Unos pocos días en Tokyo
Por
invitación de Keiichi Takeuchi, destacado profesor de Geografía Social y
Económica, Emérito de la prestigiosa Universidad de Hitotsubashi, desde Seoul me dirigí a
Tokyo, con el
fin de darles un panorama sobre América del Sur a los estudiantes que se
especializarían en esta región del mundo.
Tomé un vuelo de la empresa norteamericana Northwest. ¡Qué
desastre! El avión era viejo, estaba bastante destartalado y encima tuvimos
turbulencia en todo el trayecto. Era pleno verano y el mar de la China se
presentaba absolutamente tormentoso. Casi saltábamos del asiento, considerando
que algunos cinturones de seguridad tampoco estaban en buen estado. A mi lado
había un japonés al que los ojos se le ponían redondos después de cada
cimbronazo, y en más de una ocasión nos tomamos de los brazos como
sosteniéndonos ridículamente el uno con el otro.
Finalmente, después de alrededor de cuatro horas, llegamos al
aeropuerto internacional de Narita. Entregué mi pasaporte y pasé sin
inconvenientes. Pero cuando hicieron el control del equipaje, el agente se
detuvo en mi cámara fotográfica de marca japonesa. Era una Minolta SRT 101,
réflex con teleobjetivo que mi padre me había regalado en 1972. ¡Y estábamos en
el 2000! Le expliqué que no la había declarado debido a su antigüedad. Y me dijo
que justamente lo que era llamativo era que tuviera encima semejante
antigüedad.
Tomé un modernísimo y veloz tren hasta el Centro de Tokyo. Y desde
allí, siguiendo las indicaciones recibidas oportunamente, un taxi hasta la
residencia universitaria para profesores extranjeros. El taxista, de guantes
blancos, se bajó para abrirme la puerta. El tapizado del coche estaba cubierto
por una funda blanca que semejaba un encaje, y se cambiaba al cabo de varios
viajes, para que siempre luciera impecable. Y cuando estábamos por partir, me
dijo que no podía arrancar hasta que no me pusiera el cinturón de seguridad. Y
después de un recorrido con muchas vueltas, llegué al lugar de destino. ¿Y la
tarifa?, ¡mejor no recordar!
En la dirección indicada había un paredón macizo con un portal
enorme. Toqué timbre y cuando abrieron me encontré en medio de un típico jardín
japonés, donde a pesar del tránsito de la calle, el silencio era tal que se
podían escuchar el suave sonido de la cascadita de agua y el gorjeo de algunos
pájaros. Me hicieron unas cuantas reverencias y me pasamos al lobby donde me
pidieron la documentación y me indicaron la habitación que desde la universidad
me habían asignado. Era minúscula, en especial para los occidentales
provenientes de América que estamos acostumbrados a ambientes amplios. No le
faltaba nada. Y desde la ventana podía ver el jardín oriental. Pero el baño era
compartido, siendo uno de los lugares más limpios que he conocido. Desde sus
ventanas se podía ver la torre de Tokyo, que es una réplica de la Eiffel, con
algunos metros más de altura, y sirve como antena de radio y
televisión.
La residencia contaba con una enorme biblioteca donde se podían
consultar volúmenes en una gran diversidad de idiomas, y una enorme sala de
estar que permitía relacionarse con colegas de todo el mundo. En el comedor
ofrecían principalmente platos orientales, la mayoría de los cuales estaban
hechos en base a pescado, pero también servían la misma receta con pollo, que
era lo que me salvaba en todas las cenas. También había teléfonos públicos para
hablar a cualquier parte del mundo y disponibilidad de paraguas en préstamo.
Pero se cerraba, indefectiblemente, a las doce de la noche y se abría a las
siete de la mañana.
Era el sábado 19 de agosto, y yo pretendía conocer la noche de
Tokyo. Así que fui hasta una zona donde había muchos restoranes, bares, boliches
y una feria en la calle. Y en ese lugar precisamente, vi una cámara como la mía,
¡que se vendía como antigüedad!
Caminé por calles llenas de gente… Había muchas familias y también
jóvenes solos. Algunos de ellos borrachos bastante temprano, inclusive hombres
grandes. Me llamó la atención el gran movimiento de taxis, y me explicaron que
como ya sabían que iban a pasarse con el alcohol, no concurrían con sus propios
autos.
