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BOLETIN MENSUAL DE FENOMENOS EXTRAÑOS
Nº 36 – Agosto de 2001
Editado por Jessica Vanesa Parmigiano y Carlos Alberto
Iurchuk
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iurchuk@netverk.com.ar
"Más Allá del Contacto"
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Glorioso descenso de Nuestra Señora de la Capilla
Jaén: 10 de junio de 1430
Ignacio Darnaude Rojas-Marcos
Sevilla – España
ignaciodarnaude@galeon.com
La aparición mariana más espectacular de la historia
A partir de la Edad Media incontables exhibiciones
preternaturales de la Santísima Virgen y de otros personajes de la religión
cristiana (Jesús, los Santos, el Crucifijo, ángeles, el llameante Corazón del
Salvador, etc.) se han sucedido en el viejo continente así como en la América
hispana, de las que el gran público apenas si ha oído hablar de Lourdes y
Fátima. Las actuaciones de María han dado lugar a un sinnúmero de
advocaciones, cultos, rituales, devociones específicas y templos
conmemorativos.
El padre Hernández Parrales, archivero que fue de la
Archidiócesis de Sevilla, certifica que tan sólo en España y entre los
siglos XI y XV se conservan datos históricos de más de quinientos
eventos marianos, escenificados por lo común ante humildes pastores u hombres
de campo.
Se aprecian determinadas constantes que se repiten una y otra
vez en la táctica operativa de María. En regiones pobres y alejadas de la mano
de Dios, una parva cuadrilla de zagales semianalfabetos entra en contacto con
una figura de aspecto humano dotada de luz propia y a veces suspendida sobre un
árbol. La hermosa mujer les ordena conminar a las gentes de la comarca a
practicar la oración, reformar sus costumbres y edificar una ermita que
recuerde los extraordinarios sucesos. Más tarde sobrevienen prodigios y
curaciones que atraen ingentes multitudes, el sitio adquiere renombre y se
establece una devoción particular que pervive durante siglos.
Si analizamos su distribución estadística, geográfica y
cronológica, se extrae la sólida conclusión de que los hitos marianos están
programados y obedecen a un propósito inteligente, que bien podría ser la
difusión de vastos movimientos de piedad popular, meta que desde luego han
alcanzado plenamente.
Se conocen asimismo otras modalidades de intervenciones de la
Madre de Dios, como su manifestación ante eficientes mujeres a las que
estimula para la fundación de órdenes monjiles e instituciones de caridad, el
hallazgo milagroso de antiguas imágenes escondidas mucho tiempo atrás, y la
activa toma de partido de María en multitud de confrontaciones bélicas.
Por su parte el mariólogo Domingo Manfredi Cano calcula que
en la Península Ibérica se han registrado veintiuna mil
intromisiones sobrenaturales de parafernalia sacra. Tan abrumadora avalancha de
visualizaciones de la Virgen muestra características similares y pautas
repetitivas a lo largo de 800 años y en los más dispares rincones
geográficos, ámbitos culturales, etnias e idiosincrasias individuales.
Tan sospechosa escenografía pone de relieve que las
mencionadas visiones religiosas no obedecen en términos generales a
alucinaciones ni al psiquismo subjetivo de los protagonistas, sino que se trata
de espectáculos muy reales, cuidadosamente planeados por alguna causa
intencional externa a los videntes. Su parafísico modus operandi delata
por otra parte el claro origen extradimensional de tan extraña fenomenología.
Desconocemos casi por completo, por la inexistencia de una
investigación seria al respecto, la verdadera identidad y los designios ocultos
de los agentes responsables del vasto montaje aparicionista. Estamos al parecer
ante un fenómeno histriónico, diseñado con ánimo de producir un fuerte
impacto emocional en determinadas subculturas dogmáticas, caracterizadas
por su primitivo nivel sociocultural y el vivir inmersos en la fe católica.
Los clásicos descensos de Nuestra Señora parecieran dramas
paranormales, pantomimas representadas en orden a elevar sobre un crudo
materialismo la conducta y espiritualizar las actitudes de la primitiva grey
cristiana. Tales desfiles de féminas luminosas han intensificado más de lo que
se cree las vivencias metafísicas de grandes muchedumbres a lo largo de la
historia.
Es bien sabido que el genuino mensaje evangélico quedó
empañado sin remisión por el compromiso mundanal del Vaticano y la corrupción
clerical que dio paso a la Reforma. ¿Hubieran permanecido los templos
abarrotados de feligreses durante la Edad Media y el Renacimiento, a no ser por
la adrenalina celeste insuflada por María?
