Soñar con Istanbul
Siempre he dicho que mis viajes comienzan
cuando cierro la puerta de mi casa, pero en realidad, comienzan mucho antes.
Podría decirse que cuando compro los pasajes, o más bien cuando tomo la decisión
de partir, es más, cuando comienzo a soñar con ellos. Y soñar con Istanbul me
estaba llevando casi medio siglo.
Cuando en los primeros años de la escuela
secundaria la profesora de Geografía delimitó los continentes europeo y
asiático, nos habló de los montes Urales, pero también del río Ural, del mar
Caspio, del Cáucaso, del mar Negro, del estrecho de Bósforo, del mar de Mármara
y del estrecho de los Dardanelos; y desde entonces surgió mi curiosidad. ¿Cómo
serían esos lugares, qué habría en ellos, qué particularidades tendrían como
para que oficiaran de límites entre semejantes continentes? Y ante mis preguntas
sobrevino la aclaración de que en realidad se trataba de una sola masa
continental, Eurasia, pero que las montañas habían constituido una gran barrera
humana, y por lo tanto cultural; mientras que los pequeños mares y estrechos
eran sólo límites convencionales, es decir, determinados arbitrariamente. Ella
hizo una somera descripción, pero sumado a la escasa ilustración de los libros y
a la falta de materiales de la época, no me quedó una idea clara sobre el
paisaje de la región. Poco tiempo después, la profesora de Historia nos habló de
Constantinopla, no sólo como sitio en sí mismo, sino sobre su importancia
geopolítica, tanto a nivel regional como mundial, ya que la toma de la ciudad en
manos de los turcos en 1453, no sólo había determinado la caída del Imperio
Romano de Oriente y el comienzo del Imperio Otomano, siendo fundamentalmente, el
descubrimiento de América.
Fue entonces cuando comencé a soñar con
conocerla. Y cuando digo soñar, no me refiero solamente a imaginar despierta un
viaje, sino que desde niña cuando leo o veo imágenes sobre un lugar que me
interesa, mientras duermo sueño con él, por lo que oníricamente, he visitado
gran parte del mundo e incluso vivido grandes hechos históricos. Así que cuando
Hernán Mazza, mi compañero de cátedra de Geografía Turística en la Universidad
de Belgrano me ofreció pasajes a Istanbul por mil cien dólares en Turkish
Airways, inmediatamente acepté.
Pasaron nueve meses desde la adquisición de los
pasajes, y Hernán, enamorado de esa ciudad, con todo su entusiasmo me fue dando
más motivos para visitarla, por lo que mi sueño iba acrecentándose día a día…
Hasta que llegó el jueves 9 de enero del 2014, en que además de la ansiedad por
vivir algo tan soñado, se le agregó la desesperación por irme de Buenos Aires
ante la persistente ola de calor que la venía azotando desde veinte días atrás.
Porque como dijera el periodista vasco y viajero incansable Manu Leguineche:
“Viajo para pasear un sueño y escapar de rutinas y
agobios.”
Salí de casa con Omar en un taxi Onda Verde
rumbo a Ezeiza. El tránsito estaba difícil por los cortes de calles a causa de
los cortes de luz. Y en la Ricchieri había habido un accidente por lo que
también todo estaba lento, pero asimismo, en una hora estuvimos en Ezeiza. Allí
rápidamente hicimos los trámites de migraciones y equipaje y nos quedamos en el
AEROBAR comiendo unos sándwiches con sendos cafés, mientras comenzaba a caer una
lluvia torrencial.
El vuelo 016 de Turkish Airways debía salir a
las 23,55 pero anunciaron que se atrasaría debido a que por la tormenta no
podían cargar combustible. Así que decolamos casi a las dos de la madrugada. El
Airbus rápidamente tomó altura, pero a pesar de eso, no podía evitar los nimbos,
que lo sacudían permanentemente. No obstante, tal vez por el cansancio acumulado
durante los días previos o bien por el propio movimiento que me hacía de
mecedora, me dormí tan profundamente que no percibí la escala en Sao Paulo.
Cuando me desperté estábamos sobrevolando el continente africano, era de día y
no llovía. Pero como avanzábamos hacia el este, muy pronto de hizo nuevamente de
noche, y nos dieron de cenar pasta con tomate y brócoli, y como postre, mousse
de chocolate.
El mapa del avión nos indicaba que ya estábamos
cerca, pero había nubes bajas y por la ventanilla no se veía absolutamente nada.
¡Hasta que…, el cielo se despejó!

Primera imagen aérea de la ciudad de
Istanbul
Iluminada a pleno y partida en dos por el
estrecho de Bósforo, ¡allí estaba Istanbul!

