En poco más de un año de Gobierno, Shinzo Abe ha
dado un vuelco de 180 grados a Japón. Su política económica, conocida, como
Abenomics y basada en darle a la máquina de hacer dinero, ha devuelto la
confianza a los empresarios y consumidores después de dos largas décadas de
estancamiento económico y deflación. Pero la revolución de Abe es aún más
ambiciosa y busca en el impulso de la diplomacia y en la reforma de la
Constitución pacifista, la reafirmación de Japón como potencia regional frente a
una China cada día más poderosa.
Abe ya apuntó en su primer gobierno (septiembre de
2006 a septiembre de 2007) la necesidad de normalizar la situación de las
llamadas fuerzas de autodefensa y convertirlas en un Ejército, algo que prohíbe
la Carta Magna de 1946, impuesta por Estados Unidos como potencia ocupante. La
disputa con China por las islas Diaoyu (en chino) y Senkaku (en japonés),
agravada tras la decisión del anterior Ejecutivo nipón de comprar a un
particular tres de esos islotes para nacionalizarlos —lo que fue considerado por
Pekín como “una provocación”— reforzó la decisión de Abe de aumentar la
capacidad defensiva de Japón y su influencia en la zona.
En 12 meses, Abe ha visitado los 10 países de la
ASEAN (Asociación de Naciones del Sureste Asiático) y en diciembre pasado
anunció una nueva estrategia de seguridad con un plan a cinco años en el que se
prevé un aumento del presupuesto militar de al menos el 5% y la creación de un
Consejo de Seguridad Nacional. Todo ello, mientras pone en marcha los cambios
constitucionales que permitirán a Japón unir sus fuerzas a otros países por
motivos defensivos y participar en el sistema de seguridad de la ONU.
Considerado un halcón entre las filas del
Partido Liberal Democrático (PLD), Abe se ha ganado el calificativo de persona
no grata en China y Corea del Sur por su decisión de visitar el pasado 26 de
diciembre el santuario sintoísta de Yasukuni, donde se veneran las almas de 2,5
millones de guerreros japoneses, incluidas las de 14 criminales de guerra, que
para chinos y coreanos son el símbolo de la brutal ocupación.
Las disputas con China y
Corea del Sur incluyen zonas con petróleo y gas
El gesto de Abe estuvo precedido del anuncio
realizado por China, el 23 de noviembre, de declarar Zona de Identificación de
la Defensa Aérea (ZIDA) una extensa área sobre mar de China Oriental, que solapa
la ZIDA de Japón. A su vez, Corea del Sur, que también mantiene con Japón una
disputa por las islas Dokdo (en coreano) y Takeshima (en japonés), optó por
declarar su propia ZIDA, que se solapa con las otras dos, convirtiendo la zona
en explosiva. Los tres países han declarado que no van a desatar un conflicto
armado por unos islotes, pero bajo sus aguas se esconden grandes bolsas de
petróleo y gas, lo que sin duda ha exacerbado la disputa por estos. China, Corea
del Sur y Japón, los tres carentes de energía suficiente para alimentar sus
economías, mantienen las espadas en alto para garantizarse la seguridad
energética.
Pese a que EE UU impulsa la mejora de las
relaciones entre Japón y Corea del Sur, a los que como bastiones de su
estrategia de defensa en Asia, el recuerdo de la ocupación sigue emponzoñando
las relaciones entre ambos y, por supuesto, entre Tokio y Pekín, pese a que los
tres países tienen en común importantes intereses económicos. El historiador
británico David Stevenson considera que en el este de Asia se da la misma
situación que se vivía en Europa en 1914, con un imperio que actualmente se
resiste a su decadencia (EE UU) y otro que lucha por emerger (China). Según
Stevenson, lo más peligroso es que en esta conflictiva zona no hay una
estructura de seguridad capaz de frenar el estallido de un incendio ante un
incidente.