Europa es hoy la única fuerza capaz
de llevar adelante un proyecto de civilización (…) Estados Unidos y China ya han
empezado la conquista de África. ¿Hasta cuándo va a esperar Europa para
construir el África del mañana?
Nicolas Sarkozy,
2007.
Los insurgentes libios merecen la
ayuda de todos los demócratas.
Bernard-Henri Lévy,
2011.
Cuando un pueblo pierde su
independencia frente al exterior, no mantiene mucho tiempo su democracia en el
interior.
Régis Debray, 1987.
Las potencias occidentales invocan una vaga «moral»
internacional, parecida a la que imperó en el siglo XIX, a la vez que obvian el
derecho internacional al que consideran, si acaso, como un simple conjunto de
procedimientos.
Esta «moral», producto sucedáneo occidentalista,
está en perfecta sintonía con la vulneración flagrante de los principios
fundamentales que constituyen el meollo de la Carta de las Naciones Unidas, y
con un claro desprecio a la ONU desde el momento en que el Consejo de Seguridad,
órgano oligárquico, es neutralizado por las divisiones entre las grandes
potencias y no puede ser manipulado por algunas de ellas. Estados Unidos,
Francia y Gran Bretaña se consideran siempre «la única fuerza capaz de llevar
adelante un proyecto de civilización», aunque se enfrenten entre sí cuando sus
intereses económicos y financieros no coinciden.
Las operaciones militares y las injerencias
indirectas se suceden. El propio Anders Fogh Rasmussen, secretario general de la
OTAN, se encarga de anunciarlas: «Como ha demostrado Libia, no podemos saber
dónde estallará la próxima crisis, pero estallará» (5 de septiembre de
2011).
No se tiene en cuenta la inquietud expresada por
los estados del Sur realmente independientes. Las palabras de Thebo Mbeki, ex
presidente de África del Sur, son significativas: «Lo que ha pasado en Libia
bien puede ser precursor de lo que puede pasar en otro país. Pienso que todos
debemos examinar este problema, porque es un gran desastre» (20 de septiembre de
2011).
Por el contrario, en Francia ha habido una
unanimidad casi total a la hora de aplaudir las operaciones bélicas contra Libia
y la ejecución sumaria de Muammar Gadafi. De Bernard-Henri Lévy al presidente
Sarkozy, pasando por Ignacio Ramonet, de la UMP (derechas) al partido comunista
(con algunas reservas), pasando por el partido socialista, así como todos los
grandes medios (de Al Jazeera a Le Figaro), «en nombre de una matanza sólo
posible, se ha perpetrado una matanza bien real, se ha desatado una guerra civil
mortífera» (1) y se ha admitido la vulneración de un principio
fundamental vigente, la soberanía de un estado miembro de las Naciones
Unidas.
Lo mismo ocurrió en la mayoría de los países
occidentales, que no prestaron la menor atención a las propuestas de mediación
de la Unión Africana o Venezuela, ni quisieron encomendar a la ONU la
responsabilidad de una negociación o una conciliación.
El espíritu guerrero se impuso precipitadamente sin
que se produjera la reacción de una opinión pública no concernida, debido a la
desaparición del ejército de recluta y a la profesionalización (o incluso la
privatización, al menos parcial, como en Irak) de los conflictos
armados.
Si la izquierda francesa no se opuso, como había
hecho en el pasado contra varias agresiones occidentales, fue porque, más allá
del «democratismo» de rigor, se trataba de africanos y árabes y de problemas del
«Sur», sin rédito electoral, dado el estado ideológico medio de los franceses al
final del mandato de Nicolas Sarkozy (2).
Si la derecha, en especial los conservadores
franceses, opta por injerencias cada vez más abiertas en los países del Sur, es
porque, más allá de los intereses económicos (sobre todo energéticos) de las
grandes corporaciones que operan en el Sur, las aventuras exteriores siempre son
bienvenidas en periodos de crisis interna grave.
El resultado global ha sido, si no la muerte del
derecho internacional, al menos su entrada en coma profundo
(3).
1. La exclusión de la Libia de
Gadafi del beneficio del derecho internacional
En un continente donde las elecciones generalmente
son puras farsas, la elección presidencial de Costa de Marfil en 2010, verdadero
ejemplo de manual, adulterada por una rebelión armada de más de ocho años que
contaba con el respaldo de Francia y ocupaba todo el norte del país, dio paso a
una intervención de la ONU y del ejército francés para sacar por la fuerza al
presidente Gbagbo. La ocupación total de Costa de Marfil por los rebeldes en
2011, con el apoyo de la ONUCI y las tropas francesas de la Licorne, plagada de
matanzas (como la de Duekoué), apenas provocó reacciones de los juristas
franceses (4).
Parece que los pretextos aducidos por las
autoridades francesas (represión contra manifestantes civiles, no respetar el
resultado de las «elecciones») han sentado la doctrina prevaleciente en el
pensamiento político, que evita proceder a las verificaciones necesarias de las
alegaciones políticas oficiales (5).
En nombre de una «legitimidad democrática»
indefinida, aprobada por la mayoría coyuntural del Consejo de Seguridad,
«estimulada» por un estado juez y parte, hemos llegado al extremo de admitir que
un régimen sea derribado por la fuerza para instalar otro, con el apoyo de una
de las partes beligerantes.
Con varios meses de intervalo, la intervención en
Libia forma parte de la estrategia aplicada en Costa de Marfil, que tiene poco
que ver con la política de respaldo tardío a los movimientos populares de Túnez
y Egipto (6).
Brutalmente, en nombre de una amenaza para los
opositores al régimen de la Yamahiriya cuyo carácter improbable ha demostrado
Rony Brauman, a Libia se le negó la condición de sujeto pleno de derecho
internacional, de «miembro regular» de la comunidad internacional. Bastó una
manifestación el 15 de febrero de 2011 en una ciudad del país, seguida de un
motín el 17 en esa misma ciudad de Bengasi, para que un estado que era miembro
antiguo de las Naciones Unidas, había ejercido la presidencia de la Unión
Africana y firmado tratados con varios países, en particular con Francia e
Italia, fuera expulsado de la comunidad internacional. El Consejo de Seguridad
se basó en informaciones procedentes de fuentes muy parciales sobre los
acontecimientos de Bengasi: los de una de las partes en conflicto (los
insurgentes) y un medio de comunicación, Al Jazeera (7), sin llevar a
cabo una investigación contradictoria ni buscarle «solución, ante todo, mediante
la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación (…) u otros
medios pacíficos» (artículo 33 de la Carta).
