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Asunto: | NoticiasdelCeHu 1264/11 - Argentina, 2012. ¿Qué hacer, y cuánd o? (Atilio Boron) | Fecha: | Sabado, 31 de Diciembre, 2011 07:10:26 (-0300) | Autor: | Noticias del CeHu <noticias @..............org>
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NCeHu 1264/11
Argentina, 2012. ¿Qué hacer, y
cuándo?
Atilio Boron
www.rebelion.org
31/12/11
El inicio del segundo período presidencial
de Cristina Fernández invita a reflexionar acerca de su agenda de gobierno para
los próximos cuatro años, a partir de la convicción de que la autocomplacencia
con los avances registrados hasta ahora –importantes pero insuficientes- sería
un seguro camino hacia la restauración del dominio de los sectores más
retrógrados de la política argentina. A lo largo de estos años el kirchnerismo
ha demostrado tener capacidad de generar iniciativas, si bien que favorecido por
una oposición muy débil entre el 2003 y el 2009 (con el oficialismo controlando
ambas cámaras del Congreso) y muy incompetente entre el 2009 y el 2011, sobre
todo luego de su resonante victoria en las elecciones parlamentarias del 2009
pese a lo cual no pudo articular ni una sola propuesta de conjunto capaz de
neutralizar la influencia de la Casa Rosada. Vistas las cosas en perspectiva, de
lejos la iniciativa más importante impulsada por el kirchnerismo fue la quita
efectuada en los bonos de la deuda externa -dispuesta por el ex presidente
Néstor Kirchner e implementada por Roberto Lavagna, el ministro de Economía
heredado de su predecesor en la Casa Rosada- y que algunos comentaristas de la
prensa financiera internacional calificaron como la mayor expropiación sufrida
por el capital financiero a escala mundial en toda su historia. Añádase a ello
la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y el masivo
juzgamiento a los represores de la última dictadura militar como otro de los
grandes logros del ex presidente Kirchner. Durante la gestión de Cristina
Fernández , a su vez, se avanzó en varios frentes, con algunas importantes
propuestas en materia de promoción social – como la Asignación Universal por
Hijo, la estatización de las AFJP, la extensión del régimen jubilatorio, la
actualización semestral de jubilaciones y pensiones- el matrimonio igualitario y
la Ley de Medios, entre otras. A esto habría que agregar una significativa
renovación del clima ideológico, reintroduciendo ciertas temáticas como la
igualdad social, la distribución del ingreso y la unidad latinoamericana que
hacía mucho tiempo no se escuchaban en la esfera pública. Y, desde las
celebraciones del Bicentenario y muy especialmente luego del fallecimiento de
Néstor Kirchner, una impetuosa politización de vastos sectores de la juventud
argentina, fenómeno que no se veía por estas latitudes desde finales de los años
sesenta y comienzos de los setenta del siglo pasado. La recuperación del valor
de la política, en una sociedad tan bombardeada por los mensajes “apolíticos”
del neoliberalismo, es un signo promisorio para el futuro de la Argentina.
El objetivo de estas notas es
doble: por una parte, ofrecer un retrato de las grandes líneas de fuerza que
definen la coyuntura política actual, recordando siempre aquellas palabras de
Lenin que definen a la política como la “economía concentrada.” Por la otra,
explorar los senderos que se bifurcan y sus potencialidades. Uno de ellos es el
de las reformas estructurales; el otro, es el del continuismo, a veces
enaltecido con la confusa expresión oficial de “profundizar el modelo.”
Kirchnerismo y economía
capitalista
Al examinar estas alternativas
no escapan a nuestro análisis las limitaciones ideológicas del kirchnerismo,
sintetizadas magistralmente en el reproche que la presidenta Cristina Fernández
hiciera a sus colegas reunidos en el G-20 para que acabaran con el
“anarco-capitalismo” y promovieran un “capitalismo serio”, algo que para los
oídos de Obama, Merkel, Sarkozy, Cameron, Berlusconi y otros de su ralea debió
sonar como un enternecedor cuento de niños mientras socarronamente se miraban y
decían entre sí: “Qué, ¿acaso no es serio este capitalismo que nos sostiene en
el poder y al cual salvamos de sus trapisondas financieras transfiriéndole
billones de dólares?”
