Un día en Bangkok
Llegué a Londres procedente de Oslo el sábado 12 de
agosto a la noche, y enseguida partí en otro vuelo rumbo a Bangkok. Si bien el
destino de este viaje debía ser Seúl (Seoul), por esas cuestiones de tratados y
negocios que no comprendía mucho, British Airways no podía ingresar a Corea del
Sur, por lo que debía hacer combinación en
Tailandia.
El avión salió del aeropuerto de Heathrow, se dirigió
hacia el nordeste, cruzó los Urales por la zona más baja cercana al Ártico y
luego los bordeó por el este hacia el sur, y mientras atravesaba los desiertos
me dormí, despertándome ya mientras sobrevolaba la bahía de Bengala en medio de
una terrible tormenta propia de los monzones de verano. El vuelo finalizaba en
Australia. Yo creí que sería la única que se bajaría en Bangkok, pero lo hizo la
mayor parte del pasaje, ya que muchos jóvenes ingleses iban a pasar sus
vacaciones a las playas tailandeses y esto se sumaba a los hombres de negocios
que visitarían los talleres de las empresas.
Yo pensé que no podía ser que tuviera que hacer una
escala de varias horas en un lugar tan exótico para mí como Bangkok, y solo
conociera el aeropuerto. Entonces pedí “stop” de un día para tener una visión
general de la ciudad. Por lo tanto guardé parte de mis pocas pertenencias en un
locker, me dirigí al mostrador de una agencia de turismo y pedí conocer los
aspectos más destacados de la ciudad. Me dieron un listado del cual seleccioné
lo que más me interesaba y mediante el contrato de un remis con guía, salí a
recorrer la capital tailandesa.
Primeramente visitamos los templos con sus budas
cubiertos de oro, y su ornamentación exterior en altorrelieve con pétalos
formados con cerámicas. Un trabajo increíble por belleza y precisión. La guía
que me acompañaba era china, una típica inmigrante en Bangkok y profesaba el
budismo por lo que pudo darme explicaciones extras a lo que indicaban los
folletos turísticos.
Luego pasamos por el sector industrial. Muy moderno, y
de hecho, la antítesis de lo que acabábamos de ver. Había grandes galpones donde
se fabricaban zapatillas, juguetes y otros productos de marca para ser
exportados al mundo. Allí casi todos hablaban en inglés, por lo menos los
mandamases. Era un verdadero enclave, algo absolutamente ajeno a toda la
tradición oriental, y ajeno también al propio consumo de la mayor parte de los
tailandeses.
Y de allí a los mercados callejeros, que eran muy
informales, ruidosos, con aromas de diferentes comidas que se vendían al paso, y
con mucha suciedad por todos lados. Pero, reales, típicos del
lugar.
Almorzamos más cerca del Centro en una zona un poco
más occidentalizada donde había
muchos empleados de oficinas y turistas. Era impresionante como los niños se
ofrecían para prostituirse. Y ante la negativa de muchos, eran maltratados por
adultos que los manejaban por considerar que no lo estaban haciendo
bien.
Volvimos a andar por la ciudad, y en muchas partes
había gente viviendo en carpas montadas sobre boulevares y otras áreas verdes.
¡Son de Bangladesh! –me aclaró la guía. Pero luego reconoció que también lo eran
de la zona rural tailandesa. Y por ese camino llegamos cerca del Palacio donde
residía Bhumibol Adulyadej (Rama
IX), Rey de Tailandia, y tal como me ocurriera en Londres una semana atrás, no
pudimos pasar porque Sirikit, la Reina Consorte había salido en su carroza en
medio de una gran multitud a festejar sus sesenta y ocho años. Así que estuve de
cumpleaños real en cumpleaños real.
La imagen me resultó lamentable. Todos los ornamentos
de la Corona Tailandesa eran impúdicamente lujosos y la pobreza que la rodeaba,
extrema. Y lo peor de todo, que esa inmensa masa de pobres, los veneraba como si
fueran dioses.
Quise visitar una orfebrería, ya que Tailandia se
caracterizaba por pulir las más hermosas piedras y metales preciosos de todo
Oriente. Cuando entramos, el guía del museo de joyas que se presentaba a la
entrada, preguntó cuál era mi lengua, y enseguida me habló en español. Me dijo
que sabía siete idiomas, ya que de lo contrario no podría hacer ventas, dada la
gran variedad de países desde donde proceden afamados joyeros. Y al preguntarme
sobre mi país de origen, se puso a hablarme de Los Pumas a quienes había visto
jugar en Australia.
Las muestras exhibidas eran dignas de admiración pero
mucho más lo era ver trabajar a los orfebres. A pesar de mi magro presupuesto,
debido que allí la venta era directa, pude comprar un pequeño corazoncito de
rubíes con certificado de autenticidad para mi madre. Imposible hubiera sido
adquirirlo en una joyería de Buenos Aires.
Y para cerrar la noche, fuimos a cenar a un restorán
oriental tradicional, muy preparado para turistas. Dejamos los zapatos en el
recibidor, y luego nos sentamos con las piernas cruzadas sobre almohadones junto
a una mesa bajita. Trajeron todo tipo de “manjares” en pequeños potecitos de
porcelana, todo muy cortadito, pequeñito para no llevar cuchillos a la mesa. Yo
probé pocas cosas porque gran parte de ellas tenía pescado o frutos del mar,
pero disfruté del espectáculo que se brindaba en un escenario
central.
Terminada la excursión de día entero regresé al
aeropuerto, me acomodé en los mullidos sillones de la sala de espera, utilicé mi
mochila a modo de almohada, y me dormí plácidamente hasta la mañana siguiente en
que saldría mi vuelo de Thai Airways rumbo a
Seoul.
Ana María
Liberali