A principios del año 2006 fui invitada, como representante del Centro de
Estudios Alexander von Humboldt, a integrar el Panel “El Estado Actual de la
Geografía en Países Hispanoamericanos”, que formaba parte del programa
“Geography in the Americas”, que se realizaría en el marco del 103er Congreso
Anual de la Asociación de Geógrafos Americanos entre los días siete y once del
mes de marzo en la ciudad de Chicago. Los organizadores eran Patricia Solís, de
la Asociación de Geógrafos Americanos y David Robinson, del CLAG (Conferencia de
Geógrafos Latinoamericanistas).
Pero después de la crisis de 2001, los argentinos volvimos a necesitar
visa para ingresar a los Estados Unidos, y el trámite no era para nada sencillo.
Primeramente debíamos abonar cien dólares en el Citibank, y solicitar un turno
en la embajada norteamericana. Luego, tras una larga espera, se debía demostrar
que no había intención de permanecer en el “Gran País del Norte”; por lo cual
era importante presentar recibos de sueldos, tarjetas de crédito, título de
propiedad, y dejar en claro que los hijos menores permanecerían en la Argentina.
Así que preparé una carpeta con todos esos documentos, más la invitación de la
AAG; y una calurosa mañana de febrero hice la larga fila para ingresar al
edificio, para luego continuar la espera dentro del salón. Pero las cosas
estaban muy difíciles y a la mayoría de la gente no se la otorgaban, y si lo
hacían, por no más de uno a tres meses. Muchos se iban llorando por no poder
visitar a algún familiar, vacacionar o intentar cambiar de horizonte, pero
además, porque los cien dólares pagados al iniciar el trámite, no serían
devueltos. Yo también me estaba angustiando cuando, por el micrófono de una de
las ventanillas fui citada. Presenté mi pasaporte y la invitación académica, y
antes de que desplegara todo el papelerío que había preparado, el oficial me
dijo:
-“Tiene visa por diez años, a pesar de que haya estado en
Cuba”.
Yo no lo podía creer. Y le pregunté:
-“¿Entonces no es necesario que le muestre la
documentación?”
-“No”, -me contestó. “Porque mientras no se necesitó visa, usted ingresó
a los Estados Unidos sin permanecer mucho tiempo.”
Resuelto el principal obstáculo llené la valija con ropa de invierno y,
como es mi costumbre cuando asisto a algún evento, con un montón de libros.
No habiendo vuelo directo entre Buenos Aires y Chicago, tuve que hacer
conexión en Miami. Todo anduvo muy bien, pero al llegar a O’Hare estaba muy
cargado, teniendo que sobrevolarlo un largo rato.
Como no disponía de mucho dinero, había reservado un motel en un cruce de
rutas cercano al aeropuerto. El motel contaba con todas las comodidades que yo
requería, en especial muy buena calefacción y una cafetera eléctrica. Pero el
desayuno consistía en unos bollos semejantes a facturas acompañados con una
infusión con o sin leche obtenidos desde una máquina en la conserjería, sin
siquiera lugar para sentarse, lo que no me preocupaba demasiado porque en Buenos
Aires no suelo desayunar.
Lo más problemático era la ubicación. Bien temprano a la mañana, crucé la
ruta. Aun quedaban vestigios de la nevada nocturna. Me paré en el refugio de la
parada del ómnibus, donde solo había un techito que desde ya no reparaba ni del
frío ni del intensísimo viento. Busqué dinero sencillo para pagar el boleto,
pero al subir el conductor me informó que me faltaba una moneda, que de todos
modos subiera, ya que no me iba impedir viajar por eso. Y en ese mismo momento,
algunos pasajeros se ofrecieron a pagar la diferencia de mi
pasaje.
El bus me dejó en la estación de trenes. Yo debía sacar boleto hasta el
Centro de Chicago, y allí me enteré que ese mismo convoy se transformaría en
subterráneo, dejándome casi en la puerta del hotel Palmer House Hilton, en South
Michigan Avenue e East Monroe Street, donde se realizaba el
congreso.
Era la primera vez que yo asistía a este evento, y me pareció increíble,
en especial por la cantidad de participantes, cerca de cinco mil. La mayoría de
ellos eran norteamericanos, pero también abundaban los europeos, y como no podía
ser de otra manera, los asiáticos; pero los latinoamericanos se podían contar
con los dedos de las manos, salvo aquellos que residían en los Estados Unidos,
debido a becas de postgrado. Era entendible, solo la inscripción costaba cerca
de cuatrocientos dólares.
Prontamente me recibió Patricia Solís, a quien solo conocía virtualmente,
quien había sido una de las responsables de que yo fuera invitada. Y en el
brindis de apertura me encontré con David Robinson, que me presentó a varios
colegas de diversos países. Allí había una gran cantidad de stands con libros,
cartografía y diversos elementos tecnológicos utilizados por los geógrafos tanto
a la venta como simple exhibición de varias instituciones. Una muestra
verdaderamente impactante y provechosa.
