Las revoluciones, esas misteriosas convulsiones de luchas
callejeras e intrigas a base de secretos susurrados, las fluctuaciones de las
insondables mareas del poder, se desarrollan por fases, y los levantamientos de
los dos países árabes más importantes, Egipto y Siria, se encuentran ahora al borde de un nuevo momento trascendental.
En las revoluciones, la primera fase es la del aumento de las protestas
populares; la segunda fase es la represión despótica para aplastarlas, y la
tercera es la de la supervivencia y el impulso creciente de la revuelta, hasta
desembocar en la caída del tirano si pierde el apoyo de su Ejército o su
corte.
La primera etapa es la más apasionante para la prensa
occidental y la más emocionante para los jóvenes participantes, un material
digno de Los Miserables y otras obras parecidas, pero suele ser la
menos importante. Las revoluciones no terminan casi nunca como parecen empezar,
y las consecuencias siempre son totalmente distintas de las intenciones de los
revolucionarios. Tardan años, a veces decenios, en aparecer, no meses; y lo que
importa es quién controla a quién al final. La esperanza es que sea el pueblo el
que de verdad acabe por controlar el Estado.
La revolución libia fue un éxito
claro y audaz para David Cameron, una intervención
liberal limitada de las que el vizconde Palmerston habría admirado. Pero esa
intervención fue posible porque Libia era un país periférico y gobernado por el
mamarracho dictador más despreciado en el mundo árabe. En cambio, Egipto y Siria
son los dos puentes de mando del mundo árabe. En primavera, la caída del
anticuado faraón Hosni Mubarak pareció una revolución democrática. Desde luego,
fue un instante en el que, para parafrasear a Mao Zedong, el pueblo egipcio se
puso en pie; perdió sus miedos y obtuvo la promesa de elecciones
democráticas.
Ante las acciones depredadoras de los militares, los
egipcios han comprendido que su revolución fue parcial, o incluso de imitación.
La casta estructura político-económica del régimen militar, en el poder desde la
revolución de Nasser en 1952, ha permanecido intacta en los
nombres del mariscal de campo Mohamed Husein Tantaui, de 76 años, tan arrugado, casi momificado, que no llamaría la
atención entre los faraones embalsamados y vendados del Museo Egipcio, y su
junta, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (conocido por su acrónimo,
CSFA). La furia y la frustración de la “segunda revolución” que estamos viendo
ahora representan el intento del pueblo de hacer realidad las victorias de la
primera.
En la época de las Cruzadas, Saladino
gobernaba Egipto, Palestina, Jordania y La Meca desde Damasco
Siria también está al borde de una situación nueva, y es
todavía más importante porque se trata del corazón del mundo árabe. La
importancia de Egipto es conocida. Aparte de ser una antigua civilización de
faraones y pirámides, tiene la característica de ser el Estado árabe más
poblado, famoso por su sofisticada clase dirigente y su papel, durante los 18
años de mandato del presidente Nasser, como líder del nacionalismo
árabe.
El santuario de Siria
La importancia de Siria se conoce menos. Deriva del primer
califato en el siglo VII y el nacimiento del nacionalismo árabe en el siglo XX.
Damasco fue la primera gran capital que cayó en poder de los ejércitos
islámicos. Cuando los árabes se apoderaron también de Jerusalén, alrededor del
638, agruparon Palestina y Siria en una tierra que consideraron la verdadera
tierra santa islámica: Bilad al Shams. En un ejemplo típico de los llamados
Méritos de Jerusalén, leemos: “El santuario de la Tierra es Siria; el santuario
de Siria es Palestina; el santuario de Palestina es Jerusalén”.
En 661, el astuto y carismático califa Muauiya, fundador
de la dinastía Omeya, hizo de Damasco la capital de Bilad al Shams. Sus
familiares, los grandes califas Abdel Malik y su hijo Al Walid I, construyeron
la Mezquita Omeya en dicha ciudad, que incorporó la iglesia que albergaba la
cabeza de Juan el Bautista. Durante sus 100 años iniciales, Siria fue el cuartel
general de un vasto imperio árabe que se extendía desde España hasta las
fronteras de India. Es fácil olvidar que Damasco fue, durante un tiempo, la
capital del mundo. En la época de las Cruzadas, Saladino gobernaba Egipto,
Palestina, Jordania y La Meca desde Damasco. Saladino adoraba Damasco, donde
había crecido y había sido un joven mimado que jugaba al polo toda la noche, a
la luz de las velas, con su soberano. Para él, Egipto no era más que su gallina
de los huevos de oro: “Egipto fue la puta”, bromeaba, “que intentó separarme de
mi fiel esposa, Damasco”.
