Pensar la espacialidad, medir la
espacialidad.
Propuestas teóricas y desafíos
metodológicos para analizar la distribución y diferenciación en el espacio
urbano
Mariana Marcos
Gabriela Mera
Resumen
En los últimos años se han
producido importantes innovaciones teórico-conceptuales desde la geografía
crítica y la sociología urbana para pensar la cuestión de la espacialidad. Sin
embargo, la existencia de ciertas dificultades metodológicas para
operacionalizar estos marcos teóricos en herramientas estadísticas puede suponer
importantes limitaciones para los estudios cuantitativos. El presente trabajo
explora las herramientas estadísticas desarrolladas hasta hoy para dar cuenta de
la distribución, diferenciación e interrelación de los grupos sociales en el
espacio urbano, y las repiensa críticamente a la luz de los recientes
desarrollos teórico-conceptuales en torno a la espacialidad. El análisis
comienza con una revisión de los aportes teóricos de la geografía crítica y la
sociología urbana; luego se interpela a los indicadores disponibles
reflexionando acerca de las dimensiones de la espacialidad de las que logran dar
cuenta, sus limitaciones metodológico-conceptuales y los aspectos de la
organización espacial de la ciudad que no consiguen captar.
Se
concluye que existe una
brecha entre los desarrollos teórico-conceptuales en torno al espacio y las
herramientas estadísticas desarrolladas para medir sus dinámicas y
características, donde el proceso de “traducción” de los conceptos en hechos
sociales medibles terminó por exaltar el carácter físico del espacio urbano,
dejando de lado aquellas cuestiones vinculadas a la experiencia y la
interacción, en cuyo marco las diferencias y distancias se construyen como
tales.
Summary
In recent years, critical
geography and urban sociology have developed important theoretical and
conceptual innovations concerning spatiality. However, the fact that there are
some methodological difficulties to operationalize these theoretical frameworks
into statistic tools may suppose important limitations for quantitative studies.
This article explores the statistic tools developed up today to study the
distribution, differentiation and interrelation of social groups in the urban
space, and rethinks them critically considering the recent theoretical and
conceptual developments on spatiality. The analysis starts with a revision of
the theoretical contributions of critical geography and urban sociology; then
the statistics available are revised to find out which dimensions of spatiality
they shed light on, their methodological and conceptual limitations and which
aspects of the spacial organization of the city they don’t achieve to get.
In conclusion, it does exist a
gap between the theoretical and conceptual developments about space and the
statistic tools developed to measure its dynamics and characteristics; where the
process of “translating” the concepts into measurable social facts ended up
exalting the physic nature of space, leaving aside matters related to experience
and interaction, within differences and distances are developed as such.
Introducción
En los últimos años se han
producido importantes innovaciones teórico-conceptuales desde la geografía
crítica y la sociología urbana para pensar la cuestión de la espacialidad que
tendieron a desafiar el paradigma hasta entonces hegemónico de la ecología
urbana, proponiendo nuevas concepciones que problematizan y complejizan al
espacio poniéndolo en relación con la dinámica de producción, reproducción y
cambio social. Sin
embargo, las dificultades metodológicas para operacionalizar estos marcos
teóricos en herramientas estadísticas puede suponer importantes limitaciones
para los estudios cuantitativos.
Esta cuestión cobra particular
relevancia en un contexto como el actual en el que los espacios metropolitanos
están siendo protagonistas de importantes transformaciones socio-territoriales.
En el marco de procesos vinculados a la globalización de la economía, la
sociedad y la cultura, con la emergencia de nuevas modalidades de producción y
organización capitalista, se ha producido una redefinición de las estructuras y
dinámicas urbanas: el desarrollo de nuevas desigualdades territoriales, formas
espaciales discontinuas, y una preeminencia de las especificidades y
microdiferencias territoriales por sobre las grandes continuidades,
homogeneidades y macrodiferencias que solían primar en el pasado.
Ante este panorama, las
ciencias sociales se encuentran con la renovada necesidad —y el constante
desafío— de repensar la problemática de la distribución espacial de los
individuos y grupos sociales en el espacio urbano, y de revisar críticamente las
categorías, medidas, fuentes de datos y escalas de análisis utilizadas para
analizar estos procesos.
El objetivo del presente
trabajo es explorar las herramientas estadísticas desarrolladas hasta hoy para
dar cuenta de la compleja dinámica que involucra la distribución, diferenciación
e interrelación de los grupos sociales en el espacio urbano, y repensarlas
críticamente a la luz de los recientes desarrollos teórico-conceptuales en torno
a la espacialidad. En este sentido, a partir de los aportes teóricos
provenientes de la geografía crítica y la sociología urbana, se busca interpelar
a los indicadores disponibles reflexionando acerca de las dimensiones de la
espacialidad de las que logran dar cuenta, sus limitaciones
metodológico-conceptuales y los aspectos de la organización espacial de la
ciudad no logran captar.
Pensando al espacio: aportes
desde la geografía crítica y la sociología
urbana
A partir de los años setenta,
en el campo de los estudios urbanos se han desarrollado una serie de trabajos
que han propuesto nuevas perspectivas y concepciones teóricas para pensar la
cuestión de la espacialidad, desafiando aquéllas nociones clásicas, vinculadas a
la ecología urbana, que entendían las relaciones espaciales en términos de una
organización funcional integrada y estable, en búsqueda constante de equilibrio
(Gottdiener y Feagin, 1988).
