NCeHu 52/12
De San Salvador a Guatemala
Llegamos a la terminal de ómnibus de San Salvador, que como toda la ciudad se encontraba enrejada y con sistemas electrificados. Solo los pasajeros podÃamos ingresar a una especie de garaje subterráneo donde se encontraba el micro. Nos revisaron el equipaje de mano y, ametralladora en mano, nos palparon de armas. ¡Y por fin pudimos subir!
El micro, más que deficiente. No era de esperar otra cosa, tal como el paÃs. Y arrancamos rumbo al norte, hacia Guatemala.
En el camino hubo varios controles, en especial sobre el equipaje, pero también sobre los pasajeros. Para finalmente llegar a la frontera.
Nos hicieron bajar. HabÃa gran cantidad de vehÃculos estacionados de manera desordenada. En realidad, todo era un desorden. Era evidente que algunos pasaban contrabando, pero a esos no los revisaban.
Tuvimos que hacer una larga fila en el puesto salvadoreño. TenÃamos todo en regla, sin embargo nos pidieron un dólar. -“Para que todo salga bienâ€, nos dijeron.
En medio de una explanada de tierra cruzamos caminando hacia el sector guatemalteco. Allà seguÃan las caras de pocos amigos. Volvimos a hacer una larga fila. Y al llegar nos pidieron dos o tres dólares. -“Para que nada se compliqueâ€, -dijeron allÃ. Corruptos, pero baratos. De todos modos, con la cantidad de gente que diariamente cruza esa frontera, la recaudación al final del dÃa terminaba siendo muy elevada.
En el camino vimos varios puentes rotos, muchos de ellos destrozados por los combates que tuvieran lugar poco tiempo atrás. Y nuevamente, los controles militares fueron permanentes y poco cordiales.
Nuestros colegas norteamericanos nos habÃan puesto al tanto de que se trataba de una zona peligrosa, por lo cual era recomendable parar en un hotel de la terminal de ómnibus, lugar donde se encontraban los malandras, y no en la Zona Rosa, donde ellos iban a robar. Y asà hicimos.
Nos quedamos en un hotel que se encontraba dentro de la terminal. ParecÃa una cárcel, no solo por el grosor de las rejas y la cantidad de puertas con candados sino por el aspecto de las habitaciones. Pero nos daba mucho temor desplazarnos con el equipaje.
A la mañana siguiente salimos a desayunar a un barcito cercano. El entorno era patético. Junto a nosotros se sentaba ¡cada nene!, con cicatrices en la cara y calzados, como en las pelÃculas… Éramos moscas blancas en medio de ese ambiente. Ninguno nos preguntó nada. Tal vez pensaran que estábamos en negocios más turbios que los de ellos. Nosotros entrábamos y salÃamos del barrio como si nada. Y todos nos saludaban, por lo que estábamos a salvo de cualquier ataque. Realmente nos sentÃamos más inseguros cuando estábamos fuera de allÃ.
Ana MarÃa Liberali
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