En silla de ruedas
El
14 de agosto de 2012 a las 20,10 tomé el micro de la empresa Silvia rumbo a la
ciudad de Gualeguay, al sur de la provincia de Entre Ríos. Al día siguiente
debía dar una conferencia sobre “Agrotóxicos en la Cuenca del Plata”, en el
marco del Séptimo Congreso Nacional del Pensamiento Argentino
Interdisciplinario: Historia, Economía Política, Cartografía, Biología,
Matemática, Física y Tratados Internacionales, invitada por la Asociación Mutual
de Trabajadores del Arte, la Cultura y Actividades Afines
(AMTAC).
Al
salir de la terminal de ómnibus de Retiro la lluvia era torrencial y el viento
muy intenso y arremolinado; y al llegar a la Panamericana prácticamente íbamos a
paso de hombre. Pero el peor momento lo vivimos al cruzar el puente Zárate-Brazo
Largo, en que parecía que el ómnibus era simplemente un papel en medio de
semejante tormenta, ya que el viento y la lluvia le pegaban por todos lados.
Pero pasado ese tramo, las condiciones meteorológicas mejoraron y pude dormir un
buen rato.
A
las doce de la noche, con media hora de atraso, llegamos a destino y mediante un
remis, me dirigí al hotel Jardín, que los organizadores me habían
indicado.
El
conserje no se destacaba por su simpatía. En realidad, era un caracúlico y
parecía fastidiado por tener que llevarme la valija por escalera hasta la
habitación del primer piso que me había asignado. Le pedí que me llamaran a las
siete de la mañana y sin perder tiempo me fui a dormir.
Siete
menos cuarto me desperté sola, encendí el televisor para ver las noticias, y
luego de asearme me vestí. Entre una cosa y otra se habían hecho casi las siete
y media, y recién entonces sonó el teléfono con el fin de
despertarme.
Y
antes de partir hacia el lugar del evento, me dirigí al desayunador. Pero al
bajar la escalera, en el preciso lugar donde ya no tenía baranda desde donde
sostenerme, pisé con toda la fuerza un reborde del piso justo debajo del último
escalón, que era de solo un centímetro, ¡y me caí!

Foto
de la escalera del hotel Jardín, tomada de su página web
Se
me dobló el tobillo de tal manera que no me podía levantar. Y ante mis quejidos,
algunos de los que pasaban por el lobby vinieron a ayudarme. Y el conserje de la
mañana, nada que ver con el de la noche, además de llamar a una ambulancia,
rápidamente me trajo hielo.
El
hospital estaba repleto, pero me atendieron de maravillas. Me tomaron varias
radiografías y el traumatólogo diagnosticó “esguince de tobillo”. Me dio
un antiinflamatorio y un calmante; me prohibió apoyar el pie, lo que en realidad
me era totalmente imposible, y me dijo que debía hacer reposo absoluto durante
un mes más la rehabilitación.
Yo
llamé a DOSUBA (la obra social de la Universidad de Buenos Aires) para ver de
qué manera podían ayudarme y me ofrecieron una ambulancia para trasladarme a
Buenos Aires recién al día siguiente. ¡Nooooooo! Yo quería regresar ese mismo
día, pero iba a ser muy difícil conseguir pasaje en la parte inferior del micro,
ya que no podría subir las escaleras hacia el piso
superior.
Con
la ambulancia del hospital me llevaron nuevamente al hotel, pero como yo no
podía subir las escaleras, las mucamas tuvieron que juntar todo el desparramo de
cosas que había dejado pensando que volvería pronto; y me instalaron en una
habitación en la planta baja.
Esas
andanzas ocuparon toda la mañana. Los organizadores habían tratado de
comunicarse a mi celular, al que yo no contestaba, porque como suele ser mi
costumbre, lo había dejado olvidado en la habitación. Y cuando se enteraron de
lo ocurrido, me fueron a buscar con una silla de ruedas y me llevaron a almorzar
junto con la periodista e historiadora Elena González Bazán, quien también
participaba de la actividad, presentándome además a otros miembros de la
mutual.
Ellos
dijeron que quedaba a mi criterio dar o no la conferencia, pero a mí me parecía
una falta de respeto no hacerlo. Habían hecho muchos esfuerzos para llevarme
hasta Gualeguay y habían convocado público de toda la provincia. Pero para que
no se me fuera el efecto de los calmantes, Elena me cedió su espacio para que yo
expusiera lo antes posible.