Muchas chicas jovencitas lucían kimonos, varias con pronunciados
escotes, o su versión en minifalda. Los pelos punk, la infaltable lata de
cerveza en una mano y el porro en la otra. Y así se sentaban con las piernas
abiertas en las esquinas. Muchas mujeres y también hombres, teñidos de rubio y
con rulos. Las peluquerías trabajan en Tokyo a full sin distinción de sexo y
edad. ¡Nada que ver con la idea de sobriedad que se tiene de
ellos!
Tomé y comí algo frugal en un bar y volví a la residencia porque
como la Cenicienta, a las doce perdía el zapatito… Bueno…, no precisamente…,
pero me quedaba afuera hasta el amanecer.
El domingo me levanté temprano y salí a descubrir la ciudad de día.
Tomé diferentes ómnibus hasta el fin del recorrido y bajaba en barrios más
alejados. Me manejaba en inglés, sin embargo fui descubriendo que lo entendían
todos los hombres de cualquier edad, pero solo las mujeres por debajo de los
cuarenta años, salvo contadas excepciones. Lo que había ocurrido era que hasta
no demasiado tiempo atrás el ingreso femenino estaba vedado en la mayoría de las
universidades, salvo las específicas para mujeres donde se estudiaban carreras
consideradas menores.
Al mediodía me sorprendió la enorme fila de niños para ingresar al
Mc Donald´s, lo que era totalmente criticado por sus abuelos. Ellos decían que
porque las madres jóvenes habían estudiado o simplemente visitado los EEUU o
Europa, habían incorporado una dieta de grasas que estaba generando obesidad en
las nuevas generaciones, y que ya no consumían arroz sino pan de trigo como
acompañamiento de las comidas, ¡y que no guardaban las tradiciones! Y eso era
así. En los restoranes del Centro, se veía a los japoneses utilizando cuchillo y
tenedor y a los turistas, palitos.
Tal como ocurre en muchos otros países desarrollados, no es
obligatorio pedir una bebida envasada cuando uno entra a un restorán. Al
sentarse a la mesa, automáticamente viene el mozo con una jarra de agua; y si
uno mira el menú, no lo conforma y decide irse, puede tomar el agua sin que
nadie se moleste por eso.
Durante ese recorrido, en un kiosco vi las tapas de los principales
diarios, y en todos, estaban las mismas noticias, que aunque en japonés, las
reconocí por las fotos: la campaña electoral de EEUU, el submarino ruso K-141
Kursk perdido en el Mar de Barents una semana atrás, las eliminatorias para el
mundial de fútbol 2002, que se realizaría en Japón y Corea del Sur, y dos
mujeres (una japonesa y una rubia) de las que no entendía nada. Todas esas
mismas noticias aparecían en los noticieros de la NHK, la principal televisora y
en otros medios japoneses; pero las dos mujeres no aparecían en la CNN. Por lo
tanto, me quedaba sin saber sobre qué se trataba. Cuando por fin pude averiguar
y resultó ser que se había producido un escándalo por haberse declarado
públicamente como una pareja de lesbianas, entre una japonesa y una australiana.
Y si bien el matrimonio entre miembros del mismo sexo no estaba legalmente
aceptado, cuando la relación se daba entre hombres, la sociedad no los condenaba
de esa manera. Una muestra más de las limitaciones que las mujeres han tenido
históricamente en esa sociedad.
Esa noche cené en la residencia y me fui temprano a la habitación.
Pretendí ver algún programa japonés aunque no entendiera el idioma. Y lo más
entretenido fue un certamen de baile. Entonces me di cuenta de que a los
japoneses no les gusta especialmente el tango, sino que en el ámbito musical son
muy abiertos a todos los ritmos. En un amplio salón las parejas, sin famosos de
por medio, bailaban tanto tango como valses vieneses, rock and roll, cumbia,
flamenco… Todos muy bien vestidos y muy prolijos en los pasos. Y esa noche de
domingo, se otorgaban los premios, que consistían en copas, medallas y diplomas.
Cuando yo les comenté a los japoneses que en la Argentina, la mayor parte de los
premios de todos los certámenes consistían en artículos del hogar, viajes o
dinero en efectivo, ellos me dijeron que allí no tendría sentido, porque nadie
carecía de esos bienes. Evidentemente todo era honorífico y se emocionaban
muchísimo al recibirlos.