El Consejo de Seguridad adoptó con extrema
precipitación (8) la Resolución 1970 del 26 de febrero, es decir, sólo
unos días después de que estallaran los disturbios de Bengasi, a diferencia de
muchos otros conflictos en el mundo, que provocan reacciones muy tardías
(9).
No se tuvieron en cuenta las observaciones de India
acerca de que «no existía prácticamente ninguna afirmación creíble sobre la
situación en el país». Se consideró inmediatamente culpable al estado libio y se
decidió que Muammar Gadafi tenía que comparecer ante la Corte Penal
Internacional sin un examen contradictorio de los hechos.
A instigación de Francia, Estados Unidos y Gran
Bretaña y pese a la abstención de China, Rusia, India, Brasil y Alemania, se
repetía el procedimiento aplicado con Irak, contra el que «había pruebas
suficientes», como las que exhibió Colin Powell en 2003, para que Trípoli fuera
destruido como lo fuera Bagdad.
La Resolución 1973 del 17 de marzo completaba la
1970 del 26 de febrero. Se basaba en el «deber de proteger a la población
civil», sin que el Consejo de Seguridad tuviera reparo en proclamar «su respeto
a la soberanía y la independencia» de Libia. Su fin era «el cese de las
hostilidades» y de «todas las violencias». Los métodos recomendados para
alcanzarlo eran «facilitar el diálogo» mientras se controlaba el espacio aéreo
para evitar la intervención de la aviación libia.
La OTAN y luego, bajo su mando, sobre todo Francia
y Gran Bretaña, se encargaron de ejecutar las resoluciones del Consejo de
Seguridad. Se daban todos los elementos de una arbitrariedad ajena a la
legalidad internacional.
En primer lugar, la ambigüedad extrema de las
resoluciones. El «deber de proteger preventivamente a la población civil» se
parece bastante a la noción de «legítima defensa preventiva», mera elusión de la
prohibición de agredir. Además, la noción de «civiles» es imprecisa. ¿Qué decir
de los «civiles» armados?
La violencia verbal de Muammar Gadafi no se puede
asimilar a una represión ilegal. La noción de «legitimidad democrática»
utilizada explícitamente por el Consejo de Seguridad para condenar al régimen de
Gbagbo en Costa de Marfil es la referencia implícita que permitió tachar al
régimen libio de estado no democrático y amenaza para la paz internacional. El
Consejo de Seguridad y las potencias occidentales se erigen así en jueces de la
«validez» de los regímenes políticos en el mundo.
Cabe señalar, de entrada, que estas resoluciones
1970 y 1973 tienen un carácter contradictorio. Hacen referencia a la soberanía y
a la no injerencia pero «autorizan» a los estados miembros de las Naciones
Unidas a tomar «todas las medidas necesarias» para la protección de los civiles,
«aunque excluyendo el uso de una fuerza de ocupación extranjera de cualquier
clase en cualquier parte del territorio libio» y aclarando que los únicos vuelos
autorizados sobre el territorio son aquellos «cuyo propósito sea
humanitario».
En segundo lugar, estas resoluciones que dicen una
cosa y lo contrario (las Naciones Unidas no han creado el Comité de Estado Mayor
ni la policía internacional previstos en la Carta) crearon las condiciones para
una intervención de la OTAN, cuyos objetivos y declaraciones oficiales
evolucionaron rápidamente de la dimensión «protectora» a la dimensión
destructora del régimen de Trípoli.
El Consejo de Seguridad, que debería ser una
herramienta de conciliación y mantenimiento de la paz, se convirtió de hecho en
un instrumento de guerra. La Declaración Común de Sarkozy, Obama y Cameron del
15 de abril de 2011 es significativa: «no se trata de derrocar a Gadafi por la
fuerza», pero «mientras Gadafi esté en el poder, la OTAN … debe mantener sus
operaciones».
El recurso a la fuerza armada aérea y a los
intensos bombardeos (que duraron ocho meses) de las ciudades y vías de
comunicación sólo tenían una finalidad, ayudar al CNT de Bengasi y liquidar el
régimen de Gadafi, con la promesa de una contrapartida petrolera al término del
conflicto (10).
La intervención terrestre, formalmente prohibida
por el Consejo de Seguridad, se produjo incluso antes de que empezaran los
ataques aéreos. El informe del CIRET-AVT [Centro Internacional de Investigación
sobre el Terrorismo] y del Ct 2R antes citado revela la presencia de miembros de
ciertos servicios especiales occidentales (en concreto la DGSE [servicios
secretos franceses]), seguida de la intervención militar en el oeste del país de
ciertos grupos «binacionales» llegados de varios países occidentales, sobre todo
a través de la frontera con Túnez, que estaba abierta. Las entregas de armas (en
especial francesas, vía Túnez) fueron cada vez más importantes. También se ha
sabido que intervinieron tropas llegadas de Catar.
De manera significativa, el gobierno francés omitió
prácticamente cualquier alusión al derecho internacional. Según él, la legalidad
se redujo a una medida procesal: la venia del Consejo de Seguridad, cuando
sabemos que sus resoluciones no están sometidas a ningún control de legalidad.
Lo paradójico es que para los estados occidentales la invocación permanente de
los derechos humanos, la democracia y el humanitarismo en general funciona de un
modo selectivo. Aunque esta práctica no es nueva, ahora ya se ha vuelto
flagrante.
En concreto, si nos ceñimos al mundo árabe, las
posturas de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña son caricaturescas, tanto por
sus políticas unilaterales como por su comportamiento en el Consejo de Seguridad
y, en general, en las Naciones Unidas.
La situación de los curdos, de la minoría chií en
los países del Golfo, la represión en Arabia Saudí, Bahrein (11) y los
Emiratos, entre los que se encuentra Catar, aliado beligerante de la OTAN contra
Libia, no provocan ninguna reacción: en estos casos los derechos humanos y la
democracia no preocupan a las potencias occidentales (12).
El caso más palpable es el de Palestina. En el
Consejo de Seguridad dos o tres países paralizan el respaldo de la mayoría
absoluta de los estados miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas a
la admisión de Palestina como miembro permanente de la ONU. Con un «criterio
humanitario» muy particular, Estados Unidos y Francia (a su manera) (13)
se oponen al reconocimiento pleno del estado palestino ¡porque «podría provocar
un recrudecimiento de la violencia, principal obstáculo para la negociación con
Israel»!
Después de medio siglo de hostilidad e
indiferencia, los países occidentales consideran que el pueblo palestino debe
seguir esperando. Por lo tanto su aparatoso respaldo a las «revoluciones árabes»
no tiene nada que ver con una posición de principios. «No se puede saludar el
advenimiento de la democracia en el mundo árabe y desinteresarse de ella cuando
concierne a la cuestión nacional palestina», escribe acertadamente B. Stora
(14).
