Gualeguay, en un fin de semana de
invierno
En el mes de julio de 1991, fui con Roberto y mi hijo Joaquín, que
estaba por cumplir siete años a pasar un fin de semana a la ciudad de Gualeguay,
en el sudoeste de la provincia de Entre Ríos.
La decisión tuvo que ver en parte con que no la conocíamos y que
tenía la ventaja de situarse a solo doscientos treinta kilómetros de Buenos
Aires. Pero en los hechos, las dificultades para llegar por el pésimo estado de
su ruta de acceso, la hacían mucho más lejana que Gualeguaychú, que quedaba a
casi ochenta kilómetros más. La gente del lugar aseguró que eso había tenido que
ver con cuestiones de índole política, ya que los intendentes habían sido del
partido contrario al de los gobernadores de turno; mientras que en
Gualeguaychú, había ocurrido lo contrario, y de ahí las grandes inversiones de
infraestructura que se habían realizado en los últimos
años.
La ruta nacional número 12 dividía el casco urbano de Gualeguay
engalanándola con líneas de
palmeras en angostas plazoletas, mientras que la vida comercial pasaba fundamentalmente por la calle San
Antonio.
Primeramente nos dirigimos a la plaza central, que se denominaba
Constitución, y abarcaba cuatro manzanas de jardines muy cuidados y con gran
diversidad de árboles. En el centro del predio se encontraba la Estatua de la
Libertad, y monumentos al General Justo José de Urquiza y al caudillo
entrerriano Pancho Ramírez.
Como muchas otras ciudades de la región, su origen había tenido que
ver con cuestiones referidas a evitar los avances portugueses desde la Banda
Oriental. Y fue así como el 19 de marzo de 1783, bajo las órdenes del virrey
Vértiz, Don Tomás de Rocamora fundó la villa San Antonio del Gualeguay
Grande.
Frente a la plaza, como en toda ciudad hispanoamericana, estaban
los principales edificios públicos y la Iglesia Catedral, dedicada a San
Antonio. Fue inaugurada en 1882, y era de estilo neoclásico
italiano.
La estructura urbana era muy similar a la de ciudades y pueblos de
la provincia de Buenos Aires, con sus grandes casas de principios del siglo XIX
y tranquilidad pueblerina. Pero lo que más nos llamó la atención fue la gran
cantidad de farmacias, que no guardaban relación con la cantidad de habitantes,
que en ese momento apenas alcanzaban a treinta mil.
La ciudad contaba con varias plazas y dos grandes parques que
llegaban hasta las riberas del río Gualeguay, que atravesaba de norte a sur gran
parte de la provincia.
Uno de esos parques era el Intendente Quintana, de doce hectáreas
de extensión, paseo que aprovechaba los abundantes meandros y barrancas del río.
Y se caracterizaba por su añosa arboleda de especies cuyas raíces soportaban el
régimen de inundaciones del lugar. Y en ese parque apacible que a los porteños
nos hacía bajar más de un cambio, me dispuse a caminar mientras Roberto y
Joaquín intentaban pescar. Y si bien el sitio era famoso por la abundancia de
surubíes, patíes, dorados, bagres, sábalos, pacúes, y carpas entre otras
especies, ¡no sacaron absolutamente nada! Por lo que Joaquín prefirió ir a los
juegos, aunque no pudiera estar demasiado tiempo porque comenzó a
llover.
Al día siguiente, en cuanto salió el sol, fuimos hasta el
balneario. ¡No para sumergirnos en el agua!, se entiende; pero sí para perder la
vista en las aguas del río y escuchar el canto de los pájaros. Sin embargo, a
pesar de estar muy abrigados, el
frío era tan húmedo e intenso que nos calaba hasta los huesos, así que tuvimos
que dejar el lugar a poco de estar. Y terminamos en una parrilla, cerca de los
asadores, degustando las exquisitas
carnes de la zona.
A mitad de la tarde, sin ganas de permanecer encerrados en el
hotel, emprendimos el regreso a Buenos Aires. Sin duda Gualeguay contaba con una
gran cantidad de atractivos, pero para disfrutar en cualquier estación del año,
menos en el invierno.
Ana María Liberali