NCeHu 201/13
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La traición de los
intelectuales
Chris
Hedges
Sin Permiso,
7/4/13
La reescritura
que de la historia hacen las elites en el poder se hizo penosamente evidente
cuando la nación marcó el décimo aniversario del comienzo de la Guerra de Iraq.
Algunos afirmaron que se habían opuesto a la guerra cuando en realidad no había
sido así. Otros, los “idiotas útiles de Bush”, sostuvieron que simplemente
habían actuado de buena fe en función de la información de que disponían; que si
hubieran sabido entonces lo que saben hoy, nos aseguraron, habrían actuado de
forma muy diferente. Esto, por supuesto, es falso. Los promotores de la guerra,
especialmente los “halcones liberales” –que incluían a Hillary Clinton, Chuck
Schumer, Al Franken y John Kerry, además de académicos, escritores y periodistas
como Bill Keller, Michael Ignatieff, Nicholas Kristof, David Remnick, Fareed
Zakaria, Michael Walzer, Paul Berman, Thomas Friedman, George Packer, Anne-Marie
Slaughter, Kanan Makiya y el difunto Christopher Hitchens- hicieron lo que
siempre habían hecho: embarcarse en actos de supervivencia. Oponerse a la guerra
hubiera sido un suicidio político. Y ellos lo sabían.
Sin embargo,
estos apologistas actuaron no sólo como animadores de la guerra; en la mayoría
de los casos ridiculizaron e intentaron desacreditar a todo aquel que cuestionó
el llamamiento a invadir a Iraq. Kristof, en The New York Times, atacó al
cineasta Michael Moore tildándole de teórico de la conspiración y escribió que
las voces contra la guerra estaban sirviendo para polarizar lo que denominó como
“cloaca política”. Hitchens dijo que aquellos que se oponían a atacar a Iraq “no
creen en absoluto que Sadam Husein sea un chico malo”. Llamó “antiguo hippy
descerebrado o vociferante neo-estalinista” al típico manifestante
antibelicista. Una década después, los desganados mea culpa de muchos de estos
cortesanos evitan siempre mencionar el papel más pernicioso y fundamental que
jugaron en la preparación de la guerra: acallar el debate público. Aquellos de
nosotros que nos manifestamos contra la guerra, enfrentados a la embestida de
los “patriotas” de derechas y sus apologistas liberales, nos convertimos en
parias. En mi caso, no importó que yo hablara árabe, no importó que hubiera
pasado siete años en Oriente Medio, incluyendo varios meses en Iraq, como
corresponsal en el extranjero. No importó que conociera cuáles eran los
objetivos de esa guerra. Las críticas de que fuimos objeto tanto yo como otros
opositores a la guerra, nos convirtió en sujetos despreciables por parte de una
elite liberal que quería cobardemente demostrar su propio “patriotismo” y
“realismo” respecto a la seguridad nacional. La clase liberal fomentó un odio
rabioso e irracional hacia todos los críticos con la guerra. Muchos de nosotros
recibimos amenazas de muerte y perdimos nuestros empleos, en mi caso en The New
York Times. Diez años después, esos liberales belicistas siguen ignorando tanto
su bancarrota moral como su mojigatería empalagosa. Pero tienen en sus manos la
sangre de cientos de miles de seres inocentes.
Las elites en el
poder, especialmente la elite liberal, han estado siempre dispuestas a
sacrificar la integridad y la verdad a cambio de poder, ascenso personal, becas
de fundaciones, premios, titularidades de cátedras, columnas, contratos de
libros, apariciones en televisión, conferencias dotadas de generosos honorarios
y estatus social. Saben lo que tienen que decir. Saben a qué ideología tienen
que servir. Saben qué mentiras hay que contar: la mayor de las cuales es que
asumen posturas morales sobre temas que no son precisamente inocuos o anodinos.
Llevan mucho tiempo auspiciando esos juegos. Y, si sus carreras lo requirieran,
nos venderían alegremente de nuevo. Leslie Gelb, en la revista Foreign Affairs,
explicaba después de la invasión de Iraq: “Mi apoyo inicial a la guerra fue
sintomático de las desafortunadas tendencias dentro de la comunidad de la
política exterior, es decir, de la disposición e incentivos para apoyar las
guerras a fin de conservar su credibilidad política y profesional”, escribió.
“Nosotros, ‘los expertos’, tenemos mucho que reflexionar sobre nosotros mismos,
aunque ‘pulamos’ a los medios de comunicación. Debemos redoblar nuestro
compromiso con el pensamiento independiente, y acoger, en vez de desechar,
opiniones y hechos que atacan la sabiduría popular, a menudo equivocada. Eso es
al menos lo que nuestra democracia necesita”. La cobardía moral de las elites en
el poder es especialmente evidente en lo que se refiere a la trágica situación
de los palestinos. De hecho, se utiliza a la clase liberal para marginar y
desacreditar a quienes, como Noam Chomsky y Norman Finkelstein, tienen la
honestidad, integridad y coraje de denunciar los crímenes de guerra israelíes. Y
la clase liberal se ve recompensada por ese sucio papel de ahogar el debate.