Fui
conducida hasta el local de los bomberos, lugar donde se llevaba a cabo el
Congreso. El salón de actos estaba en el primer piso y no había ascensor por lo
que me subieron con la silla de ruedas al montacargas que usaban para subir
mangueras y otros elementos, ¡pero no tenía paredes! Menos mal que no sufro de
vértigo.
Cuando
llegamos al pie del escenario, que era bastante alto, entre dos bomberos
grandotes me levantaron con silla y todo. Y ahí sí que me asusté al verme en el
aire. Pero ellos muy seguros me dijeron: -“Tranquila señora, sabemos lo que
hacemos”.
Di
la charla bajo los efectos del ibuprofeno 600 y tuvo muy buena recepción, por lo
que después me hicieron varias preguntas.
Luego
expuso Elena, quien se refirió a la historia de las mujeres obreras, y finalizó
con una frase de las anarquistas: “Ni dios, ni patrón, ni marido…”
¡Excelente! Esa es la receta. Pero el público quedó mudo, en especial el sector
masculino.
Antes
de partir, muchos se nos acercaron a hacernos comentarios y preguntas, pero nos
habían conseguido pasajes, y debimos irnos
apresuradamente.
Primeramente
pasamos por el hotel y les quisieron cobrar medio día por la habitación que me
habían dado para que me recostara un rato mientras me venían a buscar, porque no
querían que me quedara en el lobby para que los otros pasajeros no se enteraran
de lo que había ocurrido. No fue más que media hora y ni siquiera había
desarmado la cama. Pero estaba el conserje de la noche anterior, y de muy mala
manera les dijo que si no pagaban no podrían retirar las cosas. ¡Justamente
ellos que tenían algo en malas condiciones ni siquiera tuvieron esa mínima
atención! Pero pareció ser una característica de la ciudad, donde la demanda
superaba a la oferta, ya que quienes se habían alojado en otro lugar, también
habían recibido un trato fuera de lugar.
Al
llegar a la terminal nos informaron que el ómnibus estaba retrasado en más de
dos horas porque se había roto en el camino. Y esto causaba dos grandes
problemas en las personas de las cuales yo dependía. Por un lado Eduardo Espiro
y un muchacho de la organización se tenían que quedar con nosotras para poder
devolverles a los bomberos la silla de ruedas; y por el otro, uno de mis
familiares debería ir a buscarme pasada la medianoche de un día de semana. ¡Qué
garrón!
Pero
no estábamos dispuestos a llorar sobre la leche derramada, así que pese a lo
molesto de la situación, tratamos de tomarlo lo mejor posible e hicimos tiempo
comiendo algo al paso y conversando amigablemente.

Con mi
amiga Elena en la terminal de ómnibus de Gualeguay
En
la terminal de ómnibus de Retiro estaba esperándome mi hijo Joaquín quien
consiguió allí mismo una silla de ruedas con la cual transportarme hasta un
taxi. Por suerte nos hizo reír bastante mientras llevamos a Elena hasta su casa,
para luego continuar hasta el sanatorio Dupuytren, que se especializaba en
traumatología. El diagnóstico fue exactamente el mismo que el del hospital de
Gualeguay, así que me tuve que quedar una semana con el pie en alto, hielo y
medicamentos que me producían sueño y me destruían el estómago. Y para
movilizarme dentro de mi departamento usaba la silla con rueditas del
escritorio.
Nunca
es oportuno tener un accidente o enfermedad de cualquier tipo, pero mucho menos
cuando estaba comenzando el segundo cuatrimestre en todas las universidades, y
debido a esto tendría que sobrecargar de trabajo a mis ayudantes. Al principio
me desesperé. Pero no tenía opción y todos ellos me cubrieron espectacularmente.
Así que como nunca ha sido mi estilo ver la mitad del vaso vacío, me puse a
pensar en todo lo que podía hacer, y no en lo que no
podía.
Siete
días después, en una silla de ruedas alquilada, Joaquín me llevó a la peluquería
y después al especialista en pie. Pero después del encierro y con el efecto de
los calmantes, me parecía que se me venía todo el mundo encima. Sentía terror
cuando mi hijo me llevaba por calles angostas como Montevideo y Tte. Gral. Perón
porque el pésimo estado de las veredas lo obligaban a esquivar permanentemente
desniveles que hubiesen trabado las ruedas, y en consecuencia autos y motos nos
pasaban demasiado cerca.
