A Noruega
por Congreso Internacional de Historia
Durante el año 2000, Omar y yo estábamos dictando una asignatura de
la Maestría en Historia Económica en la Facultad de Ciencias Económicas de la
Universidad de Buenos Aires. Y el Dr. Mario Rapoport, quien la dirigía, nos
incentivó para que presentáramos un trabajo en el XIX Congreso Internacional de
Ciencias Históricas que se realizaría entre los días 6 y 13 de agosto en la
Universidad de Oslo. Las temáticas abarcaban todas las etapas de la historia y
los idiomas aceptados eran solamente inglés y francés, por lo que escribimos
“Globalization versus Regionalization”, ponencia que fuera aceptada como tema de
la actualidad. Y como no era posible que asistiéramos los dos, viajé sola rumbo
a Noruega.
Tal como ocurría con otros lugares de Europa, no había vuelos
directos entre Buenos Aires y Oslo, así que volví a tomar un avión de British
Airways y así tener nuevamente un pretexto para quedarme unos días en Londres.
Siendo la mañana del 5 de agosto, después de caminar un rato por
esa agradable ciudad, decidí tomar uno de esos ómnibus de doble piso rojos para
hacer una excursión guiada. En los city-tours londinenses, las explicaciones
estaban grabadas, e insólitamente el vehículo llegaba en el momento preciso a
cada lugar del que se estaba hablando. Pero al acercarnos al Palacio de
Buckingham, comenzamos a atrasarnos porque tanto el tránsito como la cantidad
gente en las calles no nos dejaban avanzar. ¡Era el cumpleaños de la Reina
Madre! Festejaba ese día nada menos que sus cien años. Y yo casualmente estaba
allí, mientras que personajes de todo el mundo habían ido especialmente para la
ocasión. Por supuesto que tuvieron que interrumpir la grabación y no nos pudimos
acercar hasta que la carroza saliera del Palacio rumbo a Marble Arch, donde una
multitud la esperaba para saludarla no solo con banderitas del Reino Unido, sino
de muchos otros países. Y yo, subida al asiento del ómnibus, alcancé a ver solo
la capelina celeste de la Reina Madre, que desde ya fotografié por considerar
que se trataba de un hecho histórico.
Aproveché la situación para cuestionarles a varias personas el
régimen monárquico del gobierno británico. Y todas, sin excepción, me
respondieron lo mismo. Que solo el día en que la monarquía dejara de ser
negocio, iba a dejar de existir. Que por cada libra esterlina que la Corona
gastaba, generaba más del doble de ingresos por toda la actividad turística que
estaba ligada solamente a las visitas de los palacios. Que contabilizaban desde
los pasajes aéreos vendidos, hasta los hoteles, los rollos de fotos y los
souvenires… Y que, además, habiendo una familia real, quedaba emparejada toda la
sociedad como plebeya, no existiendo otras divisiones. Por otra parte, más de
uno ridiculizó las actitudes de Carlos Menem, mientras fuera presidente de
Argentina, quien se desplazaba en aviones particulares costeados por el estado
nacional, siendo un país subdesarrollado. Cuando en el caso de Gran Bretaña, la
Reina viajaba en British Airways, demostrando no solo cierta austeridad, sino
además, la seguridad de la aerolínea.
Al día siguiente bien temprano estaba volando rumbo a Oslo. Pleno
verano pero frío y lluvioso. Busqué en los avisos del aeropuerto algún hotel
acorde a mis posibilidades y encontré una oferta en la cadena Rainbow. Tomé el
tren y me dejó casi enfrente. Dejé mi equipaje y al volver a salir, noté que
llovía con mayor intensidad. Pero eso no era un problema. Como en casi todas
partes, en el lobby había varios paragüeros para que uno tomara prestado un
paraguas y lo devolviera cuando ya no lo necesitara. Y a nadie se le ocurría
apropiárselo, por decirlo en un lenguaje delicado.
Rápidamente mediante una conexión metro-ferroviaria me dirigí a la
Universidad de Oslo, donde tendrían lugar las acreditaciones y el acto de
apertura del Congreso. Grande fue mi sorpresa cuando una vez que pagara el
pasaje no encontrara ni molinetes ni nadie que controlara mi boleto. Y entonces
me explicaron que no se requería nada de eso porque la gente ya sabía que si no
pagaba, el servicio no podría funcionar. Y que por algún español, italiano o
árabe que no comprara su ticket, no les valía la pena instalar control
alguno.