Por lo tanto, es innecesario
aclarar, que cualquier propuesta de avanzar por el sendero de las reformas
generará una enconada resistencia. Primero, al interior mismo del gobierno y,
más ampliamente, de la coalición kirchnerista, porque no todos sus integrantes
muestran el mismo grado de entusiasmo por encarar reformas de fondo en la
economía argentina; segundo, obvio, en la clase dominante. El kirchnerismo pudo
avanzar en su celo innovador en temas predominantemente “blandos”, entendiendo
por éstos los que no afectan centralmente al proceso de acumulación capitalista
o las ganancias de la burguesía. Y cuando sí lo hizo, como en el caso de la
quita de los bonos de la deuda, se trenzó en una feroz batalla con el capital
financiero internacional y sus aliados locales, … ¡y venció! De lo cual se
extrae la siguiente lección: por más que el veto o las amenazas “destituyentes”
de la clase dominante sean muy impresionantes, si un gobierno como éste mantiene
firme el rumbo de una decisión y construye fuerza social para apuntalarla no
habrá clase dominante ni “factores de poder” capaces de quebrar su mano.
De ahí la ingenuidad de suponer
que se puede “gobernar bien” la Argentina –atacando su lacerante injusticia
social y removiendo los pesados legados de “los noventa” que, pese a la retórica
oficial, aún nos abruman- sin despertar la furia de los beneficiarios del orden
actual. El sueño de un gobierno que construya justicia e igualdad en medio de un
clima sereno y exento de estridencias y conflictos de todo tipo es sólo eso, un
sueño. Además, el país no está aislado sino inserto en un contexto regional
sometido a crecientes ataques y presiones por parte de un imperio que no se
resigna a contemplar pasivamente su ocaso. Para los diversos sectores de la
clase dominante local, que capitalizó en más de un sentido -y privilegiadamente-
la bonanza del período iniciado en el 2003, la obsesión restauradora de
Washington le brinda un poderoso aliento para renegociar desde mejores
posiciones su relación con la Casa Rosada. La ya mencionada postura presidencial
ante el “anarco capitalismo”, la exhortación a construir un “capitalismo serio”,
la rapidez con que se sancionó y promulgó la nueva legislación antiterrorista
(que contrasta con la exasperante lentitud oficial para derogar la Ley de
Entidades Financieras en cuyo calce se encuentran las oprobiosas firmas de
Videla-Martínez de Hoz), el apoyo irrestricto a la megaminería (¡con foto de
Cristina Fernández y el CEO de la Barrick Gold en los “headquarters” de
la firma! ) y las petroleras, o la renuencia a instrumentar el precepto
constitucional (artículo 14 bis, Constitución de 1994) que establece la
participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas son claras
muestras de este significativo cambio en la relación entre el gobierno y los
sectores empresariales reforzada, nos parece, por la conversación privada
sostenida entre Barack Obama y CFK, a pedido del primero, en al marco de la
reunión del G-20 en Cannes.
Seducidos por las
extraordinarias ganancias con que las favoreció “el modelo”, las distintas
fracciones burguesas, antaño acérrimas críticas del kirchnerismo, no tardaron en
distanciarse de sus representantes políticos y mediáticos para, en un alarde de
oportunismo, sellar una redituable tregua con la Casa Rosada. Claro que esto no
quiere decir que consideren a CFK como su mejor alternativa. Es claramente una
opción sub-óptima y transitoria; desconfían de la presidenta y, mucho más, de
las multitudes plebeyas que la exaltan; también dudan de su previsibilidad o su
capacidad para disciplinar al multiforme y siempre conflictivo “planeta
peronista”. Pero su certero instinto de clase les indica que ninguna otra opción
política garantizaría el grado mínimo de orden, gobernabilidad y estabilidad
macroeconómica necesarios para asegurar la espléndida rentabilidad de sus
emprendimientos. De ahí que lo que caracteriza la relación estado-clase
dominante en la Argentina sea su ambivalencia: aceptan a Cristina como un mal
menor, pero preferirían alguien más confiable y afín a sus intereses. Como no lo
hay, se alinean con la Casa Rosada. Esto diferencia claramente la situación
argentina de la que existe en países como Bolivia, Ecuador y Venezuela, en donde
la relación estado-clase dominante es de abierta confrontación. Esto explica
también la distinta naturaleza de los regímenes políticos existentes en
Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela.