Churchill tenía razón al decir que “los
dictadores cabalgan sobre tigres de los que no se atreven a
bajar
Con los siglos, Siria siguió siendo una idea emocional y
religiosa que se convirtió en un talismán nacionalista. A medida que la
conciencia nacional árabe se despertaba de la represión otomana durante la I
Guerra Mundial, el sueño fomentado por T. E. Lawrence fue el de un reino árabe
con sede en el centro, Siria. Ese fue el objetivo de la revuelta árabe: cuando,
en 1918, el príncipe hachemí Faisal liberó Damasco, se declaró rey de la Gran
Siria. Antes de que existiera el nacionalismo palestino, los palestinos soñaban
con vivir en el reino de Siria y Líbano de Faisal. Pero no fue así: los
franceses querían Siria y derrocaron a Faisal en 1920.
Los franceses inventaron las fronteras actuales de Siria.
El Mandato Francés comprendía Líbano y Siria, pero París siempre había protegido
a los cristianos maronitas de Monte Líbano. Esa fue la razón de que, entre las
dos guerras mundiales, Francia separase Líbano, designado santuario maronita, de
Siria. De modo que la Siria moderna, una obra colonial, con una mayoría suní y
unas minorías cristiana y alauí del 10% cada una, nunca ha tenido una vida
normal; ha habido más de 30 golpes militares; en 1949, hubo tres en un año.
Durante los años cuarenta y cincuenta, los políticos sirios estudiaron
fusionarse con Irak; a finales de los cincuenta, Siria se unió con Egipto en la
República Árabe Unida.
En 1969, el adusto y despiadado comandante de la fuerza
aérea Hafez el Asad, pronto conocido como la Esfinge de Damasco, encontró otra
manera de gobernar Siria: una dictadura controlada a través
de su familia y los hermanos alauíes, que
cooptaron a oficiales suníes de confianza y a ricos comerciantes suníes de
Damasco y crearon una élite cleptocrática con su policía secreta.
En cuanto a Occidente, la caída de El
Asad será la caída de un enemigo de todos los intereses
occidentales
Para impedir la disidencia en su propio país, los Asad
exportaron sin piedad un terror radical, anti-israelí y antiamericano, a sus
vecinos. Convirtieron Líbano, que consideraban parte de Siria, en su patio de
recreo, su colonia, su hucha y su marioneta, pero necesitaban un patrocinador:
primero fue la Unión Soviética y luego fue el Irán islámico.
Sin embargo, los Asad disfrutaban de un estatus especial
en Occidente, y de ahí el extraño respeto mostrado a Siria incluso por el
presidente Obama. La Esfinge de Damasco fomentó la posición de Siria como
elemento clave para la paz en Oriente Próximo debido a su historia como corazón
del mundo árabe. Ahora bien, nunca dejó de ser una tiranía dinástica y cruel,
desgarrada por disputas familiares. Cuando los Hermanos Musulmanes de Hama se
rebelaron, el hermano de Hafez, Rifaat, comandante de la guardia pretoriana,
mató a 10.000 personas. Pero entonces intentó derrocar a la Esfinge, que le
exilió a París. La Esfinge murió en 2000, y le sucedió, a la manera monárquica,
su hijo Bachar, que a su vez cuenta con la ayuda de su hermano, Maher, también
comandante de la Cuarta Brigada.
Hasta hace muy poco tiempo, un Occidente crédulo e ingenuo
ha tolerado su reinado de terror en Líbano, su apoyo a Hezbolá y Hamás, y ahora
la matanza de 3.500 inocentes y el encarcelamiento de 20.000: esos regímenes
siempre recurren a vender la esperanza de reforma.