Llegué a la Universidad. La inscripción al Congreso costaba 250
dólares, y junto con los materiales entregaban una mochila de excelente calidad
y certificados de participación ya firmados, absolutamente en blanco, para ser
completados por quienes los necesitaran. ¡Increíble! Allí me encontré con Mario
Rapoport quien me presentó a un historiador de Córdoba, a varios brasileros,
franceses, y a otros de sus conocidos con quienes asistí a la ceremonia
inaugural. Era el domingo 6 de agosto.
Las actividades estaban organizadas de lunes a sábado en función
del período histórico, y el domingo 13 se expondrían las conclusiones y se haría
el acto de cierre. Así que mi ponencia debía ser expuesta el sábado 12 por
corresponder a la etapa actual. Y fue entonces cuando decidí ir a conocer los
fiordos noruegos, ya que hasta el jueves los temas no serían de mi
interés.
El lunes a la mañana salí a recorrer la ciudad que en ese momento
apenas superaba el medio millón de habitantes, siendo la más poblada del país y
la tercera en Escandinavia. Y de esa población, alrededor de un 20% eran
inmigrantes procedentes de diferentes lugares de Europa como también asiáticos,
africanos y latinoamericanos, particularmente chilenos. Fue así como en la
Universidad me puse a conversar en español con un estudiante noruego que hablaba
como chileno. Le pregunté cuánto tiempo había vivido en Chile y me dijo que
jamás había ido a América. Lo que ocurría era que su niñera, exiliada a causa de
la dictadura de Pinochet, le había enseñado el
idioma.
Caminé por el Sentrum, tomé fotografías de los parques, de
edificios antiguos y habiendo comprado un boleto semanal, subí a uno de los
modernos tranvías. Y tampoco me controlaron el ticket. En varios días, el
inspector subió dos veces, y todos los que no habían pagado, la mayor parte
árabes, se bajaban enseguida. Salvo una española que hizo ver que no entendía lo
que se le estaba pidiendo, y ante la sonrisa de los demás pasajeros, el
inspector hizo un gesto como de no tener remedio, y la dejó continuar viaje. Y
yo sentí vergüenza ajena, tan solo por compartir la misma
lengua.
Visité el sector histórico, el industrial y barrios residenciales.
Y todo me pareció sumamente tranquilo. En especial la gente. Era educada,
cordial y silenciosa.
Muchos iban comiendo por las calles facturas con crema pastelera. Y
allí pude saber de qué región de Europa habían copiado las que se venden en
Buenos Aires con esas características. Y a partir de alimentos grasosos y
relativo sedentarismo por las condiciones climáticas que obligan a que gran
parte del día y de los días del año se permanezca en lugares cerrados, hacían
que los físicos no fueran tan estilizados como en la región del Mediterráneo,
lugar anhelado por los nórdicos para disfrutar de sus vacaciones. Y como lucir
el cuerpo era casi imposible en todo el año, se vendían remeras con el dibujo de
pechos femeninos para simular estar con el torso
descubierto.
La ciudad se encuentra en la cabecera del fiordo de Oslo, y tal
como ocurre en este accidente geográfico, se presenta rodeado de montañas. Un
fiordo es un valle glaciario, con forma de U, hundido en el mar. Como estábamos
en verano la luz natural se prolongaba hasta tarde y fue por eso que me senté en
una mesa junto a la ventana en un bar adornado con elementos náuticos, frente al
puerto de veleros en Aker Brygge y pedí un café mientras esperaba que el sol se
pusiera en el mar.
Había solo tres mesas ocupadas. Y de pronto ingresó un hombre muy
bien vestido y se dirigió directamente hacia mí, preguntándome algo en noruego.
Yo en inglés le respondí que no comprendía, y entonces él me lo tradujo: “¿Do
you want to sleep with me?” (¿Quiere dormir conmigo?) Y si bien ya tenía la
experiencia italiana, tal vez me sorprendió la casi timidez con la que se
expresó. Por lo cual mi negativa no tuvo más remedio que ser amable. Me pidió
disculpas y fue a la mesa de al lado, proponiéndoselo a otra mujer, quien
también con una sonrisa lo rechazó. Y, por último, en la tercera mesa un hombre
recibió la misma invitación. Y al no tener suerte con nadie, se sentó en otra
mesa, pidió una cerveza y se puso a leer el diario. Cuando yo lo comenté en la
universidad, no solo que a nadie le sorprendió sino que les pareció normal y
oportuno. Ya que allí no se andaba con vueltas, ni flores, ni bombones, ni cenas
previas, ni histeriqueos… Se aceptaba o no se aceptaba. Todo bien. Y nadie
juzgaba a nadie por lo que hiciera a nivel
personal.