La contrapartida de este nuevo
relacionamiento entre burguesía y estado ha sido la resonante ruptura de la
clase dominante con sus representantes políticos tradicionales: los partidos de
la centro-derecha, o derecha, y los oligopolios mediáticos que ante la crisis de
los primeros asumen la función de estado mayor en la defensa del orden amenazado
por el “populismo” presidencial. La “traición” -o el repudio- de la clase a sus
representantes no constituye un fenómeno novedoso: Marx y Engels lo constataron
y analizaron en sus escritos sobre la vida política francesa y alemana en la
segunda mitad del siglo diecinueve, y Gramsci hizo lo propio en sus estudios
sobre la Italia de la primera posguerra. “Crisis orgánica”, o ruptura del lazo
entre “representantes y representados”, decía el italiano, para referirse a
situaciones en las cuales la burguesía se “despegaba” de sus representaciones
habituales. En sus propias palabras, que no podrían ser más precisas para
describir la situación de la Argentina, “los viejos dirigentes intelectuales y
morales de la sociedad sienten que les falta el terreno bajo los pies, advierten
que sus prédicas se han convertido precisamente en eso, prédicas, o sea, cosas
extrañas a la realidad, puras formas sin contenido, larvas sin espíritu; de ahí
su desesperación.” [1] Miradas las cosas desde otro ángulo, lo
que se observa en la Argentina sería una “deserción” de los representantes
políticos de la derecha por su incapacidad de comprender que para la clase
dominante primero está la ganancia, segundo la ganancia y tercero la ganancia.
Dado que el gobierno ha dado suficientes muestras de respetar esta obsesión de
la clase explotadora, asuntos tales como la “calidad institucional”, la libertad
de prensa, la separación de poderes, el debido proceso o los procedimientos de
la democracia liberal que suscitan la gritería de la partidocracia liberal y los
medios hegemónicos son un ruido molesto que perturba la marcha de sus negocios y
enturbia sus oportunistas relaciones con el gobierno nacional. La formidable
derrota propinada a las diversas expresiones de la derecha -como Duhalde,
Carrió, Alfonsín, Redrado, Llambías, de Narváez, entre otros- en las últimas
elecciones presidenciales es precisamente un síntoma de esa ruptura, lo cual
configura un escenario propicio para avanzar en una agenda de transformaciones
sociales toda vez que la correlación de fuerzas puesta de manifiesto en la puja
electoral -amén de la que existe en el plano general de la vida política, más
allá del terreno restringido del sufragio- le otorga a la Casa Rosada el
predominio necesario para imponer su agenda. Sería apenas una exageración decir
que, si hablamos de reformas estructurales, la cuestión es ahora o nunca. La
incógnita a develar es si la coalición kirchnerista quiere promover las reformas
estructurales.
La favorable, pero también
transitoria, correlación de fuerzas
Ahora bien: sería ilusorio
pensar que un cuadro de este tipo, tan favorable –al menos potencialmente- a una
política firme de transformaciones estructurales puede perdurar indefinidamente.
Si existe una voluntad reformista en el gobierno tiene que actuar sin más
dilaciones. En otras oportunidades nos hemos referido al carácter ya no líquido
(como diría Zygmunt Bauman) sino “gaseoso” de la política argentina. Los
líquidos se mueven y recombinan mucho más lentamente que los gases, y por eso
éstos ofrecen un modelo mucho más adecuado para graficar la crónica
inestabilidad y la vertiginosa velocidad con que cambia la política en la
Argentina, se modifica el humor de la ciudadanía, se elevan y caen liderazgos y
propuestas políticas, y se redefinen alianzas y coaliciones en donde quienes
apenas ayer se enfrentaban encarnizadamente hoy forman parte de un mismo, y
también efímero, “espacio político.” El 54 por ciento obtenido por la presidenta
Cristina Fernández es un guarismo notable, pero nada autoriza a pensar que se
trate de una cifra que pueda resistir impertérrita los embates del tiempo y el
desgaste de la lucha de clases, expresión que no es del agrado de CFK pues ella
prefiere hablar de “puja distributiva”, lo que en el fondo es lo mismo pero
dicho con palabras menos irritativas para el conservador “sentido común” de
nuestro tiempo.