No cabe duda de que los personajes resplandecientes y sus
admoniciones al alcance del común de los hombres ("Orad",
"Os tengo en mi corazón", "No pequéis o sobrevendrá
un terrible castigo") han alimentado siglo tras siglo la antorcha del
sentimiento eclesial, al igual que las fuentes milagrosas, sanaciones
espontáneas, peregrinaciones a basílicas sagradas, y novedosos cultos
especializados (el santo rosario, triduos, novenas, adoración nocturna del
Santísimo, jubileos, "misiones", escapulario del Carmen, las
tres avemarías, primeros viernes de mes, el Sagrado Corazón de Jesús,
etcétera).
A lo que hay que añadir la insospechada influencia del
aparato mariano en el devenir político y militar de Occidente, a la vista del
sorprendente catálogo de batallas cruciales que han dado un vuelco a la
historia, ganadas (y perdidas como correspondía por el otro bando) gracias al
súbito avivamiento de la moral combativa, inyectada en un momento asaz oportuno
de la estrategia militar, por la refulgente presencia de María enardeciendo a
la soldadesca vaticana. Sin ir más lejos España sería hoy día un país
árabe, a no ser por este constante apoyo logístico desde los cielos a los
caudillos de la Cruz, auxilio suprafísico que invirtió el rumbo de la
Reconquista.
De entre las decenas de miles de veces que se ha teatralizado
el despliegue mariano, sobresale el episodio de "La Capilla",
portentosa operación escénica y paradigma de los más prodigiosos efectos
visuales y auditivos entre las efemérides mariológicas.
El sábado 10 de junio de 1430, de once a doce de la
noche y en la villa andaluza de Jaén, fue orquestada por técnicos en efectos
especiales oriundos de otros reinos, una de las representaciones
preternaturales más impresionantes organizadas con fines aleccionadores en el
acontecer de la humanidad.
Una variopinta milicia angélica de entre 400 y 1.000 figuras
antropomórfícas, resultó materializada avanzando con majestuosa parsimonia
por el arrabal de San Ildefonso, fuera de la primera cerca o línea de
murallas de la ciudad, desde las Cantarerías, calle Maestra arriba y hasta
alcanzar el cementerio, para concluir el itinerario en un descampado sito en la
trasera de la parroquia de San Ildefonso.
El insólito desfile se desplazaba encabezado por un puñado
de mozalbetes envueltos en indumentarias lechosas, quienes acarreaban cruces
idénticas a las que solían pasear por las calles las iglesias de Jaén en los
fastos litúrgicos. A continuación una veintena de clérigos caminaba en doble
fila dedicados a rezar en alta voz, en una jerigonza ininteligible para los
rudos jiennenses.
Detrás de los "sacerdotes", no se sabe bien
si por su pie o levitada mediante alguna suerte de trono o plataforma ambulante,
se movía una impresionante matrona que superaba en un codo la estatura de sus
acompañantes, a la que curiosamente los lugareños en ningún momento
identificaron como la Virgen, denominándola simplemente "la
dueña", en la creencia de que tenían delante a una noble de
alta alcurnia, tal vez por la desmesurada pléyade de "servidores" que
la rodeaban y su ostensible preeminencia y liderazgo con respecto al citado
cortejo.
La augusta dama, cuyo rostro era un facsímil de la
sagrada imagen de Nuestra Señora que se veneraba en una hornacina del templo
local de San Ildefonso, iba escoltada a un lado por una monja, y al otro
por cierto fraile que mantenía un libro abierto ante sus ojos como para que lo
leyera, personaje éste de extraordinario parecido con la estatua de San
Ildefonso exhibida en un pedestal de la misma iglesia.
La majestuosa "ama" aparecía ataviada con ropajes
de nívea blancura, rematados por un esplendente manto de iridiscentes
tonalidades, y su larga falda arrastraba tras ella. La mujer portaba en los
brazos un infante de pocos meses, y la faz de ambos emitía vivísima
refulgencia, a tal punto que enceguecía y dañaba la vista, iluminando a su
paso, como en pleno día, las calzadas, casas y tejados del largo y desierto
recorrido.
Más al fondo se distinguía un tropel de supuestos varones y
hembras entremezclados, que en número de trescientos o más copaban la
calle enjaezados con vestiduras blanquecinas. La cola de tamaña comitiva
consistía en una troupe con más de cien individuos ataviados asimismo
de blanco. Estos "soldados" se dedicaban a entrechocar sus lanzas unas
con otras, originando con tan extemporáneo pasatiempo de mosqueteros una
ensordecedora algarabía. El surrealista despliegue culminaba con una baraúnda
de perros, cuyos ladridos podían escucharse en todo Jaén.
Cuando tan abigarrada horda de corporeizaciones arribó a un
altozano enclavado en los aledaños de la capilla de San Ildefonso, con
cabida para ochocientas almas y que se colmó a tope con los visitantes,
la sobrecogedora "dueña" tomó asiento en un relumbrante trono
plateado que se habilitó al efecto para ella, frente a un ostentoso altar –
"alto como una lanza" – autoiluminado y revestido de ornamentos
nacarados y carmesíes, al tiempo que la plétora de acólitos se arrellanaba a
su alrededor entonando cánticos "que no eran de este mundo".
