceso, el
significado de las partes o componentes está determinado por el conocimiento
previo del todo, mientras que nuestro conocimiento del todo es corregido
continuamente y profundizado por el crecimiento de nuestro conocimiento de
los componentes. La lógica dialéctica supera la causación lineal,
unidireccional, explicando los sistemas auto-correctivos, de
retro-alimentación y pro-alimentación, los circuitos recurrentes y aun ciertas
argumentaciones que parecieran ser “circulares”» [165].
Quiere esto decir que los conceptos siempre están
sometidos a una doble tensión: ante lo nuevo, que deben explicar con palabras
viejas, y ante lo viejo que deben superar con palabras nuevas que deben crear a
poder ser en el mismo desarrollo. Los conceptos, si son tales, están siempre
luchando con ellos mismos, con lo viejo que tienen y que frena su
enriquecimiento y con lo nuevo que empiezan a representar con dificultades Los
conceptos están en lucha interna, en lucha con ellos mismos. Esta es la razón de
fondo que explica por qué «La noción de concepto es una de las más
problemáticas de la teoría del conocimiento, de la epistemología y de la
psicología» porque es el nudo de dos articulaciones, la que existe entre «el
sujeto y el objeto, y la que existe entre el lenguaje y la mente». El debate
sobre el concepto se encona cada vez más y enfrenta a «realistas, nominalistas,
psicologicistas, logicistas, racionalistas, empiristas, idealistas,
materialistas y, en general, a todos los partidos que pugnan en el marco de la
teoría del saber» [166].
Antes de profundizar más en el potencial
emancipador del concepto, según la dialéctica materialista, queremos ofrecer
otras dos definiciones básicas del concepto. La primera pertenece a Alexandra
Guétmanova:
«El concepto es una forma del pensamiento
abstracto. Los objetos concretos y sus propiedades se reflejan mediante las
formas del conocimiento sensitivo: sensaciones, percepciones y nociones (…) En
el concepto sólo se reflejan los indicios sustanciales de los objetos (…) El
concepto es la forma del pensamiento que refleja los indicios sustanciales y
distintivos de un objeto o clase de objetos homogéneos (…) La formación de
conceptos tiene por modos lógicos básicos el análisis, la síntesis, la
comparación, la abstracción y la generalización. Los conceptos se forman a base
de la generalización de los indicios sustanciales (es decir, propiedades y
relaciones) inherentes a una serie de objetos homogéneos. Para destacar los
indicios sustanciales es necesario abstraerse de los insustanciales que abundan
en cualquier objeto. Lo evidencia la comparación o confrontación de los objetos.
Para destacar algunos indicios, se requiere hacer un análisis, es decir,
desmembrar mentalmente el objeto entero en partes, elementos, lados o indicios
componentes para efectuar, luego, la operación inversa: síntesis (reunión
mental) de partes del objeto, de indicios separados, pero sustanciales, en un
todo único» [167].
La segunda a E. de Gortari:
«En su existencia, todo proceso es un tránsito
continuo en el cual se resuelven los conflictos surgidos constantemente entre
fuerzas e influencias opuestas, para dar lugar a la creación de formas
superiores, siempre condicionadas por otros procesos y, a su vez, condicionantes
de ellos. Este movimiento contradictorio de cambios y reacciones recíprocas que
conectan a unos procesos con otros de manera intrínseca e indisoluble, se
refleja en los conceptos que constituyen su expresión. Por ello, los conceptos
se encuentran enlazados de forma inseparable y en su determinación, que se
amplía y mejora sin cesar, reproducen de un modo definido a la acción recíproca
que opera entre los procesos existentes. La determinación de un concepto se
produce siempre en conjugación con otros conceptos, dentro de un proceso
cognoscitivo en el cual cada concepto desempeña simultáneamente la función de
determinante de los otros conceptos y de determinado por ellos. En rigor, todo
concepto se encuentra sujeto incesantemente a este proceso de determinación, a
través del cual se penetra en las manifestaciones inagotables de la existencia.
Por lo tanto, el concepto no es un recipiente pasivo e indiferente de los
conocimientos adquiridos, sino que representa en todo momento al proceso activo
en el que se determina la existencia, como resultado de la mutua acción entre el
hombre y los procesos exteriores, ya sean sociales o naturales» [168].
Desde estas dos definiciones válidas pero parciales
del concepto podemos avanzar hacia una visión plenamente dialéctica de este
término. Al calificar de definiciones parciales a las dos citadas arriba nos
referimos a que no penetran en la cuestión de la normatividad inherente al
concepto, en la cuestión de su poder axiológico, lo que nos lleva
ineludiblemente al problema del poder en sí, por las razones que iremos viendo y
que en parte hemos adelantado antes. Es verdad que al final de la segunda
definición, la de E. de Gortari, se insinúa la carga axiológica del concepto
pero de forma un tanto tímida. En realidad aquí nos enfrentamos a un problema
permanente en toda teoría del conocimiento, que es la que envuelve la teoría del
concepto: las relaciones entre conocimiento y poder establecido. Hay una forma
de eludir el problema del poder aparentando un democraticismo cívico y
responsable: reducir la cuestión del poder al conocido «principio de precaución»
ante los riesgos del desarrollo tecnocientífico en abstracto: el estudio de la
dialéctica entre la «subjetividad del riesgo “objetivo”» y la «objetividad del
riesgo “subjetivo”», huyendo de los extremos positivistas y constructivistas
sociales para aceptar la complejidad socionatural y la lucha entre intereses
sociales en conflicto, de modo que el debate sobre los riesgos es también «moral
y político» [169].
M. Roitman da un paso significativo cuando habla de
la «unidad dialéctica contradictoria» entre «ciencias de la certidumbre» y
«ciencias de la incertidumbre», «De esta contradicción surge la necesidad de un
diálogo, de aproximación de posiciones. El objetivo del conocimiento y del saber
no estriba en apoyar el poder o fundar academias de ciencias, artes o
humanidades. Su razón se encuentra en la búsqueda que nos facilite desarrollar
los principios éticos contenidos en la condición humana» [170]. Por tanto, los
conceptos han de ser elaborados y empleados buscando el desarrollo de la ética
emancipadora, es decir no neutral, como sostiene C. Katz en una conversación con
R. Vega Cantor y M. Hernández, en la que el primero afirmó y demostró que
«cuando hablamos de imperialismo no podemos tomar un punto de vista
neutral» [171].
R. Levins plantea incluso una hipótesis sobre una
epistemología crítica a desarrollar urgentemente, y en ella el primer punto
sostiene que «Sería francamente partidista. Propongo la hipótesis de que son
erróneas todas las teorías que promueven, justifican o toleran la injusticia. El
error puede estar en los datos, en su interpretación o en su aplicación, pero si
indagamos lo que es erróneo, ello nos conducirá a la verdad». Los otros cuatro
puntos serían, una ciencia democrática, policéntrica, dialéctica y
autorreflexiva [172]. El desarrollo necesario de esta propuesta agudiza la importancia
de resolver el problema de las relaciones entre el método de conocimiento y el
Estado existente, no en su sentido muy coyuntural y localizado
espacio-temporalmente, sino en el sentido más amplio, tal cual lo expresa J.
Samaja cuando estudia las conexiones entre el método científico, la propiedad
privada y el Estado burgués
[173].
Envolviendo y cohesionando estas y otras tesis, M.
de la Torre nos recuerda que «La cosmovisión dominante en una cultura juega un
papel fundamental en el mantenimiento y la reproducción de las relaciones de
poder en la medida en que asegura la cohesión social y la conformidad en torno a
las estructuras y modos de funcionamiento de la vida social de ese momento;
juega este papel porque se trata de una interpretación que explica las
relaciones de poder existentes como parte necesaria de la realidad, porque
impide, convirtiéndola en irracionalidad, cualquier otra interpretación que
suponga como posibles una estructura social y unas relaciones de poder
diferentes; porque presenta como natural y necesario, lo que es resultado de
prácticas sociales y correlaciones de fuerzas históricamente
determinadas» [174].