“Para mí, nada
hay más censurable que esos hábitos mentales de los intelectuales que inducen a
evadirse, a ese alejamiento característico de la postura difícil y con
principios, que sabes que es correcta pero que decides no asumir”, escribió el
difunto Edward Said. “No quieres parecer demasiado político; tienes miedo de
parecer polémico; quieres mantener una reputación de ser equilibrado, objetivo y
moderado; estás esperando que vuelvan a invitarte, a consultarte, a pertenecer a
una junta o comité prestigioso, y por eso permaneces dentro de la corriente
dominante establecida; porque esperas conseguir algún día un grado honorario, un
gran premio, quizá incluso una embajada”.
Para un
intelectual, esos hábitos mentales son corruptos por excelencia”, seguía Said.
“Si algo hay que puede desnaturalizar, neutralizar y finalmente acabar con una
apasionada vida intelectual, ese algo es la internalización de esos hábitos. A
nivel personal, me he topado con ellos en una de las más complicadas de todas
las cuestiones contemporáneas: la cuestión palestina, donde el temor a hablar
claro sobre una de las mayores injusticias de la historia moderna ha coartado,
ofuscado y amordazado a muchos que conocen la verdad y están en posición de
servirla. Porque, a pesar del maltrato y denigración sufridos por cualquier
claro defensor o defensora de los derechos y autodeterminación palestinos,
merece la pena decir la verdad y que un intelectual compasivo y valiente la
represente”.
Julien Benda
sostenía en su libro publicado en 1927 “La Trahison des Clercs” [La traición de
los intelectuales], que esto sólo se produce cuando no nos implicamos en la
búsqueda de objetivos prácticos o ventajas materiales que nos puedan servir de
conciencia y correctivo. Aquellos que trasladan sus lealtades a los objetivos
prácticos del poder y a las ventajas materiales se castran a sí mismos
intelectual y moralmente. Benda escribió que en otro tiempo se suponía que los
intelectuales eran indiferentes a las pasiones populares. “Que eran un ejemplo
de compromiso puramente desinteresado con las actividades de la mente y que
generaron la creencia en el valor supremo de esta forma de existencia”. Se les
veía “como unos moralistas que estaban por encima del conflicto de los egoísmos
humanos”. “Predicaban, en nombre de la humanidad o de la justicia, la adopción
de un principio abstracto superior y directamente opuesto a esas pasiones”. Esos
intelectuales, reconocía Benda, no eran capaces, con demasiada frecuencia, de
impedir que los poderosos “anegaran toda la historia con el ruido de sus odios y
sus matanzas”. Pero, al menos, “impidieron que los legos establecieran sus
acciones como religión, les impidieron que pensaran de ellos mismos que eran
grandes hombres cuando perpetraban esas actividades”. En resumen, afirmaba
Benda, “la humanidad hizo el mal durante dos mil años, pero honró a los buenos.
Esta contradicción era un honor para la especie humana y creó la grieta por
donde la civilización se deslizó en el mundo”. Pero una vez que los
intelectuales empezaron a “jugar el juego de las pasiones políticas”, aquellos
que habían “actuado como freno sobre el realismo de la gente empezaron a actuar
como sus estimuladores”. Y es por esta razón por la que Michael Moore tiene
razón cuando culpa a The New York Times y al establishment liberal, incluso más
que a George W. Bush y Dick Cheney, por la guerra de Iraq”.
“El deseo de
decir la verdad”, escribió Paul Baran, el brillante economista marxista y autor
de “The Political Economy of Growth” [La economía política del crecimiento], es
“sólo una de las condiciones para ser intelectual. La otra es el coraje, la
disposición para emprender investigaciones racionales te lleven donde te lleven…
resistiéndote… ante la cómoda y lucrativa conformidad”.
Aquellos que
desafían tenazmente la ortodoxia de las creencias, que cuestionan las pasiones
políticas dominantes, que se niegan a sacrificar su integridad para servir al
culto del poder, son empujados a los márgenes. Son denunciados por las mismas
gentes que, años después, afirmarán a menudo que estas batallas morales son las
suyas. Pero son sólo los marginados y los rebeldes los que mantienen vivas la
verdad y la investigación intelectual. Los que ponen nombre a los crímenes del
Estado. Los que dan su voz a las víctimas de la opresión. Los que formulan las
preguntas difíciles. Y más importante, los que exponen a los poderosos, junto a
sus apologistas liberales, por lo que son.
Chris Hedges, pasó casi dos décadas
como corresponsal extranjero en Centroamérica, Oriente Medio, África y los
Balcanes. Ha informado desde más de cincuenta países y ha trabajado para The
Christian Science Monitor, National Public Radio, The Dallas Morning News y The
New York Times, para el que estuvo escribiendo durante quince
años.
Traducción para www.rebelion.org: Sinfo
Fernandez
http://www.truthdig.com/report/item/the_treason_of_the_intellectuals_20130331