Hacia el filo de la medianoche o algo más tarde parece ser
que todo este complejo y polifacético "santo regimiento", proyectado
desde otra dimensión en meras imágenes sensibles, se desvaneció en el
aire, desapareciendo tan inexplicablemente como había surgido. Al día
siguiente se rebuscó en el mariano teatro de operaciones, sin encontrar huella
alguna ni restos sobre el terreno.
Poco antes del inolvidable advenimiento, en los días 7 y 8
de junio, uno de los testigos percibió cierta misteriosa voz que le
vaticinaba: "No duermas, y verás mucho bien".
La masiva exhibición virgínea fue meticulosamente
investigada y se sometió a rigurosa comprobación. De entre los muchos paisanos
que gozaron del privilegio de contemplar la fabulosa procesión, cuatro de ellos
se avinieron a los pocos días a prestar solemne declaración bajo juramento,
ante la autoridad eclesiástica y en presencia de testigos oculares, y su
deposición fue autentificada en protocolo notarial, el documento fehaciente por
excelencia.
Con una conmovedora sinceridad, que se transparenta por el
verismo y naturalidad que rezumban sus relatos a los escribanos, los cuatro
informantes, iletrados y de humilde condición, dieron fe de cómo los había
desvelado una fenomenal escandalera, de consuno con la fortísima claridad que
se filtraba por puertas y ventanas venciendo las tinieblas de la noche.
Al asomarse extrañados por tan temprano amanecer, divisaron
estupefactos a la fémina luminiscente con el pequeño en su regazo, y a su
numerosísimo séquito ultraterreno.
La proyección sensorial de las huestes sagradas en el
estiaje de 1430 dio lugar al célebre culto de "Nuestra Señora de la
Capilla", patrona de Jaén, liturgia que se conmemora el 11 de
junio, siendo la imagen coronada en 1930. La capillística veneración ha
perdurado en la capital andaluza a lo largo de casi seis centurias, generando en
ese medio milenio intensas oleadas de fervor popular. Un santuario fue edificado
en el escenario del descenso, y las crónicas dan cuenta de los milagros
realizados posteriormente por "La Descendida", así como
de la ayuda castrense que la Santa Madre prestó a las falanges cristianas en
sus escaramuzas contra los moros del reino de Granada.
Con el fin de que los lectores aprecien por sí mismos los
detalles sabrosos y la convincente sensación de veracidad que se desprende de
la exposición de los atestantes presenciales del descendimiento, merece la pena
que transcribamos literalmente a continuación el texto íntegro de su
deposición protocolizado por el notario público de la villa de Jaén,
redactado en el hermoso castellano del siglo XV.
Información testifical del descenso de Nuestra Señora de la
Capilla
"En la muy noble ciudad do Jaén, martes trece días del
mes de Junio, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mil
cuatrocientos treinta. Este día el honrado y discreto varón Juan Rodríguez de
Villalpando, bachiller en Decretos, Provisor oficial y Vicario general en lo
espiritual y temporal en todo el Obispado por el muy reverendo en Cristo padre y
señor don Gonzalo de Astuñiga, por la gracia de Dios y de la santa Iglesia de
Roma Obispo de Jaén, y en presencia de nos, los notarios públicos y testigos
yuso escriptos, el dicho Provisor dijo que por cuanto en esta ciudad se decía y
era fama pública que el sábado que a postre había pasado, que se contaron
diez días del dicho mes y año, que algunas personas habían visto cerca de la
iglesia de San Ildefonso, que es en el arrabal cerca de esta dicha ciudad,
ciertas visiones maravillosas de ciertas personas que habían aparecido en
cierta forma y con mucho resplandor de claridad, y por cuanto él quería sabor
qué personas eran aquéllas que habían visto la dicha visión, y recibir
información de aquello que había aparecido y habían visto, porque la verdad
de ello manifiestamente pudiera parecer, y no hubiese mezclamiento de falsedad
con ella, y por ende que nos requería y rogaba que diésemos fe de lo que ante
nosotros pasase.