En la medida en que la teoría marxista del concepto
y de la negatividad absoluta bucea en las relaciones de poder social que
determinan muchas veces y otras condicionan lo pensable --recordemos la
efectividad de la jerarquía burocrática de saber anteriormente analizada--, en
esta medida la negatividad absoluta descubre la naturaleza explotadora de lo
impuesto como pensable, y por tanto, en su negatividad crítica, ya está
anunciando la necesidad de una norma ética revolucionaria inserta en el mismo
desarrollo del concepto científico-crítico. V. Morales Sánchez lo expresa así:
«Criticar es juzgar con valentía, es identificar
méritos y debilidades; develar lo oculto, actuar de forma abierta y no
dogmática; llamar a las cosas por su nombre. Es una actividad que implica
riesgos porque el ser humano (autor también de las obras criticadas) es un ser
contradictorio y orgulloso que construye, inventa y progresa, pero teme los
juicios que puedan descubrir sus errores y debilidades. La crítica es, por
naturaleza, polémica; genera discordias y enemigos, pero también amigos. Puede
producir ideas y conocimientos, así como cambios, siempre necesarios, en las
obras y en los seres humanos. De allí que lo normal es que el poder establecido
o dominante trate siempre de suprimir o de ocultar la crítica [...] Ser crítico
no es fácil. Por eso no existen cursos ni recetas para formar críticos como sí
los hay para evaluadores. Tampoco hay o se pueden construir instrumentos para
hacer crítica como sí hay cuestionarios, escalas y técnicas para hacer
investigaciones. Y es poco probable que una institución o persona se arriesgue a
proporcionar recursos para desarrollar una crítica de sí misma, pero muy
probable que sí lo haga para criticar al enemigo.» [175].
Dicho con la radical claridad que caracterizó a
Raya Dunayevskaya: «La teoría del concepto elabora las categorías de la
libertad, de la subjetividad, de la razón, la lógica de un movimiento por medio
del cual el hombre se hace libre. Sus universales, pese a que son
universales del pensamiento, son concretos (…) La doctrina del concepto
expresa la determinación subjetiva del hombre, la necesidad de hacerse dueño de
sí. Lo que se elabora en las categorías del pensamiento es la historia real de
la humanidad. Que el concepto hegeliano de autorrealización se “subvierta” –la
revolución en la “traducción” de Marx- o no, lo cierto es que también para Hegel
constituye una constante transformación de la realidad y del pensamiento, que
prepara un “nuevo mundo”. De ahí, que desde el comienzo de la doctrina del
concepto, vemos a Hegel tratando constantemente de separar su dialéctica de la
de Kant» [176].
La necesidad de superar las
«extravagancias» [177] kantianas surge del hecho de que con ellas es imposible
pensar el desarrollo de conceptos ya que, como explica Ilyénkov en su estudio de
la crítica de Schelling a Kant: « (…) la limitación kantiana, que da a la ley de
la identidad y al veto de la contradicción un carácter de premisas absolutas de
la posibilidad de pensar en conceptos. El momento del paso de los contrarios de
uno en otro no cabe en los marcos de estas reglas, las destruye (…) Schelling
descubrió el carácter estático de la lógica kantiana. Y si no propuso la tarea
de reformar la lógica de modo radical, sí le preparó bien el terreno a
Hegel» [178]. No es casualidad, sino causalidad necesaria, el que el kantismo
fuera y es la filosofía que legitima y da prestigio intelectual al reformismo y
revisionismo [179] ya desde finales del siglo XIX con su rechazo frontal de la teoría
materialista del conocimiento. Al comienzo nos hemos referido a la filosofía
kantiana del revisionismo así que no nos extendemos.
Lo que está en juego en la que respecta al rechazo
o aceptación de la teoría materialistas del conocimiento es la negación o
aceptación de posibilidad de conocer materialmente el mundo, o sea, de
transformarlo, recorre toda la historia del pensamiento revolucionario desde
Hegel hasta hoy mismo, porque lo que está en juego es la propia praxis, la
dialéctica entre la mente y la mano en el proceso de creación de una nueva
realidad. Por esto, D. Dunayevskaya concluye su exposición de la doctrina del
concepto de Hegel y su impacto decisivo en Lenin, aludiendo precisamente a que
éste desarrolla su teoría sobre el imperialismo como «la era de las
revoluciones», es decir, como el momento crucial en el que los pueblos se
autoemancipan, indicando que «La doctrina del concepto revela lo que era
inherente al movimiento objetivo: éste era su “propio otro” (…) Precisamente
donde Hegel parece más abstracto, donde parece cerrar totalmente las puertas al
movimiento general de la historia, allí deja él entrar la savia de la
dialéctica: la negatividad absoluta»
[180].
En palabras marxistas, el “propio otro”, la
negatividad absoluta del imperialismo no es sino la «era de las revoluciones» en
la que la emancipación nacional de los pueblos es la precondición de las
revoluciones proletarias. La «determinación subjetiva del hombre» es el otro
componente de la unidad que forma la praxis, de manera que la creación de lo
nuevo mediante la revolución surge de las entrañas de la determinación objetiva
de la realidad. Si no empleamos la dialéctica del concepto no podremos resolver
este misterio aparentemente irresoluble: lo subjetivo como fuerza objetiva, la
liberación nacional como fuerza de liberación internacional, la lucha por la
independencia como lucha de la nación trabajadora. S. Azeri ha sintetizado de
esta forma las aportaciones de Ilyénkov, al que hemos recurrido varias veces,
sobre la teoría del concepto:
«… la naturaleza contradictoria de los conceptos
pone de manifiesto el aspecto normativo de la actividad conceptual: conceptos, y
así, sistemas conceptuales, no son solamente contradictorios sino que además son
normativos. La normatividad es un aspecto necesario del desarrollo conceptual
cuando pone los conceptos a trabajar, es decir, facilita la resolución de las
contradicciones inherentes a la realidad y así provoca el desarrollo tanto de la
esfera real como de la conceptual; este desarrollo se revelará en sí mismo como
una forma nueva y más alta de contradicción. (…) Los conceptos, revelando la
esencia de lo real y del objeto y como instrumentos de la actividad cognitiva,
facilitan así el acceso a la esencia de lo real y la actuación sobre ella, y
desvelan las conexiones necesarias entre los aspectos de la objetividad diversa.
(…)
«El concepto confiere “significado”, o mejor dicho,
“extrae” y “expresa” el significado de un elemento específico de la totalidad de
la realidad. Tener significado, como dice Vygotsky, es convertirse en una
herramienta, es decir, en un universal concreto, que no es únicamente aplicable
dentro del sistema del que este significado forma parte, sino también aplicable
dentro de otros sistemas y que se sumerge dentro de nuevas áreas de la realidad
y nuevos significados. El concepto es concreto porque es el instrumento sine
qua non de una forma específica de acción; es universal porque es una
herramienta que tiene aplicación más allá del contexto inmediato en el que se ha
producido
« Es en este sentido que un concepto científico (un
“concepto verdadero” como dice Vyotsky) siempre incluye un aspecto normativo. En
otras palabras, la normatividad es un aspecto indispensable de la verdad de un
concepto. Esto está íntimamente relacionado con lo que Marx define como “este
lado” del pensamiento y con su idea de “cambiar el mundo”. La medida de verdad
de concepto es su capacidad y éxito de cambiar la realidad. En términos
epistemológicos, uno puede hablar de la verdad del concepto en la medida en que
cambia la racionalidad existente, en la medida en que muestra la irracionalidad
de la situación presente, y en la medida que puede proponer una nueva
racionalidad en lugar de la vieja. La normatividad es un aspecto necesario de la
actividad humana. Desde que el concepto es la herramienta o el órgano de la
actividad cognitiva humana, determina la verdad de lo real; porque determina la
producción práctica y la alteración práctica de la realidad (al igual que los
medios de producción determinan las relaciones de producción y a su vez están
determinados por estas relaciones). » [181].
Para concluir este capítulo conviene recordar la
tesis de M. Rosental sobre el papel de los conceptos y categorías en El
Capital, explicando cómo Marx denunciaba el pensamiento metafísico de los
economistas de su época porque despreciaban la historia, a la vez que sostenía
que las categorías y conceptos que él desarrollaba sólo podían surgir después de
la evolución práctica y material del capitalismo, nunca antes. Esta perspectiva
materialista y dialéctica le permitió a Marx revelar el «carácter de
clase» [182] de los conceptos burgueses.
