1.
Introducción
No hace mucho
tiempo, el regreso del PRI a la presidencia de México parecía inconcebible en el
futuro. Su derrota en las elecciones presidenciales del año 2000 parecía
irreversible y su muerte, cuestión de tiempo. Siguió un interregno de dos
sexenios (dos periodos presidenciales) liderados por el conservador Partido
Acción Nacional (PAN), el cual marcó un violento terremoto político en la
segunda mitad, con la estrategia militarizada contra los cárteles de la droga.
¿Cómo cambió el régimen mexicano a partir de este fenómeno? Dicho cambio, ¿cómo
facilitó el regreso del PRI luego de que se le declarara
desahuciado?
El ascenso de
Enrique Peña Nieto a la silla presidencial, en 2012 por el PRI, sugiere que se
reanuda una continuidad política que se vio interrumpida por doce años… que
tampoco implica una simple vuelta al pasado. México vive un nuevo equilibrio
político, con viejos actores otra vez en escena, aunque representando un guión
diferente. La ecuación política mexicana está marcada simultáneamente por
continuidad y ruptura. Este texto quiere ayudar a explicar el surgimiento del
equilibrio que domina el México contemporáneo y sus rasgos
principales.
La idea que guía
esta contribución es la siguiente: el actual equilibrio político mexicano marca
una degeneración producida por la persistencia del giro neoliberal y la
dificultad para derrotarlo.
La siguiente
sección de este escrito (su segunda parte) avanza una caracterización del
régimen mexicano a partir de una apretada síntesis de su trayectoria histórica.
La tercera parte aborda la guerra contra el narco como una estrategia
política de largo plazo del ex presidente Felipe Calderón que originalmente
surgió como táctica de corto plazo para restituir el liderazgo
neoliberal. La cuarta parte explora el papel de la hegemonía ideológica de la
pequeña burguesía como factor que jugó a favor del renaissance del PRI en
detrimento de una explosión popular anti-neoliberal. En la quinta parte
discutiré el papel del Pacto por México en la estabilización del nuevo
equilibrio político, con el cual Peña Nieto ha suprimido al Partido de la
Revolución Democrática (PRD) como –siempre ambigua– alternativa a la ortodoxia
neoliberal.
Este trabajo
concluye que el reacomodo en el régimen mexicano también amplía el espacio para
una nueva izquierda. Sin embargo, el reto de desafiar al neoliberalismo implica
trastornar intereses fundamentales de la élite empresarial. ¿Está México
preparado para ello?
2. La trayectoria del régimen
mexicano
La
institucionalización del México post-revolucionario iniciada por Álvaro Obregón,
desembocó en un régimen político que Leon Trotsky definió, en 1938, como
bonapartismo sui géneris.i A propósito del gobierno de
Lázaro Cárdenas y su expropiación petrolera, el revolucionario ruso exiliado en
México observó que el Partido de la Revolución Mexicana (antecesor inmediato del
PRI) encabezaba un régimen que “se eleva, por así decirlo, por encima de las
clases [sociales]” (Trotsky, 1938). En un país industrialmente atrasado donde
“el capital extranjero juega un rol decisivo”, “el gobierno oscila entre el
capital extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía
nacional y el relativamente poderoso proletariado” (ibíd.). Frente a este
juego, el rasgo distintivo de Cárdenas habría sido, de acuerdo con el mismo
autor, su decisión de gobernar “maniobrando con el proletariado, llegando
incluso a hacerle concesiones, ganando de este modo la posibilidad de disponer
de cierta libertad en relación a los capitalistas
extranjeros”.
La alternativa a
la ruta adoptada por Cárdenas era que el régimen gobernara “convirtiéndose en
instrumento del capitalismo extranjero y sometiendo al proletariado con las
cadenas de una dictadura policial” (ibíd.). Esto último es justo lo que
ocurriría más adelante.