Desde esta línea —que se ha
denominado nueva sociología urbana, con exponentes como David Harvey, Manuel
Castells, Henri Lefebvre, entre otros— se entiende que el espacio y las
relaciones que lo atraviesan son parte intrínseca del desarrollo societal, el
cual se encuentra dominado por el proceso de acumulación capitalista. Y, en tal
sentido las relaciones socio-espaciales, expresadas como configuración espacial,
son producidas por los determinantes de la producción y se encuentran dominadas
por relaciones sociales antagónicas, donde la circulación del capital, y en
particular los bienes inmuebles —que conforman un “segundo circuito” del
capital—, así como la reproducción, asociada con el consumo de valores de uso
por parte del Estado son factores fundamentales para explicar el desarrollo
urbano. La interacción social, en este marco, está dominada por relaciones
sociales antagónicas, y la sociedad se encuentra estratificada y altamente
diferenciada en sus formas de organización, atravesada por fisuras,
contradicciones y patrones de desarrollo desigual (Gottdiener y Feagin,
1988).
En esta línea, el filósofo
francés Henri Lefebvre propone considerar al espacio como expresión y a su vez
como medio de las relaciones sociales; como obra de agentes sociales en
condiciones históricas concretas (Lefebvre, 1969: 65) “que operan por impulsos
sucesivos, emitiendo y formando de manera discontinua (relativamente) capas de
espacio” (Lefebvre, 1972:133). La ciudad, en este sentido, se sitúa en un punto
medio entre el orden lejano global de la sociedad, regulado por las grandes
instituciones, y las relaciones de inmediatez y vínculos directos entre las
personas o grupos que la componen (Lefebvre, 1969: 64), conformando así una
“mediación entre las mediaciones”: un fragmento del conjunto social, que
trasluce a las instituciones e ideologías societales y, en su nivel específico,
contiene la proyección de las relaciones [dominantes] que la atraviesan
(Lefebvre, 1969: 78).
El espacio resultante de estos
procesos, para Lefebvre, no constituye un sistema, sino una forma cumulativa de
todos los contenidos precedentes de los que surgió, pero diferente en tanto
reacciona sobre ellos mediante un movimiento dialéctico (Lefebvre, 1972:125). Y
en este sentido, el espacio urbano se caracteriza por su carácter eminentemente
diferencial, donde “las diferencias que se manifiestan y se instauran en el
espacio no provienen del espacio como tal, sino de lo que en él se instala, se
reúne y se confronta por/en la realidad urbana” (Lefebvre, 1972:131). De esta
manera, en el espacio urbano conviven las isotopías, los lugares homólogos,
espacios de lo idéntico, ámbitos análogos a los que pudieran existir en otra
parte, y las heterotopías, el otro lugar, el espacio de lo otro, excluido e
implicado a la vez. Pero las diferenciaciones espaciales, las isotopías y
heterotopías, se definen como tales de manera dialéctica, dinámica y siempre
relativa (Lefebvre, 1972: 45).
La
importancia de pensar al espacio urbano y las dinámicas socio-espaciales en
términos relativos y relacionales ha tenido en el geógrafo
brasileño Milton Santos un exponente esencial. Para este pensador, el espacio
solo puede comprenderse como ese “conjunto indisoluble, solidario y también
contradictorio de sistemas de objetos y sistemas de acción; considerados no
aisladamente, sino como el contexto único en el que se realiza la historia”
(Santos, 2000: 54). Y hablar de objetos y acciones en sistema, desde esta
perspectiva, implica considerarlos en su mutua interconexión y contenidos en el
conjunto de las condiciones relacionales, que incluyen el espacio y se dan en el
espacio (Santos, 2000: 81).
Así,
el espacio no es simplemente “un escenario donde los humanos entran en relación
con los otros hombres y los objetos”, sino que consiste en una serie de redes
interdependientes y superpuestas, donde los cambios en una afectan a las demás
(Santos,
2000: 82). De esta manera, todo
sistema o estructura deben ser abordados como realidades “mixtas” y
contradictorias de objetos y relaciones que no pueden entenderse separadamente,
pues su existencia histórica depende de su inserción en una serie de
acontecimientos (un orden vertical) y su existencia geográfica viene dada por
las relaciones sociales a las que se subordina y que determinan las relaciones
de vecindad con otros objetos (orden horizontal). En tal sentido, su
significación es necesariamente relativa (Santos,
2000: 86), y en dicho marco el espacio constituye una
síntesis, siempre provisional, de las contradicciones y de la dialéctica social
(Santos,
2000: 90).
Los
desarrollos teóricos elaborados por estos y otros pensadores de la problemática
urbana constituyen aportes fundamentales para pensar críticamente la
espacialidad y las relaciones sociales que la atraviesan, es decir, para
desnaturalizar la idea del espacio como un “mero
escenario del acontecer histórico”, que por largo tiempo ha imperado
—y
en cierta medida incluso persiste— en
el pensamiento social, como ha señalado el notable geógrafo norteamericano
Edward
Soja. Esta subordinación
de la geografía en la teoría social crítica y la pérdida de vista del espacio en
el discurso político y práctico, según Soja (1989), no son casuales sino que
formaron parte de la batería de estrategias del orden social capitalista
—incluyendo su componente espacial— para garantizar su reproducción y
expansión.