Retomando el hilo de nuestra
argumentación, pocas semanas después de las elecciones y al momento de la
inauguración de su nuevo mandato la presidenta goza de un índice de aprobación
social superior al manifestado por el veredicto de las urnas, por encima
inclusive del 60 por ciento. Pero como ya fuera dicho, el 2012 se presenta como
un año amenazante. En lo internacional: agravamiento de la crisis capitalista
internacional, contraofensiva imperial (eliminar a Chávez del tablero político
regional, doblegar a la Revolución Cubana, “poner en caja” a Evo Morales y
Rafael Correa, apartar a Argentina y Brasil de la influencia chavista, impedir
los avances de proyectos como la Unasur y la CELAC, etcétera) estimulada por el
“regreso sin gloria” de los marines despachados a Irak y el empantanamiento de
las tropas norteamericanas en Afganistán y Paquistán; en el plano nacional,
eliminación de subsidios a los consumos de agua, gas y electricidad (medida
correcta, a condición de que discrimine finamente entre quienes pueden y quienes
no pueden asumir los mayores costos de esos servicios), eventuales aumentos de
las tarifas de los mismos, de los impuestos urbanos (ABL en Buenos Aires, por
ejemplo) y retraso salarial y de las jubilaciones y pensiones –cuyo monto apenas
equivale al 65 % del sueldo mínimo del año 2011- en relación a una inflación que
el gobierno se empeña en desconocer al sostener la absurda e ilegal intervención
del INDEC. Todo esto, en suma, conforma un cuadro en el cual la popularidad
presidencial está sometida a intensas presiones que podrían erosionarla en poco
tiempo. Las disputas al interior del PJ y el conflictivo reacomodamiento de la
CGT en relación al gobierno ciertamente obrarán en el sentido de agudizar el
desgaste de la popularidad presidencial.
La Casa Rosada se enfrenta a un
dilema: o avanza en una agenda de reformas estructurales (que no significa
“profundizar el modelo”dado que éste, al día de hoy, sigue instalado en el
terreno ideológico y económico del neoliberalismo) o se estanca, potenciando la
protesta social y pavimentando el camino para la restauración de una “derecha
dura”-por cierto que bajo formatos inéditos y liderazgos no tradicionales- que
ponga fin a los “excesos populistas” del kirchnerismo y a su política
latinoamericanista. Si opta por lo primero CFK podría construir una amplia y más
o menos permanente base de apoyo social que la protegería de las inevitables
fluctuaciones de la coyuntura y los ataques de sus enemigos. En un contexto
global, regional y nacional tan volátil y amenazante como el que hemos
sucintamente descrito, persistir en la simple administración del “modelo” y la
negativa a encarar un programa de cambios profundos podría tener como resultado
el inesperado (o prematuro) agotamiento del experimento kirchnerista basado en
la aspiración de lograr el crecimiento económico con inclusión social. Al decir
esto, reiteramos, no estamos negando la importancia de los cambios ya producidos
por el kirchnerismo en diversos planos. Pero no es menos cierto que, salvo la
quita de los bonos de la deuda, hasta ahora ninguno de los demás ha afectado la
tasa de ganancia del capital o las propiedades de la burguesía. Pero de lo que
se trata ahora es precisamente de eso.