En los dos
sexenios posteriores, México viviría un proceso de contención de las fuerzas
populares reanimadas por el cardenismo. Bajo Miguel Alemán, quien gobernó de
1946 a 1952, “el experimento cardenista, cada vez más controlado después de
1938, había sido finiquitado” (Knight, 1991). Para ello fue necesario propinar
duras derrotas a la clase obrera, imponiéndole con mano militar una nueva
generación de representantes sindicales subordinados al PRI, conocidos como
líderes charros. El régimen, de tipo autoritario a partir de
entonces, fue realineado hacia el desarrollo de la burguesía nacional “por
nuevos hombres que ingeniosamente encontraron nuevos usos para el viejo equipo
de laboratorio. […] El material era cardenista, pero el plano era el suyo”
(ibíd: 320). El bonapartismo se mantuvo, pero “más como estilo de
ejercicio del poder que como esencia del régimen” (Rodríguez Araujo,
2009).
Ese estilo
de gobernar todavía reflejaría un nacionalismo “tanto económico como cultural e
ideológico” (ibíd.). El correlato económico era la industrialización
por sustitución de importaciones (ISI), modelo seguido por varios países,
incentivado por una coyuntura favorable en la economía internacional luego de la
Segunda Guerra Mundial. En lo cultural se manifestaba en el empuje oficial a un
movimiento que arrancó con el muralismo en las artes plásticas por Diego
Rivera, Siqueiros y Orozco, y que permeó la música, el cine, la literatura, la
danza y otras expresiones. El aspecto ideológico podía verificarse en el
nacionalismo revolucionario del PRI, cuyo discurso informaba el
incipiente estado de bienestar que impulsaba el régimen para presentarse
como personificación de la Revolución de 1910.
Octavio Paz, el
poeta mexicano, definió a este PRI como un “ogro filantrópico”. El régimen era
sensible a las demandas populares… a las cuales prohibía su coordinación
desde abajo.ii
Este estilo
de gobierno, sin embargo, también sería desmontado. A partir de finales de los
años 1970s, se inició una revuelta en la élite gobernante (Morton, 2007) que
está en el origen de la metamorfosis del nacionalismo revolucionario en
neoliberalismo radical. Como parte de un contexto de agotamiento del
boom económico mundial de la posguerra, los organismos internacionales
dirigidos por Estados Unidos condicionaron los créditos a los distintos
gobiernos a reajustes neoliberales en política económica. La década de los 1980s
registró un giro neoliberal a nivel internacional, que se definió por una
“transferencia de la riqueza de las clases subordinadas a las dominantes y de
los países más pobres a los más ricos” (Harvey, 2007).
En México esto se
tradujo en un proceso de “revolución desde arriba” y “sin participación de las
masas”, que activó esa “reforma política alineada al capital extranjero y sus
ideas asociadas, carente de una base nacional-popular” (Morton, 2010). Como
efecto, se desmantelaría el estatismo en la economía, y la filantropía en las
políticas públicas. Un proceso en función del “capital global, particularmente
de su fracción transnacional instalada en el seno de la economía mexicana”
(Solís González, 2013) que iría en detrimento del capital orientado al mercado
interno.
Por supuesto, esto
tuvo consecuencias en el ejercicio del poder en México.
Tanto el
bonapartismo sui géneris como el autoritarismo bonapartista son
dos variantes de un régimen que el analista Octavio Rodríguez Araujo (2009)
denomina como “estatista, populista y autoritario” (EPA). Según la terminología
de este autor, este orden político sería después reemplazado por un régimen
“neoliberal, tecnocrático y autoritario” (NTA). El primero “se fundó con el
gobierno de Álvaro Obregón (1920-1924), y el segundo, aunque todavía con ciertas
ambigüedades e indefiniciones, en 1982, con Miguel de la Madrid Hurtado”
(ibíd.). Durante algún tiempo, México tendría estos “dos regímenes
sobrepuestos”iii hasta el año 2000. Carlos
Salinas fue el campeón del nuevo régimen: un resultado emblemático de su
gobierno fue sin duda el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN).
Cuando en el
2000 el PRI finalmente perdió la presidencia de México, el nuevo partido
gobernante, el PAN, mantuvo vivo el carácter “neoliberal y tecnocrático” del
nuevo régimen levantado, con lo cual desaparecieron del primer plano los
residuos que quedaban del régimen anterior. Sin embargo al lado de esta
continuidad, sobrevino una nueva ruptura con el pasado. O usando lenguaje
trotskista, en 2000 ocurrió una transición de un bonapartismo con rasgos
democráticos, a una democracia con fuertes resquicios
bonapartistasiv.