Teniendo esto en cuenta, «el concepto de “clase” no
es un concepto afirmativo sino crítico»
[183], no quiere definir neutralmente una
parte estática de la realidad, según la metafísica positivista, sino que quiere
poner al descubierto el movimiento y choque permanente de sus contradicciones
internas, la interacción de todas las facetas del problema clasista y su
tendencia objetiva a la agudización de la lucha hasta estallar en oleadas
revolucionarias, si no son aplastadas o desviadas previamente por el
capitalismo. Un concepto crítico es un concepto negativo, en el sentido de la
negatividad dialéctica que contiene su positividad crítica, o segunda negación,
como hemos visto. Es negativo porque además de penetrar en las contradicciones
de la realidad, también extrae su contenido normativo, axiológico, de valores
humanistas que se enfrentan a los valores dominantes, que los critica y contra
los cuales empieza a ofrecer una alternativa revolucionaria.
5.- El contenido y sus formas reales
Antes que nada debemos saber que: «Todo objeto
tiene, además del contenido, una forma determinada. La forma es el modo de
organización de los elementos del contenido, la ley de su estructura, de su
concatenación, y también el modo de manifestación del contenido. En el modo
de producción, por ejemplo, las fuerzas productivas son el contenido, y las
relaciones de producción, la forma. El cambio esencial de la forma está
vinculado al cambio de la calidad. La forma es el sistema de relaciones mutuas
entre las partes del todo (…) la unidad de la forma y del contenido presupone la
independencia relativa de ambos y el papel activo de la forma respecto al
contenido. La independencia relativa de la forma se expresa, por ejemplo, en que
puede rezagarse un tanto del desarrollo del contenido» [184].
En determinados momentos críticos, el contenido y
la forma coinciden por un instante y es en ellos cuando la praxis revolucionaria
aparece en un bello esplendor. En el marco de la lucha de clases, esa fugaz
identidad sólo se vive plenamente si vemos la totalidad del contexto en el que
se materializa. Por esto es tan importante disponer de una teoría del concepto
que integre, en su movimiento contradictorio, sus componentes decisivos,
incluida la axiología, los valores que conectan lo objetivo con lo subjetivo y
el contenido con sus formas reales. El concepto de clase como concepto crítico,
permite profundizar en todas las realidades cotidiana en las que las clases
sociales son explotadas o son explotadoras, sostienen sus luchas y gozan de sus
derrotas y victorias; y en el caso específico de la clase obrera, cuando
malviven alienada e inconsciente en su miseria, o bajo un muy consciente miedo
causado por el peligro de desempleo, de empobrecimiento, de paro prolongado, o
peor aún, de terror en los momentos de represión estatal implacable tras una
derrota aplastante (poner ejemplo) Para comprender que es la totalidad vivencial
de una clase social, muy especialmente de la explotada, conviene leer este
párrafo de Á. García Linera:
«Las clases en el capitalismo (pero también en
cualquier otra forma social de organización del proceso de producción y
reproducción de la vida material fundada en el antagonismo social entre una de
las formas de trabajo vivo y su enajenación), tenemos que verlas, por tanto,
como condensación de fuerzas, de intenciones, de comportamientos, de voluntades,
de prácticas, de representaciones, de disfrutes, de acontecimientos dirigidos a
desplegar el poderío del trabajo-en-acto, del trabajo vivo en sus diferentes
especialidades y componentes (comenzando, claro, desde el proceso de producción
de bienes materiales que sostienen la vida, pero abarcando también y
mayoritariamente las otras formas de riqueza social como el placer, la política,
la imaginación, la salud, la educación, el sacrificio, la convivencialidad, el
ocio, la contemplación, el consumo, la procreación… todo lo que es creatividad
humana en estado de realización); y a supeditarlo al proceso de valoración del
capital» [185].
Partiendo de esta definición entenderemos mejor,
más dramática o incluso trágicamente, lo que verdaderamente está en juego en
cada medida burguesa contra la clase trabajadora, en cada recorte de derechos y
de libertades, de recursos sociales, económicos y culturales. Y nuestra
comprensión dramática y hasta trágica en determinadas situaciones se hace más
aguda en la medida en que los resultados de todas las investigaciones
mínimamente serias sobre al aumento de la clase trabajadora mundial. M. Husson
ha resumido y sintetizado varios estudios sobre este particular que demuestran
cómo a pesar de los descensos puntuales y breves en la tendencia al alza del
trabajo explotado, asalariado, aumenta en número de personas asalariadas en todo
el mundo, aumenta bastante más en los países llamados «emergentes»,
«subdesarrollados», etc., que en los países imperialista, en los que también se
incrementa aunque menos:
«La misma constatación se produce en un estudio
reciente del FMI que calcula la fuerza de trabajo en los sectores exportadores
de cada país. Se obtiene una estimación de la fuerza de trabajo mundializada, la
que está directamente integrada en las cadenas de valores globales. La
divergencia es aún más marcada: entre 1990 y 2010, la fuerza de trabajo global
así calculada ha aumentado un 190% en los países “emergentes”, frente al 46% en
los países “avanzado” (…) La tasa de salarización (la proporción de asalariados
en el empleo) aumenta de forma continua, pasando del 33% al 42% en el curso de
los últimos 20 años. Se verifica igualmente que esta tendencia es más marcada en
el caso de las mujeres (…) Esta clase obrera mundial está extraordinariamente
segmentada, debido a diferencias salariales considerables, pero su movilidad
está limitada mientras que los capitales han obtenido una libertad de
circulación casi total. En estas condiciones, la mundialización tiene por efecto
poner potencialmente en competencia a los trabajadores de todos los países. Esta
presión de la competencia se ejerce tanto sobre los asalariados de los países
avanzados como sobre los de los países emergentes y se traduce en una bajada
tendencial de la parte de los salarios en la renta mundial» [186].
Utilizando la caja de herramientas de la
dialéctica, su radicalidad crítica, podemos ver que los cambios que ahora
desconciertan a muchos ya fueron estudiados hace tiempo: sin retroceder
demasiado en la historia, e n la década de 1960 se publicaron varios textos de
diversas corrientes marxistas sobre la lucha de clases que, vistos en
perspectiva, brillan ahora como premonitores a pesar de las críticas que podamos
y debamos hacerles, pero reafirmando que acertaron en las dos cuestiones
decisivas en aquellos años: ¿qué cambios se estaban viviendo dentro de las
clases sociales en el capitalismo desarrollado?, y ¿qué perspectivas de futuro
existían en esos años?
En la primera cuestión marcaron las grandes líneas
de transformación de las clases acertando de forma brillante en lo esencial y en
muchas de sus formas externas. En la segunda, acertaron en que se estaba
produciendo un aumento de la conciencia sociopolítica de las clases trabajadoras
en todo el capitalismo imperialista, cosa que se demostraría cierta desde
finales de esa década de los años 60. La sociología burguesa fracasó
estrepitosamente en las dos cuestiones. Gracias a su rigor, estos y otros textos
desbordaron con creces la verborrea superficial sobre las clases elaborada por
la sociología del momento, y en especial su corriente funcionalista, mayoritaria
de forma abrumadora.
Vamos a dejar de lado, por cuanto son los más
conocidos y recordados en la actualidad, los realizados por el marxismo italiano
situado claramente a la izquierda del reformismo interclasista del Partido
Comunista Italiano (PCI). Su insistencia en «abrir» el concepto de clase obrera
a sectores explotados más amplios, no estrictamente fabriles, sino de la
denominada «fábrica difusa», «sociedad fábrica» u «obrero social», integrando a
las mujeres, estudiantes, emigrantes, pequeña burguesía empobrecida, etc., según
el potencial teórico inserto en el concepto marxista de «trabajador colectivo».
Aunque tales desarrollos conceptuales pecaron de un defecto reconocido sólo más
tarde. En efecto, Tronti asume que el obrerismo italiano de los años 60 no supo
comprender a tiempo los mecanismos de desactivación de los conflictos sociales y
de integración de la clase obrera en el capitalismo, ya que tuvieron una visión
lineal y mecánica, creyendo que la conciencia de clase y la lucha revolucionaria
aumentaría por sí misma como simple respuesta al aumento de la
explotación [187].
