El oro, el metal precioso por
excelencia siempre trajo aparejado dramas y desgracias en todos los tiempos de
que se tenga conocimiento. Despierta la codicia de la gente, que queriendo vivir
prácticamente sin trabajar con la conquista o logro del preciado metal, acaba
siempre trabajando duramente y sin disfrutar de una vida ni siquiera
medianamente tranquila.
El hombre cuando es
poseído por la fiebre del oro, pierde todos sus sentimientos y virtudes y cae
abyectamente en bajezas que llegan a ser incomprensibles. Estos casos se dan y
se han producido en todos los lugares donde se encuentra el mineral áureo y
codiciado de todos.
Dentro del territorio de
la provincia de Salta también ocurrió y el recuerdo de este acontecimiento
parece se ha borrado de la memoria de quienes llegaron a conocerlo. El suceso se
registró cuando se estaba construyendo el ramal ferroviario a Socompa (que se
inició en 1921), para empalmar con la línea que iría a construir el país
trasandino y así llevar al plano de la realidad el anunciado paso hacia las
costas del Pacífico.
Muchos extranjeros
llegaron para trabajar en la obra ciclópea que se había iniciado, al son de los
estruendos de la dinamita que iba horadando las montañas en demanda de la
frontera. La actividad en general, en toda la zona andina había sido
intensificada al facilitarse las comunicaciones, que asimismo resultaba harto
precaria. Entre las únicas actividades no relacionadas con la construcción del
ferrocarril estaba la incipiente minería.
En los poblados, de
escasas construcciones, se hablaba del encuentro de pepitas de oro y de cuarzo
aurífero, hallazgo que solía lograrse al fondo de las abruptas quebradas,
desconocidas y solitarias, que se suceden a lo ancho y a lo largo del enorme
macizo andino. Por ese entonces llegaron a lo que era el Territorio Nacional de
los Andes los inmigrantes yugoslavos y húngaros, que en su casi totalidad se
afincaron en ese medio inhóspito y soledoso.
Entre ellos vino un
hombre todavía joven, robusto, de mirada acerada y mandíbula que denotaba al
individuo de decisiones firmes. Nunca se sintió conforme con el trabajo que
cumplía, porque veía claramente que no se labraría el provenir que tal había
soñado, cuando partió del lejano puerto de los Balcanes donde se había embarcado
para el desconocido país sudamericano.
En San Antonio de Los
Cobres, solían efectuarse reuniones en el hotel del lugar, donde se hablaba de
todo y se bebía también de todo, muchas veces empujados por el intenso frío de
la cordillera, que se mostraba en la blancura de los hielos y las nieves,
nuestro hombre, que era de carácter hosco y dominante, escuchaba historias de
todo tipo que no le llamaban la atención. Una noche mientras bebía un vaso de
ginebra y afuera soplaba furioso el viento arrastrando nieve y partículas de
hielo, escuchó hablar sobre una mujer que al parecer había descubierto una veta
aurífera.
Se acercó para escuchar
mejor al grupo que comentaba el suceso. Curioso ante la novedad, inquirió
detalles y le contaron que la Fulana , una mujer todavía agraciada, de tez
morena, nacida en la zona, siempre llegaba a San Antonio a efectuar compras,
pagando con polvo de oro o pequeños trozos sacados evidentemente de cuarzo
aurífero.
No vivía muy lejos de la
chata localidad, y solitaria, mantenía una choza donde se protegía de las
inclemencias del clima. El yugoslavo una mañana caminó hasta el lugar, donde
llegó al mediodía. La encontró a la mujer, que todavía conservaba algo de la
frescura de su juventud, que se iba marchitando bajo el azote de los vientos y
de los fríos de la cordillera. La estampa varonil del recién llegado la
impresionó, y con un gesto lo hizo pasar al estrecho rancho donde le convidó una
sopa caliente. Hablaron un rato y él partió, venciendo su timidez de montañesa
alcanzó a decirle que volviera.
Las visitas menudearon,
hasta que resolvieron juntarse. Ella se había enamorado silenciosamente del
yugoslavo y temía perderlo. Su intuición de mujer le decía que el extranjero
aceptaba vivir en esa miseria y esa soledad, solamente en procura de descubrir
de donde sacaba el oro con que cubría sus necesidades. Al pasar el tiempo, cada
vez que su compañero bebía demás, éste le preguntaba sobre su secreto. Un
mutismo total la envolvía, lo que enfurecía al yugoslavo.
Llegó a castigarla
duramente, pero la mujer seguía siendo solícita y amante, pero sin confiarle su
secreto. Como no volvía por San Antonio a efectuar sus compras fueron a verla.
La encontraron callada, tirada sobre su catre gravemente herida, ya a punto de
expirar. Le preguntaron quien la había herido y quedó en silencio.
Antes de morir dijo: " No
quise decirle donde está el oro, porque me abandonaría cuando lo
encontrara".
FUENTE:
Crónica del Noa. Salta, 25 de junio de 1982.