La nueva
transición exhibida en 2000, es el último hecho de una secuencia de eventos
activada doce años atrás. Ante el ascenso de los tecnócratas dentro del PRI, un
sector de este partido liderado por Cuauhtémoc Cárdenas, fiel al nacionalismo
revolucionario, cristalizó como oposición interna. Esta ala terminó por
romper, se tragó al Partido Comunista Mexicano (alineado a Moscú) y sus aliados,
y hegemonizó el Frente Democrático Nacional, el cual perdería las elecciones
presidenciales de 1988 frente a Carlos Salinas mediante un fraude electoral. Un
año después, se fundaría el Partido de la Revolución Democrática (PRD), una
formación política originada en (y dominada por) el PRI que no aguantó el giro
neoliberal.
Después, en 1994,
sobrevino la insurrección zapatista en Chiapas, que significó un serio desafío a
la consolidación neoliberal. Como respuesta, Salinas decidió una concesión
enorme al PRD y al PAN para evitar mayores grietas políticas. El régimen
renunció ese mismo año a su control del conteo de votos en las elecciones, para
darle esa tarea a un organismo autónomo: el Instituto Federal Electoral (IFE).
Así, durante los doce años que separan 1988 de 2000, “el país cruzó el umbral
que separa el autoritarismo de la democracia [burguesa]” (Magaloni,
2005).
Poco después,
vendría un nuevo giro en la política mexicana: la guerra contra el
narco.
3. La guerra
contra el narco: surgimiento y anclaje
Cuando
cambia algo tan arraigado como lo es un estereotipo nacional, algo profundo
seguramente está ocurriendo. El tradicional (y estúpido) estereotipo mexicano
había sido ese del tipo con sombrero largo, durmiendo cómodamente recargado en
un cactus. Hoy en día, además o aparte de eso portamos un cuerno de
chivov bajo el sarape, listos para
vender drogas. Este cambio cultural puede verificarse en el cine desde/sobre
México. Sesenta o setenta años atrás predominaban historias sobre la Revolución
Mexicana o sus legados. Ahora todo gira alrededor de la Guerra contra el Narco.
Sólo véase el contraste entre la utopía épica de “Vámonos con Pancho Villa”
(1936) de Fernando de Fuentes y la distopía trágica de “El Infierno” (2010) de
Luis Estrada. Lo mismo es visible desde el ojo extranjero. Compárese nuestra
imagen nacional en “¡Que viva México!” (1932) de Sergei Eisenstein con la
película al estilo Tarantino “Machete” (2010) de Robert Rodríguez: autenticidad
virginal vs. corrupción orgánica.
¿Cuándo empezó
todo esto? ¿Cómo nos convertimos en los despiadados bad boys? En
diciembre de 2006 el recién electo presidente Felipe Calderón (del PAN) le
declaró la guerra al narco. El secretario de Gobernación de ese momento,
Francisco Ramírez Acuña, explicó el lanzamiento de la “Operación Conjunta
Michoacán”, como un esfuerzo para “acabar con la impunidad de los delincuentes
que ponen en riesgo la tranquilidad de todos los mexicanos y, especialmente, de
nuestras familias” (Presidencia de la República, 2006).Desde entonces, la
palabra “seguridad” se convirtió en uno de los ejes del discurso político en
México. De nuevo, ¿por qué? En esa elección, los dos candidatos punteros
terminaron con una diferencia de menos del 1% de los votos, con el derrotado
Andrés Manuel López Obrador (del PRD) denunciando fraude electoral; y así,
debilitando seriamente al ganador. En su búsqueda de medios para ganar estatura
política rápidamente, Calderón decidió lanzar un estruendoso y selectivo ataque
a cárteles de la droga (epítomes de “lo criminal”). Con ello, el presidente
entrante lograría presentarse como la encarnación del interés general,
superando así su debilidad inicial.
Sin embargo, la
ruta escogida por Calderón también significó un mayor alineamiento a la política
exterior de Estados Unidos. Washington rápidamente declaró su apoyo al gobierno
mexicano, y más tarde lo institucionalizó mediante la “Iniciativa Mérida”, un
acuerdo militar México-EE.UU. firmado en 2008 para juntos sostener la “guerra a
las drogas”.