Para las autoridades occidentales hay dos varas de
medir la «sensibilidad» por el mundo árabe y el Islam. Todo depende de los
intereses que están en juego. El derecho humanitario y los derechos humanos son
completamente ajenos a esto.
La guerra de Libia ha dejado muy maltrecho el
derecho humanitario. La «protección de la población civil» no pasó de ser una
noción abstracta, en perjuicio de los libios convertidos en víctimas de los
bombardeos, el racismo y la xenofobia, en milicianos armados por el extranjero o
por el estado, y en personas desplazadas que huían de los combates. A lo que se
vino a sumar un fenómeno de huida del territorio libio de cientos de miles de
trabajadores extranjeros, en las peores condiciones, ante la indiferencia casi
total de los países occidentales y la impotencia de los países vecinos. Las
operaciones de la OTAN, cuya fuerza de choque fue el ejército francés, su
aviación y sus servicios especiales, no respetaron el derecho humanitario, por
mucho que [el ministro francés de Asuntos Exteriores] Juppé reaccionara cual
damisela ultrajada cuando alguien «osaba» mencionar las víctimas civiles libias
de los bombardeos de la OTAN (15).
El informe «Libye: un avenir incertain. Compte
rendu de la misión d’évaluation auprès des belligérants libyens» (Libia: un
futuro incierto. Informe de la misión de evaluación entre los beligerantes
libios; París, mayo de 2011) redactado por una comisión de expertos (uno de los
cuales es Y. Bonnet, ex director del contraespionaje francés), sobre el que los
medios han guardado un silencio casi absoluto (16), ha dejado constancia
de que la revolución libia no ha sido una revolución pacífica, de que los
«civiles», ya el 17 de febrero, estaban armados y asaltaron edificios
civiles y militares en Bengasi: en Libia no hubo grandes manifestaciones
populares pacíficas reprimidas por la fuerza.
La intervención exterior se produjo de manera
preventiva menos de 10 días después de los primeros incidentes, y el 2 de marzo,
es decir, dos meses después del estallido de los disturbios en el este libio, la
Corte Penal Internacional abrió un procedimiento contra Gadafi y su hijo Saif
Al-Islam; los bombardeos, que no cesaron durante ocho meses y causaron varios
miles de víctimas civiles (ya eran un millar a finales de mayo) perdieron
rápidamente su carácter militar para perseguir un fin esencialmente político:
derribar el régimen de la Yamahiriya y tratar de acabar con Gadafi y sus
allegados con asesinatos selectivos, objetivo que se alcanzó el Sirte el 20 de
octubre tras una operación de la aviación francesa (17).
Por eso se bombardearon muchos edificios públicos
que carecían de interés estratégico (sobre todo en Trípoli y en las ciudades
petroleras Ras Lanuf, Brega y Ajdabiya) (18), como también se
bombardearon las vías de comunicación, muchos elementos de infraestructura
industrial, monumentos históricos, etc.
En conjunto, estos hechos constituyen crímenes de
guerra y crímenes contra la humanidad que deben ser perseguidos por la justicia
penal internacional.
En cuanto a los asesinatos selectivos (como los del
ejército israelí contra los mandos palestinos) de allegados de Gadafi (incluidos
varios niños) y del propio Gadafi (por ejemplo, el bombardeo del domicilio
privado de uno de los hijos de Gadafi, que mató a dos de sus nietos), de ninguna
manera pueden considerarse parte de una operación de paz y «protección» bajo la
bandera de la ONU. Si la CPI era competente para citar a Gadafi (19),
entonces los responsables franceses de los bombardeos y los intentos de
asesinato de dirigentes de un estado miembro de las Naciones Unidas,
cualesquiera que fuesen las infracciones por ellos cometidas, también son
merecedores de las sanciones previstas por el derecho penal internacional. El
caso más flagrante es el asesinato del propio Gadafi, con la colaboración activa
de la OTAN y la aviación francesa.
La Resolución 1674 del Consejo de Seguridad del 28
de abril de 2006 recuerda que «los ataques dirigidos deliberadamente contra los
civiles (…) en situaciones de conflicto armado constituyen una violación
flagrante del derecho internacional humanitario». Los asesinatos selectivos
tienen un carácter especialmente criminal: la función de la ONU no es ejecutar
penas de muerte.
También cabe señalar, entre las ilegalidades
flagrantes, los procedimientos seguidos para la congelación de los activos
libios públicos y privados. En efecto, las medidas que se tomaron durante la
guerra de Libia no tuvieron en cuenta las resoluciones 1452 (2002) y 1735 (2006)
del Consejo de Seguridad. Las transferencias hechas por Francia y sus aliados
europeos al CNT tampoco han respetado la reglamentación europea.
En realidad, el criterio jurídico occidental sobre
Libia se parece a las posiciones de G. Scelle en su manual de 1943 sobre la
«Rusia bolchevique». Según este autor clásico, había que considerar a ese
régimen «internacionalmente ilegal» (20). No se podía admitir a la «Rusia
bolchevique» como sujeto de derecho. De hecho, hasta 1945 no fue admitida
parcialmente.
Más de medio siglo después, los quebrantamientos de
la legalidad cometidos por los países occidentales en Libia no se consideran
tales, porque se trataba de destruir un régimen odioso, «ilegal» por
naturaleza.
De modo que no sólo a ciertos pueblos, como el
palestino, se les niega la calidad de sujetos plenos de derecho internacional;
tampoco ciertos estados, miembros de las Naciones Unidas, tienen «derecho al
derecho».
El criterio que se desprende de esta práctica
occidental es que el derecho al derecho internacional no lo tienen los estados,
sino los regímenes avalados por las potencias occidentales.
2. Continuidad e imperturbabilidad de los
juristas
Para un jurista la primera observación que se
impone es el silencio ensordecedor de los internacionalistas, similar al que,
como mínimo, hipotecó el carácter científico de sus juicios sobre Irak, Kosovo
(21), Afganistán y Costa de Marfil, por ejemplo. La doctrina dominante entre los
internacionalistas permanece «impasible»: los manuales más recientes no expresan
la menor inquietud, aunque evitan ilustrar sus razonamientos académicos con
ejemplos tan poco ejemplares.