En efecto, en los últimos ocho
años la economía argentina creció a tasas chinas, pero pese a las muchas
políticas sociales promovidas desde el estado el impacto redistributivo del
crecimiento fue relativamente marginal: el índice de polarización económica
(ingresos del 10 % más rico en relación al del 10 % más pobre) descendió de 47 a
1, en momentos del estallido de la Convertibilidad, a 25 a 1 en este período. Un
logro muy importante, sin duda, pero cuando comenzó nuestra “transición
democrática”, a fines de 1983, la relación era de 13 a 1. Es decir que, medido
por este indicador, si bien el avance ha sido innegable en la actualidad la
Argentina es un país más injusto que hace treinta años atrás. [2]
Una evolución
similarmente positiva muestra el índice de Gini, que mide la desigualdad: de un
valor equivalente a 0.53 en el 2003 se llegó a 0.39 en el 2011. [3]
Dato este muy
significativo, pero no se puede olvidar que estos cálculos no incluyen al 33.7
por ciento de la población trabajadora que no se encuentra registrada, es decir,
que trabaja “en negro”. Si se los tomara en cuenta el valor del índice Gini
seguramente sería superior, sobre todo si se repara en la muy lenta evolución
del salario real que, desde 2001 a la fecha, apenas mejoró un diez por
ciento. [4]
Si bien el INDEC establece que
las personas con ingresos por debajo de la línea de la pobreza eran, en el
primer semestre del 2011, 10.7 por ciento, otros análisis arrojan un resultado
sensiblemente superior, en algunos casos más del doble de la cifra oficial.
Coinciden en ello tanto los estudios de Artemio López (Consultora Equis, un
equipo muy cercano al kirchnerismo) como los efectuados por Agustín Salvia en el
marco del Observatorio de la Deuda Social Argentina /Serie Bicentenario
2010-1016 de la Universidad Católica Argentina y por el también cercano al
oficialismo ISEPCi, Instituto de Investigación Social, Económica y Política
Ciudadana. En Mayo del 2011 López decía en su blog que “en líneas generales hoy
hay consenso en que los niveles de pobreza se ubican en torno al 22% de la
población y la indigencia en el 5,5%. Para el ISEPCi la cifra se empina hasta el
24.71 por ciento. [5] Estas estimaciones se tornan bastante más
preocupantes si se calcula la proporción de personas con ingresos entre un 10 o
20 por ciento por encima de la espartana línea de pobreza, en cuyo caso muy
probablemente llegaríamos a un resultado que bien podría terminar caracterizando
como pobres a la mitad de la población del país. De hecho, el sueldo mínimo
legal en la Argentina es de $ 2.300 mientras que la canasta básica de alimentos
para una familia tipo es de $ 2.531. Mismo si una familia ganara unos $ 3.000
difícilmente estaría situada en una franja de ingresos a salvo del flagelo de la
pobreza. En otras palabras: dentro de un modelo que aún hoy se ajusta a las
especificaciones más generales del proyecto neoliberal, si no hay crecimiento
económico no hay redistribución de ingresos; pero si hay crecimiento, y muy
elevado, la redistribución opera con cuentagotas, la riqueza se sigue
concentrando y la economía se desnacionaliza, toda vez que la propiedad de las
grandes fortunas se extranjeriza a pasos agigantados. El famoso “efecto derrame”
de los publicistas neoliberales es un mito. Lo poco que se ha redistribuido en
la Argentina en un ciclo de excepcional crecimiento económico ha sido producto
de la acción del estado.
