Descansando en
Londres
La estadía en Rusia no había sido muy feliz, tanto por
la mala organización del congreso como por las manifestaciones de corrupción y
la mala onda de la gente. De hecho, la palabra que más oí fue “niet” (no), que
era la respuesta que generalmente se escuchaba ante cualquier pedido. Y para
completarla al llegar al aeropuerto de Moscú debía tomar el vuelo de British
Airways rumbo a Londres, pero los controles sobre el equipaje los hacía el
personal de Aeroflot, ¡y me rompieron uno de los ganchos de la mochila! Protesté
pero me contestaron en ruso de mala manera y tuve que subir al avión para no
perderlo.
Como en todos los vuelos, British llevaba azafatas
inglesas y del país de donde partía o de donde iba. Y como no tenía aspecto de
inglesa y estaba profundamente dormida, vino a despertarme de manera poco amable
la rusa, para que me pusiera el cinturón de seguridad porque había turbulencia.
Y eso contribuyó a aumentar mi mal humor que había sido casi constante durante
toda la semana anterior. Entonces decidí quedarme unos días en Londres (London)
para que me mimaran un poco antes de regresar a mis tareas cotidianas en Buenos
Aires.
Londres es lo opuesto a Moscú en relación al trato de
la gente. Allí la palabra más escuchada es “sorry” (disculpe), por lo que yo me
siento muy bruta y maleducada, cosa que traté siempre de revertir para estar más
a tono con los demás.
Para comenzar, al llegar al
aeropuerto de Heathrow, fui a reclamar por la rotura del gancho de mi mochila.
Me hicieron ver que fue un descuido de Aeroflot. Yo repliqué que eso no era
problema mío porque yo se la había entregado al personal de British. Me dijeron
que esperara porque debían hacer unas consultas. Y cuando se me estaba yendo la
paciencia por la demora, me llamaron y me entregaron dinero en efectivo por el
valor equivalente a una mochila nueva. ¡Primera caricia del día! Luego busqué un
hotel económico y encontré una superoferta en un hotel muy bueno en un barrio
paquete, que le hacía un precio especial a los pasajeros de British, ¡y además
hospedarse allí sumaba millaje!
La habitación era diminuta pero
con todas las comodidades y una decoración muy delicada, de excelente gusto. Y
como en casi todo Londres, no estaba permitido fumar prácticamente en ningún
lugar del hotel, lo que me resultaba sumamente agradable. Además había carteles
que decían que en caso de incendio no se gritara fuego, se cerrara la puerta y
con calma se avisara en conserjería. Eso es flema británica.
A la mañana siguiente salí a
caminar por la ciudad. Se la veía hermosa con sus balcones llenos de flores y el
cielo muy azul. Pero, además, la temperatura era elevada. Y a la tarde llegó a
30ºC, ¡increíble para los ingleses! Estaban enloquecidos, y muchos de ellos se
quedaron en plena city con el torso
descubierto.
Tomé uno de esos famosos ómnibus
rojos para visitar barrios que no conocía. Al subir le pedí el ticket al chofer,
y ante mi sorpresa, me miró con disgusto porque no lo había saludado,
diciéndome: -“¡Good morning, Madam!” (¡Buenos días, Señora!) Me disculpé, lo
saludé y me dio el boleto. El vehículo llevaba bastante gente parada, pero
apenas alguien rozaba a alguno, inmediatamente decía: -“¡Sorry!” (¡Disculpe!). A
poco de andar conseguí asiento en la planta alta por lo que podía observar todo
y tomar fotografías con gran
comodidad.
