NCeHu
104/14
Rumbo al XVI EnHu
América Latina
como geografía
Bariloche, 6 al 10 de octubre
La crisis
económica mundial: la Unión Europea en el ojo del
huracán
Nacho
Álvarez Peralta Colectivo Novecento /
Rebelión 1/3/14
En septiembre de 2008 Lehman Brothers
se declara en quiebra. La crisis de la economía mundial se evidencia ya entonces
en toda su dimensión. Desde la II Guerra Mundial las economías desarrolladas no
habían sufrido un colapso económico de tal magnitud. Así, los países de la OCDE
experimentan en 2009 un desplome del PIB del -3,6%, contrayéndose la inversión
empresarial en dicha zona un 12,3% y el comercio mundial un 20%.
Las
causas de esta crisis hunden sus raíces en la especificad del modelo de
crecimiento experimentado por las economías desarrolladas durante las últimas
décadas. En la articulación de dicho modelo jugaron un papel esencial las
medidas desplegadas por los gobiernos y las empresas desde comienzos de los años
ochenta.
Estas contrarreformas neoliberales tenían por objetivo rescatar
a la economía mundial de la crisis de rentabilidad que esta estaba sufriendo en
ese momento. Así, el colapso de la ganancia empresarial en los años setenta —en
parte consecuencia de las importantes luchas obreras de la década de 1960, en
parte consecuencia del proceso de sobreinversión en unas economías con mercados
saturados y maduros—, determinará el inicio de la ofensiva neoliberal. El
objetivo no era otro que el de ampliar los marcos de valorización del capital,
mercantilizando nuevos espacios económicos y cuestionando los “cuerpos extraños”
a la lógica de la rentabilidad (como los servicios públicos o las empresas
estatales).
De este modo, ya desde comienzos de los años ochenta los
gobiernos de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Helmut Kohl comienzan a
liberalizar las economías, a desreglamentar los distintos mercados y a
privatizar las empresas y los servicios públicos. Dos son los resultados
principales. Por un lado, se consolida la ralentización económica durante las
décadas siguientes, así como un elevado desempleo. Este paro masivo explicará,
junto con los procesos de flexibilización del mercado de trabajo, un crecimiento
de los salarios inferior al de la productividad y, por tanto, la progresiva
reducción del peso de estos en la renta nacional.
Por otro lado, la
liberalización de los mercados financieros internacionales y la apertura externa
de las economías desmantela el “corsé” que los poderes públicos habían impuesto
a la banca y a los inversores financieros, sentando las bases del denominado
proceso de financiarización. El capital financiero internacional es capaz de
dirigir a partir de ese momento un modelo de crecimiento que pivota en torno a
un patrón de distribución de la renta favorable a los beneficios empresariales y
un drenaje de estos capitales hacia la esfera financiera en detrimento de la
inversión productiva.
Sin embargo, a pesar del limitado crecimiento
económico, las cotizaciones bursátiles se disparan en las economías de la OCDE
durante las décadas de 1990 y 2000, el valor de las transacciones financieras se
multiplica y los activos inmobiliarios se revalorizan intensamente. Esto es
posible gracias al creciente endeudamiento de millones de empresas y hogares
norteamericanos y europeos, que sostienen de este modo los niveles de consumo y
de acceso a la vivienda. Así, el drenaje hacia el ámbito financiero de los
capitales no invertidos en la actividad productiva —dada la mayor rentabilidad
de la primera de estas esferas— conlleva la formación de enormes burbujas
bursátiles y crediticias, divorciándose temporalmente el valor nominal de los
distintos activos de su valor real.
La inestabilidad sistémica que genera
un modelo de crecimiento como este es evidente, en la medida en que el divorcio
entre las esferas productiva y financiera no puede ser sostenible. Los títulos
bursátiles deben estar respaldados por beneficios reales, y los créditos
financieros por ingresos que permitan devolver las deudas. Por ello, la
acumulación de este “capital ficticio” toca a su fin en el momento en el que
alcanza una dimensión tal que impide que los acreedores puedan seguir ejerciendo
con normalidad sus derechos de cobro sobre los deudores. Esto es precisamente lo
que sucede a partir del verano de 2007, momento en el cual la desvalorización de
los “activos ficticios” acumulados sume a las economías desarrolladas en una
intensa “recesión de balances”: los hogares, las empresas y las instituciones
financieras tratan de desendeudarse simultáneamente, cortocircuitándose con ello
el crédito, el consumo, la rentabilidad y la inversión.