Muchos de estos doctos profesores de derecho
internacional se han vuelto ultraciceronianos: ¡Summum jus, summa
injuria! En efecto, para Cicerón un exceso de derecho acarrea las peores
injusticias. Alineados tras el personal político mayoritario en Occidente, los
juristas consideran que cuando el derecho internacional limita demasiado el
«mesianismo», aunque sea guerrero, de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña,
destruye los valores civilizadores de que es portador. La ideología, rechazada
formalmente por ellos, está omnipresente en sus análisis: la «legitimidad»
prevalece sobre la «legalidad», ¡algo sorprendente tratándose de juristas! En
realidad, admiten de forma implícita que los estados occidentales se regulen a
sí mismos en interés del Bien Común.
No es que ellos, denodados defensores del «Estado
de derecho», menosprecien la legalidad; para estos juristas lo que hacen las
potencias occidentales es situarse «por encima» de un «juridicismo inadaptado»
en nombre de la «misión» superior que deben cumplir sin trabas. Dada la
inconveniencia de censurar la política exterior de Estados Unidos y su criterio
anti multilateralista, tampoco es cuestión de criticar a las autoridades
francesas cuando (en pleno auge del «bettato-kouchnerismo» [22]) invocan los
derechos humanos para justificar sus injerencias en detrimento de la soberanía
de países pequeños y medianos.
En 2010-2011 el presidente Sarkozy llevó muy lejos
su «bettatismo» cuando extendió el campo de la injerencia al contencioso
electoral (¡toda una primicia!): Francia se erigió, junto con Estados Unidos y
la ONU, en juez constitucional, en sustitución de la instancia correspondiente
de Costa de Marfil, y acabó recurriendo a la fuerza armada para cambiar el
régimen de Abiyán, con un intento de asesinato del presidente L. Gbagbo
(23).
La crisis libia ha ido aún más lejos: ha permitido
consagrar la noción de «revolución democrática» entre las causas que legitiman
la exclusión de la legalidad internacional. Los juristas restablecen así la
vieja concepción que hasta mediados del siglo XX (véanse las demostraciones del
profesor Le Fur, por ejemplo, en los años treinta y cuarenta) distinguía entre
sujetos de derecho internacional y sujetos excluidos de este derecho, creando
las condiciones de una nueva hegemonía imperial occidental. No obstante, como la
distancia entre el pensamiento jurídico dominante y las posiciones
político-mediáticas oficiales tiende a desaparecer, el derecho internacional de
los manuales y las revistas académicas sigue siendo un largo río tranquilo, al
igual que las páginas que le dedica la Wikipedia (24).
Una parte de estos eminentes autores se centran en
los problemas técnicos de la Unión Europea, un «planeta» político más serio,
mientras que otros, igual de eminentes, destacan «la resistencia de las
soberanías a los progresos del derecho internacional» (!), progresos que
califican de «indiscutibles e importantes» en las últimas décadas.
La nueva multipolaridad en gestación no goza de su
aprecio: tanto a China (calificándola a menudo de «arrogante») como a Rusia les
reprochan que hagan uso de su derecho de veto en el Consejo de Seguridad, porque
puede provocar «desorden, incapacidad, insuficiencia de organización». La breve
configuración unipolar que sucedió al final de la URSS les gustaba mucho más:
gracias a la unipolaridad occidentalista ―que suponían más perdurable― se
establecería el imperio efectivo del derecho internacional, el poder que
garantizara la «buena gobernanza», por desdoblamiento funcional, dado que
Estados Unidos y accesoriamente sus aliados están dotados, sin duda alguna, de
una «visión» universalista (25).
En todo caso, el jurista occidental representativo
es aquel que no aprecia el principio de soberanía, pese a ser inspirador de la
Carta de las Naciones Unidas, tanto más cuanto que el poder del que emana es
soberano de facto.
Pocas veces habla de «vulneración» de la legalidad,
y menos aún de regresión. Sólo hay «interpretaciones», «ajustes» que tienen la
finalidad de defender cada vez mejor los intereses de la Humanidad en su
conjunto (26).
El jurista académico prefiere hablar de los «nuevos
actores» de la «comunidad» internacional, como las ONG y el «individuo»
(27), que están gestando la «sociedad civil» internacional…
La intervención militar en Libia se basó
(Resolución 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad) en la protección de este
individuo «civil» amenazado por un poder odioso, lo mismo que hacían ya en el
siglo XIX los países europeos, con sus «intervenciones de humanidad» contra le
imperio otomano. Las tesis de la Santa Sede son precursoras de las de Bush,
Kouchner y Sarkozy.
El jurista británico H. Wheaton justificaba con el
mismo criterio la intervención inglesa en Portugal en 1825, según él «conforme a
los principios de la fe política y el honor nacional». Asimismo, añadía, estaba
justificada «la intervención de las potencias cristianas de Europa a favor de
los griegos». Un siglo después, en 1920, el decano Moye de la Universidad de
Montpellier afirmaba sin ambages que «no se pueden negar los beneficios
indiscutibles que tantas veces ha acarreado la intromisión (…) Es muy bonito
proclamar el respeto a la soberanía incluso bárbara y declarar que un pueblo
tiene derecho a ser tan salvaje como le venga en gana. Pero no es menos cierto
que el cristianismo y el orden son fuentes de progreso para la humanidad y que
muchas naciones han salido ganando cuando sus jefes, ineptos o tiránicos, se han
visto obligados a cambiar sus métodos bajo la presión de las potencias europeas.
La persuasión, por sí sola, no siempre lo consigue, y a veces es preciso
beneficiar a la gente a pesar suyo» (28).
¿A quién no le recuerda esto, con apenas variantes,
el análisis que han hecho un siglo después las instancias estadounidenses,
francesas, británicas y onusianas contra Gadafi y Gbagbo?
Sólo quienes, todavía hoy, condenan las
expediciones coloniales en nombre de una culpabilidad «infundada», cuando, según
la doctrina, se trataba de combatir «la barbarie de los pueblos salvajes,
ocupando sin título unos territorios sin dueño», son incapaces de percibir el
significado civilizador y humanista de las intervenciones occidentales y la
eventual necesidad de crear neoprotectorados, incluso en pequeños países
occidentales «mal gobernados».
La Fur, eminente titular de la cátedra de derecho
internacional de la Facultad de Derecho de París, autor del Précis Dalloz 1931 y
de varios manuales entre 1930 y 1945, flanqueado por otros profesores como
Bonfils, Fauchille, etc., hacía hincapié en el tema de la Civilización contra la
Barbarie: «hay una incompatibilidad de índole entre nosotros y el árabe» porque
«la consigna del árabe es: inmovilidad, y la nuestra es ¡adelante!» (sic)
(29).
Le Fur, a propósito de la colonización, añade que
«Francia ha obrado no sólo en su interés, sino por el bien común de la
humanidad».
