REFLEXIONES SOBRE LA CONTRARREFORMA SOCIAL NEOLIBERAL
DE ESCALA INTERNACIONAL.
ALGUNAS NOTAS ACERCA DE AMÉRICA LATINA

Jorge Osvaldo Morina
División Geografía/Departamento de Ciencias Sociales/UNLu
Resumen:
En este trabajo se plantea una síntesis de las
transformaciones operadas en el sistema internacional desde fines de la década
de 1960. El intento de recuperación del dinamismo, impulsado desde el
capitalismo central, propuso el abandono del keynesianismo, “entendido” como
cercenador de la tasa de rentabilidad. La denominada alternativa a la crisis
económica incluyó paquetes de reformas que alentaron la desregulación, las
privatizaciones, la reestructuración económica concentradora y el
desmantelamiento del estado de bienestar. El neoliberalismo, como sistema de
poder enemigo de la democracia, coadyuvó intencionalmente a generar una imagen
de inevitabilidad de la “globalización actual”, verdadero proyecto capitalista
en la lucha de clases. En América Latina, las nuevas reglas de funcionamiento
del capitalismo internacional fueron impuestas a través de cruentas dictaduras
que, luego de consolidar el poder económico de los conglomerados empresarios que
las financiaron y sustentaron, dejaron paso a las democracias procedimentales.
Estas, se han encargado de potenciar las enormes ganancias de las minorías,
impidiendo a las mayorías el tránsito de la ciudadanía formal a otra de carácter
sustantivo y real.
Sobre la globalización como estrategia
capitalista y el supuesto “pensamiento único”.
Hacia fines de la década de 1960, y más claramente en la siguiente, fue
evidente la desaceleración del crecimiento sostenido que se expresaba desde la
segunda posguerra. Fueron cuestionados entonces, los méritos del régimen
fordista de acumulación, el modo nacional de regulación del mercado y el Estado
keynesiano asociado y sostenedor del modelo.
La crisis económica mundial del capitalismo se manifiesta en EEUU hacia 1967,
con hitos fundamentales en 1971 y 1973. El sistema monetario internacional
impuesto en Bretton Woods en 1944 (mientras se fundaban el Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional) fue liquidado con dos sucesivas devaluaciones del
dólar durante la presidencia de R. Nixon. Los países de la OPEP (Organización de
Países Exportadores de Petróleo) resolvieron incrementar los precios del crudo,
contribuyendo a la generalización de la crisis. El precio del petróleo ascendió
un 40 % de 1973 a 1974. Sin embargo, cabe recordar que inmediatamente los
productos derivados, controlados por un reducido y selecto grupo de
conglomerados transnacionales de origen europeo y estadounidense, registraron
aumentos de precios aún mayores. Una amplia gama de maquinarias que importaban
las periferias, tuvieron similar evolución.
Es conveniente señalar que, el comienzo del fin del fordismo, se expresaba en
un descenso de la tasa de ganancia en las economías centrales. La causa de esta
crisis hay que buscarla en la caída del ritmo de crecimiento de la productividad
del trabajo que ya no compensaba la elevación de la existencia de capital por
trabajador; la consecuencia será un descenso en la razón producto/capital y en
la tasa de beneficio (López y Díaz Pérez, 1990). Debe quedar claro que, en esta
concepción, el derrumbe del régimen fordista no proviene de “shocks” externos,
sino de la extinción de las posibilidades expansivas de una cierta lógica
productiva y social. La mencionada decisión de la OPEP de 1973, como la similar
de 1979, operaron sólo como potenciadores de la crisis. La banca privada, con la
intención de rentabilizar sus depósitos (de rápido crecimiento por los flujos de
petrodólares), puso en práctica una política de concesión de créditos a bajo
interés. Pero poco tiempo después de asumir R. Reagan la presidencia de EEUU,
las tasas de interés subieron abruptamente, con el tradicional objetivo de
aliviar las crisis centrales con el esfuerzo de las periferias. De este modo,
numerosos países destinatarios de las concesiones crediticias, se hallaron con
deudas muy abultadas.La denominada crisis del paradigma fordista, y la
constatación de este proceso, realizada desde los directorios de los grandes
núcleos transnacionales y desde los aparatos de Estado de los países
“desarrollados”, fue el inicio de los procesos de reorganización de la
producción, el comercio y las finanzas internacionales. Nuevamente, los
organismos multilaterales de control y financiamiento, serían partícipes activos
de la reestructuración internacional. Ya en los últimos años de la década de
1960 se asistió al fracaso de la estrategia que pretendía trasladar los costos
de la crisis a la clase obrera. Esto significó un llamado de atención para los
sectores empresariales e impulsó definitivamente las tendencias de
automatización y flexibilización de los procesos productivos. Las nuevas
tecnologías resultaron funcionales no sólo como portadoras de nuevas ganancias
de productividad, sino también como medio de desestructuración y
heterogeneización de la fuerza de trabajo. Su introducción, junto a la expansión
del desempleo a partir de los años setenta, permitirá la aplicación de la
estrategia antes fracasada (1).Aunque parece demasiado pronto para referirse a
un sistema “posfordista” de acumulación, debemos reconocer la existencia de
modelos alternativos al fordismo, con notorias diferencias entre ellos (Harvey,
1989). En términos generales, la producción se orienta “hacia la demanda
solvente, es decir aquella constituida por los sectores de altos ingresos
(mayoritarios en los países centrales y minoritarios en los países periféricos).