Y para la dicha información tomó ciertos testigos que
delante de él fueron traídos y presentados de su oficio, los cuales fueron:
Pedro, hijo de Juan Sánchez, casero de la mujer de Rui Díaz de Torres que Dios
perdone, morador en Jaén en la dicha collación de San Ildefonso; y Juan, hijo
de Usanda Gómez, morador en Jaén en la collación de San Bartolomé; y Juana
Fernández, mujer de Aparicio Martínez, pastor, vecina de la dicha collación
de San Ildefonso; los cuales pusieron la mano en la cruz y juraron en la mano
del dicho Provisor, por Dios y por Santa María y por la señal de la cruz que
con sus manos tañeron corporalmente, y a los santos evangelios do quiera que
estén, que bien y fiel y verdaderamente dirán la verdad de todo lo que
supiesen en aquel caso sobre que allí eran traídos y presentados, y que ni la
dejarían de decir por amor ni desamor, ni temor ni por otra causa, ni por
aprovechar a uno ni dañar a otro, mas que como fieles cristianos dirán la
verdad do todo lo que habían visto sin mezclamiento de falsedad, y juraron
según y por la forma que el dicho Señor Provisor les mandó y tomó el dicho
juramento, respondiendo ellos y cada uno de elles: sí juro, y después: amén,
según la costumbre. Y luego dicho señor Provisor apartada y secretamente
preguntó al dicho Pedro si él había visto aquel día sábado suso contenido
alguna visión que fuese maravillosa cerca de la dicha iglesia, y dijo que le
mandaba y mandó y requirió so cargo del dicho juramento de lo que había visto
y a qué hora y por qué manera.
Y luego el dicho Pedro dijo: que el dicho día sábado que
él estando echado en una cama en casa de Alfonso García, que es en la dicha
collación y cerca de la dicha iglesia de San Ildefonso, de noche a hora de
media noche y como cuando el reloj da doce horas, que despertó y vio la puerta
de las dichas casas que sale a la calle abierta, y que luego vio entrar a Juan,
hijo de Usenda Gómez, vecina eso mismo de la dicha ciudad, que parece que la
había abierto para salir, por cuanto dormía eso mismo aquella noche en la
dicha cama y en la dicha casa con el dicho Pedro y con Juan hijo del molinero, y
que vio cómo el dicho Juan entró recio y que cerró la puerta y echó recio un
palo que estaba por tranca de la dicha puerta y que se echó luego en un poyo
frontero de la dicha puerta que salía a la calle, y echóse como a manera que
venía espantado, y que así echado dijo a este testigo: Pedro, levántate y
verás cuánta gente va por la calle; y que este testigo dijo: por dónde va; y
que el dicho Juan dijo: ahí arriba va de cara a San Ildefonso, y que luego se
levantó este testigo en camisón y se entró a un corral que es dentro de las
dichas casas hacia la dicha iglesia, y que subió por una pared baja a otra más
alta, que son ambas de las dichas casas, y que de aquella pared parecía bien la
dicha iglesia y toda esa plaza que está en las espaldas de ella con el muladar
y la calle por donde decía el dicho Juan que iba la gente, y estando este firma
echado de pechos sobre la dicha pared vio ir la calle arriba de cara a la dicha
iglesia siete personas que parecían hombres, que llevaban siete cruces, uno en
pos de otro como suelen ir en procesión en esta dicha ciudad, y que las dichas
cruces parecían a las cruces de la dicha ciudad, y los hombres que las llevaban
iban vestidos de blanco y las vestiduras cumplidas hasta los pies; y que vio
hasta otras veinte personas vestidas eso mismo de blanco hasta los pies, que
iban de una parte y de otra a manera de procesión reglada y que iban juntas con
las cruces y eso mismo vestidos de blanco, y parecía que iban rezando; y que en
fin de la dicha procesión que iba una dueña más alta que las otras personas,
vestida de ropas blancas, y llevaba una falda tan grande como dos brazadas y
media o tres, y ella iba por sí en la procesión atrás y que no iba cerca de
ella otra persona, y que este firma no le vio la cara, pero que le pareció que
salía de su cara tanto resplandor que alumbraba tanto o más que el sol, que
con el resplandor parecían todas las casas de alrededor y aun las tejas de los
tejados se determinaban así como si fuera mediodía y el sol bien
resplandeciente; tanto era el resplandor que le quitaba la vista de los ojos,
así como si mirara de hito en el sol; y que esta dueña llevaba en los brazos
una criatura pequeña vestida eso mismo de blanco, y que llevaba la dicha
criatura en el brazo derecho; y que vio que atrás de la dicha dueña que
venían hasta trescientas personas, hombres y mujeres, las mujeres cerca de la
falda de la dicha dueña y los hombres más atrás, y que estas mujeres y
hombres no hacían procesión, mas iban todos juntos, las mujeres delante y los
hombres detrás como dicho es, y todos vestidos de blanco; y que a la postre de
estos hombres y mujeres venían hasta cien hombres armados, todos en blanco, y
que sonaban las armas.