Esta
perspectiva que busca problematizar al espacio y develar su rol como
producto
y productor de las relaciones sociales —en la actualidad de las relaciones
sociales capitalistas— ha sido profundamente trabajado por el geógrafo inglés
David Harvey. El
capitalismo, sostiene este autor, no puede mantenerse sin sus ‘soluciones
espaciales’: una y otra vez ha recurrido a la reorganización geográfica (a la
expansión e intensificación) como solución parcial a sus crisis y puntos
muertos, y en tal proceso construye y reconstruye una geografía a su propia
imagen” (Harvey, 2000: 72).
De
esta manera, la búsqueda generalizada de renta diferencial crea diferencias
geográficas en la intensidad de la inversión de capital (Harvey, 2000: 99) y
dinamiza un desarrollo geográfico desigual, dando lugar a un espacio que no es
homogéneo, sino que conforma un “mosaico geográfico” con diferentes modos y
niveles de vida, uso de los recursos, relación con el medio ambiente y formas
culturales y políticas. Y
a su vez esa geografía está organizada en escalas espaciales —que se definen
como jerarquías dentro de las cuales las personas organizan sus actividades y
comprenden su mundo— que no son inmutables o naturales, sino que tienen una
dinámica dada por los seres humanos que las producen, las innovaciones técnicas,
las condiciones políticas y económicas y la lucha de clases (Harvey,
2000:95-96). En
consecuencia, el análisis espacial no puede limitarse a trabajar a una escala de
análisis determinada sin considerar que lo que sucede en ella solo puede
entenderse en el marco de “las relaciones articuladas que existen en la
jerarquía de escalas” (Harvey, 2000:95), donde las escalas cambiantes y la
producción de diferencias geográficas se funden; es decir que siempre debe
considerarse que las diferenciaciones, interacciones y relaciones que atraviesan
al espacio urbano son procesos que se verifican entre las escalas tanto como
dentro de las mismas (Harvey, 2000:100).
Midiendo al espacio:
dimensiones y herramientas de análisis geográfico-estadístico
La preocupación por
desarrollar medidas e indicadores cuantitativos para dar cuenta de la
organización socio-espacial de las ciudades, en particular de la distribución de
los grupos en el espacio urbano, ha tenido una larga historia en las ciencias
sociales del último siglo.
Los
primeros estudios provienen del campo académico norteamericano de mediados del
siglo XX, que abarcan desde los estudios iniciales de Wendell Bell sobre los
índices de interacción (Bell, 1954) y los trabajos de Otis y Beverly Duncan
sobre el índice de disimilitud (Duncan, Duncan, 1955a, 1955b), pasando por el
torrente de investigaciones que surgen en la década del setenta, y que fueron
proponiendo nuevas definiciones e indicadores; hasta los desarrollos, en los
años ochenta y noventa, de los denominados índices espaciales de segregación
residencial (White, 1983, 1986; Wong, 1993, 1998, 1999). A fines de la década
del ochenta, Massey y Denton (1988) elaboraron una clasificación del arsenal de
medidas elaboradas hasta entonces, proponiendo las —hoy ya clásicas— cinco
dimensiones de la segregación espacial: la igualdad, que
refiere a la distribución diferencial de los grupos sociales en las áreas
espaciales de una ciudad; la exposición, que apunta al grado de contacto
potencial o posibilidad de interacción entre los miembros de los grupos; la
concentración, que considera la cantidad relativa de espacio físico ocupado por
el grupo minoritario; la centralidad, que da cuenta del grado en que un grupo
está espacialmente localizado cerca del centro de un área urbana; y finalmente
el clustering, que implica el grado en que las áreas habitadas por miembros del
grupo minoritario lindan una con la otra en el espacio.
Sobre este pilar fundamental,
se desarrollaron toda una serie de innovaciones que van desde nuevos indicadores
para cuantificar las dimensiones ya existentes, hasta propuestas metodológicas
para medir dimensiones de la espacialidad que no habían sido estudiadas con
anterioridad. Como nuevas dimensiones de la espacialidad urbana, aquí se retoman
la homogeneidad/heterogeneidad territorial, que da cuenta de los niveles de
homogeneidad social diferenciales de las subunidades en que se divide la ciudad;
y la accesibilidad espacial, que refiere a posibilidades de acceso de la
población a los equipamientos, bienes, instalaciones o servicios urbanos.
A continuación se presentan
algunos de los indicadores más utilizados para medir estas siete dimensiones en
los estudios de la distribución espacial de la población urbana. En esta sección
se pretende presentarlos brevemente y señalar qué aspectos de la organización
socio-espacial de la ciudad logran cuantificar, quedando para el apartado
siguiente la evaluación de sus limitaciones.
. Igualdad
Esta dimensión refiere a la
existencia de una distribución desigual de los grupos sociales en las áreas
espaciales en las que puede subdividirse la ciudad. Se considera que un grupo se
encuentra segregado si su distribución en dichas unidades difiere
significativamente de la que presenta en el conjunto urbano (Massey y Denton,
1988).
El principal indicador de esta
dimensión, el Índice de disimilitud (D) (Duncan y Duncan, 1955a, 1955b)
constituye un indicador sintético para cuantificar esta similitud o disimilitud
“media” —en términos de diferencia respecto de una distribución igualitaria—
entre la composición social de las subdivisiones territoriales y la composición
de la ciudad: a mayor diferenciación entre ellas aumentaría la segregación, pues
la proporción de los grupos entre las subunidades estaría desalineada respecto
de su representación en la ciudad (Rodríguez Vignoli, 2001:22).