Londres es una ciudad muy
cosmopolita, aunque no tanto como Nueva York, porque no hay casi
latinoamericanos, pero sí gente del resto del mundo. Por lo tanto subían al
ómnibus personas procedentes de la India, Pakistán, Nigeria, Kenia y de muchas
otras de sus colonias, todos con sus vestimentas originales, y nadie se
sorprendía. He visto muchas mujeres vestidas en función del hiyab, que es el
código islámico y consistía en tapar la mayor parte del cuerpo, inclusive con un
velo que ocultaba su rostro; así como muchos hombres con túnicas y turbantes que
tenían diferentes significados. Cada uno iba vestido como mejor le parecía pero
esa libertades no se podían expresar de la misma manera para realizar una
protesta o un discurso público salvo en el “speakers’ corner” (rincón de
oradores), y hasta cierto punto…
Como había prometido llevarles a
mis hijos Joaquín y Enrique música negra, fui al barrio de Brixton. Allí había
muchas casas donde vendían discos e instrumentos, pero también muchos otros
productos a un precio más bajo que en las áreas turísticas del Centro. Sin duda
que nada guardaba ni la elegancia ni el orden del resto de la ciudad. Para los
que provenimos de un país subdesarrollado, seguía siendo muy superior a lo que
estamos habituados, pero para el londinense medio eso era considerado un
espanto. Mientras yo estaba caminando por allí, de pronto se oyó un grito de “¡A
thief! ¡A thief!” (¡Un ladrón! ¡Un ladrón!). Rápidamente la policía detuvo a un
negro que acababa de quitarle algo a una señora. Y a todos les pareció
escandaloso.
Al día siguiente fui a la casa de
Franco, mi pariente italiano. Disfruté de una larga sobremesa en el jardín con
él y su esposa, muy suave y delicada, bien inglesa ella. Ya sus hijos no vivían
con ellos, la niña en Italia y el chico en Australia. Hablamos un poco de todo y
nos despedimos hasta otro momento. Les insistí en que vinieran a visitarme a
Buenos Aires, pero como él trabajaba en British Airways y tenía posibilidades de
viajar en el Concorde junto con los ejecutivos de la Shell y otros magnates por
el estilo, elegía solo los destinos a los que llegaba ese avión. Y venir a
América del Sur le significaba trece horas de vuelo, que no estaba dispuesto a
soportar.
Todavía teníamos paridad uno a uno
peso-dólar por lo que durante todo el viaje había comprado un montón de cosas.
En San Francisco, discos de grupos de rock, objetos con los típicos tranvías, y
remeras con imágenes de la ciudad; en Moscú, también varias prendas con motivos
alegóricos, láminas, juguetes, las tradicionales muñecas rusas (Matrioshkas o
mamushkas) de diferentes tamaños, discos de rock ruso, elementos religiosos,
frascos de caviar rojo y negro; y en Londres, medias, bandejas y otros elementos
con el mapa de la red del metro de Londres, pequeños ómnibus rojos de dos pisos,
y otros objetos con motivos tradicionales. Y a todo eso le iba sumando
publicaciones de diverso tipo, por lo que llamé a una empresa de taxis para que
me llevara al aeropuerto. Cuando lo hice, desde el otro lado del teléfono me
advirtieron que el auto haría el trayecto en una hora y media, y que no iba ni
arriesgarse el chofer ni arriesgarme a mí si quisiera ir más rápido, por lo que
me recomendaban que tomara el tren con el que llegaría en solo treinta minutos.
¡No lo podía creer! Que ellos perdieran un viaje por ser tan honestos. Les dije
que tenía suficiente tiempo y demasiado equipaje como para ir en tren por lo que
aceptaba el servicio a pesar de lo que demorara. Entonces me fueron a buscar en
uno de esos coches negros típicos, con amplio espacio donde pude estirar mis
piernas y distenderme a pesar del
tránsito.
Subí al avión y después de una
suculenta cena, como era mi costumbre, le pedí a la azafata los cubiertos como
recuerdo, ya que eran metálicos y con mango azul celeste. De tantos vuelos, ya
había formado un juego completo. Me dormí y a las seis de la mañana llegué a
Ezeiza donde me esperaban mis seres queridos con muchas ansias para que les
contara todas las experiencias
vividas.
Ana María
Liberali