Pedro, hijo de Juan Sánchez, casero de la de Rui Díaz de
Torres, morador en Jaén en la collación de San Ildefonso, del arrabal de la
muy noble ciudad de Jaén, testigo recibido por el señor Provisor en el negocio
suyo escrito, so cargo del juramento que hizo y siéndole hechas las preguntas
al caso pertenecientes, dijo:
Que el sábado que ahora al postre pasó, que se contaron
diez días de este mes de Junio y año presente en que estamos, así como a hora
de queriendo dar las doce horas el reloj a la media noche, estando este firma en
una cama durmiendo en casa de Alonso García, que es en la dicha collación que
es cerca la iglesia de San Ildefonso, y otrosí estando con él en la cama Juan,
hijo de Usanda Gómez, vecino en la dicha ciudad, que dormía con él, que este
testigo despertó a la dicha hora y que vio la puerta de la calle de las dichas
casas abierta, y que vio entrar al dicho Juan y que como entró recio que cerró
la puerta y que echó la tranca recio y que se echó en un poyo a manera que
venía espantado, y que así echado que dijo a este testigo: Pedro, levántate y
verás cuanta gente; y que este testigo dijo: por dónde van; y que el dicho
Juan le dijo: ahí arriba van de cara de San Ildefonso; y que luego que este
testigo que se levantó en camisón y se entró a un corral que está en las
dichas casas, y que por una pared baja que saltó a otra pared más alta que
está en las dichas casas, de la cual dicha pared podía muy bien mirar toda la
calle y las espaldas de la capilla de la dicha iglesia de San Ildefonso, y que
en asomándose por encima de la dicha pared que vio ir por la calle de arriba de
cara a la dicha iglesia siete cruces que llevaban siete hombres, una en pos de
otra, que se parecían a las cruces de la dicha ciudad, y los hombres vestidos
todos de cosa blanca hasta los pies; y que vio que luego junto con las cruces
que iban hasta veinte personas vestidas de blanco eso mismo hasta en pies, de
ambas partes a manera de procesión y rezando; y en fin de esta procesión que
iba una dueña que era más alta que las otras personas y vestida de ropas
blancas, y llevaba una falda tan grande como dos brazadas y media o tres, y ella
iba sola en procesión atrás, y que no le vio la cara este firma, pero que le
pareció que salía tanto resplandor de su cara de ella que alumbraba más que
el sol y que todos estaban en tanta claridad que se parecían las casas de la
comarca y tejas de los tejados y la dicha iglesia y todas las cosas así como si
fuera medio día, y tanto resplandor era que le quitó la vista de los ojos a
este firma a tanto y más que si mirara al sol de hito; y que llevaba esta
dueña en los brazos una criatura pequeña vestida eso mismo de blanco, y que no
le vio otra cosa que llevaba la dicha criatura, y que lo llevaba en la mano con
el brazo derecho solo; y que luego detrás de la falda de la dicha dueña que
venían hasta trescientas personas, hombres y mujeres, las mujeres cerca de ella
y los hombres atrás, y todos vestidos de blanco, y que iban todos juntos y no
en procesión; y que después de esta gente atrás que venían hasta cien
hombres armados todos en blanco y que sonaban las armas unas con otras, y que en
esto conoció que eran armados y que le pareció que traían de figuras de
lanzas en los hombros; y que toda esta gente que iba detrás de la dueña iban
callando y de su espacio mucho paso a paso, y por manera que cuando este testigo
fue subido encima de la pared que la procesión no era aún llegada a la dicha
iglesia, y que habría desde la dicha casa hasta la capilla de la dicha iglesia
echadura de piedra puñal; y que en las espaldas de parte de fuera de la dicha
capilla que viera aparejado un grande altar tan alto como una lanza y que
relumbraba mucho, y mucho honrado y compuesto el dicho altar, y con paramentos
toda la pared encima de los blancos y de los colorados; y que vio que cantaban a
alta hasta veinte personas vestidas eso mismo de blanco, y que las voces
parecían flacas como suelen tener los enfermos desde que se levantan de la
dolencia, y que este testigo no vio la cara de ninguna de aquellas personas,
pero que en el altar no vio persona alguna de manera de clérigo vestido ni aun
otro que llegase al altar ni fuese tan alto; y que llegando la dicha gente al
altozano cerca de la dicha capilla que se sentó la dicha dueña y toda la otra
dicha gente, y que le pareció que era tanta que todo el dicho altozano estaba
lleno, el cual podía caber más de ochocientas personas; y que cuando fueron
llegados que su vista de esta firma no podía sufrir la claridad tan grande, que
se echó de pechos sobre la pared y no miraba la gente, aunque estaba bien clara
la pared y alrededor de la luz que resurtía de aquella dueña; y que después
estando así un poco como que le descansaron los ojos y le recobraron la vista,
que tornó a mirar a la dueña y a la otra gente, y que vio a la dueña sentada
como en ropa que resplandecía como figura de plata y que estaba sentada toda la
otra gente, y que los que cantaban estaban en pie y que estaban de ambas partes
del altar, y la dueña estaba sentada cerca de la procesión y toda la otra