Ante
el problema de que los valores que arroja D no son sensibles a la configuración
espacial de las subunidades, no tardaron en introducirse correcciones y ajustes
con el fin de incorporar información espacial al cálculo del indicador
—adyacencia de las subunidades, longitud del perímetro, forma—, dando lugar a
medidas como el Índice de desigualdad corregido por la frontera (Morill,
1991, 1995) y
los más recientes Índice de desigualdad corregido por la longitud de frontera
e
Índice
de desigualdad corregido por la forma (Wong,
1993, 1999).
El
Índice de desigualdad corregido por la frontera [D(adj)] (Morill,
1991, 1995) tiene la virtud de tener en cuenta la diferencia de proporciones del
grupo minoritario en las unidades de la ciudad que son contiguas, es decir que
es sensible a la presencia de clusters de sub-áreas que tienen una composición
social similar. Por su parte, el Índice de desigualdad corregido por la longitud
de frontera [D(w)] y el Índice de desigualdad
corregido por la forma [D(s)]
(Wong, 1993, 1999) suponen que las posibilidades de interacción entre los grupos
residentes en unidades espaciales contiguas dependen, además, de la longitud de
la frontera que separa a las unidades vecinas [D(w)],
así como de su geometría o forma [D(s)].
(Martori, 2007).
Por otro lado, trabajos
recientes han propuesto otro indicador que podría clasificarse dentro de esta
dimensión: el Índice de segregación residencial (ISR) (Rodríguez Vignoli, 2001).
La medida se basa en el análisis de la variabilidad de un atributo
socioeconómico relevante, y expresa el porcentaje de la heterogeneidad social de
la ciudad que se explica por la composición diferencial de las subunidades
espaciales que la conforman. En tal sentido, su cálculo distingue entre la
varianza de la variable en el total de la ciudad y la varianza entre
subdivisiones territoriales: el nivel de segregación será mayor cuanto más peso
tenga varianza entre subunidades sobre la varianza total del atributo
social.
En líneas generales, estas
medidas permiten dar cuenta del grado en que se produce una desigual
distribución residencial de los grupos sociales al interior del espacio urbano,
es decir, de la existencia de patrones de asentamiento diferenciales de los
individuos y grupos, producto de las complejas dinámicas que atraviesan el
habitar la ciudad y se manifiestan en el espacio.
.
Exposición
Esta dimensión refiere al modo
en que la distribución en el espacio condiciona las posibilidades de interacción
entre los grupos sociales; lo que se pretende, en palabras de Massey y Denton
(1988:287), es “medir la experiencia de la segregación sentida por el miembro
promedio de la mayoría o la minoría”.
Los
clásicos indicadores en este sentido, los denominados Índices de interacción
(xPy) y aislamiento (xPx) (Massey y
Denton, 1988) intentan cuantificar esta dimensión calculando la probabilidad de
interacción entre los miembros de los grupos sociales. Para ello suponen que la
intensidad de las interacciones —y el relativo aislamiento— de los grupos
dependen directamente de su distribución en la ciudad y su tamaño relativo.
Massey y Denton (1988) proponen, además, un Índice de aislamiento corregido
(V), que controla el efecto de la
composición de la población, es decir, del tamaño relativo de los grupos.
Estos indicadores de
exposición miden las probabilidades de interacción de los grupos sociales en el
espacio urbano, bajo los supuestos de que las
personas interactúan sólo con quienes viven en su propia área de residencia, que
cada una tiene igual probabilidad de establecer contacto con cualquier otra de
la misma área y que las posibilidades de interacción tienen como único
determinante la distribución
residencial de la población.
.
Concentración
La noción de concentración ha
sido definida por Massey (1988: 289) en términos de la cantidad relativa de
espacio físico ocupado por un grupo en el medio urbano. Desde esta perspectiva,
los grupos que se localizan en una pequeña porción del total de la ciudad son
considerados residencialmente concentrados.
El
indicador clásico desarrollado para operacionalizar esta dimensión, el Índice
delta (DEL) (Duncan, 1961) es una medida que considera la densidad relativa del
grupo en las unidades espaciales en relación a su densidad media en el conjunto
urbano.
En este mismo
sentido, Massey y Denton (1988) proponen aproximarse a la concentración a través
de otras dos medidas: el Índice de concentración absoluta (ACO), que toma en
cuenta la superficie ocupada por dicho grupo y la compara con el mínimo y máximo
de superficie donde podrían residir sus miembros en el caso de mínima o máxima
concentración; y el Índice de concentración relativa (RCO), que considera la
cantidad de espacio ocupado por el grupo minoritario en comparación a la que
ocupa el grupo mayoritario. De esta forma, se
obtienen valores elevados de concentración absoluta cuando el grupo minoritario
ocupa un espacio muy pequeño del total del área urbana; y se obtienen valores
elevados de concentración relativa cuando dicho grupo ocupa un espacio muy
pequeño del área urbana respecto al ocupado por el grupo mayoritario (Martori,
2007:6).
Estas medidas
operacionalizan
la idea de concentración espacial de los grupos a partir de un criterio
físicamente identificable como es la cantidad de espacio ocupado o la densidad
residencial —del grupo en sí, o en comparación con el resto “mayoritario”.
Investigaciones recientes han
propuesto otro indicador para aproximarse a la cuestión de la concentración de
los grupos en el espacio, que no considera la cantidad de espacio ocupado, sino
la diferencia de proporciones entre los grupos en las áreas espaciales en que se
divide la ciudad: el denominado Coeficiente de localización (QL) (Bayona, 2007).
