El día 8 de octubre de 2011, el día después de la última
victoria electoral del presidente Chávez, me encontraba en la plaza Simón
Bolívar de Caracas con un compañero alemán. Ambos habíamos decidido tomarnos la
mañana libre para pasear por el centro de la capital y sentir de primera mano el
ambiente. La plaza estaba llena de pequeños grupos de gentes conversando,
familias con niños, transeúntes. El ambiente era distendido, se hablaba del
comandante, de la victoria, de la oposición; no había discusiones acaloradas y
sí había un sentimiento unánime de tranquilidad democrática, de legitimidad y
aceptación del resultado electoral. También, el orgullo de haber sido
reconocidos internacionalmente —la fundación Carter— como el sistema electoral
más seguro y limpio del mundo por encima del de Estados Unidos.
Al lado de la estatua ecuestre de Bolívar un venezolano
sesentón con gorra y librea conversaba con un joven fornido. Nos acercamos para
preguntarles cómo habían visto el resultado electoral. Con una amplia sonrisa el
señor se dirigió a mí —"¿es española verdad? ¡qué lástima de España! ¿no piensan
los españoles hacer nada?"—. Con cierta tristeza le contesté que nosotros no
teníamos a Chávez. "Señorita, tampoco nosotros lo teníamos. Chávez nació del
pueblo queriendo cambiar las cosas".
No he dejado de recordar aquellas palabras cuando el
Presidente venezolano, al poco de ganar las elecciones, tuvo que volver a La
Habana. Las recuerdo cuando compañeros muy próximos se entristecen más de la
cuenta hablando de la revolución bolivariana sin Chávez. Y las tengo aún más
presentes cuando reflexiono sobre la guerra del imperio y sus socios contra
América Latina. Una guerra que, desde la segunda guerra mundial sigue un
protocolo claro: personalizar, demonizar y eliminar. Los medios de comunicación,
como la aviación en las guerras modernas, se encargan de "limpiar" el terreno
—léase nuestras conciencias— para que puedan actuar las agencias de
inteligencia, los mercenarios y las oposiciones. Anne Morelli, descubre un
principio básico de la propaganda de guerra que ha sido abundantemente utilizado
contra Venezuela; nos dice que no se puede odiar globalmente a todo un grupo
humano, no es posible presentarlo como enemigo. De modo que lo más eficaz es
concentrar ese odio sobre su líder convirtiéndolo en enemigo.
Desde el triunfo de Hugo Chávez en 1998 los medios de
comunicación, es decir, las corporaciones mediáticas, emprendieron una campaña
sistemática, unánime, sin fisuras, sin apenas matices formales, contra la
persona del presidente. Dibujaron un perfil acorde con los rasgos de un líder
autoritario para concentrar en su figura los problemas de Venezuela. El
karma mediático ha sido Chávez dictador, independientemente de
los más de 14 procesos electorales ganados, de las incontables manifestaciones
del pueblo venezolano apoyando a Chávez, del respaldo de los pueblos y líderes
regionales, de la solidaridad internacional. Focalizar en el presidente
venezolano la viabilidad de la revolución bolivariana permite, como estrategia
de guerra, apostar a que la eliminación de Chávez resuelva el problema real del
imperio: la revolución bolivariana y los procesos soberanistas de la región. No
ha importado que los verdaderos golpistas estuvieran en la oposición —Capriles
participó en el asalto a la embajada cubana en el golpe contra Chávez del 2002—,
ni que la falta de libertad de expresión proviniera del control privado del 80%
de los medios venezolanos. Las mentiras, las medias verdades y la inducción de
sentimientos de rechazo hacia el líder venezolano han calado incluso en sectores
progresistas. Las imágenes del tsunami humano acompañando al féretro de su
presidente no han hecho retroceder el discurso mediático de las dos mitades, ni
siquiera ante la evidencia de las mayorías electorales. El pueblo venezolano,
verdadera víctima de la guerra imperial, ha estado ausente. La oposición y los
discursos pre-construidos contra el presidente venezolano han monopolizado y
usurpado el imaginario sobre Venezuela. No ha habido debates sino tertulianos
recreando y retroalimentando las descalificaciones y los juicios
preestablecidos.
Los pecados del presidente Chávez han sido imperdonables.
Colocó a Venezuela en el mapa mundial y al imperio en el punto de mira, lideró
la unidad regional cambiando la correlación de fuerzas del continente, en
definitiva, hizo nuevamente probable la posibilidad revolucionaria en América
Latina.
La muerte del presidente Chávez nos deja una tarea y una
esperanza, la tarea de seguir acompañando al pueblo venezolano y la esperanza de
que la revolución latinoamericana está aún inacabada.
Fuente: http://www.publico.es/internacional/451835/la-esperanza-de-una-revolucion-inacabada