gente junta alrededor detrás de ella; y que este firma, desde vio la gente así
sentada y sus ojos hubieron cobrado su vista, que se empezó a descender de la
pared al uso y se descendió bien como subió, y que se descendiera antes sino
porque tenía turbada la vista y hubo miedo de descender; y que estuvo así
encima de la pared cuenta de espacio de media hora poco más o menos, y que
cuando subió que daba el reloj las doce como dicho ha, y en acabándolas de dar
que tañeron a maitines en la iglesia de Santa María y en algunas de las otras
iglesias; y que cuando venía esta gente que oyó que venían muchos perros
ladrando en pos de ellos. Preguntado si cuando vio esta gente si hubo espanto o
si hubo placer o qué sintió, dijo: que cuando vio la gente primera que sintió
como placer en su corazón como si viera otra gente, y que después vio la gente
armada hubo espanto; y que aquel placer que hubo que le pareció que era por
cuanto en el dicho arrabal hay miedo de moros cada noche, y que desde que vio la
procesión y la gente y las cruces que hubo placer, como que aquella gente
segura estaba de moros y que así que todos los que estaban en el dicho arrabal
estarían seguros; y que cuando vio la gente armada hubo espanto y dudó; y que
cuando se descendió que se echó a dormir y no dijo nada a otra persona y
durmió hasta cerca del día; y que cuando fue de día claro que vino a ver si
aquella gente si había hecho fuelliga o rastro alguno y que no halló fuelliga
ninguna. Preguntado que cómo lo dijo, y en qué lugar lo dijo primero, dijo:
que tornando él del cementerio a ver si había fuelliga a las dichas casas y
antes que entrase en casa, que el dicho Juan que hablaba con Miguel Fernández
de Pegalaxara tornándole lo que había diciéndole cómo había visto pasar
cinco cruces y otra gente que iban en procesión, y que entonces que este
testigo que dijo: yo lo vi todo; y que el dicho Juan que tenía la cara mucho
amarilla cuando se levantó, y que este testigo que le dijo: cómo estás así a
tan amarillo; y que el dicho Juan le dijo: de el miedo de anoche; y que después
este domingo siguiente que le preguntaron lo que había visto y que él le dijo
según lo había visto; y otrosí dijo que el miércoles de antes, así como a
media noche, desde que despertó de dormir que oyó una voz que le dijo: no
duermas y verás mucho bien; y que el jueves como al primer sueño, que
despertó y oyó la semejante voz; y que el viernes no oyó cosa ninguna, y que
el dicho día sábado vio lo que dicho ha.
Juan, hijo de Usenda Gómez, morador en la collación de San
Bartolomé, testigo recibido por el dicho señor Provisor en el dicho negocio y
so cargo del juramento que hizo, dijo:
Que el sábado en la noche que a postre pasó, que se
contaron diez días de este mes de Junio año presente, que le pareció que
sería a hora de media noche, estando durmiendo en el arrabal cerca de San
Ildefonso en unas casas de Alonso García con otros tres en una cama, que estaba
este firma enmedio cerca de Juan hijo del molinero que estaba cerca de la puerta
de la calle de la dicha casa que daba claridad como de candela, y que pensó que
era de día, y que oyó luego como ladridos de perros, que eran siete perros
cazadores que estaban fuera de la dicha casa y otros muchos perros chicos y
grandes que sonaban como lejos de aquella casa, y que este firma que pensaba que
era ya de día, a tanta vio la claridad, y que se levantó desnudo y abrió la
puerta un poco que estuvo mirando de dentro de casa y la cabeza fuera para mirar
por entre la puerta y la pared, y que vio cinco cruces venir una tras otra como
suelen venir en procesión, y que las traían cinco hombres mancebos como
barbirrapados, y que las cruces eran así como estas de Jaén todas blancas; y
que en fin de la procesión de las cruces que iba una dueña vestida y cobijada
con ropas blancas y a manera de mantillo, y que le pareció según el bulto que
llevaba como que estaba en cama o en estrado o como en una silla grande que
parecía de plata, y que ella iba más alta que los otros cuanto medio codo,
pero que no llevaba nadie a la dueña, que ella se iba por sus pies y que iba
muy paso; y que salía de esta dueña tanta claridad que resplandecía así como
el día resplandece cuando hace el sol claro y está en su virtud, y así que se
veía toda la calle; y que llevaba esta dueña una falda arrastrando que habría
en ella hasta tres brazadas, y que llevaba en el brazo derecho una criatura
pequeña de hasta un año y que le pareció bien hermoso y vestido todo de
blanco, y que llevaba en la cabeza una cosa como blanco; y que a la dueña no
llegaba persona en cuanto estaba su falda; y que en pos de ella que le pareció
que venían clérigos como en procesión de una parte y de otra, en medio de la
calle no iba nadie salvo les clérigos que iban de una parte y de otra como a
manera de procesión, y que serían hasta diez clérigos, porque conoció que
eran clérigos que traían las coronas abiertas e iban rezando, que no entendió
palabra de lo que decían; y después de esta procesión de estos clérigos que
venían cuenta de cien personas, armadas y vestidas todas en blanco, y que