Y si tuviéramos espacio también nos extenderíamos a
la izquierda marxista norteamericana escindida del trotskismo que incluso con
antelación a los años 60 planteó cuestiones muy importantes sobre cómo
relacionar las ascendentes luchas etno-nacionales, feministas, estudiantiles, de
movimientos vecinales y de derechos sociales, etc., con el movimiento
obrero [188]. La valía de las ideas esenciales de estas tesis ha quedado
demostrada pese al ataque capitalista contra la centralidad obrera, ataque que
se inició a comienzos de los años 70 en Chile, con el golpe militar de Pinochet,
que luego que extendería a otros Estados hasta generalizarse a escala mundial en
los años 80. Además de otros objetivos, la contraofensiva del capital denominada
«neoliberalismo» buscaba también el de romper la unidad y centralidad de la
clase trabajadora que con su lucha había acelerado el estallido de la crisis
mundial. La recomposición actual del movimiento obrero está confirmando algunos
de los puntos centrales adelantados en ambos libros.
Hemos preferido limitarnos exclusivamente a tres
textos del marxismo de la década de 1960 porque muestran cómo también entonces
se hicieron aportaciones valiosas. En texto colectivo titulado La estructura
de la clase obrera en los países capitalistas, de 1963, realizado tras un
largo debate de dos años entre organizaciones de diversos tipos pertenecientes a
trece Estados podemos ver cómo, tras precisar desde el inicio del texto que «las
grandes masas populares» se agrupan en torno a la clase obrera [189], actualiza el
concepto de «obrero colectivo» de Marx al capitalismo de la época:
«Por cuanto el proceso de producción capitalista
tiene un carácter dialéctico complejo, el proletariado no es totalmente
homogéneo. Consta de diferentes grupos, idénticos por su composición de clase,
pero que desempeñan distinto papel en el proceso de producción […] el «obrero
colectivo» abarca a los que están dedicados al trabajo manual (peones y obreros
de las máquinas) y a quienes aplican en la creación del producto su trabajo
mental o ejecutan diferentes funciones auxiliares sin las cuales no es posible
el proceso de producción. Como la división del trabajo se desarrolla sin cesar,
no sólo en el marco de una empresa aislada, sino también en la órbita de toda la
sociedad, surgen constantemente nuevas profesiones y nuevas ramas de la
economía. En la misma medida se amplía la composición del “obrero
colectivo”» [190].
Muy poco tiempo después, M. Bouvier y G. Mury
sostuvieron que:
«En todos los frentes donde se libra el combate
entre ricos y pobres, entre los pequeños y los grandes, la organización
revolucionaria se propone demostrar teóricamente y realizar prácticamente el
frente único de todos aquellos que, al fin de cuentas, son explotados por los
mismos explotadores. La vasta categoría de los explotados incluye seguramente
elementos muy diversos que no son todos productores de plusvalía, que no ocupan
todos dentro de la producción social el lugar del proletariado obligado a elegir
entre sus cadenas y la revolución. No deja de ser menos cierto que esta inmensa
masa humana de los explotados se puede definir científicamente como el conjunto
de aquella cuya fuerza de trabajo, es decir, la aptitudes físicas, la habilidad
manual o el conocimiento intelectual, es puesta finalmente al servicio de la
minoría capitalista. El artesano que en forma progresiva es despojado de su
libertad de acción, el campesino amenazado en la propiedad de su explotación
agrícola familiar, el asalariado que no produce valor, sino que está reducido a
presentarse en el mercado de la mano de obra, sólo pueden descubrir sus
verdaderos intereses si toman partido contra un sistema dentro del cual les está
prohibido todo futuro creador. El mecanismo inexorable de la sociedad burguesa,
que se apropia de la plusvalía del obrero, constituye truts que aplastan a la
empresa artesanal así como al pequeño campesino y al campesino medio. El mismo
asalariado no productivo se encuentra en una situación particularmente cercana a
la del productor, puesto que, al fin de cuentas, contribuye, si no a crear
plusvalía, a asegurar a su patrón una parte de la plusvalía ya
producida» [191].
En 1969 H. Frankel publica una rigurosa
investigación sobre el papel de la sociología en la ocultación y manipulación de
la lucha de clases; dedica un capítulo a las relaciones entre «el proletariado,
la clase trabajadora y el pobre» en el capitalismo británico de aquella época,
insistiendo muy correctamente en la necesidad de emplear el concepto marxista de
alienación [192] para poder definir las clases sociales, un problema que se irá
agravando con el tiempo en la medida en que el neoliberalismo impuesto a los
pocos años de esta investigación multiplicará los efectos destructores de la
alienación en las clases explotadas. Pues bien, H. Frankel, que realiza su
estudio en plenos años de expansión económica, se atreve a avisar que como
efecto de la subterránea agudización de las contradicciones internas del
capitalismo de la época, no visibles a simple vista: «Entonces, a largo
plazo, el capitalismo no puede permitir la continuación indefinida del pleno
empleo. Necesita tener el depósito de desempleados, como una palanca para
tratar de mantener bajos los salarios»
[193]. Un pequeño error del autor que
agranda la corrección incuestionable de su obra: el ataque burgués para imponer
de nuevo el paro masivo, destruyendo en lo posible el pleno empleo, este ataque
no sobrevino «a largo plazo» sino a los muy pocos años contra el proletariado,
la clase trabajadora y los empobrecidos.
Posteriormente se explicó que: «La clase obrera se
ha transformado en su estructura. Anteayer los mineros del Norte formaban el
grueso de las tropas guesdistas, ayer la metalurgia constituía el bastión del
stalinismo triunfante, hoy los bastiones tienden a desplazarse hacia la
electromecánica pesada y ligera, la metalurgia altamente automatizada, siguiendo
con esto el mismo movimiento del gran capital. Así, sería falso conservar una
imagen fija de la clase obrera, compuesta únicamente de obreros manuales, y
verter en las capas medias y los sectores marginales este nuevo proletariado en
vías de constitución» [194]. Por otra parte: «El proletariado no es un grupo homogéneo,
inmutable […] es el resultado de un proceso permanente de proletarización que
constituye la otra cara de la acumulación del capital […] Es pues la
formación del “trabajador colectivo” de la gran industria capitalista […]
Finalmente, es la constitución del ejército industrial de
reserva» [195].
A comienzos de los años 70 R. Bartra ofreció esta
definición de clases sociales:
«Las clases son grandes grupos de personas
que integran un sistema asimétrico no exhaustivo dentro de una estructura
social dada, entre los cuales se establecen relaciones de explotación,
dependencia y/o subordinación, que constituyen unidades relativamente
poco permeables (escasa movilidad social vertical), que tienden a
distribuirse a lo largo de un continuum estratificado cuyos dos polos
opuestos están constituidos por oprimidos y opresores, que desarrollan en algún
momento de su existencia histórica formas propias de ideología (sea de manera no
sistematizada y rudimentaria o con plena conciencia de sí) que expresan directa
o indirectamente sus intereses comunes, y que se distinguen entre sí básicamente
de acuerdo a: I) El lugar que ocupan en el sistema de producción históricamente
determinado […]; y II) Las relaciones que mantienen con el sistema de
instituciones y órganos de coerción, poder y control socioeconómico […] Se trata
de un sistema de clases y no de una simple suma o agregado de grupos
sociales; es asimétrico pues contiene una distribución desigual de los
privilegios y discriminaciones de cada golpe; no es exhaustivo puesto que
no todos los miembros de una sociedad pertenecen a una clase, sino que pueden
existir capas de elementos desclasados. Las fronteras entre las clases no
son rígidas: existen grupos intermedios que participan de características de dos
clases diferentes, y aunque por lo general su existencia es transitoria y
cambiante, su presencia de da al sistema el carácter de un
continuum» [196].