Tratando de conservar las costumbres argentinas pretendí cenar
después de las nueve de la noche, y aunque todavía no había oscurecido
totalmente, no había nada abierto. Así que tuve que recurrir a ese lugar que
tanto me fastidiaba que era el Burger King, pero que se mantenía abierto como
hasta las once. Y la única distracción que me quedaba después era ir a los
cybers del Sentrum, donde predominaban los jóvenes jugando en
red.
El martes salí para Bergen, segunda ciudad del país, de alrededor
de 250000 habitantes, ubicada en el extremo oeste, también en zona de fiordos.
El tren estaba lleno de turistas de diferentes lugares del mundo, pero como en
todas partes, solo se oía a los italianos que a los gritos se quejaban de todo,
en especial de los precios. Porque Noruega era carísimo incluso para los demás
europeos, y mucho más Bergen por ser turística y en alta temporada. Así que yo
reservé una habitación en un apart para poder cocinar o comprarme algo hecho.
En el camino subió mucha gente que habitaba en la zona rural, pero
no tenía nada que ver con el campo al que estamos acostumbrados quienes
procedemos de países subdesarrollados. Eran casas hermosas y con todas las
comodidades y servicios.
Ya en Bergen, con plano en mano, me paré en una esquina buscando
una dirección, y una pareja de noruegos se acercó, y señalando con una sonrisa,
dijeron: -“North…, south…” Me reí, y les dije que no estaba tan perdida, pero
que estaba buscando determinadas coordenadas. Y a pesar de que iban para el lado
contrario, me acompañaron hasta el lugar donde yo pretendía
llegar.
Como mi tiempo era tirano y quería tener una visión general del
lugar, tomé un city tour que me permitió conocer los barrios más importantes y
las principales industrias. ¿Y el paisaje?,
¡espectacular!
Al regresar a Oslo, prácticamente me interné en la Universidad
asistiendo a la exposición de ponencias durante todas las jornadas que restaban.
Y resultó que durante el intervalo de la mañana nos hacían pasar a una sala y
nos ofrecían un mini concierto de música clásica. Mientras almorzábamos,
ingresaban a la enorme carpa los músicos dando un concierto de música folk, y a
media tarde, otro de jazz. Nos explicaron que era habitual allí para despejar
las mentes después de cada actividad académica, y realmente lo lograron. Además
de que de esa manera, en los almuerzos hablábamos en voz más baja y lo hacíamos
más pausadamente. La calma era tal en la población noruega que las estudiantes
que eran madres asistían a sus clases con los bebés. Ninguno de ellos lloraba.
Permanecían pegados al pecho de sus madres o bien durmiendo en el cochecito. De
hecho mucho tenía que ver con que las mujeres gozaban de un año de licencia paga
por maternidad y los padres de seis semanas que permitían estar en contacto con
los recién nacidos durante largo tiempo. Cuando en la calle veíamos a algún niño
haciendo berrinches, seguro era un extranjero.
Pero no solamente se notaban diferencias muy pronunciadas entre los
derechos, beneficios y subsidios de la población europea respecto de la
latinoamericana, sino también entre los propios sudamericanos. Por un lado, la
mayoría de nuestros vecinos continentales ni siquiera habían podido asistir al
Congreso. Por otro lado, los tres o cuatro argentinos que habíamos logrado ir
debido a la paridad uno a uno entre el peso y el dólar, debíamos hospedarnos en
lugares de bajo precio y “gasolear” en todos los consumos. Y, el grupo de los
brasileros que constituían una importante delegación incluyendo a becarios y
estudiantes avanzados, parando en hotel de cuatro estrellas. Una noche algunos
profesores de Brasil nos propusieron a los argentinos que nos encontráramos para
cenar juntos en una zona de restoranes de alto nivel. Cuando vimos la cuenta nos
quisimos morir. Ellos nos dijeron de volver al día siguiente, pero inventamos
otro compromiso porque no estábamos en condiciones de tener otro gasto
semejante, por lo que terminamos comiendo en un puesto árabe donde acudían los
inmigrantes recién llegados.
Mi trabajo fue expuesto el sábado 12 y a horario como estaba
establecido, pero la discusión de ese bloque se extendió demasiado y tuve que
tomar un taxi hasta el aeropuerto, que me costó cien
dólares.
Era un placer estar en ese país a pesar del frío y los precios
elevados, pero yo debía volver a Londres porque desde allí tendría que volar
hasta Seúl para asistir a otro Congreso Internacional, pero de
Geografía.
Ana María
Liberali