sonaban las armas y que llevaban como lanzas; y que este firma no esperó que
pasasen todos, que luego se entró y metió la cabeza y cerró la puerta tras
sí, pero que vio el cabo de la gente por la calle que no venía más gente, y
que cerró bien su puerta y quiso llamar al dicho Juan que estaba en la cama y
que no pudo y que se deliberó y llamó a Pedro, hijo de Juan Sánchez, y que le
dijo: verás, Pedro, qué cosa es ésta, qué gente va por la calle en blanco y
una señora; y que el dicho Pedro que se levantó y se vistió su camisón y se
fue al corral; y que este firma se vistió su ropa y se acostó encima de un
poyo dentro en las dichas casas, y que primero estuvo posado en el
dicho poyo imaginando de lo que había visto, y que después se acostó y estuvo
un rato que no durmió y que luego se durmió, por manera que cuando el dicho
Pedro se volvió a acostar que no lo vio. Preguntado si cuando vio aquella gente
si tomé placer o si hubo pavor, dijo: que cuando luego vio las cruces que
pensó que andaban en procesión, y después que vio aquella gente en blanco que
vio que la claridad no era tal claridad como de día, salvo claridad de otra
figura, que estuvo así dudoso, que no hubo pavor ni placer, salvo que cuando
luego salió al comienzo que aquella claridad como que lo calentó, aunque no
tanto como el sol. Preguntado que cómo lo dijo después, dijo: que de mañana
cuando se levantó que lo dijo a la mujer de allí de casa y a los otros que
estaban en casa, y que el dicho Pedro que estaba allí y que dijo eso mismo que
él lo había visto.
María Sánchez, mujer de Pedro Hernández, pastor, vecino en
Jaén en la collación de San Ildefonso, testigo recibido por el dicho señor
Provisor en el dicho negocio y so cargo del juramento que hizo, dijo:
Que el sábado en la noche que a la postre pasó, que se
contaron diez días de este mes de Junio año presente, estando esta firma en
las casas de su morada que son en la calle maestra que va a San Ildefonso que
son en el arrabal de esta ciudad, así como a hora de entre las once y las doce,
que se levantaba esta firma a dar agua a un niño su hijo que tenía doliente,
que vio gran claridad dentro en las dichas sus casas, que parecía así como
resplandor de oro reluciente cuando le da el sol, y esta firma que pensó que
era relámpago y que hubo temor y se puso de rodillas en el suelo, y que miró
hacia la calle por un resquebrajo grande que está entre las puertas de las
dichas sus casas, y que vio que pasaba por la dicha calle una dueña con paños
blancos y con flores blancas más claras que los dichos paños y que se conocía
en el paño, y que le parecía que el manto que llevaba la dicha dueña que iba
forrado en cendales como de colores de tornasol; y que llevaba un niño en los
brazos y en el brazo derecho y abrazado con el izquierdo, y que el dicho niño
iba envuelto en un paño de seda blanco; y que ella era alta más que otras
personas cuanto un codo, y que el niño parecía como de cuatro meses y bien
criadillo; y que iba a la su mano derecha un hombre que le parecía semejante a
la figura de San Ildefonso, según está figurado en el altar de la iglesia de
San Ildefonso, y que llevaba una estola al cuello y un libro en la mano, y que
llevaba la dicha estola según la ponen los clérigos para decir misa y un
manípulo en la mano, y el dicho libro abierto en las manos como que lo llevaba
delante de ella para que lo ella viese, con una cobertura blanca; y que a la
otra parte de la dicha dueña que iba una mujer a manera de beata, un poco
atrás, que no tuvo conocimiento quién era; y que del rostro de la dicha dueña
salía todo el resplandor; y que en viendo la dicha dueña y el dicho resplandor
que tuvo pavor súbitamente; y que luego hubo en ella reconocimiento que era la
Virgen santa María, y que le vio a la dicha dueña una diadema puesta en la
cabeza según está figurada en el altar de la dicha iglesia, y que este
conocimiento hubo por lo que dicho ha y que porque era mucho semejable a la
imagen de Nuestra Señora que está figurada en el dicho altar; y que el dicho
santo Ildefonso que tenía otra diadema en la cabeza y su corona grande abierta
como de fraile, según está figurado en la dicha iglesia; y que después de la
dicha dueña iba gente vestida toda de blancas vestiduras, y que no vio cruces
ni candelas, salvo el dicho resplandor, y que después de ella pasada que tanta
claridad daba en las dichas sus casas como de antes cuando ella pasaba y por
semejante parecía en la calle; y porque ella estaba sola no osó más llegar a
la puerta para ver más, salvo que se entró a su palacio; y que no estaba con
ella otra persona, salvo dos criaturas una de hasta ocho años y la otra de
hasta cuatro años; y que la dicha dueña y la otra gente que iban a manera de
procesión de hacia la iglesia de San Ildefonso hacia la ciudad; y que entrada
en su palacio que hubo gran consolación, y que oyó luego el reloj que dio las
doce horas y acabando que tañeron luego a maitines; y dijo esta firma que a la
sazón que oyó como canto, pero que no le parecía el canto según de este
mundo, y que en lo oír hubo mucho gasajado y consolación.