Para los juristas cortesanos contemporáneos, los
estados occidentales, defensores por naturaleza del Bien y el interés general,
aspiran, hoy como ayer, a proteger por todos los medios al individuo y a la
población civil de los abusos de su propio estado. Pues bien, el libio gadafista
es peor que el árabe de antaño: la guerra contra él es «justa». Nada ha cambiado
desde que un autor del siglo XIX como H. Wheaton afirmara, como se hace hoy, que
«cuando se atenta contra las bases en que descansan el orden y el derecho de la
humanidad» el recurso a la fuerza está justificado. Además, el Institut de Droit
International no compartía «la utopía de quienes quieren la paz a cualquier
precio». G. Scelle, en su manual publicado en 1943 en París, hace su
contribución afirmando que cuando un estado puede exhibir «una credencial
auténtica y probatoria, la prohibición del recurso a las armas parece difícil de
admitir».
Hoy en día poco importa que haya surgido un
elemento nuevo, los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Francia, para
justificar su papel decisivo en la operación contra Trípoli, adujo que poseía
todas las credenciales para intervenir, es decir, las que da la ONU, basadas en
los derechos humanos, y las que da la OTAN, para salvar a los libios de sí
mismos.
Por lo demás, en la doctrina jurídica clásica
(Gidel, La Pradelle, Le Fur, Sibert, Verdross, etc.) hay coincidencia en
considerar el respeto a la propiedad como principio fundamental de las
relaciones internacionales para el mundo civilizado. Según M. Sibert, se trata
incluso de «una verdad indiscutible». Pues bien, de todos era conocido, en 2011,
el control que tenía el régimen gadafista sobre el petróleo libio, que hasta
entonces, para el resto del mundo, era un recurso aleatorio: hoy como ayer, la
libertad de comercio «prohíbe» el lucro cesante que acarreaba el acaparamiento
tripolitano.
Las voces discrepantes de algunos profesores como
Carlo Santulli o P. M. Martin, por ejemplo, se han alzado con fuerza contra la
vulneración de la legalidad en el caso libio; no se trata de «defender al
régimen» de cara a la opinión pública, «sino simplemente de no transformar el
análisis crítico en una propaganda monstruosa». En Libia, como en Costa de
Marfil, el mundo occidental y ante todo el estado francés hicieron coro para
deshumanizar al «enemigo» (ya fuera L. Gbagbo o M. Gadafi), a pesar de los
contratos firmados bajo su patrocinio con los círculos de negocios: «ni la
sangre de los libios ni la de los marfileños tiene ningún valor para nosotros»,
concluye el profesor C. Santulli.
El jurista y el político de derecha, o de cierta
«izquierda», se alinean en las mismas posiciones. La «moral» debe prevalecer
sobre el «juridicismo estrecho», como declaró en la prensa marfileña el
embajador estadounidense a propósito del presidente Gbagbo (30). Para el
jurista, el positivismo debe ceder el paso al descriptivismo y al realismo. El
debate ya no es de recibo. Como afirma R. de Lacharrière, «hay que acostumbrarse
a la idea de que las controversias doctrinales pertenecen al pasado».
La descripción acrítica y complaciente que hacen
los juristas de las políticas exteriores supone una legitimación sin reservas.
La doctrina llamada «científica», muy «occidentalocéntrica», está en sintonía
con los grandes medios. Al adoptar la doctrina de los derechos humanos y la
seguridad de que hacen gala las potencias occidentales, que quebranta el
conjunto del derecho internacional edificado a partir de 1945 (31), los
juristas aceptan el desdoblamiento funcional autoproclamado de la OTAN y sus
miembros portadores de valores euroestadounidenses y «civilizadores». No está
muy claro si se trata de un «derecho» o un «deber» de injerencia, pero se
atropella el principio de no injerencia proclamado por la ONU. Todavía hay
algunas vacilaciones sobre el principio de la soberanía (mencionado, por si
acaso, en todas las resoluciones del Consejo de Seguridad, incluidas las que lo
vulneran), pero la «legitimidad democrática», de confusa definición, es lo que
debe prevalecer. No viene al caso cuestionarse la creación de neoprotectorados,
ya que oficialmente lo que hay es una asistencia a la «transición
democrática».
Con los movimientos populares de 2011 en el mundo
árabe, los internacionalistas llegan al extremo de admitir la «revolución»
(denostada y tachada de arcaica en otras circunstancias) (32) como generadora de
democracia en sí misma.
Si cabe admitir que los juristas no deben limitarse
a designar lo deseable, también es cierto que están obligados a cuestionar los
procesos de regresión y a ser «vigilantes críticos».
3. La expedición francobritánica: imposición de
una política imperial perentoria
La expedición de Francia, Gran Bretaña y otros
países en Libia se suma a la tradición imperial de las grandes potencias
occidentales. El sarkozismo intenta crear la ilusión de una vuelta a la grandeur
de Francia y Europa. Pero, lo mismo que en la época colonial, el petróleo libio,
de una calidad excepcional y fácil de extraer, y el gas, son el motivo principal
del cambio de régimen en Trípoli. Los acuerdos entre Libia y Francia, Italia y
Estados Unidos de los últimos años se consideraban poco fiables. París y
Londres, además, abogaban por un nuevo reparto al no haber obtenido las mejores
concesiones. Por si fuera poco, se conocían los planes del gobierno libio de
elevar la participación del estado en el sector petrolero del 30 % al 51 %.
También existía la intención de sustituir las empresas occidentales por otras
chinas, rusas e indias. Después de una etapa de compromiso, Trípoli se disponía
a poner en práctica una política nueva (33).
La intervención francesa tampoco fue ajena a
ciertos asuntos internos. Se aproximaba la elección presidencial y, a imagen de
Bush en Estados Unidos, el presidente saliente, malparado en las encuestas,
consideró que una rápida y brillante política exterior en Libia (lo que parece
confirmado por las exigencias de un calendario muy breve, expresadas en varias
ocasiones) compensaría los fracasos en política interior. También había que
echar tierra sobre la crisis provocada por los estrechos vínculos de Francia con
los regímenes de Ben Ali y Mubarak.
Otro factor que sin duda aceleró la intervención
militar de Francia fue la revelación, hecha desde Trípoli, de que la campaña
electoral de 2007 de Nicolas Sarkozy se había financiado con «maletines» libios.