Esta definición es valiosa, primero, porque su
esencia dialéctica es innegable porque en todo momento insiste en el movimiento,
de las interacciones, en los cambios y en el sistema de relaciones; segundo,
porque puede ser aplicada con precauciones a todos los modos de producción
basados en la propiedad privada de las fuerzas productivas; tercero, porque
además es especialmente aplicable al capitalismo; y cuarto, porque también es
innegable su carga crítica sociopolítica y ética al afirmar la existencia de
relaciones de explotación, dependencia y/o subordinación.
A mediados de los años 90 surgió, entre otras, la
teoría de las infraclases: «sectores sociales que se encuentran en una posición
social marginal que les sitúa fuera, y por debajo, de las posibilidades y
oportunidades económicas, sociales, culturales, de nivel de vida, etc., del
sistema social establecido»
[197]. Las infraclases que empezaron a
aparecer a finales de los años 80 crecieron durante toda la década de los 90, de
modo que a comienzos del siglo XXI se había constituido «un “núcleo duro” de
salarios bajos» [198] en el seno de las masas trabajadoras, con demoledores
efectos entre la juventud emigrante de los grandes guetos de las ciudades
industriales, siendo ésta la causa de las sublevaciones urbanas masivas tanto
contra la sobreexplotación y marginación, como contra el racismo profundamente
anclado también en la burocracia político-sindical [199] . Las «infraclases» y el
llamado «precariado» del que luego hablaremos, son dos de tantos términos
inventados para dar cuenta de las nuevas formas que van adquiriendo las «gentes
del trabajo», el «pueblo obrero» o el «pueblo trabajador», expresiones empleadas
por los bolcheviques a comienzos de la revolución de 1917, cuando el hambre, la
enfermedad y el frío se unían a la invasión imperialista que acudía en ayuda de
la contrarrevolución interna.
La tendencia creciente a la asalarización ha sido
confirmada por todos los estudios algo serios, como también la tendencia a la
asalarización de las nuevas franjas de las clases medias, ya que: «numerosas
profesiones liberales se convierten cada vez más en profesiones asalariadas;
médicos, abogados, artistas, firman verdaderos contratos de trabajo con las
instituciones que les emplean»
[200]. Más recientemente, Antunes ya avisó
hace más de una década que en el capitalismo contemporáneo se está viviendo un
proceso de «desproletarización del trabajo manual, industrial y fabril;
heterogeneización, subproletarización y precarización del trabajo. Disminución
del obrero industrial tradicional y aumento de la
clase-que-vive-del-trabajo»
[201]. Pocos años más tarde, este mismo
autor escribía lo que sigue:
«Más allá de los clivajes entre los trabajadores
estables y precarios, de género, de los cortes generacionales entre jóvenes y
viejos, entre nacionales e inmigrantes, blancos y negros, calificados y
descalificados, empleados y desempleados, tenemos todavía, las estratificaciones
y fragmentaciones que se acentúan en función del proceso creciente de
internacionalización del capital. Para comprenderla es preciso, entonces, partir
de una concepción ampliada de trabajo, abarcando la totalidad de los
asalariados, hombres y mujeres que viven de la venta de su fuerza de trabajo y
no se restringe a los trabajadores manuales directos; debemos incorporar la
totalidad del trabajo social y colectivo, que vende su fuerza de trabajo como
mercancía, sea ella material o inmaterial, a cambio de un salario. Y debemos
incluir también el enorme contingente sobrante de fuerza de trabajo que no
encuentra empleo, pero que se reconoce como parte de la fuerza de trabajo
desempleada (…) hoy debemos reconocer (y saludar) la desjerarquización de los
organismos de clase. La vieja máxima de que lo primero venían los partidos,
después los sindicatos y por fin, los demás movimientos sociales, no encuentra
más respaldo en el mundo real y en sus luchas sociales. Lo más importante hoy,
es aquél movimientos social, sindical o partidario que consigue llegar a las
raíces de nuestros engranajes sociales. Y para hacerlo es imprescindible conocer
la nueva morfología del trabajo y los complejos engranajes del
capital» [202].
Como mínimo, esta cita nos permite hacer tres
anotaciones necesarias: la primera trata sobre lo que hemos comentado al
comienzo de este texto acerca de la necesidad del método dialéctico, de las
categorías flexibles, de una «concepción ampliada» que nos permita abarcar la
totalidad del trabajo en movimiento en sus múltiples formas de expresión. La
segunda, es la cita nos pone en la antesala del concepto de pueblo trabajador,
preparándonoslo, ya que al introducir en la categoría dialéctica de trabajo a
todas las formas en la que éste se materializa, aunque sea o no explotado
asalariadamente, abre la vía de conexión con las masas explotadas que circundan
a la clase-que-vive-del-trabajo, que entran y que salen de ella según los
avatares socioeconómicos y políticos. Y por último, la tercera, es que como se
lee al final de la cita, las transformaciones habidas también impactan sobre la
forma organizativa, abriendo la vía de reflexión sobre qué sistema organizativo
es más eficaz en el capitalismo del siglo XXI, el de la forma-partido dirigente
vertical que dirige a la clase obrera en su sentido tradicional, o la
forma-movimiento cohesionado estratégicamente en sus objetivos históricos que
lucha en el interior del pueblo trabajador. Sobre estas dos últimas cuestiones
hablaremos más adelante.
Vega Cantor, investigador de sobra conocido, ha
sintetizado en cuatro características los efectos de la política neoliberal
sobre la composición de la clase-que-vive-del-trabajo a nivel mundial: Uno,
«la degradación laboral», el empeoramiento salvaje de las condiciones de
explotación en todos los sentidos. Dos, «la feminización del trabajo» al
incorporar a las mujeres al proceso productivo en peores condiciones que los
hombres. Tres, «la informalización del trabajo» que expresa cómo la gente
empobrecida, desempleada estructuralmente, no tiene otra forma de subsistencia
que la autoexplotación, la creación de diminutas empresas familiares o
individuales, que subsisten en muy precarias condiciones, muchas de ellas sin
regulación alguna, que ni existen en la estadística oficial. Y cuatro, «la
casualización del trabajo», relacionada con la anterior pero que expresa el
que las masas explotables son cambiadas de puesto de trabajo como tuercas, sin
derechos de ningún tipo, precarizando los puestos fijos y con contrato seguro,
echándolos al desempleo
[203]. La síntesis de estas
transformaciones es la «macdonalización laboral»:
«Homogeneización en las peores condiciones de
trabajo; salarios miserables (que en muchos países no alcanzan ni para comprar
una hamburguesa); ritmos infernales de trabajo que originan una “polivalencia
salvaje” (los mismos empleados descongelan las hamburguesas, las preparan,
atienden al público, manejan las cajas y reciben el dinero); inexistencia de
sindicatos, de protestas y de huelgas o de cualquier tipo de resistencia
organizada; flexibilidad absoluta del personal que puede ser reemplazado en
cualquier momento y bajo cualquier pretexto; igualdad salarial, con pésimos
ingresos, de hombres y de mujeres; exiguas condiciones de calificación pues
cualquiera con sus cinco sentidos puede desempeñarse en un Mc Donald’s. Estas
características que se repiten de una forma increíblemente monótona en cualquier
país del mundo (con el televisor de fondo) dan la apariencia de que los
trabajadores son autómatas sin ningún tipo de identidad colectiva, ni social, ni
laboral» [204].
Ch. Harman, por su parte, estudió las
transformaciones de la estructura de clases bajo la ofensiva capitalista,
demostrando cómo aumenta cuantitativa y cualitativamente, e indicando que las
diferencias entre las fracciones internas del proletariado mundial varían
dependiendo de las fases del proceso productivo capitalista. Muy pertinente para
nuestro estudio es la definición abierta y dialéctica, flexible, que hace de la
categoría del llamado sector servicios:
«La categoría “servicios” incluye muchas cosas que
no tienen importancia intrínseca para la producción capitalista (por ejemplo,
las hordas de sirvientes que proveen placer a los parásitos capitalistas
individuales). Pero siempre ha incluido cosas que son absolutamente centrales
para ésta (como el transporte de mercancías y la provisión de software para
ordenadores). Más aún, una parte del vuelco de la “industria” al “sector
servicios” se debe más a un cambio de nombre, dado que los trabajos son
esencialmente similares. Una persona (normalmente un hombre) que trabajaba con
una máquina de escribir para un periódico hace 30 años hubiera sido clasificado
como un tipo particular de trabajador industrial (un trabajador gráfico); una
persona (normalmente una mujer) que trabaja en una terminal de procesador de
textos para un periódico hoy será clasificada como una “trabajadora de
servicios”. Pero el trabajo desempeñado sigue siendo esencialmente el mismo, y
el producto final más o menos idéntico. Una persona que trabaja en una fábrica,
poniendo comida en una lata para que la gente pueda calentarla y comérsela en su
casa, es un “trabajador manufacturero”; una persona que trabaja en un McDonalds,
que provee idéntica comida a la gente que no tiene tiempo de calentarla en su
casa, es un “trabajador de servicios”. Una persona que procesa pedazos de metal
para hacer un ordenador es un “trabajador manufacturero”; alguien que procesa el
software para este ordenador en un teclado es un “trabajador de
servicios”» [205].