En Libia, era el heredero, Saif el Islam, quien
desempeñaba ese papel. En Siria, fue Bachar. Su juventud y su simpatía, su
título de oftalmólogo obtenido en Londres y su matrimonio con una belleza siria
también educada en Londres contribuyeron a engatusar a los estadistas
occidentales durante 10 años. Basta comparar la ruidosa reacción de Occidente al
más mínimo error israelí —titulares de prensa, indignación generalizada,
manifestaciones, fastuosos actos para recaudar fondos— con el casi silencio de
esa misma gente sobre las matanzas y las mutilaciones de mujeres y niños
cometidas por El Asad.
La Liga Árabe decidió suspender a
Siria. El rey Abdalá de Jordania dijo que El Asad
debe marcharse. Francia exige sanciones o una intervención como la de Libia.
Pero Siria no es Libia: una intervención occidental podría tener consecuencias
imprevistas y peligrosas.
Las luchas étnicas ya han comenzado. Si Siria se disuelve
en una guerra civil, los alauíes de las fuerzas de seguridad intensificarán sus
ataques contra los suníes y los cristianos. El Asad, que gobierna con una
pequeña camarilla de familiares y esbirros, intentará distraer a los sirios
mediante la movilización de Hezbolá y provocando choques con Israel. Pero es
prácticamente indudable que recurrirá a las bombas o los asesinatos para
involucrar a Líbano: al fin y al cabo, los dos son un solo país.
Si cae El Asad, los alauíes se encontrarán con una
venganza terrible. La mayoría suní acabará dominando, y los Hermanos Musulmanes
serán la fuerza hegemónica. Pero, como demuestran los golpes de Estado
anteriores, los suníes más laicos, presentes en las élites militar y
empresarial, tendrán un papel muy importante. Ya no harán concesiones a los
chiíes de Hezbolá ni a los ayatolás de Irán: probablemente, la nueva Siria
recurrirá a Egipto, como en otros tiempos.
No obstante, los mayores efectos se sentirán en las dos
grandes potencias en ascenso de Oriente Próximo: parece indudable que Turquía,
la potencia imperial entre 1517 y 1918, que ya hace exhibición de su poderío
otomano, está armando a la oposición siria y quizá pronto cree una tierra de
nadie para protegerla.
El país más importante en la primavera árabe no es árabe.
La abortada Revolución Verde de Irán sirvió de disparadero de la de la
primavera, pero fue aplastada por Alí Jamenei, el líder supremo, que tal vez
condene pronto a muerte a sus dirigentes. Irán, nacionalista y nuclearizado,
está haciendo lo mismo que El Asad a gran escala, sembrando la discordia entre
sus vecinos y adoptando la arrogancia de una potencia regional para evitar la
desintegración interna.
La caída de los Asad sería un golpe para Irán y sus
clientes, Hezbolá y Hamás, que dependen de las armas iraníes suministradas a
través de Siria. Pero Hezbolá controla Líbano, que ya está totalmente armado y
preparado para una guerra con Israel. En Palestina, Hamás encontrará otros
protectores. Eso sí, ambos quedarán más expuestos.
Irán y Turquía tenían buena relación, pero, a la hora de
la verdad, la teocracia chií y la democracia suní chocarán por las cenizas de
los Asad y el premio de Siria. En cuanto a Occidente, la caída de El Asad será
la caída de un enemigo de todos los intereses occidentales.
El Asad ha proclamado que está dispuesto a morir por
Siria. El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, respondió: “Si quiere ver
a alguien que luchó contra su pueblo hasta morir, fíjese en Hitler y Musolini.
Si no puede aprender nada de ellos, fíjese en el líder libio
asesinado”.
El propio El Asad ha puesto el dedo en la llaga: aunque se
presenta como un caballero árabe dispuesto a morir en la refriega, quizá
entiende también que estas dictaduras dinásticas de Oriente Próximo son
esencialmente monárquicas. Es difícil ver de qué forma podría retroceder; su
poder, férreo y manchado de sangre, solo puede morir con el rey. Churchill tenía
razón al decir que “los dictadores cabalgan sobre tigres de los que no se
atreven a bajar”.
El tigre sirio está tocado, pero no hay nada más peligroso
que un tigre herido.
Simon Sebag Montefiore es historiador británico. Su libro más reciente
es Jerusalén: la biografía (Crítica). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.