Además, hacía tiempo que Estados Unidos deseaba que los países europeos tomaran
el relevo de los gastos militares occidentales, en particular para «proteger» a
África de las alternativas que brindaban China y las potencias emergentes a cada
uno de los países africanos. De modo que el protagonismo de Francia en el ataque
contra Libia encajaba perfectamente en los planes de Estados Unidos. Por otro
lado, esta potencia pretende instalar en Libia, en el golfo de Sirte, el comando
unificado (Africom, cuya sede actual es Stuttgart) rechazado hasta ahora por
todos los países africanos. Una Libia tutelada permitirá la instalación de este
comando 42 años después de que la revolución de Gadafi expulsara las bases
estadounidenses de Libia.
Uno de los objetivos más silenciados de la
operación para liquidar el régimen de Trípoli es la necesidad de reforzar la
seguridad de Israel. Israel necesita países árabes insolidarios con los
palestinos, como lo fue eficazmente el Egipto de Mubarak. Los movimientos
populares de Túnez y Egipto crearon una inestabilidad peligrosa. Esta
incertidumbre debía ser compensada con la desaparición de un régimen libio
radicalmente antisionista.
Francia también estaba muy preocupada por los
intentos de Gadafi de unir a los africanos. Las vacilaciones de la Unión
Africana durante la crisis de Costa de Marfil habían demostrado que la
organización africana estaba sumida en contradicciones y que la influencia
francesa se había reducido. La influencia de Gadafi y los medios financieros de
que disponía rivalizaban fuertemente con los de Francia. La eliminación del
dirigente libio (Francia ya lo había intentado varias veces desde 1975
(34) se consideraba, pues, el modo de proteger los intereses franceses en
África doblegando a Libia, que estaba a punto de convertirse el financiador
alternativo del continente (35).
Esta guerra de Libia, que sucedió a la intervención
en Costa de Marfil y a muchas operaciones en Oriente Próximo, tiene un
significado general. Los países occidentales están en situación apurada.
Incapaces de resolver sus grandes contradicciones de naturaleza económica y
financiera, tienden a desarrollar una política exterior agresiva, a pesar de su
coste elevado, para recuperar en lo posible los recursos que les faltan y al
mismo tiempo para distraer a sus opiniones públicas.
La urgencia también se debe a la irrupción de las
potencias emergentes, que perjudican los intereses occidentales al no imponer
cláusulas políticas en los contratos y acuerdos que estipulan. Parece que
Occidente está convencido de que «mañana será demasiado tarde».
Esta política de urgencia obedece a un «modelo»
conocido, cuyas etapas son cada vez más cortas.
La intervención militar no es más que la última
etapa de la injerencia; la primera es una operación de descrédito sistemático
del régimen que se quiere eliminar.
La segunda etapa consiste en sensibilizar y
movilizar a la diáspora, en particular con la ayuda de los «nuevos medios de
comunicación» (36): los libios con doble nacionalidad que viven en Europa
y Estados Unidos, al parecer, han desempeñado un papel determinante contra
Trípoli, pues han contribuido a movilizar a ciertos sectores de la población, en
especial a una juventud sin memoria política (37) enfrentada a un poder
político que consideraba «agotado» (38).
La tercera etapa consiste en buscar apoyos
internacionales. Francia, que encabezaba la agresión contra Libia, procuró
formar una coalición no sólo con sus aliados tradicionales (como Italia
[39], pese a que este país acababa de estrechar sus lazos con Trípoli en
el periodo inmediatamente anterior a la intervención armada) sino también con
países del Sur, para poder contar con su aval. La participación de Catar y los
Emiratos Árabes, y el respaldo de Arabia Saudí (principal abastecedor de
petróleo de China), fueron cruciales para legitimar la intervención militar y
disimular formalmente su aspecto neocolonial.
La cuarta etapa consiste en obtener la cobertura de
la ONU. Estados Unidos puede prescindir cómodamente de la venia del Consejo de
Seguridad; los europeos y en particular Francia, por el contrario, procuran
permanecer en el marco de los procedimientos de las Naciones Unidas aunque
vulneren sin escrúpulos su espíritu y a menudo las disposiciones fundamentales
de las resoluciones del Consejo de Seguridad y de la propia Carta.
Por último, la quinta etapa es la operación
militar, que se lleva a cabo con el consentimiento de una opinión pública
prefabricada. Esta última etapa demuestra que el Consejo de Seguridad es ya un
mero instrumento de injerencia y de guerra, excepto cuando Rusia y China, cuyas
prioridades todavía no son políticas sino fundamentalmente económicas, ejercen
de forma aleatoria su derecho de veto. Esto pone en evidencia la decadencia
global de las Naciones Unidas como estructura de conciliación y mantenimiento de
la paz, algo que puede presagiar su muerte, como ocurrió con la Sociedad de
Naciones. Cuando hay un conflicto interno en un país al que las potencias
quieren sancionar, el Capítulo VII de la Carta permite liquidar su régimen. Los
derechos humanos y la «legitimidad democrática» son meros argumentos para
legitimar la violencia armada. La «población civil», sin que nadie verifique por
un procedimiento contradictorio cuál es realmente y en particular si está
desarmada o armada (y por quién), pasa a ser un auténtico sujeto de derecho,
inductor de la injerencia (40).
Por último, la falsa moral aducida para justificar
esta política se caracteriza por un primitivismo de lo más básico y una enorme
vulgaridad ideológica (distinción entre el Bien y el Mal, entre la Democracia y
la Dictadura, etc.). Lógicamente, incluye la violencia «justa» contra «el
enemigo» y llega al extremo de admitir el asesinato para eliminar a un dirigente
indeseable (41).
Durante la guerra de Libia, los bombardeos
franceses, amparándose en la fórmula «destrucción de los centros de mando», se
dirigieron varias veces contra los allegados de Gadafi (matando a varios de sus
hijos y nietos) y contra el propio Gadafi. Estos asesinatos políticos ponían en
evidencia que Francia no pretendía ninguna negociación ni conciliación, pero las
Naciones Unidas lo pasaron por alto.
Por muchas que sean las peculiaridades del
conflicto libio, tampoco se trata de un caso sui géneris.
El significado es general: la crisis global que
afecta a la economía mundial bajo la hegemonía occidental provoca una huida
hacia delante y puede originar otras operaciones de la misma naturaleza contra
varios «enemigos» ya designados, si fracasan los intentos de desestabilización
interna pero «asistidos» desde el exterior.
Las contradicciones apremiantes del sistema imponen
un orden mundial que excluye la coexistencia de regímenes diferentes y el
respeto a la soberanía de cada cual.
Para los pueblos afectados esto significa, una vez
más, la desaparición de la soberanía nacional y de la independencia en nombre de
una «modernidad» de tipo imperial y de una soberanía «popular» formal; al
acaparamiento de los clanes le sucederá un freno al desarrollo debido a la
destrucción y la organización, y la corrupción especulativa.
