Lo sorprendente es el gigantesco esfuerzo,
posiblemente subproducto del atentado de las Torres Gemelas, que ha desplegado
la NSA norteamericana, los miles de millones de correos y llamadas telefónicas
procesadas para que nada significativo escape a su vigilancia. Tantos han sido
los auscultados, que aquellos a quienes la operación haya pasado por alto pueden
sentirse excluidos del Gotha de las preocupaciones norteamericanas. Y un agente
autónomo, con uno de los siete millones de ordenadores que manejan los servicios
de información de Washington, Edward
Snowden, de filiación política desconocida,
le ha hecho un daño que el tiempo puede revelar irreparable a la Administración
del presidente Obama, mostrando al mundo cómo se espían urbi et orbi, carraspeos
y respiraciones, insomnios y festividades nocturnas. Eso es lo que tiene que
haber dejado estupefacta a la señora Merkel; no que la espíen a ella, sino a su
ama de llaves.
Y como ocurrió con Julian Assange —el australiano
que lleva más de un año encarcelado en la Embajada ecuatoriana de Londres—, la
opinión mundial y la justicia de EE UU están juzgando ya al analista, que desde
el 23 de junio pernocta en la zona de tránsito de un aeropuerto moscovita,
acusado por Washington de divulgar secretos de Estado. La posición
norteamericana es perfectamente comprensible, porque si no actúa contra su
excontratista, y el ejemplo cunde con la aparición de enésimos Assange, las
comunicaciones oficiales a través del ciberespacio —y no solo de Estados Unidos—
pueden llegar a ser virtualmente imposibles. Pero la opinión, tanto en Europa
como en América Latina, donde se encuentran los países más afectados por la
operación, ve las cosas de forma diferente.
El propio Snowden está preparando su defensa ante
ese areópago universal, y para ello ha desempolvado una declaración de los
tribunales aliados que juzgaron al régimen nazi en Nuremberg (1945), donde se
dice: "Los individuos tienen deberes internacionales que trascienden a la
obligación nacional de obediencia. Y, con ello, el deber de transgredir el
ordenamiento jurídico de su país, para impedir que se perpetren crímenes contra
la paz y la humanidad". Hay una diferencia, sin embargo, entre el Holocausto y
espiar por teléfono. El especialista de la NSA incluye, igualmente, en su
argumentario una referencia a la Declaración Universal de Derechos Humanos de la
ONU: "Nadie deberá sufrir interferencia arbitraria sobre su intimidad, familia,
hogar o correspondencia"; pero en este caso solo se trata de una jaculatoria sin
fuerza de ley. Y en una conferencia de prensa que dio la semana pasada en el
aeropuerto justificaba su conducta diciendo que había puesto lo que sabía "en
conocimiento del público, para que todo lo que le afecte se discuta a la luz del
día", razón por la que pedía "al mundo justicia". El disgusto de la opinión en
los países espiados es de tal magnitud que, especialmente en Europa, limita la
capacidad de olvido de Gobiernos que lo que más desean es reconciliarse cuanto
antes con Washington, y en América Latina refuerza, en cambio, las posiciones
del bolivarianismo.
El descomunal avance de las comunicaciones hace
virtualmente imposible que el Estado pueda garantizar de manera absoluta la
lealtad o servidumbre del número creciente de operadores necesarios para
controlar ese piélago de mensajes. Es como si la tecnología se hubiera vengado
de quien más se sirve de ella, añadiendo a la manipulación informática un
curioso elemento de carácter libertario, la posibilidad de que un operador
aislado pueda hacer la guerra por su cuenta.
Estamos en un
impasse: Snowden, pendiente de una condena o absolución, siquiera de
carácter moral, en un limbo moscovita, sin medio conocido de viajar a un
país-refugio como Venezuela, Bolivia o Nicaragua, que le han ofrecido asilo, y
sin los medios para hacerlo efectivo. Solo una legislación internacional de
obligado cumplimiento, hoy impensable, resolvería el problema.