Según cifras
oficiales (Archibold, 2013), en todo el sexenio de Calderón al menos setenta mil
personas resultaron asesinadas como efecto de la aventura militar contra los
poderosos (y también militarizados) cárteles. En síntesis, lo que empezó como
una táctica de corto plazo, terminó como una estrategia de largo plazo orientada
a la estabilidad política. La guerra a las drogas se tornó funcional al
mantenimiento del orden neoliberal, y la violencia un simple efecto colateral. A
nadie debe sorprender que el nuevo presidente Enrique Peña Nieto, restaurador
del PRI, esté dando continuidad a la guerra al narcotráfico que lanzó su
predecesor.
La cambiante
percepción de México en el exterior debe ser leída como un indicador del
terremoto político que el país ha atravesado. Sin importar cuán sangrientos
hayan sido estos últimos seis años, ningún actor político central se atrevió a
desafiar la carnicería. Más aún, ese fue uno de los terrenos donde los
candidatos presidenciales del 2012 coincidían; sólo polemizaron entre sí sobre
cómo proseguir una Guerra al Narco más efectiva. En este sentido, aunque Peña
afirmó que su prioridad sería “reducir los niveles de violencia”, rápidamente
completaba diciendo que “hay tareas que se han seguido que deben mantenerse e
incrementarse” (citado en Cave, 2012). La legalización de las drogas sigue
siendo un tabú.
Si en 2006 México
estuvo al borde de sumarse al club de los gobiernos de “centroizquierda” de
América Latina, después vino el frenesí reaccionario que lo convirtió en el
aliado clave de Washington y sus amigos para contrapesar el giro a la
izquierda en la región. Junto con Colombia, México empujó a toda
Centroamérica a la Guerra contra el Narco. Esta subregión, con una dinámica
política opuesta al resto de Latinoamérica, ha llevado a analistas reaccionarios
pero bien informados como Andrés Oppenheimer (2011) a preguntarse si ahora
estamos frente a dos Américas Latinas: una “del Pacífico” y la otra “del
Atlántico”.
Rosario Green, ex
secretaria de relaciones exteriores de México y veterana asesora del régimen en
materia internacional, ya lo había puesto así: “Si me preguntas cuáles serán
probablemente su primera, segunda y tercera prioridad [de Peña], yo diría que
Estados Unidos, Centroamérica, y el Pacífico” (Oppenheimer, 2012). O en palabras
del propio Peña Nieto (2012): “tenemos que asumir, como país, un rol de mayor
responsabilidad en las distintas organizaciones regionales y multilaterales. En
particular, en la Alianza del Pacífico, al lado de Colombia, Perú y
Chile”.
Esta
contra-tendencia al giro a la izquierda con epicentro en la Ciudad de
México, afecta a más de un tercio de la población regional en tanto alcanza a
otros gobiernos derechistas: Perú y Chile. Estos dos junto con Colombia y México
han lanzado recientemente (junio de 2012) un bloque económico en oposición a la
ALBA de Chávez y al Mercosur liderado por Brasil: la Alianza del Pacífico, con
Costa Rica y Panamá como observadores. Como complemento, el resto de
Centroamérica ya había firmado un favorable acuerdo comercial con México en
noviembre de 2011 (Reuters, 2011). Estamos frente a un verdadero giro a la
derecha en el cual los países donde el neoliberalismo aún corre desbocado,
las élites están haciéndose el amor unas a otras.
Mientras una parte
de América Latina ha vivido intentos de revisión del neoliberalismo, en otra se
profundiza –violencia de por medio– el mismo modelo para aplicarlo
correctamente. Mientras en una parte de la región el tema político
central es la redistribución de la riqueza, en otra lo es la seguridad frente al
crimen. En una parte domina la discusión sobre la justicia social y en
otro la guerra a las drogas. México se ha internado en un equilibrio
político peligroso.
4. Bolsillos miserables, sensibilidades
clasemedieras
Cuando en 2006 el New York Times cubrió los alegatos de fraude electoral
hechos por López Obrador, reflejó dos pronósticos en sus páginas. Por un lado,
“analistas políticos como Robert Pastor de la American University dijo que la
historia del Partido de la Revolución Democrática del Sr. López Obrador y sus
propios instintos políticos belicosos pueden fácilmente conducirlo a llevar esta
pelea a las calles”. Por el otro, Pamela Starr, en ese entonces experta en
América Latina por Eurasia Group, acertó: “ella espera que el Sr. López Obrador
‘haga mucho ruido’ pero conceda su derrota rápidamente”. ¿Por qué? Desde su
perspectiva, este político “había aprendido de la elección que su estilo
político confrontacional asustó votantes en un país donde la gente es
abrumadoramente pobre, pero posee sensibilidades conservadoras, de clase media”
(en McKinley Jr. & Thompson, 2006).Allí reside el secreto de su
correcta especulación: los mexicanos tienen una clase social en el bolsillo y
otra en su mente.