Contra la inercia ideológica de la mayoría de los
juristas y de muchos politólogos imperturbables en su complacencia teórica,
podemos afirmar sin pecar de exagerados que el derecho internacional ha entrado
en coma, la ONU ha fracasado y, en vez de la regulación jurídica, ha surgido una
«moral» internacional dudosa, semejante a la del siglo XIX, época dorada de las
cañoneras. ¿Será una nueva Conferencia de Berlín, 128 años después de la
primera, el modelo implícito de las diplomacias internacionales?
¿Será la guerra de Libia un síntoma más de un
retroceso en la civilización?
Robert
Charvin es jurista internacional, decano honorario de la Facultad de
Derecho de Niza
Notas
(1) Y. Quiniou, «Retour sur la guerre
néo-coloniale à laquelle nous avons assisté», L’Humanité, 24 de octubre
de 2011.
(2) Cf. R. Dumas - J. Vergès,
Sarkozy sous BHL, Éditions P.G. De Roux, 2011.
(3) Véase P.M. Martin, que en 2002
publicó «Défaire le droit international: une politique américaine», UTI
Sciences Sociales de Toulouse, n.° 3, 2002, pp. 83 ss. En 2011 las
autoridades francesas se pusieron a la cabeza de este proceso de
«desmantelamiento» del derecho internacional.
(4) Cf. R. Charvin, Côte d’Ivoire
2011. La bataille de la seconde indépendance, L’Harmattan,
2011.
(5) Véase el Informe de la Comisión de
Juristas a la que pertenecía el autor, lo que le valió que el nuevo gobierno del
presidente A. Ouattara «congelara sus haberes» en Costa de
Marfil.
(6) Las autoridades francesas y los
grandes medios han equiparado los acontecimientos de Túnez, Egipto y Libia,
forjando una «moral» a conveniencia de los intereses franceses para legitimar
una operación militar contra el régimen de Gadafi. Lo único que tenían en común
los tres regímenes era que habían merecido los halagos del estado francés poco
antes de ser condenados por ese mismo estado.
(7) Al Jazeera, que a lo largo
de 15 años se había abierto camino en el mundo árabe como una fuente original de
información, ha experimentado un brusco viraje y ha desatado una feroz campaña
contra los regímenes libio y sirio. Este sesgo pro occidental de la línea
editorial en 2011 a raíz del llamamiento a una intervención armada del Consejo
de Cooperación del Golfo y de Catar, que provocó la dimisión de varios
periodistas, es algo turbio. No obstante, la periodista Marie Bénilde (Le
Monde Diplomatique, n.º 117, junio-julio de 2011), sin hacerse más
preguntas, considera que Al Jazeera e internet «han sembrado la voz democrática
al viento de la historia» (Quand la liberté a le parfum du jasmin, op.
cit., pp. 49 ss.).
(8) La misma precipitación de Francia,
que reconoció al CNT mucho antes de que tuviera una responsabilidad cualquiera
ni un control efectivo de una parte considerable del territorio
libio.
(9) El caso extremo es el conflicto
palestino-israelí: desde hace más de medio siglo el Consejo de Seguridad ha sido
incapaz de encontrarle una salida, pese a las numerosas resoluciones de la
Asamblea General.
(10) En las ciudades de Trípoli, Sirte
y Sebha no hubo ninguna oposición abierta que acarreara una fuerte represión
contra los civiles. No obstante estas ciudades fueron intensamente
bombardeadas.
(11) En Bahrein intervino el ejército
saudí para reprimir la revolución popular y salvar al régimen, con plena
aprobación occidental.
(12) Lo único que se ha publicado en
los medios franceses acerca de la condición de las mujeres en Arabia Saudí ha
sido la información ―casi elogiosa― del perdón a una saudí que había infringido
la prohibición de conducir un automóvil, y el anuncio de que en 2015 las mujeres
podrán votar en las elecciones municipales.
(13) El doble juego de Francia es
proverbial: votó a favor de la incorporación de Palestina en la UNESCO y luego,
en el Consejo de Seguridad, contra su admisión en la ONU.
(14) Cf. Quand la liberté a le
parfum du jasmin, op. cit., p. 32.
(15) El profesor Géraud de la Pradelle
denuncia el comportamiento de ciertos juristas occidentales que se dedican a
explicar a los estados mayores de los ejércitos y, a veces, a los oficiales en
el campo de operaciones, cómo sortear los «obstáculos» del derecho humanitario
que restan eficacia a las operaciones militares. Cf. «Des faiblesses du droit
international humanitaire qui tiennent à sa nature», en Droit humanitaire.
États puissants et mouvements de résistance, D. Lagot. (dir.), L’Harmattan,
2010, pp. 33 ss.
(16) Los medios franceses, sobre todo
los canales de televisión, han hecho gala de falta de profesionalidad y una
enorme mala fe, propalando toda clase de mentiras sobre los acontecimientos
relacionados con el conflicto a la vez que callaban sobre de la personalidad de
los miembros del CNT (Mohamed Yibril, por ejemplo, ex ministro de Gadafi, se
había asociado con B.-H. Lévy en varios negocios, como el comercio de madera de
Malasia y Australia). La prensa occidental (con la excepción de l’Humanité en
Francia) y las ONG humanitarias (salvo el MRAP) ha pasado de puntillas sobre las
matanzas racistas y xenófobas de negros, tanto libios como inmigrantes del
África negra. Cientos de miles de libios (se cree que una cantidad aproximada a
los 400.000) huyeron a los países vecinos, sobre todo a Túnez. Los bombardeos de
la OTAN destruyeron varios hospitales, como, recientemente, el Hospital Avicenas
de Sirte, sin que se elevara el habitual coro de condenas de las organizaciones
humanitarias.
(17) La ejecución de Muammar Gadafi
era una exigencia política, pues las autoridades francesas y estadounidenses
consideraban «peligroso» un juicio ante la CPI. El Centre de planification et de
conduite des opérations (CPCO), que dirige el Renseignement Militaire y el
Service Action de la DGSE, se encargó de asesorar a las unidades del CNT de
Sirte para «tratar al Guía libio y a su familia», es decir,
eliminarlos.
(18) Por ejemplo, en Trípoli el
Tribunal de Cuentas, en Centro Anticorrupción, el Tribunal Superior, varios
hospitales, un mercado, sedes de varias asociaciones (como la asociación de
ayuda a los discapacitados, del movimiento de mujeres, etc.).