Por consiguiente, el dinamismo económico ya no está dado por la producción
creciente de bienes homogéneos para un número también creciente de consumidores,
sino por la producción de bienes diferenciados, de ciclo de vida corto y un
ritmo acelerado de obsolescencia para el consumo de un número relativamente
estático de consumidores con capacidad de adquirir una gran variedad de bienes y
reemplazarlos rápidamente por otros diferenciados merced a la permanente
innovación tecnológica” (Fernández, 1996).Los avances desarrollados,
especialmente en la informática, microelectrónica y biotecnología, facilitan las
nuevas formas de organización del proceso de trabajo intra e interempresas,
dando lugar a un paradigma productivo basado en la flexibilidad. Esto es, en la
capacidad de adaptación de la producción y circulación de bienes y servicios a
un proceso continuo de diferenciación de productos. En este marco, la
constitución y crecimiento de bloques regionales supranacionales, no es un
proceso contradictorio sino complementario de la llamada “globalización”. El
mercado de los distintos bienes y servicios se conforma a través del agregado de
los segmentos de demanda solvente de distintos países. Se apunta así, al
incremento de la escala de producción y a la cada vez mayor concentración en la
apropiación de los excedentes generados.El intento de recuperación del
dinamismo, impulsado desde el capitalismo central, pretendió justificar “el
abandono del keynesianismo, visualizado como principal cercenador de la tasa de
rentabilidad, en tanto comprometía al capital con el pleno empleo, con una
distribución del ingreso que sostuviera el consumo, y con una política fiscal
adecuada a las necesidades del Estado benefactor” (Fernández, op. cit.). Las
respuestas a la crisis económica encontraron eco en los segmentos integrados de
la gran empresa capitalista. Los liderazgos neoconservadores, con los muy
representativos ejemplos de R. Reagan en Estados Unidos y M. Thatcher en el
Reino Unido, propusieron paquetes de reformas que incluyeron la privatización,
desregulación, reestructuración económica y desmantelamiento del estado de
bienestar. La rápida expansión del discurso neoliberal, tanto en países
centrales como en subdesarrollados, coadyuvó intencionalmente a la generación de
una imagen de inevitabilidad de los procesos ligados a la “globalización”. Esta
imagen fue (y es) alimentada y sostenida desde poderosos medios de comunicación,
publicitando diversos mitos del “pensamiento único” respecto de las nuevas
tendencias de la relación capital-trabajo y de esta con los procesos políticos
en sus distintas escalas y en el interjuego entre ellas. Entre otros mitos cabe
destacar algunos, siguiendo a Dinerstein (1999):a) Que la globalización del
capital es un proceso “económico” (con sus efectos Tequila, Vodka, Caipirinha,
etc.), guiado por una fuerza “externa” al Estado y a los sujetos sociales;b) Que
debido a la creciente introducción de tecnología, el capital podrá, en un futuro
no muy lejano, independizarse del trabajo;
c) Que las luchas de los “excluidos”, “marginados y desocupados”, no afectan
a la acumulación del capital sino al sistema político en términos de
“gobernabilidad”, justamente porque aquellos se hallan “fuera del sistema” y
espantan, con sus manifestaciones de protesta, al capital internacional;d) Que
los sindicatos podrían continuar siendo la forma de organización de los
trabajadores, siempre y cuando se adapten a las nuevas reglas del juego; caso
contrario, irán perdiendo su poder dado que los trabajadores se hallan en franco
proceso de extinción;
e) Que la lucha de clases murió con la caída del muro de Berlín.