Al oeste la Istanbul europea y al este, la
asiática
Bósforo proviene de la mitología griega “Bous”
(becerro) y “poros” (lugar de paso). La leyenda cuenta que el dios Zeus había
seducido y embarazado a Ío, una doncella de su esposa Hera. Y que al ser
descubierto, para proteger a la muchacha de los celos de su mujer, la convirtió
en una ternera blanca. Pero Hera, para vengarse, la hizo picar por una avispa,
por lo que el animal cruzó desesperadamente el
Estrecho.

Estrecho del
Bósforo
El Bósforo contaba con dos puentes colgantes
permitiendo la comunicación entre la Istanbul europea y la asiática. El puente
Bogazici o puente del Bósforo, también conocido como “El Primero”, inaugurado en
1973, tenía algo más de mil metros de longitud entre pilares y casi cuarenta
metros de ancho con tres carriles de cada mano, y se encontraba suspendido a
sesenta y cuatro metros sobre el mar. Estaba iluminado con ledes, consiguiendo
así un importante ahorro energético, de allí su coloración roja. Y a sólo cinco
kilómetros de él, en 1988, se había construido el puente Fatih Sultan Mehmet,
con características similares. Pero la necesidad de asidua comunicación databa
de la antigüedad. Según Herodoto, en tiempos de Darío I (522 a.C. – 485 a.C.),
ya existía un puente de barcazas que permitía el paso del
Estrecho.

Durante el descenso,
aunque movido, así se veía iluminado en rojo el puente
Bogazici
Ya con dieciséis horas y media sobre el avión,
y siendo las once y veinte de la noche del viernes 10 de enero, tras algunas
vueltas sobre el mar Negro por no tener disponibilidad de pista, aterrizamos en
el Aeropuerto Internacional Atatürk.
El aeropuerto lleva el nombre de Mustafa Kemal
Atatürk, quien en 1922 aboliera el sultanato para proclamar la República de
Turquía al año siguiente, de la cual se erigiera en máximo dirigente. Y su
principal objetivo fue construir una nación turca a imagen y semejanza de los
países occidentales, a partir de la laicización de la legislación, del sistema
educativo, la implantación de la monogamia, del calendario gregoriano y del
alfabeto latino.

Aterrizando en el Aeropuerto Internacional
Atatürk
Casi sin mirarlos sellaron nuestros pasaportes argentinos y no nos
revisaron los equipajes ya que en la aduana no había absolutamente nadie. Así
que Omar se dirigió a una casa de cambio para comprar liras turcas mientras yo
averiguaba el costo del traslado en remis hasta el hotel Diva’s, en el antiguo
distrito de Sultanameth.
Me acerqué al mostrador de la empresa EUROLIMOUSINE, donde un
hombre me mostró una lista de precios donde figuraba que hasta ese sector de la
ciudad el viaje costaba 40 euros, pero cuando lo rechacé, en perfecto español me
lo ofreció a 30. Y si bien igualmente nos pareció muy caro, siendo casi la una
de la mañana, no teníamos otra opción.
Subimos a una shuttle en la que iban sólo dos hombres más que se
bajaron pronto en un hotel barato. El chofer nos preguntó, en un inglés muy mal
pronunciado, de dónde veníamos y cuánto tiempo nos había demandado volar hasta
allí, a lo que comentó que, sin duda, se trataba de un lugar muy lejano. Al
llegar al hotel, estacionó el vehículo en un terreno contiguo y después de bajar
el equipaje, comenzó a decir: -“¡Tip! ¡Tip!”
Omar le dio dos dólares, pero él pretendía diez euros. Como le
dijimos que eso era mucho, pidió diez dólares. Y ante nuestra negativa, pidió
“diez de cualquier moneda”. Yo estuve a punto de darle diez pesos argentinos,
pero me pareció demasiada maldad a pesar de su osadía, así que le dije que en
nuestro país no se estilaba dar tanta propina. Y cuando él respondió que allí
sí, Omar le dijo que nadie nos lo había avisado, levantó los bultos, entramos al
hotel y lo dejamos con toda la bronca.
Nos dieron una habitación en el cuarto piso que se llamaba Istanbul
(la 403), que si bien estaba muy bien decorada, su principal atractivo era la
vista que desde allí se obtenía. Así que lo primero que hicimos fue asomarnos al
balcón, ver la silueta de la Mezquita otomana de Sokollu Mehmet Pasa, construida
en el siglo XVI y contemplar las luces de los barcos sobre el mar de Mármara…
El sueño se estaba convirtiendo en realidad. Y esa noche ya no iba
a soñar con Istanbul sino en Istanbul.
Ana María
Liberali