(19) El 29-30 de junio de 2011 la
Unión Africana declaró que las órdenes de detención emitidas por la CPI contra
Gadafi y sus allegados no debían aplicarse en el territorio africano. Jean Ping,
Secretario General de la UA, criticó con dureza a Luis Moreno Ocampo, fiscal de
la CPI, diciendo que es un «chiste» (a joke) e invitándole a ejercer el
derecho en vez de someterse a la política occidental.
(20) Citado por R. Charvin, «Le droit
international tel qu’il a été enseigné», en Mélanges Chaumont, Pédone,
1984, p. 138.
(21) El profesor Guilhaudis, por
ejemplo, en su manual de Relations internationales contemporaines, Litec,
2002, ¡osa titular un apartado: «El interminable estallido violento de
Yugoslavia, a pesar de la ONU y la OTAN»! (p. 730).
(22) Mario Bettati y Bernard Kouchner
son los teóricos e impulsores de la doctrina del «deber de injerencia
humanitaria» (N. T.).
(23) En Francia se ha interpuesto una
denuncia contra el ejército por «intento de asesinato de L. Gbagbo». La
detención del presidente de Costa de Marfil se produjo con la colaboración de
fuerzas francesas y marfileñas tras un intenso bombardeo de la residencia de
Gbagbo por la Fuerza Licorne francesa.
(24) Cf. R. Charvin, «De le prudence
doctrinale face aux nouveaux rapports internationaux», en Mélanges
Touscoz, France Europe Éditions, 2007.
(25) El imperio otomano, la monarquía
absoluta de Francisco I de Francia y el imperio español tenían la misma
ambición.
(26) En 1950, cuando Estados Unidos y
el Consejo de Seguridad, a pesar de las disposiciones de la Carta y en ausencia
de uno de los miembros permanentes, decidieron intervenir militarmente en Corea,
el profesor Sibert, siguiendo la tradición académica, emitió un juicio positivo
de la «interpretación liberal» y no «rígida» de la Carta.
(27) Extrañamente, los juristas
académicos, en sus enseñanzas, asocian estas dos categorías de «actores» a las
empresas transnacionales, como si su peso respectivo en la sociedad
internacional fuese equivalente. En cambio nada dicen de las empresas militares
privadas que trabajan supuestamente para la seguridad colectiva, como por
ejemplo en Irak.
(28) Doyen Moye, Le droit des gens
moderne, Sirey, 1920, pp. 219-220.
(29) Cf. «Le droit international tel
qu’il a été enseigné. Notes critiques de lecture des traités et manuels
(1850-1950)», en Mélanges Chaumont, Pédone, 1994.
(30) R. Charvin, Côte d’Ivoire
2011. La bataille de la seconde indépendance, L’Harmattan,
2011.
(31) P. M. Martin, «Défaire le droit
international: une politique américaine», Droit écrit, UTI Sciences Sociales de
Toulouse, n.° 3, 2002, pp. 83 ss.
(32) También cabe señalar que la
«revolución» se ha admitido como un concepto perfectamente válido en algunas
antiguas repúblicas soviéticas (como Ucrania y Georgia).
(33) Esta reorientación puede
compararse con la del presidente Gbagbo, que en vísperas de que los occidentales
le derrocaran se disponía a salirse del franco-CFA y firmar acuerdos económicos
importantes con China.
(34) Entre los intentos de eliminación
de Muammar Gadafi se puede citar la operación organizada por el presidente
francés Giscard d’Estaing en 1975 (SDEC más varios militares disidentes), los
comandos franco-egipcios (durante el mandato de Sadat, en 1977), un atentado en
1979 del Service Action francés que dejó herido a Gadafi, en 1980 el SDC francés
y los egipcios vuelven a fallar (lo que provocó la destitución del jefe de los
servicios secretos franceses, De Marenches), y también en 1980 un intento
(revelado por el presidente italiano Cossiga) de derribar el avión oficial de
Gadafi que volaba a Varsovia con la ayuda de la OTAN, en 1984 un intento de
golpe de estado apoyado por Estados Unidos, con participación de exiliados y
militares, y el bombardeo de la residencia de Gadafi en 1986.
(35) Desde los primeros pasos de la
revolución libia, el mundo occidental no perdonó nunca a Trípoli que usara los
mismos métodos que Occidente para impulsar su política
exterior.
(36) Muchos politólogos destacan el
papel político desempeñado por los nuevos modos de comunicación en las
«revoluciones» del Sur. Este análisis no tiene en cuenta que gran parte de la
población, por lo general muy pobre, los desconoce. Cabe suponer que, una vez
más en la historia, se da mucha importancia a las «herramientas» para no tener
que examinar unas realidades sociales más profundas. Muchos politólogos, además,
se felicitan implícitamente por el papel de las «clases medias» ―un papel
siempre indefinido y sobrevalorado en lo político― por su aversión, a menudo
explícita, hacia las clases populares.
(37) El régimen de Gadafi tenía 42
años. La juventud, mayoritaria en la población libia, no sabe nada de la
monarquía del rey Idris, que reinaba en uno de los países más pobres del mundo,
y anhelaba una normalidad más llevadera que la Revolución de la Yamahiriya,
incluso después de los compromisos adquiridos por esta a partir de 2002 y a
pesar de que Libia tenía el nivel de vida más alto de África.
(38) En los países occidentales se
observa el mismo fenómeno, pero no hay estímulos exteriores que lo lleven al
paroxismo.
(39) Trípoli, con la colaboración de
varias personalidades internacionales, creó el Premio Gadafi de los Derechos
Humanos y de los Pueblos. Este premio, el primero otorgado por un país del Sur
para no dejar el monopolio del tema de los derechos humanos a las potencias
occidentales, se llamaba Gadafi no por decisión de los libios, sino a iniciativa
de un francés, que se encontraba en Trípoli y era secretario general de la
Federación de Ciudades Hermanadas, al término de una conferencia internacional.
El primero en recibir el premio fue Nelson Mandela cuando aún estaba en la
cárcel. El último premio lo recibió en 2010 el presidente turco Erdogan por su
política solidaria con los palestinos, pero Berlusconi también estuvo a punto de
ganarlo por haber reconocido la culpabilidad colonial de
Italia.
(40) Los juristas deben plantearse la
noción de «civiles armados» y su condición en un conflicto con los poderes
públicos, así como el problema de la circulación ilícita de armas a través de
las fronteras.
(41) Grotius y Vattel, a quienes se
considera fundadores del derecho internacional, condenaron el asesinato de los
dirigentes durante los conflictos entre estados.
Traducido por Juan Vivanco para
www.larevolucionvive.org.ve
Fuente: http://www.afrique-asie.fr/index.ph...