Durante la semana participé de diferentes simposios y escuché varias
conferencias, entre ellas una de David Harvey, quien llegó sobre la hora a su
exposición debido a que el avión, después de dar muchas vueltas sobre el
aeropuerto de Chicago, sin poder bajar debido al excesivo tráfico y los fuertes
vientos, lo dejara en Detroit.
Muchas de las ponencias
tuvieron que ver con el desastre ocasionado por el huracán Katrina. Sin embargo,
varios geógrafos atribuyeron la destrucción de New Orleans, a la falta de
mantenimiento del dique contenedor, a causa de que el presidente Bush prefería
“jugar a los soldaditos” en diferentes partes del mundo antes que atender los
problemas internos. Por otra parte, asistí a algunas presentaciones donde se
mostraba la pauperización de varias zonas de Chicago, producto de la gran
desocupación sufrida en los últimos años a raíz de la mudanza de los centros
industriales al sudeste asiático y al norte de México. Otro ejemplo similar fue
el caso de Detroit, centro de la industria automovilística
norteamericana.
Todos los días íbamos a almorzar a un bar que estaba al lado del hotel, y
cuando los mozos advirtieron que hablábamos en español, se pusieron muy
contentos y entablaron conversación con nosotros. Allí concurrían muchos
hispanos, pero gran parte de ellos, hacían ver que solo sabían hablar en inglés.
También los policías y los agentes de seguridad eran, en su mayoría, de origen
latino, por lo cual cuando se hizo la gran marcha de los inmigrantes en contra
de las medidas que anunciara el presidente Bush, quienes tenían orden de
reprimir, permanecieron con los brazos cruzados.
Al salir de las sesiones, alrededor de las seis de la tarde, casi todos
los bares ya estaban cerrados, y ni qué hablar de los restoranes a la hora en
que después de subte y colectivo, yo llegaba a mi hotel. Así que muchas veces,
trataba de reforzar la merienda o comprarme algún chocolate que reemplazara la
cena. Y esa es una de las cosas que más extraño cuando viajo fuera de Argentina,
la cena como comida principal y bien tarde.
Otro inconveniente era el acceso a internet. Si bien los organizadores
del Congreso habían puesto a nuestra disposición varias computadoras, debido a
la cantidad de demandantes, las esperas eran muy prolongadas y solo debían
utilizarse por quince minutos. Pero afuera no había otras opciones, ya que solo
algunos bares ofrecían el servicio y mediante tarjeta de crédito. A mí me
pareció extraño que por montos tan bajos tuvieran esa exigencia, pero me
indicaron que simplemente se trataba de un control para saber qué páginas
consultaba cada uno de los usuarios.
Una tarde, un grupo de becarios nos llevó a conocer un barrio netamente
portorriqueño que se estaba “valorizando” por tener fácil acceso al Centro de la
ciudad a través del ferrocarril, y que ya tenía importantes inversiones de
grandes marcas, encareciendo el lugar para los habitantes locales, lo que se
manifestaba a partir de la venta o alquiler de las propiedades a foráneos con el
consecuente éxodo de los viejos vecinos. De todos modos, se trataba de un
proceso que estaba en sus comienzos, por lo que pudimos cenar en un restorán que
aun ofrecía platos de Puerto Rico. Y allí disfruté nuevamente del mofongo, una
comida en base a plátanos que había probado en San Juan, siete años
atrás.
El día previo a nuestra presentación salí con algunos de mis compañeros
del panel a conocer la ciudad. Hicimos una larga caminata junto al lago
Michigan, los parques aledaños, el Grant Park y el del Millenium, y la pista de
hielo al aire libre. Mucha gente disfrutaba de los paseos, pero a mí, en
particular, me resultó decepcionante. Al lago no le encontré atractivo, el
paisaje me pareció desolador, y los jardines y lugares de esparcimiento, sin
gracia. Y además, pudimos comprobar fehacientemente el porqué de la denominación
de “Windy City” (la Ciudad del Viento), lo que contribuyó a que el paseo no
fuera tan apacible. Tomamos algunas fotografías y volvimos a repararnos en
nuestros alojamientos.
El viernes diez tuvo lugar el panel para el cual fui convocada. Los otros
integrantes eran Hugo Romero Aravena de la Universidad de Chile, Alberto Mckay
de la University of Panamá, Hildegardo Córdova Aguilar de la Universidad
Católica del Perú, y José Luis Palacio Prieto de la Universidad Nacional
Autónoma de México. Cada uno de nosotros expuso la situación de la Geografía en
su país, y yo aproveché para hacer saber que en América Latina existía una gran
producción académica, pero el gran impedimento para asistir a congresos y hacer
publicaciones eran los escasos fondos de que disponíamos. Luego los
organizadores nos agasajaron con un vino de honor, y el público, que fue
bastante numeroso a pesar de que la actividad se desarrollara en su totalidad en
español, se acercó a conversar y a adquirir algunos de los escasos libros que
habíamos llevado.
El sábado once se hizo la clausura y como por arte de magia, todos los
salones se vaciaron. Me despedí de los colegas y amigos, y me preparé para hacer
una mayor recorrida por la ciudad y su conurbano en los días
sucesivos.
Ana María Liberali