El estado y la cuestión
tributaria
Suponiendo
que demuestre poseer una férrea voluntad de avanzar por el sendero de las
reformas de fondo, el gobierno nacional debería resolver el candente tema de la
debilidad estructural del estado argentino, postrado por las infames políticas
seguidas en los noventas cuyo legado ha sido un aparato estatal desfinanciado,
desmantelado y desmoralizado. Es a causa de esta destrucción estatal que la
Argentina no puede saber cuánto petróleo o gas exportan Repsol o Petrobrás,
porque no existe una agencia del estado nacional con recursos y personal capaces
de certificar la veracidad de las “declaraciones juradas” de esas compañías. Si
decimos una cifra es porque simplemente damos por buenas las informaciones que
ofrecen las empresas. El plan de radarización del espacio aéreo nacional lleva
largos años de retraso, y sitúa a este país como un caso aberrante ya no sólo
por comparación con el mundo desarrollado sino a lo que ya se ha hecho, hace
décadas, en otros países de América Latina. Nuestras pesquerías están siendo
arrasadas porque por falta de presupuesto las fuerzas de seguridad no tienen
como movilizar sus naves y aviones a fin de proteger la riqueza ictícola del
Atlántico Sur. Bajo el rubro de “escombros” las grandes mineras que exportan oro
hacen lo propio con minerales estratégicos de incalculable valor, que salen del
país sin registro alguno y sin pagar un centavo de impuestos porque tampoco
existen oficinas nacionales dotadas de los recursos necesarios para fiscalizar
estas operaciones. Las rutas privatizadas funcionan sin ninguna clase de
monitoreo o regulación estatal, lo mismo que los privatizados servicios de
trenes y subtes, para infinito sufrimiento de los usuarios. La salud pública
sigue siendo una tragedia y por más crecimiento económico que haya no logramos
bajar nuestra tasa de mortalidad infantil de dos dígitos, penoso recordatorio de
la inoperancia del sector público en esta materia. Y no es para nada mejor el
panorama en materia de educación, cuyos niveles primarios y secundarios siguen
estando en manos de las provincias luego que el menemismo se las arrojara, sin
respaldo presupuestario, con el objeto de demostrar al FMI que el gobierno
nacional achicaba el gasto público y ponía sus cuentas en orden. El resultado
fue catastrófico, y sus lamentables secuelas se sienten todavía hoy. En fin, la
lista de estos déficits estructurales en las capacidades del estado argentino
sería interminable y no sólo aburriría a los lectores sino que los enfurecería.
Va de suyo que ningún programa de reformas podrá funcionar sobre la base de un
estado pobre, con un personal desjerarquizado, mal preparado, peor remunerado y
desmoralizado. Esta es la deplorable herencia del neoliberalismo, de la cual
todavía no nos hemos librado.
Para revertir tamaña
destrucción, tarea a la cual hay que abocarse sin más demora y sobre nuevos
fundamentos, es imprescindible reconstruir las bases financieras y económicas
del estado a partir de una profunda reforma tributaria que acabe con un sistema
impositivo que es de los más injustos de América Latina. El ex Secretario de
Cultura de Néstor Kirchner y durante una parte del primer mandato de CFK, José
Nun, dice textualmente que “Desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, la
estructura tributaria argentina ha avanzado muy poco en materia de reformas
tendientes a mejorar la distribución del ingreso. Por el contrario, gran parte
de las medidas adoptadas tuvieron efectos regresivos.” [6]
Y algo similar dicen los
intelectuales vinculados a Carta Abierta cuando afirman, en un documento
aparecido en estos días, que “(E)l sistema impositivo alcanzó en 1974 su pico de
equidad del siglo XX, y luego comenzó un ininterrumpido derrumbe que
profundizaba constantemente su regresividad. … El régimen impositivo sigue
siendo injusto con el 20 por ciento más pobre de la población y reclama una
reforma tributaria.” [7] En este sentido no sería una exageración
decir que esta, la tributaria, sería “la madre de todas las batallas” y que, por
eso mismo, el gobierno debería seleccionarla como el primer frente de avance de
su agenda reformista. Entre otras cosas porque logrará un amplio consenso social
de inmediato: ¿qué otra cosa puede ser más popular que un gobierno actuando como
un Robin Hood, que le quita a los ricos y beneficia a los pobres? Además, sin
una adecuada -y progresiva- captación de ingresos por la vía impositiva,
combatiendo la evasión y la elusión pero, sobre todo, gravando con fuerza a las
grandes fortunas y los grandes ingresos no habrá ninguna posibilidad de llevar
adelante reformas estructurales o siquiera de garantizar la irreversibilidad de
los módicos logros del período kirchnerista.
En suma: las circunstancias
actuales no podrían ser más favorables para el gobierno Una mayoría
parlamentaria que le garantiza quórum propio y el control de ambas cámaras, y un
alto nivel de aprobación social que respalda la gestión presidencial.