Esta verdad es tan
arraigada que incluso sesga a las ciencias sociales mexicanas. Basta con echar
una breve mirada a un caso ejemplar. Para Roger Bartra, un sociólogo de primera
línea, México “es ya una sociedad de clase media”. ¿En serio? Su respuesta: si
bien es cierto que 40% de la población es pobre, “el 60% restante forma parte de
la clase media” (Bartra, 2011). Sin embargo, cuando Bartra (2011) alega que en
México “la clase media ya es hegemónica” lanza un dato correcto que no se
corresponde con la realidad sociodemográfica del país (como él supone) pero sí
con su conformación ideológica, de la que este intelectual cae víctima. Como
muestra de ello, un estudio en 2011 reveló que el 81% de los mexicanos cree ser
de clase media aunque sólo el 32% gana más de mil dólares al mes (Verdusco,
2011).
México es el país
más desigual de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico
(OCDE). Según este organismo ( OCDE, 2013), en México el ingreso del 10% más
rico de la población es 28.5 veces mayor que el ingreso del 10% más pobre.
México también encabeza la lista de desigualdad por el índice de Gini junto con
Chile y Turquía. Además, la UNICEF reveló este 2013 que en México 5 de cada 10
niños y adolescentes mexicanos se encuentran en situación de pobreza (Enciso L.,
2013). Más aún, hoy los salarios mexicanos son, en promedio, incluso más bajos
que en China según la firma Merrill Lynch (Reuters, 2013). Hace unos años era al
revés, pero en el país asiático han ocurrido montones de huelgas obreras, algo
inimaginable en México, donde las clase trabajadora es clasemediera
aspiracional. Carlos Slim, por su parte, sigue reafirmándose cada año como
el hombre más rico del planeta.
En el presente, la
clase media conforma el sujeto del discurso político del régimen
mexicano: la familia-a-ser-salvada-de-las-drogas. Conviene insistir en
que no siempre fue así.
Cuando en 1975 un
estudiante comunista confrontó en la UNAM al presidente Luis Echeverría (1975),
éste felizmente aplaudió con entusiasmo y exclamó “¡Soy el primero en
aplaudirlo!” cuando el activista explicó al auditorio universitario que “la
revolución es un proceso que requiere principalmente la incorporación del
proletariado”. Más tarde, en 1980, el nacionalismo revolucionario aún
prevalecía en el PRI. En su discurso antes de la elección que ganó para
gobernador del estado de Nayarit en 1981, el líder charro Emilio M.
González (1981) aún exclamaba con orgullosa confianza su “doctrina”: “Creo en la
Revolución Mexicana, sostengo el nacionalismo revolucionario… Soy
anti-imperialista…”. Eran otros tiempos.
El giro neoliberal
liquidó ese tipo de discurso político y deterioró gravemente el aparato
corporativo que lo acompañaba, con efectos actuales en las relaciones
poder-sociedad.
El actual
menosprecio de la élite política mexicana al aparato cardenista de monitoreo y
canalización de las demandas y “sentimientos” populares, amputó al régimen de su
vínculo con la mayoría de la población. A mi juicio, esto explica que el
malestar social sea enfrentado cada vez más mediante la violencia selectiva, en
el contexto de una “militarización de la seguridad pública” (Loaeza Reyes y
Pérez-Levesque, 2010). Sin vehículos de comunicación desde/hacia el poder, el
resultado de los choques entre los actores sociales mexicanos es más
impredecible y, por tanto, la violencia una posibilidad más grande en cada
situación. El saldo trágico de esto es toda la sangre derramada en la guerra a
las drogas. En el pasado, en el contexto del aparato de intermediación del PRI,
los mercados ilícitos “durante décadas, pudieron prosperar con niveles muy bajos
de violencia. El cambio de los últimos años está en eso” (Escalante Gonzalbo,
2009). En otras palabras, el trasiego de drogas, en sus diferentes niveles, no
tiene con quien negociar la impunidad explícitamente, como en el viejo régimen.