Ahora bien, en contra de lo que pudiera creerse
según la lógica formal, las tendencias fuertes aquí descritas no hacen sino
aumentar lo que P. Cammack ha definido como «proletariado global
explotable» [206], que puede permanecer a la espera de ser puesta a trabajar
malviviendo en la miseria. Una parte del proletariado global explotable es
condenado a ser la «población sobrante»
[207] que como veremos al final forma parte
de la clase obrera mundial, aunque la intelectualidad reformista lo niegue; otra
parte constituye el amplio sector de los «excluidos» [208], abandonados a su
suerte por el capital. Luego volveremos al problema de la «exclusión» y su
importancia para el concepto de pueblo trabajador. Y también tenemos al
«pobretariado» [209] que es esa fracción creciente de la fuerza de trabajo social
empobrecida por la reducción de los salarios directos e indirectos, por la
reducción de las ayudas sociales si las ha habido, por el aumento de la carestía
de la vida.
Hemos iniciado este capítulo recurriendo a la
categoría filosófica de la esencia y del fenómeno porque nos explica cómo los
cambios en las formas externas, que siempre reflejan cambios secundarios en la
esencia interna, sólo pueden ser comprendido en su pleno sentido si los
analizamos comparándolos con su esencia. Al fin y al cabo en esto radica el
método de pensamiento racional y científico-crítico. Pues bien, A. Piqueras nos
muestra cómo cambian las formas y luego cómo, pese a todo, se mantiene la
esencia de la explotación asalariada:
«También en su aspecto organizacional las formas de
lucha adquieren expresiones congruentes con el capitalismo tardío
(“informacional”) en el que nacen, cobrando vida a través de formas
organizativas virtuales, reticulares (tras la descomposición de las formas
físicas de reunión y organización tradicionales). De ahí la prevalencia actual
de los “arcoiris”, “rizomas”, “redes”, “webs”... formas de organización muy
blanda, muy flexible, con relativamente leve operatividad y poca constancia
hasta ahora, y que señalan, como ha dicho algún autor, la confluencia, al
menos en parte, del “precariado” con el “cibertariado”.
«Igual que en el primer capitalismo industrial,
cuando todavía no se habían creado los mecanismos de fidelización ni conseguido
derechos, cuando el salariado fue confluyendo y fortaleciéndose a través de
incipientes organizaciones reticulares, horizontales, la historia se repite en
el capitalismo tardío degenerativo, o senil, que al arrasar con lo instituido en
dos siglos fomenta en consecuencia la reproducción parcial de aquellas
primigenias formas de resistencia y lucha»
[210].
D. Losurdo sostiene que uno de los datos que
confirman la vigencia de la lucha de clases es que: «ha retornado la figura del
“working poor” (trabajador pobre), habitual en el siglo XVIII y principios del
XIX. Se trata de personas que, a pesar de contar con un puesto de trabajo, no
disponen de recursos suficientes para vivir. A ellos hay que agregar los parados
y los excluidos. Pero también en el ámbito de la política puede advertirse la
lucha de clases. “Por ejemplo, en la competencia electoral”, apunta el filósofo
italiano. “El peso de la riqueza es tal hoy en día, que asistimos a situaciones
similares a las del siglo XIX, donde existía la discriminación censitaria, es
decir, sólo se tenían derechos políticos si se alcanzaba un nivel de renta
determinado”. Además, hace una década Losurdo ya hablaba de un “monopartidismo
competitivo”, con formaciones políticas que representaban a la misma burguesía y
exhibían la misma ideología neoliberal»
[211].
En realidad, la lógica interna, esencial a la
expansión capitalista, que impulsa tanto esta recuperación parcial de iniciales
formas de explotación y de resistencia, como la permanente necesidad de
innovación en los métodos de explotación, esta lógica no es otra que la
necesidad ciega de acumulación ampliada, y que se muestra en la tendencia a
subsumir el tiempo improductivo en el tiempo productivo [212], a mercantilizarlo
todo, a convertirlo todo en fuerza de trabajo, valor de cambio y valor, y en
mercancía. La lógica interna al capital es la que nos explica por qué ahora
mismo se puede demostrar contundentemente la identidad sustantiva entre las
«crisis de ayer y de hoy» [213]
ya que surgen de las contradicciones
definitorias de este modo de producción específico.
La relación entre la esencia, del capitalismo y sus
formas diversas, aparece expuesta en el texto de N. Álvarez sobre las constantes
básicas que reaparecen durante las crisis socioeconómicas [214], pero sobre todo en el
Engels «maduro», cuando en el Prefacio de de 1892 a la segunda edición de
Situación de la clase obrera en Inglaterra, de 1844, da cuenta de todos
los cambios acaecidos ene l capitalismo en ese casi medio siglo transcurrido,
entonces, comparando la diferencias de la situación obrera inglesa de entonces
con la alemana y francesa de 1892, y sobre todo con la norteamericana, sostiene
que, a pesar de esas diferencias, sin embargo «como en uno y otro sitio rigen
las mismas leyes económicas, los resultados aunque no sean idénticos en todos
los aspectos, tienen que ser del mismo orden» y sigue exponiendo las luchas por
la reducción del tiempo de trabajo, etc., llegando a hablar de «los mismos
engaños de los obreros con pesas y medidas falsas, el mismo sistema de pagos en
productos, los mismos intentos de quebrantar la resistencia de los mineros
poniendo en juego el último y más demoledor de los recursos utilizados por los
capitalistas: desahucio de los obreros de las viviendas que ocupaban en las
casas de las compañías»
[215].
Los desahucios son prácticas represoras y
terroristas que reaparecen durante las crisis, y cuanta más devastadora sean
éstas más numerosos son los aquellos. Por ejemplo, en el primer trimestre de
2012 el promedio de desahucios en el Estado español ha sido de 517
diarios [216]. Las relaciones de los desahucios con la explotación asalariada y
en concreto con el desempleo son innegables. Según estadísticas oficiales, del
INI del Estado español de finales de 2012, resulta que el 45% de las personas
desahuciadas durante ese año lo eran porque habían perdido su trabajo asalariado
y se encontraban en la total indefensión económica y precariedad
vital [217]. Este estudio confirma además la teoría marxista de las clases
sociales al demostrar que la mayoría inmensa de la población sólo tiene como
medio de vida el salario que obtiene al vender su fuerza de trabajo, cayendo en
la miseria y hasta en el vagabundeo cuando agota todos los ahorros disponibles y
las ayudas sociales, públicas y privadas.
Volviendo rápidamente al pasado reciente, en la
época victoriana, es decir, viviendo Marx y Engels, las condiciones de vida de
la clase obrera británica estaban mejorando por razones obvias que no podemos
exponer aquí; sin embargo y a pesar de ello seguían existiendo «los estigmas
sociales de la existencia proletaria: inseguridad, incertidumbre y riesgo de
pobreza» [218], estigmas de los que no terminaban de librase los estratos obreros
mejor pagados ni entonces ni ahora. Es este código de la civilización burguesa
el que explica el que ahora «Pobre puede ser cualquiera, o casi» como no tiene
más remedio que reconocer el vocero del socialiberalismo español [219].