A la mañana del lunes me vino a buscar la profesora adjunta de
Keiichi Takeuchi, cuyo nombre no recuerdo. Con ella recorrimos diferentes
barrios. Ya nada era tan tranquilo como durante el fin de semana, por lo que
tuvimos que movernos en el metro para poder avanzar con rapidez. En las horas
pico, ¡se viaja peor que en Buenos Aires! Si bien los trenes son muy rápidos, la
densidad por vagón es superior, al punto que hay “empujadores”, que son hombres
muy musculosos que presionan a la gente para poder cerrar las puertas. Pero
cuando se viaja en horarios con menor cantidad de pasajeros, la gente se relaja
y se quita los zapatos para poder poner los pies sobre el asiento, con las
piernas cruzadas o simplemente para estar más cómoda. No me resultaba difícil
manejarme porque todas las líneas de metro respondían a diferentes colores;
entonces aprendí que si me perdía debía buscar la gris que me dejaba cerca de la
residencia. La red era amplísima y abarcaba toda la ciudad y su conurbano. Pero
solo en las estaciones más importantes había escaleras mecánicas y con el calor
que hacía y los escalones relativamente altos, se hacía muy pesado el
ascenso.
Hablamos de todo un poco y entre las cosas que más me llamaron la
atención fue que se quejaba por tener que atender ¡como a treinta alumnos! Yo,
en ese momento tenía ochenta en la UBA, treinta en la Universidad de Mar del
Plata y cinco cursos de doscientos estudiantes por cuatrimestre en la UADE. Y
desde ya que mi salario no era equiparable para nada con el suyo. Pero, por otra
parte, me comentó que si bien ella no era creyente, su padre sí lo era, y que
siendo budista al fallecer se estilaba ponerle un nuevo nombre. Ese nombre se
pagaba en los templos y mostraba cierto status, como si en la religión católica
se le pusiera el nombre de algún santo, teniendo mayor valor si fuera bíblico. Y
que eso la tenía endeudada porque había tenido que pedir un préstamo para poder
solventarlo. Habiendo tenido conocimiento sobre la Iglesia Católica por haber
cursado su posgrado en México, consideró que no comerciaba tanto como lo hacían
los templos budistas.
Al mediodía me llevó a un restorán muy caro a comer carne y tomar
vino argentinos. Pero, de hecho, se trataba de cortes diminutos para nuestras
costumbres y desde ya que sin sabor por estar
congelados.
Y a la tarde quise ir disfrutar de la Ceremonia del Té. Entonces
tomamos un tren y fuimos a un templo que quedaba en el Gran Tokyo. Era un
distrito sumamente turístico donde compramos algunos souvenires para mis hijos,
y después ingresamos a la casa de té. Era un lugar oscuro, con paredes rojas,
dragones y mesas bajas laqueadas en negro con dibujos orientales. Para mí
trajeron un té bien caliente en taza de porcelana y para ella un ”ice tea” con
gas en una latita. Esa ceremonia ya era solo para los visitantes. Ella me
comentó que su padre solía beber sangre de serpiente recién decapitada para
consumirla caliente, pero que los jóvenes prácticamente habían abandonado esa
costumbre.
Mi colega que tenía casi sesenta años, también me contó que se
quedó soltera debido a haber seguido una carrera universitaria, lo que no estaba
bien visto por la mayoría de los hombres de su edad.
Al día siguiente tuve la reunión con los estudiantes. Casi cometo
el error de saludarlos con un beso, cuando advertí que al acercarme me hacían
las acostumbradas reverencias, que yo las sentía como ejercicios de
abdominales.
Expusieron sus proyectos y expectativas respecto de América del Sur
y yo les di un panorama geográfico general, y de Argentina en particular.
Algunos ya estaban estudiando español pero otros todavía se expresaban en
inglés.
Luego ellos me llevaron a conocer diferentes aspectos de la ciudad
como el Palacio Imperial, con sus grandes muros y bellísimos parques, y el
puerto, que tenía dimensiones incomparables con todo lo que había conocido hasta
ese momento. También me hicieron saber que en las playas de la bahía de Tokyo,
que contaba con veinticuatro millones de habitantes, existían horarios
estipulados para que la gente ingresara al mar por grupos, ya que se hacía
imposible que todos fueran al mismo tiempo.