Juana Hernández, mujer de Aparicio Martínez, vecina en la
collación de San Ildefonso, testigo recibido en información por el dicho
señor Provisor en el negocio de uso escrito y so cargo del juramento que hizo,
dijo:
Que estando esta firma en sus casas que son en la dicha
collación de San Ildefonso, que son de cara del cementerio, el sábado en la
noche que pasó que se contaron diez días del mes de Junio del año presente,
así como después del primer sueño antes que cantase el gallo, que se levantó
esta firma al corral de sus casas por cuanto tenía pasión en las tripas y se
había levantado antes otras tres veces, y que estando así que vio súbito un
resplandor grande cerca de las espaldas de la capilla de la dicha iglesia de San
Ildefonso, y que imaginó en sí luego que era relámpago, y que deliberó que
no sería relámpago por cuanto era grande y muy resplandeciente la claridad y
que era continua aquella claridad; y que estando así parando mientes entre las
puertas de las dichas sus casas, que vio venir una dueña que venía con otra
mucha gente de hacia las cantarerías la calle arriba hacia la dicha capilla, y
que parecía que traía la dicha dueña en los brazos ante sus pechos un bulto
que no pudo determinar qué cosa sería, y que le pareció que de su faz de ella
y de aquel bulto salía aquel resplandor; y que venía por encima de un muladar
que estaba cerca de la dicha capilla como a manera de procesión, y que detrás
de ella venían otras gentes vestidas de ropas blancas, y que le parecía que
algunos de ellos traían palos en las manos enhiestos, y que por cuanto el
umbral de las puertas de las dichas sus casas es bajo no pudo ver si eran cruces
o cetros ni qué cosa era; y que esta claridad no le parecía de sol ni de luna
ni de candelas, antes le parecía como de un resplandor que ella nunca vio, y
cuando vio esta firma esto que se cayó amortecida con temor y que comenzó a
estremecer toda, y porque se le quitaba la vista que se echó turbada hacia la
pared y las espaldas hacia la claridad que había visto, y que estuvo así un
poco y se levantó y las manos por la pared se fue a su palacio; y que la
claridad se quedó allí; y que antes cuando ella miraba que le pareció que
esta dueña se paró tras la dicha capilla y así que la perdió de vista,
porque de su casa no la podía ver, pero que quedaba la claridad; y esta firma
con temor fuese a la cama con su marido y que estaba una criatura con su marido
que la quitó y se acostó tremiendo cabo su marido.
Preguntada si la gente venía en procesión o junta, dijo:
que con el temor no paró mientes, salvo que venía mucha gente vestida en
blanco, y que más cercanos de la dicha dueña venían dos personas, no sabe si
eran hombres o mujeres, una de una parte y otra de la otra, y que esta dueña
que le pareció que era más alta que los otros, y que luego desde a poquito que
oyó tañer a maitines, y que le pareció que la dicha dueña y la otra gente
que venían mucho paso a paso en procesión.
A lo cual todo fueron presentes por testigos que vieron hacer
el dicho juramento a los testigos susodichos y a cada uno de ellos, Pedro de
Plasencia y Alonso hijo de Lope Pérez, escribanos, y Alvaro de Soberado,
vecinos y moradores en esta dicha ciudad de Jaén, y así mismo Gabriel Díaz,
clérigo compañero en la iglesia de Jaén, que lo tomó el dicho señor
Provisor para ver hacer la dicha información. Va escrito sobre raido o díz
encima y entre lineado o diz según está figurado en el altar de la iglesia de
San Ildefonso. Y yo, Juan Rodríguez de Vaena, escribano de Ntro. Señor el Rey
y su notario público en la su corte y en todos los sus Reinos, en uno con el
dicho señor Provisor y por ante Alvaro de Villalpando y Fernando Díaz de
Jaén, notarios públicos, y por ante los dichos testigos, a todo lo susodicho
presente fui y soy ende testigo y lo hice escribir, y por ende hice aquí este
mío signo, en testimonio de verdad. Juan Rodriguez".
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