El riesgo creciente de empobrecimiento y de
desahucio, la incertidumbre vital y la inseguridad por el futuro, o sea, vivir
en precario, el «precariado» en suma, son características esenciales del
capitalismo que reaparecen con toda su crudeza durante las crisis: el 20% de la
infancia irlandesa se va a la cama con hambre en comparación al 17% de hace seis
años [220], y el 38% de la infancia de las Islas Canarias, bajo dominación
española, malvive por debajo del umbral en la pobreza [221]. En Grecia, la
catástrofe está llegando a una situación tal que se puede afirmar sin
exageración que: «Estar desempleado equivale a la muerte» [222] porque la privatización
de los servicios públicos unida al aumento de los costos y al empobrecimiento
masivo, imposibilitan que las personas sin un salario tengan posibilidad de
atender a las necesidades elementales suyas y se su familia. En Italia «se
dispara la pobreza» [223].
Como venimos diciendo, la teoría marxista de las
clases sociales interrelaciona siempre dos niveles, uno, el
genético-estructural, que se mueve en el plano de la explotación asalariada
necesaria e imprescindible para la clase burguesa en cualquier parte del mundo,
y por eso inseparable del riesgo de empobrecimiento, hambre, desahucio,
inseguridad e incertidumbre en todo el mundo; y otro, el histórico-genético, que
se mueve en el plano de los países y momentos concretos, particulares, en las
cuales es la lucha de clases específica la que determina la masividad e
intensidad del hambre, del desahucio, de la pobreza. Ambos niveles son parte de
la definición de las clases sociales y de su lucha, y sus efectos materiales
reaparecen en cada crisis. En los últimos tiempos se han cerrado 23.000 empresas
del llamado «sector público» del capitalismo español con la pérdida de 370.000
empleos [224]. La vida asalariada es precaria en sí misma y tiende a serlo más
independientemente de las formas concretas de explotación, pero las crisis
endurecen y masifican esa precarización consustancial al sistema en su conjunto.
La tesis que sostiene que el precariado es la
«nueva clase explotada» confunde la esencia con una de sus formas reales;
confunde la esencia básica capitalista de la precariedad como tendencia objetiva
en realización, con las formas concretas reales de precariedad multiplicada en
tal o cual región específica, en tal o cual formación económico-social
capitalista. La evolución de la pobreza en EEUU desde 1965 y 1973 hasta mediados
de 2012 [225] muestra que sobre el fondo objetivo de la precariedad vital dada de
toda persona asalariada directa o indirectamente, sobre esta base estructural en
empeoramiento tendencial, las formas reales de precarización van evolucionando
concretamente según los resultados de la lucha de clases. Desde verano de 2012
la precarización ha aumentado especialmente con el empeoramiento de las
condiciones de trabajo y desempleo de la juventud [226] norteamericana, y
también en grandes conurbaciones en proceso de desindustrialización como Chicago
desde hace años, o más recientemente en Los Ängeles «una ciudad en declive
internacional (…) con un 28% de los trabajadores que no reciben una paga
suficiente para vivir”»
[227].
O. Alfambra hace una crítica muy correcta pero algo
breve a la moda intelectual del «precariado metropolitano» como supuesto nuevo
sujeto revolucionario que sustituye al supuestamente viejo y extinto: la clase
proletaria [228]. La precarización de las condiciones de vida y de trabajo de la
clase obrera es una ley tendencial capitalita solamente contrarrestada por la
lucha de las clases trabajadoras. Engels, al hablar de la depauperación relativa
o absoluta sostiene que Pero lo que sí se produce de cualquier manera es la
precarización social, tal como explicó Engels: «La organización de los obreros y
su resistencia creciente sin cesar levantarán en lo posible cierto dique ante el
crecimiento de la miseria. Pero, lo que crece indiscutiblemente es el
carácter precario de la existencia»
[229].
G. Standing sostiene que el precariado surge una
vez que se pierden alguna de las siete formas de seguridad en el trabajo
asalariado: seguridad en el mercado laboral; seguridad en el empleo; seguridad
en el puesto de trabajo; seguridad en la reproducción de las habilidades;
seguridad en los ingresos; y seguridad en la representación [230]. Tiene razón en
las formas reales, pero yerra al extender estas manifestaciones concretas a la
esencial, al sostener al menos en el título de su obra que el precariado «una
nueva» clase obrera, como si pudiera existir «otra clase obrera» que no sufriera
una vida precaria en sí misma al margen de sus cuantía salariales directas e
indirectas, al margen de las conquistas sociales logradas por pasadas luchas
victoriosas y luego perdidas por otras tantas derrotas en la lucha de clases.
Bien es verdad que, leyendo el libro, todo parece indicar que la clase
trabajadora británica es la misma en sí misma, variando sus expresiones externas
reales, pero el título del libro introduce ese interrogante de duda.
La excelente reseña que de este libro realizada por
J. Aller sirve para poner las cosas en su sitio en el sentido de que, en
realidad, no nos encontramos ante una nueva clase obrera en sí misma en la
historia del capitalismo, diferente en lo cualitativo a la clase obrera anterior
al thatcherismo [231], sino que el ataque del capital contra el trabajo en Gran Bretaña,
entre otras cosas, está haciendo retroceder a la clase trabajadora a las
condiciones del siglo XIX, pero con los medios de explotación, represión y
alienación del capitalismo de comienzos del siglo XXI.
Pensamos que otra forma de mostrar la dialéctica
entre el contenido de las clases y sus formas reales, es analizando un complejo
y laberíntico movimiento de protesta que está surgiendo en Italia empobrecida y
que sintetiza y expresa todas las cuestiones que aquí debatimos. Hablamos del
movimiento de los «forconi». Según C. Colonna [232] son sobre todo un
movimiento de las clases medias empobrecidas y de sectores obreros con algunas
ideas neofascistas, y con buenas relaciones con la policía y la prensa
berlusconiana. Por su parte A. da Rold sostiene que:
« El perfil de los Forconi se va definiendo en las
protestas, son: “Aristócratas en Jaguar y agricultores. Empresarios y obreros
parados. Camioneros ahogados por las multas de Equitalia y nuevos ideólogos del
fascismo o jóvenes de centros sociales de izquierda. Exsimpatizantes de Grillo y
exsimpatizantes de la Liga. Exsimpatizantes del Partido Democrático y críticos
de Matteo Renzi [reciente ganador de las primarias del PD]. Sindicalistas de
base o exsindicalistas de la CGIL. Objetores de Hacienda e independentistas
vénetos. Inmigrantes y ultras de equipos de fútbol” (…) Todas las capas sociales
se ven representadas, desde médicos a parados o empleados en baja técnica. Gente
que se levanta a las cuatro de la mañana, que vuelve a casa a las diez de la
noche y que ni siquiera llega a final de mes, porque no les queda ni un céntimo
que valga en el bolsillo»
[233]:
A finales de 2013 M. Ravelli acudió a una
concentración de Forconi o «rebelión de las orcas» en Turín que aglutina a
franjas empobrecidas, movimiento que algunos comentaristas relacionan con el
neofascismo, relación que el autor relativiza muhco ofreciendo una
interpretación más detenida; en un momento de su análisis M. Ravelli se pregunta
«La verdadera pregunta que hay que hacerse es por qué precisamente aquí se ha
materializado este “pueblo” hasta ayer invisible. Y por qué una protesta en otro
momento puntual y selectiva ha tomado un carácter tan masivo…?», Y sigue
diciendo:
« La primera impresión, superficial, epidérmica,
fisionómica —el color y la forma de los vestidos, la expresión del rostro, el
modo de moverse— ha sido la de una masa de pobres. Quizá lo digo mejor: de
“empobrecidos”. Las numerosas caras de la pobreza, hoy. Sobre todo de la que es
nueva. Podríamos decir de la clase media empobrecida: los endeudados, los
prejubilados, los fracasados o en riesgo de fracaso, pequeños comerciantes
obligados por los requerimientos a quedarse en descubierto bancario, u obligados
al cierre, artesanos con los requerimientos de Equitalia (agencia tributaria) y
con el crédito cortado, transportistas, “pequeños patronos” con el seguro
caducado y sin dinero para pagarlo, desempleados de larga y corta duración, ex
albañiles, ex peones, ex empleados, ex mozos de almacén, ex titulares del CIF
que ya no pueden soportar ese impuesto, precarios sin renovación gracias a la
reforma de la ex ministra Fornero, trabajadores con contrato limitado,
despedidos de las obras ya paradas o de las tiendas cerradas.