¿Qué hará Peña Nieto?
La visión
neoliberal trató a las estructuras corporativas como molestos obstáculos al
óptimo funcionamiento del mercado. De este modo, la élite, al barrer
organizaciones que no fueron reemplazadas por algo “mejor”, sólo abrió un vacío
entre el régimen y las clases.
Por lo tanto, la
supuesta hegemonía de la clase media es en realidad un impacto en la ideología,
de la derrota de las estructuras de las clases populares. Estructuras que
estaban en manos del PRI, claro está, pero que (con todas sus dificultades)
podían disputarse “desde abajo”. Aunque aún quedan poderosos sindicatos priístas
como el magisterial o el petrolero, en el panorama más amplio ni siquiera hay
sindicatos, más que como residuos. Sólo en algunos casos tuvo éxito una
democratización por abajo, como el gremio magisterial en Oaxaca, por ejemplo.
Pero ésta es la triste excepción, no la regla. La nueva regla es atomización de
la clase trabajadora, lo cual hipertrofia en la masa una ilusión de movilidad
social por la vía individual. ¿Por qué? Sin esas ilusiones clasemedieras
sólo queda la cruda realidad de una incesante exclusión.
Mientras tanto, la
dominación neoliberal permanece vibrante.
5. El régimen
mexicano ante el regreso del PRI
La pregunta
dramática es: ¿por qué el PRI volvió al poder? En efecto, esto no sólo se debió
a dos presidencias fallidas del PAN. En gran medida, porque los priístas
capitalizaron su tradición de “contacto popular”, la cual aunque atrofiada
permanece efectiva. Y a este nivel no tienen serios oponentes. En una escala
general, el PRI ha probado ser el guardián más experimentado y confiable del
capitalismo mexicano. Frente a la población, y ayudado por las televisoras, el
PRI tuvo éxito en mostrarse como una alternativa de orden en oposición al
desorden de Calderón.
Puede ser tentador
ver el regreso del PRI a través de los viejos y buenos lentes de Marx: “primero
como tragedia, después como farsa”. O sea, un nuevo (y farsante) gobierno del
PRI sería únicamente su última prueba empírica antes de su muerte definitiva.
Pero por más atractiva que esta imagen sea, parece más apropiado acudir al
realismo mágico latinoamericano: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía
estaba allí”.vi Lo cierto es que el
PRI-nosaurio nunca se fue aunque amábamos pensar que sí.vii Después de todo, incluso en
sus años afuera de la presidencia, el PRI nunca gobernó menos de la mitad de los
estados mexicanos, y cerró el 2012 gobernando en veinte de ellos. Pero ahora,
como desde hace tiempo, ninguna filantropía residual queda en los genes del
viejo ogro: su versión neoliberal llegó para quedarse.
Las metáforas, sin
embargo, son insuficientes para el análisis.
Cualquier régimen
político “consiste en una forma de ‘ordenamiento’ de las relaciones entre estado
y sociedad y, en consecuencia, todo régimen presupone un ‘equilibrio’”
(Mujal-León y Saavedra, 1997). En su aspecto organizativo, por lo tanto, el
régimen se traduce en una cierta “articulación de las instituciones estatales”
(Moreno, 1984). El análisis de estas articulaciones permite, así, discernir las
variaciones en el régimen o su eventual mutación.
El régimen
democrático neoliberal mexicano, cuya plenitud emergió en el año 2000
encabezado por el PAN, se mantiene ahora con el regreso del PRI. Igualmente, el
gobierno de Peña Nieto está dando continuidad a una variación introducida por
Felipe Calderón desde 2006. ¿Cuál variación? El régimen, para mantener su
dominación, ha aumentado el uso de la violencia sistémica a partir de Calderón.
En consecuencia, se ha operado un ascenso en el rol del aparato militar. Un
efecto de esto es que el espacio para la oposición anti-neoliberal se ha
reducido, y los partidos del régimen han reducido al mínimo sus diferencias
entre sí. Hoy esto es más claro que nunca antes: PRI, PAN y PRD son los pilares
de un edificio que las tres partes buscan sostener.
