BERKELEY – No somos seres recientemente creados, inocentes, racionales y
razonables. No somos creados de la nada en un Edén sin nombre bajo un nuevo sol.
Somos, más bien, el producto de cientos de millones de años de evolución miope,
y miles de años de historia no escrita y luego registrada. Nuestro pasado se fue
construyendo en base a capas superpuestas de instintos, propensiones, hábitos de
pensamiento, patrones de interacción y recursos materiales.
Sobre este cimiento histórico, construimos nuestra civilización. Si no
fuera por nuestra historia, nuestro esfuerzo no sólo sería en vano sino
imposible.
Y están los crímenes de la historia humana. Los crímenes horribles. Los
crímenes increíbles. Nuestra historia nos persigue como una pesadilla, ya que
los crímenes del pasado hacen mella en el presente e inducen a que se cometan
más crímenes en el futuro.
Y también están los esfuerzos por detener y contrarrestar los efectos de
los crímenes pasados.
De manera que este mes es mejor no escribir sobre economía, sino sobre
otro tema. Hace setenta y nueve años, Alemania se volvió loca. Hubo
delincuencia. También hubo historia y mala suerte. Prácticamente todos los
criminales hoy están muertos. Sus descendientes y sucesores en Alemania han
lidiado -y siguen lidiando- mucho mejor de lo que se esperaba en cuanto a
enfrentar e intentar dominar el pasado indomable del país.
Hace setenta años, 200.000 soldados soviéticos -en su abrumadora mayoría
hombres y predominantemente rusos- cruzaron el río Volga hacia la ciudad de
Stalingrado. Como miembros del 62º Ejército de Vasily Chuikov, se apropiaron de
la delantera del ejército nazi y resistieron. Durante cinco meses, lucharon. Y
quizás el 80% de ellos murió en las ruinas de la ciudad. El 15 de octubre -un
día como cualquier otro- el diario de combate de Chuikov registra un mensaje de
radio recibido del Regimiento 416 a las 12:20pm: "Fuimos cercados, tenemos
municiones y agua, muerte antes que rendición". A las 4:35pm el teniente coronel
Ustinov dio órdenes para que la artillería atacase su propio puesto de comando
cercado.
Pero resistieron.
Y así, en noviembre -para ser precisos, el 19 de noviembre- hará 70 años
que la reserva de un millón de soldados del Ejército Rojo fue transferida al
Frente Sudoeste del general Nicolai Vatutin, el Frente del Don del mariscal
Konstantin Rokossovsky y el Frente de Stalingrado del mariscal Andrei Yeremenko.
Luego montaron la encerrona a la Operación Urano, el nombre en código para
referirse al plan de cercar y aniquilar al Sexto Ejército Alemán y al Cuarto
Ejército Panzer. Pelearon, murieron, vencieron y así destruyeron la esperanza
nazi de dominar Eurasia un año más -para no hablar de establecer el Reich de los
mil años de Hitler.
En conjunto, estos 1,2 millones de soldados del Ejército Rojo, los
trabajadores que los armaron y los campesinos que los alimentaron transformaron
la Batalla de Stalingrado en la lucha que, de todos los combates en la historia
humana, marcó la mayor diferencia positiva para la humanidad.
Los aliados probablemente habrían terminado ganando la Segunda Guerra
Mundial aún si los nazis hubieran conquistado Stalingrado, redistribuido sus
fuerzas de vanguardia como reservas móviles, repelido la subsiguiente ofensiva
del Ejército Rojo en el invierno de 1942 y capturado los campos petrolíferos del
Cáucaso, privando así al Ejército Rojo del 90% de su combustible. Pero cualquier
victoria aliada habría requerido el uso en gran escala de armas nucleares, y
habría implicado una cantidad de muertes en Europa que, muy probablemente,
habría sido el doble de los casi 40 millones de muertes provocadas por la
Segunda Guerra Mundial.
Ojalá nunca haya otra batalla igual. Ojalá nunca necesitemos que la
haya.
Los soldados del Ejército Rojo, y los trabajadores y campesinos de la
Unión Soviética que los armaron y alimentaron, permitieron que sus amos
dictatoriales cometieran crímenes -y ellos mismos los cometieron-. Pero estos
crímenes son menores, en orden de magnitud, que el gran servicio que le
prestaron a la humanidad -y especialmente a la humanidad de Europa occidental-
en las márgenes pedregosas del río Volga hace 70 años este otoño.
Somos los herederos de sus logros. Somos sus deudores. Y no podemos pagar
lo que les debemos. Sólo podemos recordarlo.
Ahora bien, ¿cuántos líderes de la OTAN o presidentes y primeros
ministros de la Unión Europea alguna vez se tomaron el tiempo de visitar el
campo de batalla y tal vez depositar una corona de flores en honor de aquellos
cuyo sacrificio salvó a su civilización?