«Si echamos un vistazo al mapa de los grandes
ciclos socio-productivos ocurridos en el tránsito hacia el siglo XX, está en
crisis toda la composición social que la vieja metrópolis de producción fordista
había generado en su pasaje hacia el post-fordismo, con la retroversión de la
gran factoría centralizada y mecanizada en un territorio, la diseminación de las
subcontratas, la multiplicación de empresas individuales que se emplean en
aquello que quedaba del ciclo productivo automovilístico, las consultas
externalizadas, el pequeño comercio como sucedáneo del welfare, junto con
las prejubilaciones, los contratos por programa, los empleos interinos de bajo
nivel (no los cognitarios de la creative class sino el peonaje de
bajo costo). Era una composición frágil, que sobrevivía en suspensión dentro de
la burbuja del crédito fácil, de las tarjetas revolving, del crédito
bancario blando, del consumo compulsivo. Y así ha ido hasta que la presión
financiera ha puesto sus manos en el cuello de los marginales, y cada vez más
fuerte y cada vez más hacia arriba» [234].
¿Cómo se ha hecho visible el pueblo invisible de la
nueva pobreza? Apenas hace falta imaginación para responder a esta pregunta que
provoca debates sobre la presencia neofascista en su interior, trae a colación,
entre otros, los debates sobre las relaciones de la pequeña burguesía en proceso
de proletarización, las clases medias arruinadas, la clase obrera en proceso de
reorganización y concienciación, los conceptos diferentes y hasta opuestos de
pueblo y nación, el papel del reformismo político-sindical, y el decisivo papel
de las organizaciones comunistas de vanguardia militante, por citar las
cuestiones más necesarias y urgentes de resolver. En este punto debemos recordar
el texto arriba visto sobre estas luchas de masas. Fabiana Stefanoni ha
intentado responder a algunas de ellas, insistiendo sobre todo en el carácter
pequeño burgués del movimiento:
« Comerciantes, artesanos, pequeños empresarios,
profesionales liberales, pequeños productores rurales, campesinos, etc., son
sujetos que, en la fase de crisis económica aguda como la que estamos viviendo,
sufren el fenómeno de proletarización. Sus condiciones, objetivamente, tienen a
aproximarse a aquella de la clase obrera. Es por eso que donde existe un fuerte
movimiento obrero, este consigue, si adopta un programa transitorio lo
suficientemente fuerte para atraer también a la pequeña burguesía, arrastrar
consigo a amplios sectores de esta. Esto ocurre porque la pequeña burguesía, por
su naturaleza, es, parafraseando a Trotsky, “pobre de humanidad”, no tiene un
programa propio y oscila entre extremos opuestos. Así, si no existe una
propuesta revolucionaria del movimiento obrero organizado, la pequeña burguesía
vuelve su mirada para otro lado, se junta con la reacción» [235].
La autoria sostiene que si bien el movimiento
obrero se va fortaleciendo y extendiendo, todavía carece de la fuerza y sobre
todo del proyecto estratégico capaz de integrar a los forconi arriba descritos:
« Veamos la situación social de la Italia de hoy.
Vamos a buscar en la situación del movimiento obrero las razones para este
“éxito” (por ahora predominantemente mediático) de las movilizaciones de los
“forconi”. Hoy, la clase trabajadora está privada de una dirección política lo
suficientemente fuerte para unir y desarrollar sus luchas. Es verdad, el
proletariado también, en los últimos meses, dio vida a luchas importantes y
llenas de coraje. Basta citar la última: las luchas de los ferroviarios de
Génova y Firenze, de los trabajadores (en gran parte inmigrantes) de la
Logística, de las trabajadoras de la limpieza, de los movimientos por el derecho
a la vivienda. Muchos otros sectores de la clase organizaron, en los años
anteriores, durísimas batallas. De los obreros de la Fiat a los precarizados de
las escuelas, de los obreros de la Fincantieri a las trabajadoras de la
industria textil, de los metalúrgicos a los químicos, hasta los empleados
públicos: la clase trabajadora en Italia demostró gran capacidad de
movilización. Lo mismo se aplica para el movimiento estudiantil, con centenas de
ocupaciones, manifestaciones, protestas»
[236].
Con otros nombres, respuestas así resurgen en las
crisis capitalistas. Podemos remontarnos incluso a algunos contenidos de los
análisis de Marx y Engels del lumpemproletariado en la segunda mitad del siglo
XIX, o a los «freikorps» y «escuadras fascistas» salvando todas las distancias..
El contenido básicos de todos ellos es la desesperación por el empobrecimiento y
la precariedad; el rechazo abstracto y sin contenido teórico y político del
orden establecido; la tendencia a rechazar la pertenencia de clase para aceptar
la de «masa», «pueblo», «nación» en su sentido reaccionario; la tendencia a
aceptar la ideología burguesa en sus formas autoritarias, machistas,
imperialistas y racistas; la necesidad de un líder, Duce, caudillo, führer, que
les homogeneice y dirija, o sea la obediencia a «la figura del
Amo» [237].
La experiencia general que el movimiento de los
«forconi» italianos ha reactivado muestra que el contenido de la lucha de clases
se expresa mediante formas reales operativas en los rincones más ignotos de la
vida cotidiana, de la vida despolitizada que es la más politizada de todas.
Sectores de la pequeña burguesía, de las llamadas clases medias, de la clase
trabajadoras, del lumpen, etc., se atraen y se repelen, coinciden y se
distancian en un laberinto de actos frecuentemente subconscientes y hasta
irracionales. W. Reich estudio la psicología de masas de estos movimientos y
extrajo lecciones básicas que son hoy más actuales que entonces, pero que no
podemos exponer aquí, sino sólo algunos puntos clave: «Imaginar en calzoncillos
a la policía y a otros adversarios a los que se teme. E igualmente a toda
autoridad temida» [238].
También: «Llevar la conciencia de clase a las masas
no en forma de sistemas de teoremas, como maestrillos de escuela, sino
desarrollarla a partir de la experiencia de la masa. Politización de todas las
necesidades» [239]. Incluso «Sobre el destino de la revolución decide siempre la gran
masa apolítica. Por consiguiente: politizar la vida privada, la vida pequeña en
los parques de atracciones, en las salas de baile, los cines, los mercados, los
dormitorios, albergues, agencias de apuestas. La energía revolucionaria reside
en la pequeña vida cotidiana»
[240]. Y «Dejar claramente sentado que el
proletariado, cuando defiende sus propios intereses, defiende simultáneamente
los intereses de todos los trabajadores. Ninguna oposición entre proletariado y
clase media. En el capitalismo avanzado, el proletariado industrial es una
minoría en cuanto al número y está además aburguesado» [241].
Para finiquitar este capítulo sobre el contenido y
sus formas reales, podemos leer esto:
«Las clases sociales no son homogéneas
internamente: existen contradicciones y conflictos dentro de cada clase social.
Un error típico, por ejemplo, es pensar que el proletariado en su total conjunto
persigue los intereses de su clase. La contradicción resalta a la vista cuando
vemos la cantidad de personas consideradas como “trabajadoras” que votan a
partidos conservadores.
«Las clases sociales no son compartimentos
estancos: otro error típico es pensar que las clases sociales designan a
personas de una manera estática y hasta “natural.” De tal forma, se tiende a
pensar que si una persona nace en el barrio madrileño de Vallecas (por ejemplo)
y trabaja de peón en la construcción es, de forma automática, “clase
trabajadora” y por ello aúna las características conceptuales que se le asignan
a dicha clase.
«No solamente hay dos clases sociales (o tres si se
quiere incluir a la manida “clase media”): pensar la sociedad capitalista en
términos binarios (proletariado vs capitalistas), o con una triada
(trabajadores, clase media, y capitalistas), es a todas luces un análisis
simplista que reduce demasiado la complejidad de las dinámicas humanas que se
dan en el capitalismo» [242].
(.....)