Cuando estalla
la crisis el nivel de endeudamiento de las principales economías del planeta es
elevadísimo, sobre todo en el caso del endeudamiento privado: en 2008 Estados
Unidos acumula deuda por valor del 290% de su PIB, Japón alcanza el 460%, Reino
Unido el 380%, Alemania el 274%, Francia el 308% y España el 342%.
Ahora
bien, la crisis —a pesar de tener una dimensión mundial— presenta una
significativa particularidad en Europa. Esto llevará a que el ojo del huracán de
la tormenta económica se sitúe a partir de 2009 en dicho continente,
materializándose la tempestad en ataques a las deudas soberanas de los países de
la periferia y en el propio cuestionamiento del euro.
Las razones que
explican que la crisis económica esté siendo más intensa en la Unión Europea
deben buscarse en la propia configuración de la moneda única, así como en la
especificidad del proceso de sobreendeudamiento privado en la zona
euro.
La construcción de un mercado unificado y una moneda común a partir
de espacios económicos no integrados contribuyó a profundizar las asimetrías
productivas y comerciales en esta área. La participación de buena parte de las
economías europeas en una misma zona monetaria facilitó y abarató la
financiación privada captada por los países periféricos (Grecia, Portugal o
España, entre otros), debido a la libertad total de los flujos financieros
intracomunitarios, a la “seguridad” propiciada por una moneda común y a unos
tipos de interés reales muy reducidos fruto de los diferenciales de inflación
entre los distintos países. Estas circunstancias permitieron que apareciesen
economías “impulsadas por la deuda” (como España), que contribuyeron a dinamizar
el limitado crecimiento de aquellas otras “impulsadas por las exportaciones”
(como Alemania). Así, la moneda común posibilitó una mayor penetración de las
exportaciones de los países centrales (Alemania, Austria, Países Bajos,
Finlandia) en el resto de países, al tiempo que reciclaba los crecientes
superávits comerciales de estos hacia la periferia y contribuía a propiciar
burbujas crediticias, inmobiliarias y bursátiles en este último grupo de
economías.
En caso de que no hubiese existido el euro, estas crecientes
divergencias en las balanzas de pagos intraeuropeas no habrían quedado
“invisibilizadas” ni se habrían prolongado tanto. Los mercados financieros, como
sucedió en la crisis de 1993, habrían atacado las monedas nacionales de los
países periféricos y estos habrían tenido que devaluar. El monto de
endeudamiento externo acumulado tampoco habría sido tan elevado. La moneda común
contribuyó por tanto a impulsar la lógica del capital financiero internacional,
basada en la creciente acumulación de capital ficticio antes descrita y, con
ello, en una valorización caracterizada por sus frágiles vínculos con la
actividad productiva.
Para hacer frente a esta crisis la llamada troika
—Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Central Europeo— diseña
la estrategia que presentamos en el siguiente capítulo, con el objetivo
fundamental de garantizar la estabilidad del euro y de que no se desvaloricen ni
se cuestionen los derechos de cobro de los acreedores.
Las implicaciones
políticas de esta crisis, tanto a escala mundial como europea, son muy
significativas. En primer lugar, la profundidad de la crisis evidencia la
insostenibilidad en el tiempo de las “soluciones” que el sistema capitalista
había encontrado a sus problemas de acumulación en la década de 1970. La crisis
actual es por tanto la crisis del neoliberalismo, en un contexto en el que el
sistema parece no tener ningún otro modelo de recambio para salir de esta
situación.
Además la crisis revela, en el contexto europeo, la
inviabilidad de que una zona monetaria unificada pueda garantizar la
convergencia de las distintas economías que la integran, o los derechos
sociales, en ausencia de un Estado que respalde dicha moneda. El papel histórico
del euro no ha sido precisamente el de garantizar esta convergencia o los
derechos sociales a escala europea sino, al contrario, el de institucionalizar
las medidas neoliberales y, con ello, el permanente cuestionamiento de tales
avances. Este papel se ha agudizado con la crisis hasta extremos antes
inimaginables, como se ha podido comprobar en Grecia.
En definitiva, como
veremos, ni las medidas neoliberales suponen un horizonte que permita vislumbrar
algo diferente a la regresión económica y social que hoy día contemplamos, ni el
proyecto de la Unión Europea –tal y como actualmente está formulado– parece
albergar algo más que la institucionalización de dichos
retrocesos.
Capítulo 1 del libro Lo llamaban democracia. De la crisis
económica al cuestionamiento de un régimen político (Colectivo Novecento)
http://colectivonovecento.org/2014/02/19/la-crisis-economica-mundial-la-union-europea-en-el-ojo-del-huracan/
|