Situaciones como éstas son raras y, por eso mismo, efímeras: o se actúa sin más
dilaciones, porque no van a perdurar por mucho tiempo; o deberá pagarse un
elevadísimo precio por haber desaprovechado la oportunidad. Quienes en las
cercanías de la Casa Rosada se abstienen de insistir en la necesidad de encarar
sin más demoras este estratégico asunto, temerosos de fastidiar a la presidenta
o de someterla a las presiones que sin duda alguna desatará cualquier tentativa
de modificar el régimen tributario, ignoran que las tensiones y las presiones
serán mucho mayores en ausencia de un proyecto reformista. Con el agravante de
que en este escenario “continuista”, o “no-reformista”, aquellas no sólo
provendrán desde arriba, desde los sectores burgueses, sino también desde abajo,
ante el descontento social que tarde o temprano podría hacer eclosión en un país
donde aún con alto crecimiento económico la deuda social sigue impaga.
La ruta reformista
Como recordaba Dantón en la
Revolución Francesa, ninguna gran conquista histórica se obtiene sin “audacia,
otra vez audacia, siempre audacia." La política en tiempos de cólera como los
actuales no es para espíritus vacilantes o manos trémulas. Sin encarar ya mismo
una reforma integral de la legislación tributaria el “progresismo” kirchnerista
podría degenerar en lo que algunos autores han denominado el “retrogresismo”,
una suerte de Termidor de la revolución pero sin que antes hubiera habido una
revolución. El camino para salir de este atolladero se inicia con una nueva
legislación tributaria que ataque al corazón del neoliberalismo de los noventas,
aún presente entre nosotros. Una legislación que grave a las rentas financieras
o la transferencia de activos de sociedades anónimas, escandalosamente exentos
de todo gravamen con la ley impuesta en el apogeo de la hegemonía neoliberal;
que elimine el IVA del 10.5 por ciento para los ítems que constituyen la canasta
básica de consumo de los sectores más empobrecidos; que suprima el cobro de
impuestos a las “ganancias” de que son objeto ¡los asalariados! y no los
capitalistas (o, al menos, elevar el mínimo no imponible a un nivel razonable
para que paguen el impuesto a las “ganancias” exclusivamente los sueldos más
elevados de los sectores medios); actualizar el mínimo no imponible del impuesto
a los “bienes personales” (como casas, departamentos, automotores, etcétera)
cuyo nivel hoy representa una vergonzosa regresión … ¡ en relación al que
existía en la década del menemismo! [8] Por supuesto, y en íntima relación con
este frente de transformaciones de fondo, el gobierno debería derogar sin más
trámite la ya mencionada Ley de Entidades Financieras, todavía vigente, y
reemplazarla con una nueva legislación que conciba a las actividades financieras
como un servicio orientado al desarrollo económico y social. Unido a lo
anterior, es fundamental también reformar la Carta Orgánica del Banco Central,
elaborada durante la gestión de Domingo Cavallo, inspirada en los más rancios
principios del neoliberalismo y que impiden que esa institución pueda ser una
palanca que facilite el crecimiento económico y la inclusión social por la vía
del empleo. E introducir una nueva normativa por la cual los sueldos de los
empleados de la administración pública nacional, provincial y municipal,
incluyendo por supuesto las fuerzas armadas, deban ser abonados a través de la
banca pública y no como se hace en la actualidad, en donde el grueso de esos
emolumentos los procesa, para su beneficio, la banca privada extranjera,
situación harto incompatible con un gobierno que se enorgullece en proclamarse
como “nacional y popular.”