Es que el “pensamiento único” ha aggiornado ideas del liberalismo del siglo
XVII. Como la economía política clásica, el “inevitable neoliberalismo” insiste
en que la división del trabajo es producto de la tendencia natural a la
cooperación social orientada hacia el logro del progreso individual y social;
que la división del trabajo es técnica y no social, conflictiva pero nunca
contradictoria: trabajo y capital son factores naturales de la producción
relacionados externamente a través de la cooperación y el intercambio. De esta
manera, las relaciones capitalistas de producción son naturalizadas.Sin embargo,
la teoría marxista del valor iluminó la relación interna entre trabajo y
capital, y señaló que lejos de ser “cosas poderosas”, el capital, el Estado y la
ley son formas históricas de las relaciones sociales, simultáneamente reales e
ilusorias, producto de y sujetas a la lucha de clases, necesarias al
mantenimiento de la existencia forzada de la vida humana bajo la forma mercancía
(Marx, 1967, en Harvey, 1990).Una de las consecuencias de la “naturalización”
del capital(ismo) como la “unica opción”, y de la “cosificación” de las
relaciones sociales en las formas Estado, dinero y ley, es que los cambios en la
composición y acumulación del capital son frecuentemente analizados como hechos
económicos externos a las formas políticas, legales, culturales, sociales y
subjetivas de la vida humana. La categoría trabajo se diluye en la de capital.
La conexión interna entre trabajo y capital es olvidada. Las formas de
existencia social del capital y del trabajo, y las categorías sociológicas que
los explican son congeladas en el tiempo. El dinero es la forma más abstracta
del capital. Es el poder social supremo a través del cual la reproducción social
es subordinada a la producción de capital (Clarke, 1998). El dinero se
materializa como una cosa impuesta desde arriba, tanto sobre la sociedad como
sobre el Estado. Esta ilusión real hace que crisis económica (nacional e
internacional), recesión, hiperinflación, endeudamiento, desempleo y hasta la
estabilidad económica, aparezcan como desenvolviéndose y reproduciéndose en
algún lugar diferente del de las relaciones sociales y la vida cotidiana. El
fetichismo de la forma dinero es más poderoso y sofisticado que el del Estado.
Mientras el Estado es identificado como portador del monopolio de la violencia y
la represión legítimas, la forma dinero se ha librado a sí misma de la coerción
institucional.Sin embargo, el dinero, como relación social, porta la brutalidad
de la explotación y de su negación. En otras palabras, el dinero encarna y
genera violencia y, a la vez, la neutraliza y oculta. El “pensamiento único” (la
inevitabilidad del neoliberalismo y sus consecuencias) es parte del ocultamiento
de esa violencia esencial, que solo es parcial y fugazmente descubierta cuando
estamos en presencia de una “crisis financiera” o de un “conflicto social”.
Aunque el dinero parezca ser un tema netamente económico, no puede ser entendido
simplemente en términos de la teoría económica sino en términos de relaciones
antagonistas de clase. La propuesta entonces, es resignificar la conexión
interna existente entre capital y trabajo, y dinero, lucha de clases y
subjetividad, a la luz de las nuevas formas del capital y del trabajo
(Dinerstein, op. cit.).En síntesis, las “transformaciones en el modo capitalista
de regulación y acumulación presuponen una reformulación radical de las
estructuras sociales y políticas. La primera meta de la globalización fue
destruir las estructuras de intereses y concesiones sociales institucionalizados
en la forma de regulación fordista” (Hirsch, 1997).La globalización es una vasta
estrategia política, un proyecto capitalista en la lucha de clases (Hirsch, op.