En relación con la
agenda económica observada en los primeros meses de gobierno de Peña Nieto “no
es difícil ver el parecido con las políticas impulsadas en toda Europa ante la
crisis [financiera global iniciada en 2008]. Ajuste fiscal, promoción de las
finanzas, flexibilización laboral, oportunidades de negocio al capital. En este
sentido, el nuevo gobierno de México parece haber elegido por modelo económico
el mandato de los organismos multilaterales de crédito, desmereciendo las
pruebas de su fracaso en los países de la región” (Cantamutto,
2013).
La novedad es que
esta agenda no la está impulsando el gobierno de Peña Nieto “en solitario”, sino
a través del Pacto por México. Dicho pacto es un acuerdo entre el PRI, el PAN y
el PRD, para impulsar mayores reformas neoliberales. Las causas inmediatas de
esta cínica convergencia escapan a los límites de este texto, pero quiero anotar
uno de sus efectos. Tal y como han observado analistas del movimiento socialista
en México, el PRD “ha muerto como opción progresista” (Revista Pluma, 2013). En
este sentido, el Pacto por México “ha cambiado profundamente el centro de
gravedad de la política mexicana, al juntar todo el peso antes distribuido entre
la izquierda, el centro y la derecha en una especie de centro-derecha
neoliberal” (Ruiz Tassinari, 2013). Lo mismo aplica para el ex priísta López
Obrador, quien acaba de renunciar al PRD para formar otro partido. Su discurso
(cada vez menos) inflamado esconde que su programa corresponde a un utópico
neoliberalismo “con rostro humano”.
El
renaissance del PRI mucho le debe a la izquierda oficial que se ha
diluido como oposición. Tanto el PRD como López Obrador han mostrado una y otra
vez una destacada inhabilidad para presentar una salida al neoliberalismo y a la
guerra a las drogas. Esa izquierda, por el contrario, se vio reducida a una
política parasitaria: una actitud de crítica histérica al PRI y al PAN sin
proponer nada a cambio. El cambio radica en que ahora el PRD ha transitado a una
actitud “propositiva”, dispuesto ahora, sin complejos, a asumir la agenda
neoliberal.
6. En
conclusión
México ha seguido, después de la Revolución de 1910,
esta secuencia: bonapartismo sui géneris, autoritarismo
bonapartista, autoritarismo neoliberal y
democracia neoliberal. Los dos primeros tipos están más emparentados entre
sí al igual que los dos últimos. Unos comparten la ideología del
nacionalismo
revolucionario, el estatismo en la economía y
alguna filantropía hacia las clases populares; mientras los otros tienen en
común el dogma neoliberal, la subordinación al capital extranjero y
un criterio tecnocrático en las políticas
públicas.
El largo siglo XX
mexicano atestiguó un ciclo trágico en sus protagonistas: desde el capital
extranjero antes de la Revolución, a las clases populares después; luego a la
burguesía nacional y finalmente el capital extranjero. La convergencia del
protagonista de llegada con el de inicio, tal vez señala un añejo pendiente en
la política mexicana que aún está esperando su resolución: “es necesario
completar la obra de Emiliano Zapata” (Trotsky, 1939).
El arranque del
siglo XXI sólo ha hecho que la débil iniciativa de las clases populares sea más
sentida aún. En este sentido, la violencia de la guerra a las drogas es parte de
una degeneración en el régimen democrático neoliberal. El perfil
del aparato militar aumentó, de forma preventiva, a fin de afianzar un régimen
que en 2006 mostraba algunas grietas. Aún es pronto para discernir si esto es el
preludio de un cambio a un nuevo equilibrio político: ello depende de la
lucha.
Mientras tanto,
con el corrimiento de la izquierda oficial a la agenda neoliberal, se ha abierto
un espacio político que una nueva izquierda, resueltamente proletaria, está
invitada a disputar. ¿Ocurrirá esto? ¿Qué le espera a
México?
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(10/06/2013).