Dotado de nuevos recursos,
producto de una sabia legislación tributaria, el gobierno nacional podría
encarar la crucial tarea de reconstruir al estado, algo imposible de realizar si
no se cuenta con los dineros suficientes. Por supuesto, con el dinero sólo no
basta, pero sin él, sin los recursos que permite movilizar una sólida posición
financiera, la tarea de reformar y refundar al estado argentino estará destinada
al fracaso. No será ésta la única gran tarea que deberá llevar adelante el
gobierno. Quedan muchas otras que no podemos examinar aquí, pero su simple
mención da cuenta de la magnitud de la labor que deberá ser emprendida y de la
necesidad de contar con un amplio respaldo social, sólo posible en el marco de
un reformismo radical: la anulación de la ley anti-terrorista, aprobada
recientemente en medio de la repulsa generalizada de los organismos de derechos
humanos; la revisión -y en algunos casos anulación- de las privatizaciones; la
reforma constitucional para retornar a la jurisdicción nacional los recursos
mineros e hidrocarburíferos del subsuelo, actualmente en manos de los gobiernos
provinciales (causante, entre otras cosas, de que mientras la regalía promedio
obtenida en nuestras provincias de las grandes petroleras es del orden del 12
por ciento, sea del 52 por ciento en Bolivia); revisión del marco regulatorio de
la gran minería; revertir la extranjerización de la tierra superando las
limitaciones de la legislación recientemente aprobada y, por extensión, de los
otros sectores de la economía, en donde la presencia del capital extranjero es
dominante; revisar la legislación agraria, tomando en cuenta las
reivindicaciones de nuestros pueblos originarios; combate efectivo a la pobreza
y la desigualdad social, instaladas en una meseta inaceptablemente elevada pese
a todos estos años de alto crecimiento económico, demostrando por enésima vez
que sin la efectiva mediación de un estado el capitalismo concentra y polariza
cuando crece y concentra y polariza aún más cuando se estanca. Como puede
apreciarse, la tarea es inmensa pero impostergable. Si CFK no la asume, si la
dinámica de cambios desatada a partir de los traumáticos hechos de Diciembre del
2001 (y de los cuales el kirchnerismo es una de sus expresiones) se paraliza
hasta languidecer, la plena restauración del neoliberalismo, que nunca fue sino
marginalmente erradicado, será cuestión de tiempo, tal vez de muy poco tiempo.
Por lo tanto, o se avanza por la vía de las transformaciones estructurales o el
proyecto “progresista” será devorado por la lógica implacable del capital,
reduciéndolo en su capitulación a un “relato” vacío, carente de sustento en la
sociedad civil y castrado en su productividad histórica. Más allá de las
razonables dudas que suscita la vocación reformista de la Casa Rosada, cuesta
pensar que una oportunidad inmejorable como ésta pueda ser desaprovechada por
quienes aspiren a una mejor Argentina. Lo que hay que hacer está claro como el
agua, ¡y hay que hacerlo ahora! Mañana será demasiado tarde. Tal vez las tres o
cuatro semanas en que la presidenta se apartará de la gestión directa de la cosa
pública para asegurar su recuperación le servirán para meditar sobre estos
temas, y comprender que la fugacidad del poder la obliga a actuar con decisión y
rapidez. Entender también que en este primer año de su nuevo mandato se juega el
todo por el todo, y su lugar en la historia: como una estadista que supo
aprovechar su momento, o lo que Maquiavelo llamaba “los vientos de la fortuna”,
y cambiar este país para bien; o como una presidenta más, que no se atrevió a
subirse al tren de la historia.
[1] Cf. Antonio Gramsci,
Cuadernos de la Cárcel, Tomo IV (México: Ediciones ERA, 1980), p.
154.
[2] Cf. INDEC, “Población total
según escala de ingreso individual”, datos correspondientes al Tercer Trimestre
de 2011.
[3] El Coeficiente de Gini fluctúa
entre 0 y 1; cero equivale a una distribución perfectamente igualitaria de los
bienes analizados, en este caso, ingresos; cuanto más se acerca a 1 más desigual
es la distribución. En general, los países escandinavos tienen un Gini de 0.25.
Según el Informe de Desarrollo Humano del UNDP (2010), el valor
del índice para el promedio de la década 2000-2010 era de 0.43 para la República
Bolivariana de Venezuela, 0.47 para Uruguay, 0.48 para Argentina, 0.51 para
México, 0.52 para Chile y 0.55 para Brasil. Ver, op. Cit., Tabla 3, p. 173.
[6] Cf. José Nun, La
desigualdad y los Impuestos (I), (Buenos Aires: Capital Intelectual,
Colección Claves para todos, 2011) , p.49.
[7] Carta Abierta Nº 11:
Carta de la Igualdad, Página/12, 29 de Diciembre de 2011, p. 14.
[8] En relación al impuesto a las
“ganancias” cabe consignar que ni siquiera el más ortodoxo manual de economía
redactado por un talibán del neoliberalismo diría que el salario es una
ganancia. Sólo en Argentina es posible tan milagrosa metamorfosis.
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