Esta medida pone en relación la proporción de un grupo social en la ciudad con
su proporción en cada subunidad espacial, para identificar así las áreas en que
las se concentran los miembros de ese grupo.
.
Centralidad
Esta dimensión es presentada
por Massey y Denton (1988) como relacionada con la concentración, pero
conceptualmente distinta. Es definida como el grado en que un grupo está
residencialmente localizado cerca del centro de un área urbana.
Una de las medidas de
centralidad más sencillas es la Proporción de un grupo que reside dentro de los
límites de la ciudad central de un espacio metropolitano (PCC). Sin embargo, los
límites de la ciudad pueden no ser socialmente significativos, por lo que los
mismos autores proponen medir la centralidad a través de otros dos indicadores
—los Índices de centralidad relativa y absoluta—, que hacen uso de datos
espaciales.
El
Índice de centralidad relativa (RCE) incorpora al cálculo de la centralidad la
distancia del lugar de residencia de la población con respecto al distrito
central, e indica la
proporción de población del grupo minoritario que debería cambiar de lugar de
residencia para igualar el grado de centralización del grupo mayoritario
(Massey
y Denton, 1988). Por su parte, el Índice de centralidad absoluta (ACE)
tiene en cuenta el área alrededor del centro de la ciudad que es ocupada por
cada grupo, e indica la
proporción de población del grupo minoritario que debería cambiar de lugar de
residencia para alcanzar una densidad uniforme alrededor del centro
(Massey
y Denton,1988).
En resumidas cuentas, el
acceso de los grupos sociales al centro es medido en términos físicos, mediante
indicadores que tienen en cuenta qué tan próximos a centro residen sus miembros
y qué superficie de uso residencial de los alrededores de ese centro ocupan. La
dimensión tiene por supuesto que el centro —definido como el distrito central de
negocios— se encuentra equipado con artefactos urbanos y servicios que no se
encuentra en otras partes de la ciudad y a los que es deseable acceder. La
proximidad residencial, intensamente disputada por los grupos sociales,
garantizaría el acceso a esa codiciada parte de la ciudad.
.
Clustering
Esta dimensión refiere al
agrupamiento (clustering) espacial del grupo minoritario, es decir, al grado en
que las unidades espaciales donde residen los miembros de dicho grupo se
encuentran contiguas en el espacio —lo que White (1983) denominó el problema del
“tablero de ajedrez”. De esta manera, mientras las dimensiones previas se
centran en la distribución de los grupos entre las unidades espaciales, el
clustering considera la distribución de las áreas minoritarias entre sí: un alto
grado de clustering implica una estructura residencial donde dichas áreas se
encuentran contiguas en el espacio, creando un enclave o ghetto (Massey, 1988:
293).
El problema de la contigüidad
de las áreas en el espacio ha sido una preocupación de larga data entre
geógrafos y demás estudiosos de la distribución espacial urbana, pero su
medición siempre ha sido problemática (Massey, 1988: 294). Se ha apelado a
diversas soluciones, desde la inspección visual de mapas hasta el desarrollo de
diferentes estrategias para ajustar las medidas de igualdad para considerar el
efecto de clustering (Índice de desigualdad corregido por la frontera y por la
longitud de la frontera), pero también los investigadores han desarrollado una
serie de indicadores (globales y locales) específicamente destinados a dar
cuenta del clustering espacial.
El Índice de proximidad
espacial (SP) elaborado por White (1983, 1986) constituye uno de los indicadores
clave en esta línea. Su fórmula tiene en cuenta la proximidad media de los
miembros del grupo minoritario entre sí y en relación a los miembros del grupo
mayoritario, considerando las distancias entre las áreas de residencia de estos
grupos—bajo el supuesto de que todos se localizan en sus respectivos
centroides—, y las distancias entre los individuos dentro de cada unidad
—suponiendo para ello que éstas son una función simple de su superficie. El
valor del SP constituye el promedio de las distancias intra-grupo, ponderado por
la fracción de cada grupo en la población, y permite determinar si los miembros
del grupo minoritario viven próximos entre sí o próximos a los miembros del
grupo mayoritario (Massey, 1988:
295).
Por
otro lado, el Índice de agrupación absoluta (ACL) presentado por Massey (1988:
294), mide el grado de proximidad/distancia de los miembros del grupo
minoritario (Martori,
2007: 6), y “expresa
el número promedio de miembros del grupo minoritario en unidades cercanas como
una proporción de la población total en las unidades cercanas” (Massey, 1988:
294). El Índice de agrupación relativa (RCL), por su parte, compara la distancia
promedio entre los miembros del grupo minoritario con la distancia promedio
entre los miembros del grupo mayoritario (Massey, 1988: 295).
Otra medida desarrollada en
investigaciones recientes, el Índice de contigüidad (IC) Rodríguez (2008:20),
permite aproximarse al clustering a partir de la construcción de una matriz de
contigüidad que, partiendo de identificar las áreas que concentran valores altos
de una variable relevante (”áreas pobres”), asigne un
valor según las áreas vecinas presenten valores similares o diferentes. De esta
manera, mediante la suma y promedio de los valores obtenidos por la cantidad de
áreas vecinas, se obtiene un valor local del índice para cada área, o bien
(sumando y promediando los valores locales) una medida global para el conjunto
urbano.