cit.). Esta estrategia fue impuesta esencialmente por el capital
internacionalizado, de acuerdo con los gobiernos neoliberales que asumieron los
gobiernos de distintos países. La política económica de liberalización y
desregulación se propuso crear las condiciones políticas e institucionales
adecuadas para una profunda transformación en la relación de fuerzas entre
clases sociales, tanto a escala nacional como internacional. Es sobre esta base
que se avanzó en la reorganización técnica de la producción capitalista. De la
globalización actual, en todos sus sentidos, se deriva el resurgimiento del
viejo capitalismo, es decir, una sociedad de clases basada en la
superexplotación de la fuerza de trabajo a través del mercado. Un capitalismo
del siglo XVIII con acceso diferenciado a tecnologías del siglo XXI. El
neoliberalismo dominante desde los años setenta (e impuesto en muchos casos
mediante prácticas represivas y terrorismo de estado), otorga “legitimación
ideológica” a esta estrategia capitalista para “superar” la crisis. Sin embargo,
para las mayorías supone de hecho un callejón sin salida (de la crisis).Los
retos globales “justificaron” (y continúan haciéndolo), medidas monetaria duras,
regresividad tributaria, reducción de los servicios sociales, desregulación y
privatización, con represión y políticas antisindicales. Paralelamente a estas
políticas expresadas en las escalas nacionales, avanzaron las articulaciones
orientadas a liberalizar el comercio y la circulación de capitales y servicios a
través de las empresas transnacionales, y a la concreción de convenios
bilaterales y multilaterales, zonas francas y de librecambio (Koc, 1994). En
defensa de la acelerada concentración y centralización del capital en el nivel
internacional, la denominada “nueva derecha” no ha escatimado recursos en
transmitir la interpretación de la inevitabilidad mencionada, y en ofrecer
“soluciones” a la crisis del régimen de acumulación fordista. Desde esos
intereses, al planteo de la libre circulación de bienes y servicios (según en
qué dirección y qué bienes y servicios), a la movilidad restringida de la mano
de obra, se agregan las exigencias de redefinición del temario social, de las
condiciones de trabajo, de la producción y del consumo, dentro de los países y
en el nivel global.En otras palabras, gobiernos de naciones con sectores
económicos ligados a intereses transnacionales han impulsado políticas de
liberalización, privatización y crecimiento, estrechamente vinculadas a los
segmentos dinámicos del capital concentrado internacional. Tales políticas,
recomendadas por el FMI y los círculos financieros mundiales, se traducen
localmente en la reducción del rol del estado, políticas de ajuste, recortes
salariales, compresiones a corto y mediano plazo en la demanda de bienes y
reducción de la provisión (en calidad y/o cantidad) de servicios públicos. Con
el apoyo de los sectores privados más poderosos de cada ámbito nacional, las
medidas que se implementan afectan las perspectivas y condiciones de vida de los
sectores populares, generando desempleo e inseguridad social. De esta manera, se
instala la incertidumbre y se fortalece la capacidad de maniobra de líderes que
garantizan cierta estabilidad y prosiguen aplicando las mismas políticas
(Roniger, 1997). Las élites políticas y administrativas devienen aliadas del
discurso global, tanto en acciones de gobierno como desde la oposición.
La retórica vinculada a la reducción del intervencionismo estatal, no alcanza
a ocultar el expreso deseo de desmantelar las formas de intervención que el
capital concentrado considera “desfavorables”, y las políticas, programas e
instituciones públicas que tratan de regular los mercados de factores en el
nivel nacional, como las leyes de salario mínimo, los sindicatos, los convenios
colectivos, las leyes de protección ambiental, el seguro de desempleo, la
medicina pública, las cámaras de comercio, la gestión de la oferta y las
estructuras cooperativas. La regulación se viste de desregulación. Mientras
crece la propaganda de una economía que funciona sobre la base del “libre juego
de la oferta y la demanda”, se montan y consolidan nuevos y poderosos
dispositivos de control, orientados a favorecer un determinado régimen de
acumulación, en el contexto de una fuerte regulación del sistema internacional
(De Jong, 1995). Instituciones supraestatales como el Fondo Monetario
Internacional, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, trabajan
en la definición y puesta en marcha de las reglas globales de comportamiento. En