El presente artículo fue redactado en Junio de 2013 y
enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
i El término “bonapartismo” proviene de la
obra de Marx El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. En ella Marx
explica la secuencia de eventos que, entre 1848 y 1851, llevaron en Francia a un
gobierno que “se cree llamado a garantizar el orden burgués”, pero que se ha
“convertido en fuerza independiente” porque “quisiera aparecer como el
bienhechor patriarcal de todas las clases”. Estas son, a grandes rasgos, las
características de un tipo de régimen bonapartista. Cuando Trotsky propone el
concepto “bonapartismo sui géneris” es para señalar un tipo especial observado
en países industrialmente atrasados.
ii El régimen mexicano administraba su
relación con las clases populares (y con la burguesía en alguna medida) a través
de estructuras corporativas: esto es, vehículos organizacionales cuyos líderes
eran promovidos desde arriba, sin ningún espacio para cualquier oposición
interna. Esta tradición que inauguró Obregón y que alcanzó
su plenitud con Cárdenas, guardaba una reveladora semejanza con el estalinismo.
El régimen mexicano, justo como la Unión Soviética desde Stalin, necesitaba de
un aparato político represivo que le garantizara el monopolio burocrático del
poder, al tiempo que construía su legitimidad a partir de actuar en nombre de
una Revolución plebeya. De este modo, el principal aparato dirigido a la clase
obrera –la Confederación de Trabajadores de México (CTM)– fue diseñado con todos
sus rasgos antidemocráticos en los años 1930’s por el bicéfalo estalinismo
mexicano (el Partido Comunista Mexicano por un lado y Vicente Lombardo Toledano
por el otro), quienes pronto entregaron su dirección al régimen por órdenes de
Moscú de apoyar al partido en el poder “a toda costa”. En otras palabras, el
corporativismo destilado por Cárdenas es el perfeccionamiento del nacionalismo
revolucionario a partir de una incrustación soviética en la institucionalización
post-revolucionaria de México.
iii“Dije ‘dos regímenes sobrepuestos’ porque al iniciarse el neoliberal
tecnocrático, el estatista populista no había desaparecido del todo. Muchos de
los defensores del viejo régimen, con o sin adecuaciones a los tiempos
cambiantes, estaban vigentes dentro y fuera del gobierno federal, de no pocos
gobiernos estatales y del PRI, uno de sus principales soportes desde su creación
en 1929 como Partido Nacional Revolucionario (PNR). Al mismo tiempo, los
defensores del nuevo régimen –también en el PRI–, que ya habían sobresalido
desde el gobierno de López Portillo (1976-1982) en su gabinete económico,
afianzaron su hegemonía al ganar para ellos la presidencia de la república, en
un país presidencialista altamente centralizado. Podría decirse que, a pesar de
que los defensores del régimen neoliberal tecnocrático contaban con el gobierno
nacional, no habían logrado derrotar a los representantes del viejo régimen.
Quizá esto explicaría por qué tuvieron que recurrir a un golpe de Estado técnico
imponiendo, primero en el PRI (como candidato) y luego en la presidencia del
país, a un tecnócrata también neoliberal: Carlos Salinas de Gortari. Fue éste
quien habría de precisar el carácter del nuevo régimen, y afianzarlo, sin
importarle los medios para conseguirlo” (Rodríguez Araujo,
2009).
iv Esta expresión fue acuñada por el
dirigente socialista Cuauhtémoc Ruiz. Su idea está expuesta en varios documentos
inéditos, alrededor del año 2000, elaborados por el Partido Obrero Socialista de
México.
v El “cuerno de chivo”
es el término con que se conoce en México al fusil de asalto AK-47, más conocido
como “Kalashnikov” en otras partes del
mundo.
vi Éste es un micro-cuento del escritor guatemalteco
Augusto Monterroso.
viiCuando esta verdad se aclaraba, el
movimiento estudiantil #YoSoy132 emergió en medio de la campaña electoral
de 2012. Televisa había sido el patrocinador oficial no reconocido de Peña
Nieto. En oposición a esto, una nueva generación de activistas se alzó contra la
monarquía capitalista de los medios de comunicación en México. (El único mérito
de Azcárraga para dirigir la principal televisora del país es que “el heredero”
de la empresa, como en cualquier reinado, digno de ser decapitado). Pero aquí,
como en un triste recordatorio de las sensibilidades de clase media
prevalecientes (comparemos por un instante con Occupy Wall Street)
#YoSoy132 también era una crítica al capitalismo… pero no se enteró: ¿no
es acaso su aparición una denuncia de la propiedad privada sobre aquello que,
por ser del interés común, no debería pertenecer a un individuo?