Ahora
bien, otras medidas se aproximan al problema del clustering mediante el análisis
de la autocorrelación espacial de las variables consideradas. Este método
permite confirmar la
hipótesis de que las variables tienen una distribución aleatoria entre las
subunidades de la ciudad, o descartarla para afirmar que existe asociación
significativa de valores similares o diferentes entre zonas vecinas (Martori,
2007: 11). Los Índices de Morán global y local son ejemplos de medidas basadas
en la autocorrelación espacial.
El
Índice de Morán global (I) (Morán, 1948) resume en un coeficiente —la
pendiente de la recta de regresión—
el grado de asociación entre un nivel dado de la variable considerada en un área
geográfica respecto del promedio ponderado de la misma variable en las áreas
contiguas o vecinas (Groisman, Suárez, 2008: 28). La asociación
significativa puede no darse en toda la ciudad, sino sólo en determinadas zonas,
por lo que se ha de recurrir a un indicador local de asociación espacial como es
el Índice Morán local (Ii) (Anselin, 1995) para
identificar aquellos territorios rodeados por otros con similares
características (Martori, 2007: 13; Groisman, Suárez, 2008: 28).
El desarrollo de indicadores
para dar cuenta del clustering espacial resulta sumamente valioso en tanto
permiten conocer en qué medida las áreas que concentran a los grupos se
distribuyen de manera aleatoria o se adjuntan conformando contiguos espaciales.
Además, a partir de los indicadores de clustering locales se puede identificar
—e incluso presentar de manera simple en representaciones cartográficas— las
subunidades de la ciudad que se adjuntan conformando continuos socialmente
homogéneos. En este sentido, las medidas de clustering complementan las medidas
de igualdad y concentración clásicas basadas en las subunidades territoriales
entendidas como unidades independientes.
. Homogeneidad/heterogeneidad
territorial
Además de las dimensiones
elaboradas por Massey y Denton (1988), trabajos recientes han propuesto una
aproximación a la distribución espacial desde una perspectiva de
homogeneidad/heterogeneidad territorial (Arriagada Luco y Rodríguez Vignoli,
2003). A diferencia de los índices clásicos, cuyo principio es la similitud
media entre la estructura social metropolitana y la que presentan las
subunidades territoriales, este enfoque se basa en la posibilidad de comparar
niveles de homogeneidad relativos entre las áreas.
Se propone como indicador el
Coeficiente de Variación (CV), el cual, al igual que otros indicadores de
dispersión como la varianza o la desviación estándar, tiene la virtud de
permitir identificar las zonas de alta homogeneidad de los grupos (Arriagada
Luco y Rodríguez Vignoli, 2003:27), que las medidas clásicas no lograban
captar.
. Accesibilidad
espacial
Otra dimensión que ha sido
desarrollada por los estudios de la distribución espacial es la accesibilidad
diferencial de la población a los equipamientos, bienes, instalaciones o
servicios urbanos.
La accesibilidad de un punto
en el espacio dependerá de la dificultad o el costo, ya sea económico,
energético o de tiempo empleado para llegar a él (Varela García, 2004: 346),
teniendo gran incidencia sobre esos factores la calidad y diversidad de
comunicaciones disponibles para realizar el trayecto (Galán, 1999. Citado en
Varela García, 2004: 346).
La noción de accesibilidad así
definida ha sido objeto de aproximaciones desde diversas perspectivas. Si bien
se relaciona directamente con el concepto de distancia física y por lo tanto con
el de espacio, los estudios especializados han buscado captarla en toda su
complejidad introduciendo en el análisis otros factores de gran peso como el
tiempo, o la distancia percibida por los individuos.
Estas
iniciativas se tradujeron en una diversidad de métodos e indicadores que por lo
general tienden a considerar
los puntos de oferta del bien o servicio, los puntos de demanda o lugares donde
reside la población, y a la distancia —medida
en términos espaciales, temporales o económicos— que los
separa, que es precisamente la que permite definir la accesibilidad al servicio
(Ramírez, 2003: 2). Entre las expresiones matemáticas resultantes se encuentran
desde medidas en las que prepondera una visión estrictamente topológica —Índice
de trazado (Itri), Índice de trazado-velocidad (Itrvi)—
hasta otras más complejas que tienen en cuenta la incidencia de factores como el
tamaño de la oferta —Accesibilidad de gravedad (Aij)— o la capacidad
movilidad de un determinado nodo de una red con respecto a los demás —Método
Life-Path— (Varela
García, 2004).
Recientemente, las
innovaciones en materia tecnológica hicieron posible
llevar las expresiones matemáticas para el cálculo de la accesibilidad al ámbito
geométrico a través de Sistemas de Información Geográfica (SIG). En un entorno
SIG la accesibilidad espacial puede ser operacionalizada como el total de
distancias recorridas por la demanda potencial que hace uso de un bien o
equipamiento, lo que se traduciría como un producto entre la distancia que
separa dos puntos (oferta y demanda) por la cantidad de población que requiere
ese equipamiento; y donde se puede incorporar factores como el tiempo y el costo
del transporte (Ramírez,
2003).
Reflexiones
finales
Los indicadores y medidas
estadísticas desarrolladas hasta hoy ofrecen una serie de elementos para
caracterizar la distribución espacial de los grupos sociales en las ciudades.
Sin embargo, sus posibilidades analíticas se encuentran condicionadas por una
serie de limitaciones metodológico-conceptuales vinculadas a las características
de los indicadores, los supuestos con los que trabajan, los datos que utilizan
como insumo y el tratamiento estadístico que hacen de las áreas y los grupos,
así como las limitaciones propias del paradigma geográfico-estadístico que las
sustenta.