las leyes y decretos nacionales y provinciales, se incorporan sin disimulo
alguno, los acuerdos suscriptos y a cumplir con los organismos
supranacionales.Como dijimos, el discurso y el accionar consecuente se amparan
en el neoliberalismo y, por lo tanto, debe entenderse a éste como un sistema de
poder que crece y se consolida por determinadas medidas estatales y no sólo por
principios de mercado. Como el libre mercado, el neoliberalismo es enemigo de la
democracia, concentrando el poder en el ejecutivo y en personas no elegidas,
muchas veces de países e instituciones extranjeras (Petras y Vieux, 1995). Sin
disentir con estos autores, es conveniente señalar que cualquiera sea la forma
que adopte, o la etapa que transite la sociedad capitalista, ésta encontrará a
los trabajadores en una situación de inferioridad estructural ya que
necesariamente deben vender su propia fuerza de trabajo, y tener la “fortuna” de
hallar a alguien que quiera comprarla, para poder subsistir. El reverso de la
moneda está representado por el hecho de que quienes tienen condiciones de
adquirir tal mercancía, los capitalistas, se instalan en una posición de
indisputado predominio en la cúspide de este sistema. El resultado es una
dictadura de facto de los capitalistas sobre los asalariados.De lo anterior
deviene la tendencial incompatibilidad entre el capitalismo como formación
social y la democracia concebida, como en la tradición clásica de la teoría
política, en un sentido más amplio e integral y no tan solo en sus aspectos
formales y procedimentales (Borón, 1999: 65). Es justamente por esto que cabe
destacar la pregunta cargada de sentido que se hace Meiksins Wood: “¿podrá el
capitalismo, es decir, una estructura inherentemente opresiva y despótica,
sobrevivir a una plena extensión de la democracia concebida en su sustantividad
y no en su procesualidad?” (Meiksins Wood, 1995: 204-237). Está claro que la
respuesta es negativa.Con el avance de la compleja división internacional del
trabajo ligada a la globalización productiva, comercial y financiera, los
capitales y los productores se ven expuestos a la influencia de los mercados
mundiales y los grupos sociales y regiones más pobres requieren con más
frecuencia el apoyo del Estado-Nación, que se muestra cada vez más remiso a
concederlo. Por el contrario, se interviene activamente en favor del capital,
aumentando el gasto en armamentos e “inteligencia” para sofocar y reprimir las
crecientes y plenamente justificadas protestas sociales derivadas de la
reestructuración concentradora.
Algunas implicancias en América Latina, territorio de sangrientas dictaduras
y recuperación de las democracias formales.
Como correlato de las transformaciones que acabamos de comentar, en las
sociedades de América Latina se avanzó en la articulación de los mercados
financieros locales con los internacionales y se impuso una apertura comercial
esencialmente importadora. Esto significó el quiebre de los modelos
mercadointernistas y la adaptación a las “nuevas reglas internacionales”. En la
medida que muchos gobiernos constitucionales y movimientos nacionales y
populares no aceptaron las nuevas pautas de funcionamiento que se “sugerían”, la
asociación de intereses entre grupos locales con aspiraciones hegemónicas,
conglomerados transnacionales, organismos multilaterales y el gobierno de EEUU,
condujo a la instalación de sangrientas dictaduras (2). Estas, a través de
planificados genocidios, desarticularían la organización y resistencia social.
Lamentablemente, casos como el argentino y el chileno, observaron los más altos
grados de criminalidad y alevosía. Solo así, los autores intelectuales de
genocidios y masacres (Grupos económicos locales y extranjeros, organismos
multilaterales, la CIA, el gobierno estadounidense, etc.), pudieron impulsar el
vertiginoso endeudamiento externo y una virulenta distribución regresiva del
ingreso, tales sus principales objetivos (Morina y Velázquez, 1999).Cuando la
funcionalidad de las dictaduras tiende a su agotamiento, desde la mirada de sus
propios impulsores externos e internos, van regresando los gobiernos
constitucionales: Perú, 1980; Bolivia, 1982; Argentina, 1983; Uruguay y Brasil,
1985; Chile, 1989; etc. Sin embargo, aunque los militares retornan a sus
cuarteles (
manteniendo en ciertos casos una fuerte presencia), los conglomerados
empresarios que los financiaron y sustentaron han tomado el centro de la escena,
a cara descubierta. Queda también, una pesada deuda externa (3).
