De Viena a Milán en
tren
Durante mi estada en Viena permanentemente me expresé en inglés,
pero cuando estaba dejando el hotel, el conserje viendo que mi remera tenía una
inscripción en francés, me preguntó si hablaba ese idioma. Le dije que sí, y
entonces me pidió que le indicara algo a una pareja mayor que estaba en la
puerta. Yo me esforcé por recordar vocabulario olvidado, y una vez que finalizó
mi explicación, me lo agradecieron muy cortésmente. Acto seguido, la mujer le
habló en español al marido. Largué la carcajada, y cuando les pregunté en su
lengua de dónde venían, dijeron que de Andalucía. Pero al comentarles que yo
venía de Argentina, mirándome con desprecio, se alejaron
rápidamente.
Me dirigí a la estación de ferrocarril y me puse en la fila de una
de las boleterías para sacar un pasaje hasta Milán (Milano). Había muchos
italianos que no se decidían, gritaban, discutían y por lo tanto, atrasaban las
cosas. Y de pronto, un empleado austríaco gritó en italiano:
-“¿Alguien puede ayudar a esta ecuatoriana, que la pobre no sabe
otro idioma que el español?”
Yo me ofrecí y de esa manera pudo comprar su pasaje. Y luego, yo
saqué el mío. Ella me lo agradeció muchísimo, y por una cuestión de
compatibilidad, nos ubicamos en el mismo compartimento.
El tren arrancó y mientras bordeó la región alpina yo me
dediqué a tomar fotografías. Hasta que al hacerse de noche, como es lógico
habiendo dos mujeres juntas, nos pusimos a conversar. Y entre otras cosas, ella
me contó que solía preparar sopa con los cangrejos que sus hijos juntaban en la
playa a la vuelta del colegio. Y no podía creer que en la Argentina, con la
extensión de costas que teníamos, ni siquiera conociéramos ese plato.
Nos dormimos, pero habiendo pasado ya la medianoche, nos
despertaron porque estábamos en la frontera y debíamos mostrar nuestros
documentos. Primeramente subió un gendarme austríaco, que cuando vio mi
pasaporte argentino, lo primero que dijo fue: -“¡Argentina! ¡Piazzola!” Eso, sin
duda, fue una caricia para mis oídos. No imagino que un gendarme argentino, en
la frontera cordillerana, al ver un pasaporte austríaco, dijera: -“¡Schubert!”
También me agradó que mi país fuera conocido por alguien más que Maradona,
aunque sienta especial admiración por el Diego.
Acto seguido subieron los gendarmes italianos, pero el trato fue
muy diferente. Al ver nuestros pasaportes latinoamericanos, nos pidieron
tarjetas de crédito. La ecuatoriana dijo no tener, y a partir de eso comenzó un
interrogatorio que ella no sabía contestar por no entender demasiado el
italiano. Yo les mostré la VISA del banco Río, y eso los puso en guardia, por lo
que preguntaron enérgicamente:
-“¡¿Qué hacen aquí una ecuatoriana y una argentina con tarjeta de
un banco de Brasil?!”
Yo entendía italiano, pero no tenía la fluidez suficiente como para
enfrentarlos. Por lo tanto, hacía como que no comprendía y me comunicaba a
través del guarda austríaco en inglés, quien era el interlocutor y trataba de
poner paños fríos a la situación. Expliqué que el banco se llamaba Río por el
río de la Plata y no por Río de Janeiro, pero no hicieron caso a mis
palabras.
Los gendarmes pidieron que les mostráramos todo el equipaje que
llevábamos, y en mi caso, no me creyeron que viajara con un bolsito tan pequeño,
que además, prácticamente tenía solo libros. Entonces insistieron en que
fuéramos a buscar a algún otro sector del tren todos nuestros bártulos, y de lo
contrario nos dejarían detenidas allí.
Yo desesperadamente comencé a pedir que viniera el cónsul
argentino, pero el guarda traducía diciendo que yo pedía por el cónsul
austríaco.
Mientras tanto, a la ecuatoriana la apartaron y comenzaron a
hacerme preguntas sobre ella. Pero yo no conocía siquiera su nombre de pila, por
lo que trajeron perros y me los tiraron encima. Entonces el guarda se impuso y
dijo que el tren era austríaco y ellos no podían ejercer sus leyes sobre él. Que
al llegar a Venecia, donde subiríamos a un tren italiano hasta Milán, si
tuviéramos equipaje que hubiésemos ocultado, ellos mismos se encargarían de
entregarnos a la justicia.
Y de esa manera el convoy pudo continuar, pero cuando la
ecuatoriana volvió al compartimento, tenía algunas pulseras de oro menos que las
que su esposo le había regalado en sus aniversarios de casados. Fue la exigencia
que el corrupto gendarme le había puesto para permitirle seguir viaje. Sus
labios pintados de rojo y el exceso de maquillaje en sus ojos, también le habían
jugado en contra. Pero, según el guarda, tanto Carlos Menem, quien en ese
momento gobernaba la Argentina, como el corto paso de Abdalá Bucaram como
presidente de Ecuador, habían contribuido a dar muy mal crédito de nuestros
países en toda Europa, incluso en Italia, que no se destacaba por ser un buen
ejemplo de nada.
Llegamos a Venecia e hicimos la conexión a Milán, donde en el hotel
me cobraron anticipadamente por el solo hecho de ser
argentina.
Ana María Liberali