. Críticas
metodológico-conceptuales
Medidas resumen y medidas por
área
Por un lado, los indicadores globales de
la distribución espacial, que constituyen una medida resumen para caracterizar a
la ciudad como un todo (Disimilitud, Segregación Residencial, Interacción y
Aislamiento, Delta), no permiten identificar en qué áreas se localizan los
valores extremos. Por su parte, los indicadores no globales, que proporcionan un
valor por cada área en que se subdivide la ciudad (Coeficiente de Localización,
Coeficiente de Variación), si bien permiten localizar los valores extremos —y a
través de su representación cartográfica también puede observarse la contigüidad
o no de las áreas— tienen la restricción de no sintetizar en un único valor la
situación del conjunto urbano.
A partir de estas limitaciones
surge la necesidad de utilizar de forma complementaria ambos tipos de medidas:
indicadores globales que permitan obtener un valor resumen, e indicadores que
brinden valores para cada área y puedan representarse
cartográficamente.
Características de las áreas y
los grupos
Entre los indicadores clásicos trabajados
aquí, muchos de ellos se enfrentan al denominado problema de escala, es decir
que su valor se ve afectado por la cantidad y el tamaño de las áreas en que se
subdivide el territorio (Rodriguez, 2008). Esta limitación es significativa dado
que, si se trabaja con datos censales, las unidades en las que se divide a la
ciudad son altamente heterogéneas en superficie y forma. Este inconveniente sólo
puede ser subsanado parcialmente mediante un complejo trabajo de reagrupamiento
de las áreas más pequeñas disponibles —teniendo en cuenta su contigüidad y
composición social— para obtener nuevas subunidades similares en superficie y
forma.
En segundo lugar, se plantea como problema
el criterio con que se fracciona el territorio en áreas menores. Las unidades
más pequeñas en que dividen el espacio los operativos censales son definidas
para facilitar el relevamiento, y no suponen relevancia en términos
socio-demográficos. Esto redunda en que indicadores clásicos arrojen resultados
poco significativos para áreas de la ciudad socialmente heterogéneas.
Por otro lado, algunos
indicadores asumen valores poco significativos cuando el tamaño del grupo
considerado es reducido en relación al número de áreas espaciales de la ciudad
(Massey y Denton, 1988), lo cual condiciona el análisis tanto para las medidas
por áreas como para las medidas resumen. En el caso de las medidas por áreas, la
posibilidad de representar los resultados cartográficamente y, por lo tanto,
identificar las áreas problemáticas, relativiza la gravedad del problema. No
ocurre lo mismo con las medidas resumen, afectadas por los valores extremos que
asume la variable en ciertas áreas de la ciudad. En éste último caso, la única
alternativa posible sería no contemplar a las áreas problemáticas en el cálculo
de las medidas resumen.
Tratamiento estadístico de las
áreas y los grupos
Otra cuestión a considerar es
el tratamiento estadístico que los indicadores hacen de las áreas y los grupos
para calcular los valores que asumiría la segregación espacial.
Por un lado, la necesidad de
considerar a las subunidades espaciales como compartimentos independientes
impone serias limitaciones para dar cuenta de la movilidad e interacción de los
grupos sociales. En el caso de los Índices de Exposición, el considerar a las
áreas como unidades discretas deriva en suponer que las personas interactúan
sólo con quienes residen en su propia área de residencia y que cada una tiene
igual probabilidad de establecer contacto con cualquier otra de la misma área,
independientemente de los obstáculos sociales para la interacción que puedan
operar (Rodriguez, 2008).
Por otro lado, muchos de estos
indicadores —Disimilitud, Interacción y Aislamiento, Delta, Coeficiente de
Localización— requieren de una clasificación dicotómica de los grupos sociales,
lo que conlleva serias limitaciones para dar cuenta de una dinámica social que
excede en complejidad a cualquier dicotomía. Esta restricción puede reducirse,
como propone Rodríguez (2008), trabajando con pares sucesivos de categorías de
una variable ordinal, pero los resultados así obtenidos serán numerosos y por lo
tanto difíciles de analizar.
En resumen, las posibilidades
analíticas de estas medidas estadísticas —extremadamente valiosas, dado que
permiten obtener una mirada macro sobre la distribución espacial de los grupos
sociales en el espacio— tienen toda esta serie de limitaciones
metodológico-conceptuales que exigen una mirada atenta del investigador que haga
uso de ellas.
. Dimensiones
pendientes
Por
otro lado, estos indicadores tienen la restricción propia de todo enfoque
limitado a lo estrictamente geográfico-estadístico: la dificultad de captar las
dimensiones sociales de la espacialidad. Si se entiende al espacio urbano en su
carácter relacional (Lefebvre, 1972; Santos, 2000), las diferenciaciones que se
producen en él no pueden ser consideradas como particularidades solitarias, sino
como un entramado dialéctico que se define en
función de las relaciones de accesibilidad que vinculan a sujetos entre sí,
donde se juegan relaciones de poder y la construcción de fronteras simbólicas
entre los grupos sociales. Desde esta perspectiva, el problema de la separación
o concentración de los grupos en el espacio urbano —que estos indicadores se
limitan a concebir en su carácter físico— debe ser pensado como una cuestión
vinculada a la experiencia y la interacción, en cuyo marco las diferencias y
distancias se construyen como tales.
