Contra la Dependencia y la
Precariedad: VOTA NO A LA CONSTITUCIÓN
EUROPEA
nº 245
En este Correo:
*Aportaciones
interesantes para un debate necesario, Andalucía
Libre
*Unión Soviética: la
transición frustrada, Ariel Dacal
Díaz
*Rosa Luxemburgo y la
Revolución Rusa, Hiram Hernández
Castro
*¿Qué es la URSS?,
León
Trotski
*La pequeña historia
del Himno Soviético, Andalucía
Libre
--oOo--
A modo de
presentación
Aportaciones interesantes para un debate
necesario,
Andalucía
Libre
No puede
entenderse el siglo XX sin la Revolución Rusa. No puede entenderse el mundo de
hoy sin tener en cuenta no sólo el hecho de la desaparición de la URSS y sus
consecuencias sino también -y especialmente- tanto lo que la URSS [o la
China maoísta] fue, como lo que no fue. Ambas
cuestiones -íntimamente entrelazadas- afectan al conjunto de la izquierda
mundial (y por tanto, también a la izquierda independentista
andaluza) sin que nadie pueda honestamente declararse inmune o
indiferente ante ese problema. Confrontados ante enormes desafíos en el
presente, forzoso es reconocer que estos no pueden abordarse sin
afrontar la reflexión sobre el pasado que les precede y les ha dado
origen.
Para contribuir a
esa tarea, reproducimos dos textos recientes que aportan perspectivas
diversas y reflexiones sugerentes y que suman a su interés intrínseco un
evidente plus especial -que reconocemos sin reparo- por haber sido
elaborados en Cuba por cubanos y publicados en un sitio cubano en la
Red.
Los
acompañamos de un texto de Trotsky -que forma parte de su obra La Revolución
Traicionada (publicada en 1936, tengámoslo en
cuenta)- que pensamos que sigue ofreciendo hoy instrumentos analíticos y
posiciones políticas construidas con rigor; útiles para desarrollar el
debate.
Unión Soviética: la transición
frustrada
Ariel
Dacal Díaz*
El intento de transición al socialismo en la URSS
ha suscitado los más diversos debates durante décadas, haciéndose más
definitorio el antagonismo ideológico que el tema entraña, tras el colapso
soviético. Aún cuando el corolario final fue el desdeño de una preciosa
oportunidad para socavar las bases del dominio burgués; repensar, comprender y
asumir (sobre todo asumir) las características del proceso soviético en su
conjunto brindan elementos sustanciales para las alternativas anticapitalistas
que demanda el siglo XXI.
En esta
dirección desarrollamos nuestro trabajo, partiendo, dado su peso esencial en la
comprensión de la historia de la URSS tanto dentro como fuera de sus fronteras,
de las problemáticas siguientes: ¿quiénes detentaron el poder en la Unión
Soviética?, ¿qué mentalidad portaban?, ¿en qué momento se puede hablar de
ruptura con el proyecto bolchevique?. En estas páginas intentamos algunos
apuntes sobre estas interrogantes.
“La clase
imprevista” [1]
Stalin fue el
rostro visible y representante de la burocracia que gradualmente rompió vínculos
con la esencia bolchevique y que deshizo los endebles mecanismos de
participación política de las masas.
Sería entonces
oportuno preguntar ¿de qué fuentes se nutrió la burocracia soviética?. A los
principales cargos administrativos ascendieron figuras de relieve secundario
dentro de la revolución debido, entre otros factores, a que muchos viejos
combatientes de la vanguardia perecieron durante la contienda civil, o se
separaron de las masas al ocupar cargos de menor relevancia, acomodándose a las
nuevas condiciones de poder. Al mismo tiempo, el poder soviético estuvo forzado
a utilizar individuos del anterior aparato gubernamental, incorporando personal
técnico y especializado, así como a las masas campesinas que fueron
proletarizadas. De este modo se desclasó al partido de Lenin, cuyo requisito de
ingreso de nuevos militantes debía ser el resultado de un largo y riguroso
proceso de comprobación, excepto para los trabajadores que hubieran laborado en
la industria por más de diez años[2].
La burocracia
soviética se formó a partir de un proceso complejo, fuera de los modos
históricamente conocidos. Luego se hizo del poder, dominó el conocimiento y su
divulgación, controló los medios de producción de ideas, garantizando por
décadas su reproducción. El proceso de burocratización tuvo sus orígenes desde
el inicio mismo de la Revolución, pero su consagración como sector dominante en
la sociedad tuvo lugar en la década del 30.
Lenin explicó
el surgimiento de la burocracia como una excrescencia parasitaria y capitalista
en el organismo del Estado obrero, nacida del aislamiento de la Revolución en un
país campesino, atrasado y analfabeto[3]. Sobre este nuevo grupo de dirigentes,
tenía sus propias ideas, sus sentimientos y sus intereses, Trotski destacó que
“estos hombres no hubieran sido capaces de hacer la revolución, pero han
sido los mejores adaptados para explotarla”[4].