Mediante el metro llegamos a Asakusa, barrio al este de la ciudad
donde se encuentra el templo Sensoki, de 1400 años de antigüedad. Cuenta la
leyenda que en el año 628 se encontraban dos hermanos pescando en el río Sumida
y sacaron la estatua de Kannon, la diosa de la misericordia. Decidieron devolver
la estatua al río, pero hicieran lo que hicieran, la diosa volvía a aparecer. Y
este templo fue construido en honor a dicha diosa. Durante la Segunda Guerra
Mundial fue prácticamente arrasado, por lo que fue casi totalmente reconstruido.
Había muchas personas con las manos sobre hornos donde se quemaba incienso, y
luego se las pasaban por la cabeza, porque según decían traía mucha suerte.
Fuera del templo había una especie de panel donde los fieles escribían sus
deseos en una placa de madera y los ensartaban en un hilo. El pedido de favores
a los dioses podía tener que ver desde la curación de algún familiar hasta cosas
insólitas como querer pertenecer a un determinado grupo musical. Los estudiantes
me dijeron que ellos siempre acudían en períodos de exámenes.
Junto a él se encontraba Nakamise, un gran mercado con más de
ochenta puestos donde se podía encontrar comida, quimonos, sombrillas, juguetes,
camisetas, gorros, joyas y todo lo que a uno se le ocurriera. Allí les compré a
mis hijas aritos de coral.
Elegimos uno de los tantos restoranes y yo les pedí a los
estudiantes que me indicaran platos que no tuvieran pescado. Pero cuando llegó
el mozo, me sirvió un tremendo plato con gran cantidad de mariscos, y la típica
porción de arroz blanco apelmazado como acompañamiento. Entonces les recriminé:
-“¿No les pedí acaso algo sin pescado?” Entonces ellos me contestaron: “No tiene
pescado, solo frutos del mar”. Les pasé la comida a ellos y querían que pidiera
otra cosa porque no podían entender que comiera solo el arroz. Era como si
alguien en Argentina durante el almuerzo comiera solo el pan.
A la tarde me llevaron al edificio de la Municipalidad de Tokyo que
fuera inaugurado en 1991 con nada menos que 243 metros de altura. Subimos hasta
la terraza que estaba en el piso 48, y desde allí pude tomar una serie de
fotografías panorámicas. Yo les pregunté qué pasaba en caso de sismo. Me dijeron
que sus ingenieros eran muy buenos. Que de hecho, en ese mismo momento estaba
temblando y se habían producido algunos tsunamitos en las islas cercanas, y a
nosotros no nos habían afectado. Me propusieron tomar algo en la confitería
contigua, pero preferí hacerlo en un lugar más bajo y más abierto.
De tantas fotos que había tomado me quedé sin rollo a eso de las
seis de la tarde, pero ya todo estaba cerrado, así que tuvimos que recurrir a un
OPEN 25, para adquirirlo.
Al día siguiente salí sola, y como en la mayor parte de los
comercios no aceptaban tarjetas, ya que no las disponían la mayoría de los
japoneses, empecé a quedarme corta de efectivo. Entonces intenté cambiar los
pocos wones que me quedaban, pero fue imposible en las casas de cambio, ya que
nadie aceptaba ninguna moneda del sudeste asiático. Por lo tanto, tuve que
dirigirme a una sucursal del Banco de Corea y perder un buen tiempo. Y como la
mayoría de los negocios, estaciones de metro y otros lugares públicos, carecía
de aire acondicionado, en un verano sumamente tórrido. Pero, como en casi todas
partes, repartían pantallas de cartón con el nombre de la empresa, a modo de
abanicos.
Esa misma noche fui hasta un cajero automático para retirar dinero
de mi caja de ahorro en dólares del CITIBANK, pero ante mi asombro y
desesperación, aparecía un cartel en japonés y no me entregaba el dinero. Con
toda la bronca e impotencia, le mandé un insulto en español a la máquina, sin
advertir que a pocos metros había alguien esperando. Esa mujer morocha, vestida
muy provocativamente y totalmente pintarrajeada, me preguntó: -“¿En qué puedo
ayudarte?” ¡Qué bueno que me hablaran en español! Resultó ser colombiana y me
explicó que si no tenía una cuenta en yenes, la máquina no me iba a entregar
dinero. Que la única solución era ir al día siguiente a la sucursal del Citibank
y retirar por mostrador.