En este sentido emergen
algunas cuestiones primordiales que hacen a la compleja dinámica de las
relaciones y diferenciaciones espaciales que las medidas estadísticas no logran
captar, y que por lo tanto, exigen ser abordadas desde otra perspectiva
metodológica y con diferentes herramientas analíticas.
Fronteras sociales/simbólicas
Una de las limitaciones
fundamentales de los indicadores cuantitativos desarrollados para medir las
formas que adopta de distribución de los grupos en las ciudades es que se basan
en cálculos que consideran la diferenciación espacial en términos de distancias
y proximidades físicas entre los individuos y grupos. Y por lo tanto no tienen
modo de captar cómo la convivencia se encuentra profundamente atravesada por
fronteras sociales y simbólicas entre los grupos sociales, que condicionan o
limitan las posibilidades de interacción social entre las personas que incluso
comparten un mismo espacio físico.
En este sentido, el problema
de la distribución espacial de los grupos en el espacio urbano no puede
comprenderse en toda su complejidad si no se considera, como señalan Lamont y
Molnar (2002: 168) cómo juegan las fronteras simbólicas —las distinciones hechas
por los propios actores sociales para categorizar al mundo social que los rodea,
que separan a las personas y generan sentimientos de identificación y grupos de
pertenencia— y las fronteras sociales —formas objetivadas de diferencias
sociales que se manifiestan en accesos desiguales y distribuciones diferenciales
en términos de los recursos— condicionando los patrones sociales de interacción,
y trasladándose incluso a formas de exclusión social o
segregación.
Circulación y movilidad
espacial
Si se estudia la organización
socio-espacial de la ciudad, interesa tanto la distribución residencial de los
grupos sociales en el espacio urbano como los flujos, la circulación, la
movilidad espacial de estas personas en su vida cotidiana. Sin embargo, la
mayoría de las medidas que se presentaron se limita a cuantificar los patrones
de asentamiento de la población restringiendo su tratamiento a lo residencial, y
tratando a las subunidades de la ciudad como compartimentos estancos en los que
viven los efectivos poblacionales.
Esta concepción estática del
espacio que no considera la circulación y la movilidad, deja fuera del análisis
un aspecto fundamental de la organización espacial de la ciudad y da por tierra
con la posibilidad de visualizar la existencia de límites sociales atravesando
la ciudad —más allá de las
subdivisones jurídico-administrativos u operacionales—, que son clara expresión
de las dinámicas que adopta la interrelación de los grupos sociales.
En
resumen, las
posibilidades analíticas de los indicadores estadísticos elaborados para medir
las formas que adopta la espacialidad urbana son extremadamente valiosas, pero
tienen una importante restricción en la medida que se limitan a lo estrictamente
geográfico-estadístico, con la consecuente dificultad de captar las dimensiones
sociales y dinámicas de la espacialidad, como son los procesos de diferenciación
socio-espacial, la movilidad cotidiana de la población, y las fronteras sociales
y simbólicas que la limitan, condicionando la accesibilidad no sólo a los
equipamientos urbanos, sino de los miembros de los grupos sociales entre sí.
En
este contexto, una
categoría que atraviesa la preocupación por la distribución de los grupos en las
ciudades, y que intenta ser operacionalizada por los indicadores estadísticos,
es la cuestión de la segregación espacial. Ya sea a través de alguna medida
específica o bien entendiéndola como una problemática compleja que exige la
articulación de diversas dimensiones, el interés por medir la segregación a
través de herramientas cuantitativas es una constante en este campo. Sin
embargo, las posibilidades de dar cuenta de este fenómeno a través de los
indicadores desarrollados tienen una importante limitación en la medida que se
intenta abordar desde una perspectiva física lo que en definitiva es un proceso
atravesado por elementos sociales, simbólicos y relacionales. Para poder hablar
de segregación no basta con que exista una distribución residencial diferencial
de grupos en el espacio urbano, sino que debe considerarse cómo juega la
cuestión de la circulación, las relaciones e intercambios entre los individuos y
grupos que conviven en la ciudad.
Como sostiene Lefebvre, la
diferencia es intrínseca a la realidad urbana, pero se trata de una diferencia
que implica relaciones, proximidad, interacciones insertas en un orden temporal
doble: cercano y lejano (Lefebvre 1972: 139), donde el espacio agrupa los
conflictos y es precisamente su lugar de expresión. La segregación, en cambio,
se define en términos de separación y ruptura de las relaciones sociales; tiende
a poner fin a los conflictos, separando los elementos y disgregando la vida
mental y social (Lefebvre 1972: 180). Es decir que no toda diferencia espacial
implica un proceso de segregación, y que el límite entre ambos fenómenos no pasa
por distancias físicas, sino por el universo de las interacciones sociales, las
posibilidades de encuentro y congregación entre las personas y grupos que
comparten el espacio urbano.
En
definitiva, se
puede hablar de la existencia de una brecha entre los desarrollos
teórico-conceptuales en torno al espacio y las herramientas estadísticas
desarrolladas para medir sus dinámicas y características, donde el difícil
proceso de “traducción” de los conceptos en hechos sociales medibles se enfrentó
fundamentalmente con las limitaciones que imponen las fuentes de datos y se
terminó por exaltar el carácter físico del espacio urbano, quedando de lado
aquellas cuestiones vinculadas a la experiencia y la interacción, en cuyo marco
las diferencias y distancias se construyen como tales. En este sentido se
plantea la necesidad complementar las posibilidades que brindan los indicadores
estadísticos con un abordaje microsocial y cualitativo de las interrelaciones
cotidianas en el espacio de la
ciudad.
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