Cuando
entramos al consultorio el médico preguntó qué me había pasado. Y antes de que
yo pudiera decir algo, Joaco con su permanente sentido del humor, le dijo que me
había accidentado jugando al ajedrez.
¡¿Jugando
al ajedrez?! – preguntó el galeno.
Sí,
- él contestó muy serio: -¡La pateó un caballo!
La
otra excursión en silla de ruedas fue a la Facultad de Ciencias Económicas para
exponer una ponencia en las Jornadas de Economía Crítica.
Omar
me llevó haciendo zigzag por la ancha vereda de la avenida Córdoba, en parte
para esquivar gente y en parte para quitarle dramatismo. Todo fue muy bien
porque tomó la rampa de ingreso, pero al llegar a uno de los pasillos de la
planta baja, nos encontramos con
que antes de llegar al ascensor, había diez escalones imposibles de evitar. Así
que me bajé de la silla, y entre él y un agente de seguridad, me ayudaron a
subirlos a los saltitos en un solo pie. Volví a la silla, y con el ascensor
hasta el primer piso, donde para pasar al aula que tenía asignada, debía subir
un escalón muy alto, circular por una pasarela colgante donde no habría lugar
para otra persona que viniera de frente, y antes de salir de allí, bajar otro
terrible escalón. Para lo cual me había tenido que bajar de la silla y volver a
subir en cada caso. Y para poder entrar al aula, tuvieron que correr varios
bancos de iglesia, y acomodarme en el frente aunque no fuera mi turno en ese
momento.
Después
de semejante viaje, presenté el trabajo que había elaborado con Omar y Solange,
participé con preguntas en las demás exposiciones, ¡y me fui! Mi intención era
almorzar y quedarme en las jornadas de la tarde, pero de solo pensar en volver a
hacer dos veces más semejante periplo, desistí y una vez en mi casa dormí una
merecida siesta.
Casi
al mes comenzaron mis salidas en taxi y con bastón con el único fin de asistir a
las sesiones de kinesiología. Y de a poco, comencé a caminar muy lentamente por
la calle. ¡Todo un suplicio! Los automovilistas me tiraban el coche encima a
pesar de las sendas peatonales, y los peatones me empujaban para poder
adelantarse debido a mi paso lento.
Y
allí tomé real conciencia de que a pesar de que a la ciudad de Buenos Aires se
la considere como bastante amigable para quienes sufren limitaciones físicas,
evidentemente no era tan así. Comenzando por el propio edificio donde vivía, en
cuya entrada había cuatro escalones sin rampa paralela, que me obligaban a salir
siempre con alguien quien tuviera la suficiente fuerza para ayudarme a
sortearlos. La Facultad de Ciencias Económicas, donde había sido construida una
rampa desde la calle hasta uno de los pasillos para cumplir con la formalidad
exigida a nivel municipal, no contaba con dispositivos de desplazamiento
adecuados hasta las aulas u oficinas. Los pocitos y baldosas rotas o levantadas
en las veredas, sumados a las raíces salientes de algunos árboles hacían
imposible circular con sillas de ruedas o muletas. Los bares y restoranes, que
en su mayoría tenían los baños en el primer piso, no ofrecían opciones en la
planta baja. La mayoría de las líneas de colectivos no contaban con unidades de
piso bajo y sistema de accesibilidad para discapacitados. Gran parte de las
estaciones de subte que tenían ascensores, o como era muy habitual, no
funcionaban. Y las bajadas de las veredas, supuestamente especialmente diseñadas
eran mi gran terror, ya que por la pendiente demasiado pronunciada de muchas de
ellas, la silla rodaba rápidamente hacia la calle sin tener la posibilidad de
sostenerme desde ningún lado, amén de las motos y bicicletas que subían a las
veredas por esa vía.
Todo
esto me sirvió para tomar conciencia en carne propia de todas las trabas que
tenía una persona con movilidad reducida, tema no suficientemente estudiado, y
que ameritaba realizar alguna investigación sobre la geografía urbana de la
discapacidad, incluyendo a no videntes, hipoacúsicos y otras limitaciones que
las personas pueden sufrir, incluso simplemente por su
edad.
Ana
María Liberali