El camino de la recuperación democrática es transitado en coincidencia con la
afirmación del auge neoconservador en el capitalismo metropolitano, encabezado
por M. Thatcher y R. Reagan, como se mencionó más arriba. También en los años
ochenta se resuelve doctrinariamente y a nivel de las políticas públicas, el
impasse dejado por la denominada “crisis del keynesianismo”, materializándose
las políticas económicas neoliberales. Políticas que por inservibles fueran
arrojadas “al desván de los trastos viejos tras la Gran Depresión de 1929”
(Borón, op. cit: 67). Si a esto le sumamos la crisis de la deuda, que estallara
en América Latina en 1982, se configura un cuadro muy poco favorable para la
difícil (y contradictoria) tarea de democratizar las estructuras del capitalismo
periférico.En ese marco, traducido entre otras cosas en un demencial
achicamiento del Estado (en una América Latina donde casi la mitad de la
población carece de acceso al agua potable y drenajes, y una proporción similar
depende por completo del hospital público), las políticas neoliberales han
agravado la situación. En la agenda de prioridades del “pensamiento único”,
enarbolado por la dirigencia política latinoamericana, con muy escasas y
honrosas excepciones, temas como pleno empleo, paz social, estimulación de la
demanda interna e intervención estatal, se han convertido en tabúes. La
prioridad máxima es el pago de la deuda externa, para lo cual hay que brindar
todo tipo de facilidades, ventajas y prerrogativas a los capitales concentrados
locales y foráneos, con la idea de “seducirlos” para que inviertan en nuestros
países, ahora denominados “mercados emergentes” (4). De este modo, en “mercados
emergentes” con altas proporciones de población sumergida, es harto improbable
hacer que la democracia pierda “ese olor a farsa” que señalaba premonitoriamente
a mediados de los ochenta, el actual presidente de Brasil, Fernando H.
Cardoso.La distribución del ingreso ha sido históricamente regresiva en América
Latina. Pero en las décadas recientes la regresividad fue acentuada por dos
factores principales: a) la debacle económica que siguió al estallido de la
crisis de la deuda y al agotamiento del modelo de acumulación basado en la
sustitución de importaciones y en el mercado interno; b) las medidas de “ajuste
y estabilización” que supuestamente enfrentan la crisis. Mientras distintos
presidentes y ministros de América Latina siguen exhortando a la población a
tener paciencia y confiar en el “derrame” de la riqueza (en patéticos discursos
que orillan el ridículo), el subcontinente tiene más pobres que antes y el hiato
entre ricos y pobres se acrecienta. Según la CEPAL, “en los países con la
distribución del ingreso más concentrada, el 10 % más rico de los hogares
perciben el 40 % del total de la riqueza” (CEPAL, 1994:1). Para el Banco Mundial
los datos son peores, al sostener que América Latina ostenta la distribución de
la renta más desigual del mundo: el 10 % más rico se apropia del 67,5 %,
mientras el 20 % más pobre percibe el 3,1 % (Banco Mundial, 1993: 133). Cabe
señalar que la distribución ha empeorado aún en aquellos países que de acuerdo a
la “comunidad financiera internacional” mostraron un “buen funcionamiento” del
programa de ajuste estructural, como Chile, México y Argentina. Los años de
crecimiento del PBI, no dejaron de ser los del aumento del desempleo e
incremento de hogares y personas en situación de pobreza (5).Encuestas de
opinión pública en varios países de la región revelan la insatisfacción con los
regímenes democráticos. El descontento fluctúa entre el 40 % y más del 60 %
(Haggard y Kaufman, 1995: 330-334). En Chile, 3.000.000 de jóvenes rehusaron
inscribirse en los registros para las elecciones parlamentarias de 1997,
mientras el 41 % de los ciudadanos no asistió a votar (Relea, 1998: 23). ¿Si
Chile es considerado el “modelo exitoso” de las reformas, qué quedará para el
resto?Las democracias latinoamericanas han cumplido con la misión de potenciar
las enormes ganancias de las minorías adineradas, impidiendo a las mayorías el
tránsito de la ciudadanía formal a otra de carácter sustantivo y real. Así por
ejemplo, el ingreso medio de los ejecutivos de grandes empresas, después del
pago de impuestos, es en Brasil 93 veces superior al ingreso per cápita, 49
veces en Venezuela, 45 en México, 39 en la Argentina. Por su parte, en Canadá,
Francia, Holanda y Alemania es 7 veces superior al ingreso per cápita, en
Bélgica y Japón 5 y en Suecia 4 (Vilas, 1998: 124). Los indicadores de calidad
de vida vinculados con la salud testimonian también la irritante desigualdad
(6).
Palabras de cierre sobre el presente y el futuro de nuestra América
Latina.
Entre las consideraciones que podemos realizar, atendiendo a las ideas e
informaciones desarrolladas en los apartados precedentes, puede reconocerse que
las democracias de América Latina muestran descarnadamente algunas
características presentes aún en los capitalismos democráticos avanzados:
déficits institucionales, tendencia a una desigualdad y exclusión social
creciente, derechos y libertades muy mal distribuidos entre las diferentes
clases sociales.