A la mañana siguiente fui al Citibank. Expliqué la situación y me
dijeron que no había problemas, pero me preguntaron por qué no había viajado con
más cash, total… ¿quién me iba a robar? Ellos debían pedir autorización a la
sucursal de Buenos Aires y yo les expliqué que en Argentina en ese momento eran
las doce de la noche. Entonces me dijeron que lo podíamos hacer mediante el
fonobanco. Lo que no podían creer era que el operador del Citibank no supiera
inglés. Por lo tanto yo le tenía que traducir qué era lo que necesitaban. Él me
dio la clave de autorización a mí, pero en Tokyo dijeron que se la tenían que
grabar a él para que quedara como constancia. Así que yo se la dije en inglés al
empleado del Citi, y él por fonética se las repitió. Pero además, el operador
argentino me dijo que les trasmitiera que me tenían que cobrar un determinado
arancel por la transacción. Yo se los comuniqué a los empleados japoneses y
fueron a consultar al gerente. Me asusté porque pensé que el monto sería mayor,
pero todo lo contrario, consideraron que no correspondía porque en Japón no se
cobraban esas tasas cuando se operaba de cuenta propia. Fue toda una muestra de
honestidad.
Los días de semana la
ciudad tiene una densidad tremenda, en especial en la zona de Ginza, uno de los
centros comerciales más importantes. Había muchos túneles que ayudaban a acortar
caminos y sendas peatonales en diagonal entre esquinas para acelerar el cruce de
las avenidas. Y también el estacionamiento era superpuesto, en enormes soportes
como los que se utilizan para cargar coches en camiones, que permitían
estacionar hasta tres o cuatro autos encimados.
En toda la ciudad, incluso en zonas relativamente céntricas, era
costumbre exhibir la mercadería en la calle. Y me resultaba extraño que en
sastrerías de calidad estuvieran las prendas colgadas en percheros en plena
vereda. Pero mucho más me asombraba, que se expusieran calculadoras, relojes y
otros objetos pequeños y de valor en amplias mesas junto a los locales y quienes
atendían estuvieran adentro, sin preocuparse de que alguien se llevara algo.
¡Eso ni se les pasaba por la cabeza!
La honestidad callejera era increíble, así como también la
cordialidad. Cuando le preguntaba a alguien cómo llegar a un determinado lugar,
ya que los nombres de calles y números eran prácticamente inexistentes, dejaban
lo que estaban haciendo, incluso la atención de algún negocio y me acompañaban,
así fueran varias cuadras.
Paseando vi el estadio en el cual había estado mi padre en el año
64 durante los Juegos Olímpicos y que yo conocía por diapositivas. También
recorrí diferentes lugares de los que él me había
hablado…
Fui al correo a enviar unas postales y la espera fue tan
insoportable como en las oficinas públicas de Buenos Aires. Había menos gente,
pero, aunque muy amables, extremadamente lentos al atender. Nadie se enojaba,
pero yo estaba que estallaba.
Lo que me resultó muy negativo fue que los hombres salieran de sus
trabajos y corrieran a los tragamonedas que los había por todas partes. Era como
que carecían de otros entretenimientos o motivaciones, como que todo fuera
demasiado previsible y aburrido.
El último día salí a comprar recuerdos para mí y obsequios para
familiares y amigos. Traje adornos, palitos para reemplazar a los cubiertos,
cosméticos de línea japonesa, discos… Y para mis hijos Enrique y Joaquín, compré
algunos accesorios de instrumentos musicales en el edificio de Yamaha, que tenía
cuatro pisos. Había realmente de todo, y en ese momento, a menor precio que en
Argentina.
Debido a la carga que llevaba tuve que tomar un taxi para ir hasta
el aeropuerto, y en el camino pude comprobar que las autopistas tenían sendos
paredones de cada lado, al igual que lo que había visto en Corea, para aislar a
los edificios vecinos tanto del smog como de los ruidos.
Al llegar a Narita, sentí muchas ganas de decirles a los japoneses
“sayonara” (adiós), pero también “arigato” (gracias) por el excelente trato y
las enseñanzas recibidas.
Allí sí pude tomar el avión de British Airways que en doce horas me
llevó hasta el aeropuerto de Heathrow en Londres. Rápidamente me subieron a un
vehículo de la empresa que en una hora me dejó en el aeropuerto de Gatwick,
desde donde partiría el vuelo que en trece horas más pondría mis pies en Ezeiza.
¡Veintiséis horas entre las antípodas y Argentina! ¡Y tres horas más
por trámites de migraciones, aduana y remis hasta casa!
Dormí casi un día entero, debido al jet lag y a las tres semanas de
intensa actividad…, pero muy feliz por todas las experiencias
vividas.
Ana María Liberali