NCeHu 98/12
En el lago Atitl¡n
A pesar de los peligros que se vivían en Guatemala, decidimos visitar Panajachel, hacia el oeste de la ciudad capital. Localidad que se encuentra sobre el lago Atitl¡n, principal espejo de agua del país.
Se trata de un paisaje espectacular, con el gran lago a 1562 msnm y rodeado por los volcanes Atitl¡n (3537 msnm), Tolim¡n (3158 msnm) y San Pedro (3020 msnm). Es m¡s, algunos autores dicen que se trata de un enorme cr¡ter cubierto por las aguas. Y se le suma la particularidad de la presencia maya, que considera a Atitl¡n un lago sagrado por permitir la vida de todo y todos los que lo rodean.
Panajachel, por esas dos razones, paisaje y cultura ancestral, se ha convertido en un gran centro de turismo internacional. Pero la población indígena trabaja fundamentalmente en el mantenimiento de los hoteles, restoranes y dem¡s establecimientos, siendo regenteados por blancos guatemaltecos o extranjeros.
Muchos mayas viven en otras pequeñas poblaciones a orillas del lago y para conocer una de ellas, debíamos embarcarnos. Había dos opciones, la lancha de los turistas y la de los locales. La primera era nueva, limpia y cómoda; la segunda, vieja, despintada y algo desvencijada. Y elegimos esta última. No por el precio, ya que en enero del ’96 est¡bamos en plena convertibilidad con nuestro peso uno a uno con el dólar, y en quetzales los costos eran muy bajos para los argentinos. Pero consideramos que íbamos a conocer mejor la realidad del lugar viajando como lo hace el pueblo. ¡Y
cómo la conocimos!!!!
En la lancha iban los indígenas que habían trabajado gran parte del día en Panajachel y volvían a sus casas, tres nor-europeos muy rubios casi albinos, y nosotros. Y ya al partir se sintieron las diferencias. La lancha de los turistas salió algunos minutos después que la nuestra, y enseguida se nos adelantó varios metros. Pero al llegar justo al centro del lago, en la nuestra comenzó a salir humo del motor. El capit¡n (por llamarlo de algún modo) y su ayudante trataron de apagarlo, sin apartar los bidones de combustible que llevaban. Las mayas gritaban, sus compañeros daban posibles soluciones en su lengua, los europeos
continuaban leyendo como si no pasara nada, y nosotros…
A mi no me resulta demasiado agradable navegar. Es m¡s, le tengo mucho miedo al agua, a pesar de que yo y todos mis antepasados hayamos nacido en puertos. Pero mi instinto de supervivencia fue superado por el de fotógrafa. A los gritos salí corriendo, casi trepada al techo de la embarcación con mi c¡mara Minolta en alto, como si lo único importante fuera no perder las fotos que había tomado.
Apagaron el fuego pero el motor ya no funcionaba y la lancha quedó a la deriva. Mientras tanto, continuaba soplando el Xocomil, viento característico producido por los vientos c¡lidos del sur que chocan con los fríos del altiplano, provocando remolinos y fuerte oleaje. Pero las mayas decían que era el viento que recoge los pecados de los habitantes del lago.
Yo no sé si fue enviado un S.O.S. o si desde el muelle vieron el humo, pero el hecho es que vino una lancha que nos remolcó hasta Santiago Atitl¡n, en la orilla opuesta a Panajachel.
Allí pudimos ver que, a diferencia de otros lugares, donde la población autóctona se viste con trajes tradicionales para dar espect¡culos a los turistas mientras diariamente usan jeans y camisas con marcas internacionales, en esta zona era exactamente a la inversa. Se ponían atuendos formales para servir a los turistas como mozos, botones u otros oficios por el estilo, y al regresar a sus hogares, vestían las ropas mayas, que consisten por ejemplo, en largas polleras para los hombres.
Caminamos por el pueblo, tomamos fotos, compramos algunas artesanías y al regresar… Nos encontramos que viajaríamos en la misma lancha a la que habían “arreglado con alambre” el motor quemado, y que desde ya, continuaba con fallas. Las únicas ventajas sobre el viaje de ida eran que el viento había amainado y que ya casi iría vacía, solo con los pocos turistas que retorn¡bamos a Panajachel. Y a pesar de que hubo momentos en que parecía pararse, mantuvieron el motor funcionando con diferentes métodos.
Ya en tierra nos pusimos a pensar qué hubiera pasado si las cosas hubieran terminado mal. ¡Ni nuestros familiares se hubieran enterado!!!! Estaríamos aun desaparecidos, ya que en Guatemala la vida parecería no tener demasiada importancia, y mucho menos la de los mayas. Tampoco había ningún documento que dijera que est¡bamos allí, y nadie iría a buscar los restos al fondo del lago que se calcula en m¡s de 350 m de profundidad. Pero nuestros pecados no serían tan graves, y el Xocomil los pudo barrer.
Ana María Liberali
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