Compartiendo las transformaciones operadas en escalas espaciales mayores,
también en nuestro subcontinente se hace difícil destacar, por ejemplo, casos de
países donde se haya convocado a plebiscitos populares para decidir sobre los
niveles y grados de participación del Estado en la economía, para tomar
determinaciones con respecto a la deuda externa (especialmente en cuanto a
moratorias, cesación de pagos, carácter ilegítimo y delincuencial), privatizar o
no las empresas estatales y en caso afirmativo de qué manera.
Cuando alguna burguesía apostó a su hegemonía y convocó a un plebiscito para
tener definiciones sobre la política de privatizaciones en Uruguay, lo perdió.
De inmediato aprendieron la lección. Incertidumbre sí, pero poca. Elecciones sí,
pero recurriendo a todos los recursos legales y legítimos, y sobre todo de los
otros, para manipular el voto y evitar que el pueblo “se equivoque”. Esto es que
los juegos se juegan con “cartas marcadas”; hay partidas que ni siquiera se
juegan (Borón, op. cit: 66).América Latina continúa sufriendo los embates no ya
de las “reformas orientadas al mercado”, como eufemísticamente se las denomina,
sino de una verdadera contrarreforma social dispuesta a llegar a cualquier
extremo para preservar y reproducir las estructuras de la desigualdad social y
económica en la región. Es por esto que, luego de tantos años de “transiciones
democráticas” asistimos al paradójico escenario de las democracias sin
ciudadanos o de libre mercado, con un objetivo primordial: las superganancias de
las clases dominantes. En ellas, “el pueblo no delibera ni gobierna” y mucho
menos por medio de “sus representantes”.En las naciones del subcontinente,
parece haberse superado la etapa de las periódicas auditorías realizadas por
organismos supuestamente internacionales en los que Estados Unidos ejerce su
“incostentable hegemonía” (Galeano, 1989: 376), consolidándose su presencia
semipermanente. A decir verdad, los auditores siempre cuentan con sus
subordinados más o menos jerárquicos (incluyendo funcionarios gubernamentales)
radicados en cada país: embajadores, encargados de negocios, ministros de
economía, de relaciones exteriores, secretarios de finanzas, presidentes y
vicepresidentes, más un “selecto” núcleo de hombres de confianza de bancos
acreedores y conglomerados transnacionales oligopólicos, a la vez especialistas
en relaciones de dependencia, triste y vulgarmente llamadas “carnales” o de
“enamoramiento”.A modo de epílogo, cabe recordar palabras que, escritas hace
tres décadas por Eduardo Galeano (publicadas por primera vez en 1971), hacían
referencia a la pirámide social y a las élites latinoamericanas y que hoy siguen
explicando la dramática realidad: “...en el otro extremo, los proxenetas de la
desdicha se dan el lujo de acumular miles de millones de dólares en sus cuentas
privadas de Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el lujo
estéril -ofensa y desafío- y en las inversiones improductivas, los capitales que
se podría destinar a la reposición, ampliación y creación de fuentes de
producción y de trabajo. Incorporadas desde siempre a la constelación del poder
imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar
si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la
mendicidad es la única forma posible de la política internacional. Se hipoteca
la soberanía porque ‘no hay otro camino’; las coartadas de la oligarquía
confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el presunto
vacío de destino de cada nación” (Galeano, op. cit: 5).
Notas:
(1) Para el caso de un país periférico y dependiente como
la Argentina, cabe recordar el fracaso de la política económica impulsada por la
dictadura militar encabezada por J. C. Onganía y elucubrada entre otros, por el
entonces ministro A. Krieger Vasena. Entre los ejes de aquella política se
destacaba una importante corriente inversionista extranjera. Entre 1967 y 1969,
por esa vía, la banca nacional había pasado a estar controlada por los centros
bancarios del exterior y numerosas empresas se transformaron en subsidiarias de
firmas cuyas matrices estaban afincadas en EEUU o en Europa. Las medidas tomadas
por Krieger Vasena (fallecido en junio de 2000) se insertaban en el esquema de
integración latinoamericana “funcional”, planteado por EEUU. Los conglomerados
multinacionales norteamericanos son apasionados defensores de las políticas
“eficientistas” en tanto conducen a la concentración oligopólica del mercado.
Los movimientos sociales rurales y urbanos contrarios a la “Revolución
Argentina” terminaron entonces con la gestión de Onganía-Krieger Vasena. Entre
las protestas más destacadas se encuentra el denominado “Cordobazo”, del que se
cumplieron 32 años el 29 de mayo de 2001.(2) En marzo de 1998, varios
representantes de la Central de los Trabajadores Argentinos (Victor De Gennaro,
Victor Mendibil, Marta Maffei, Juan Carlos Camaño, Alberto Morlachetti y Alberto
Piccinini), declararon ante el juez Baltasar Garzón, en España. En la
oportunidad, presentaron 5.000 folios sobre lo que habían significado el
genocidio y el terrorismo de Estado en la Argentina. Demostraron, entre otras
cosas, “que el 67 % de los detenidos-desaparecidos eran trabajadores; que hubo
más de 90.000 torturados, presos puestos a disposición del Poder Ejecutivo; que
hubo medio millón de compañeros activistas, delegados, dirigentes sindicales,
despedidos de sus trabajos. Pero por sobre todo, pudieron demostrar que los
genocidas no fueron unos locos a los que les gustaba la represión sino que
tenían detrás a los grupos económicos que financiaron y ejecutaron ese proyecto
que además de económico era político, social, sindical y cultural” (De Gennaro,
1999: 393). Dicho proyecto, continuaría con esos grupos económicos, nacionales y
extranjeros, como élite dominante consolidada una vez reinstauradas las
instituciones de la democracia formal o procedimental.(3) La deuda de América
Latina, que llegó a 243.000 millones de dólares en 1980, alcanzaba los 446.000
millones en 1987. Los principales deudores eran Brasil, México y Argentina,
seguidos de Venezuela, Perú, Chile, etc. Algunos países, como Argentina,
Bolivia, Chile, Uruguay, Ecuador, Costa Rica, estaban entre los más endeudados
si se calcula la deuda per cápita o en relación con sus exportaciones o con el
PBI. Con respecto al servicio de la deuda, esto es los pagos por reembolso y
sobre todo intereses, como proporción de los ingresos por exportaciones,
alcanzaba 40 % en 1980 y 50 % en 1982, manteniéndose en cerca del 40 % hasta
1988 (Sukup, 1999).
(4) Un caso paradigmático es el argentino, donde luego de la
reciente década de infamia y entrega (8/7/89 a 10/12/99), asume el gobierno
nacional una fuerza política autodenominada “Alianza”, con objetivos bien
definidos: a) Tomar posiciones de indudable sumisión a los grupos económicos de
capital concentrado, nacionales o extranjeros, y a los acreedores externos
encabezados por los organismos internacionales que los representan; b)
Desconocer las justificadas demandas sociales de los millones de habitantes que
fueron y siguen siendo perjudicados y marginados por las genuflexas políticas
neoliberales; c) Apelar abiertamente a la represión cuando las dimensiones de
las protestas hagan imposible ignorarlas. Unos pocos meses le han resultado
suficientes al actual gobierno de Argentina para: profundizar uno de los
regímenes tributarios más injustos y regresivos del planeta; avalar el remate
del patrimonio nacional practicado en los años previos; presentar y aprobar en
complicidad con otras fuerzas políticas similares una nueva reforma laboral,
aplaudida por grandes empresas y repudiada por los trabajadores; reducir
salarios estatales apelando a un decreto de “necesidad y urgencia” y desacatando
los disposiciones de numerosos jueces; mantener la reducción de los aportes
patronales de bancos, hipermercados y empresas privatizadas; seguir subsidiando
a concesionarios de peajes, ferrocarriles y operadores fluviales, entre otras
medidas.(5) En 1990 la pobreza abarcaba un conjunto de 196 millones de personas,
46 % de la población total de entonces. Esto era, 83 millones más que en 1970, o
50 millones más que en 1980. En julio de 1994 la cifra era de 230 millones de
personas, representando casi la mitad de la población de América Latina. Más de
un quinto de ellos se hallaba en estado de indigencia. Obsérvese que entre 1990
y 1994 el número de pobres creció en 34 millones de personas, mientras varios
gobiernos se ufanaban del crecimiento económico y la llegada de inversiones
extranjeras (Minsburg, 1995: 126).
(6) Un estudio de la Organización Panamericana de la Salud
revela que mientras la esperanza de vida del 10 % más rico de la sociedad
venezolana es de 72 años, los que nacen en el 40 % más pobre tienen una
esperanza de vida de 58 años. Además, esos años se vivirán de maneras muy
diferentes. Por otro lado, la mortalidad infantil de las comunas más pobres de
Chile triplica la de las comunas más ricas: 26,9 ‰ contra 7,9 ‰ nacidos vivos
(Vilas, op. cit: 124).
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