La materia
prima para la actividad “ideológica” de quienes detentaron el poder en
la URSS fueron las grandes masas de analfabetos que, ciertamente, se liberaron
de la oscuridad, y del mismo modo resultaron fácilmente manejados en nombre de
algo mejor, sumiéndose en la ignorancia secundaria de que era ese precisamente
el fin último a alcanzar como sociedad. Salvo en los sectores más avanzados
políticamente, dicho sea de paso la minoría, las ideas del socialismo no habían
calado en la población que habría de ser educada y preparada en el debate
revolucionario.
Esta clase
imprevista que se privilegió del poder estatal era, en teoría, la representante
de los intereses de las masas, mientras que en la práctica, administró la
propiedad pública beneficiándose de ella. Es cierto que los miembros de la
burocracia no poseían capital privado; pero sin ningún control por el resto de
los sectores sociales, dirigieron la economía -extendiendo o restringiendo tal o
cual rama de la producción- fijaron los precios, articularon el reparto,
controlaron el excedente. De este modo mantuvieron el partido, el ejército, la
policía y la propaganda que los sustentaba.
Con el
transcurso de los años, sobre todo a fines de los setenta, se acuñó en el campo
socialista el término “ellos y nosotros” que reflejaba las diferencias
que se fueron revelando y que tenía raíces bien profundas, tempranamente
señaladas por muchos revolucionarios,
que manifestaban la estratificación de la sociedad, o más concretamente,
su preservación.
El análisis
respecto al tema de la burocracia tiene una de sus aristas más polémicas en sus
vínculos o autonomía respecto a otras clases. Para algunos autores, esta no
podía convertirse en elemento central de un sistema estable, pues solo es capaz
de traducir los intereses de otra clase. En el caso soviético se balanceaba,
según este criterio, entre los intereses del proletariado y de los
propietarios.
Por otro lado,
algunos autores afirman que la burocracia no expresaba intereses ajenos, ni
oscilaba entre dos polos, sino que se manifestaba como grupo social consciente
según sus propios intereses.
Los hechos
revelaron que la clase burocrática monopolizó completamente el poder y la
propiedad. Ella se impuso en la lucha por el poder después de haber abatido a
todos sus opositores. Pero manifestó sus difusos intereses en el solapado
discurso de ser representante del proletariado.
Durante
décadas, la clase dominante no se atrevió a restaurar la propiedad privada de
los medios de producción, hasta que en 1991, de manera develada, comenzó a tejer
lazos con la burguesía rusa. Según el Instituto de Sociología de la Academia de
Ciencias de Rusia, más del 75% de la "elite política" y más del 61% de
la "elite de los negocios" tienen origen en la Nomenklatura del período
"soviético". En consecuencia, las mismas manos retienen las posiciones
sociales, económicas y políticas dirigentes en la sociedad. La burocracia misma
es la que ha transformado las formas económicas y políticas de su dominación,
manteniéndose como dueña del sistema; pero nuevamente en nombre de una clase.
La
mentalidad soterrada
¿Mediante qué
códigos de cultura política dominó la burocracia soviética?. Partamos de que las
masas que ejecutaron la Revolución en 1917 portaban la mentalidad de la
servidumbre, sin ninguna experiencia democrática, y el desarrollo de la
conciencia del proletariado, clase llamada a encabezar la Revolución, era
patrimonio de un pequeño número de hombres. Las masas rurales, mayoría en ese
momento, eran portadoras de los elementos más conservadores, elevados por el
alto nivel de analfabetismo existente.
Por su parte,
la burocracia usurpadora, detentadora del poder, fue otro ejemplo histórico de
como los vencedores incorporan la mentalidad de los vencidos. En este caso
heredaron como códigos de la dominación el control absoluto, el elitismo
político, la idea de que la “muchedumbre” no sabía ni era capaz de
dirigirse, por lo que necesitaba una figura que sintetizara los destinos del
país. Téngase en cuenta que uno de los rasgos más apreciados por el ciudadano
promedio de Rusia respecto a sus dirigentes es la imagen de hombre fuerte, capaz
de enfrentar con determinación las dificultades cruciales del país.
Vinculado a lo
anterior, como norma de los dominadores se desvinculó la responsabilidad de la
figura máxima respecto a los problemas, creando un ambiente místico a su
alrededor. Aparejado a ello en el imaginario social se impuso el criterio de que
eran las capas intermedias de los dominadores las responsables del estado de
cosas existentes.
Este hecho se
concretó en que, si bien el estallido bolchevique concebía nuevos códigos
respecto a la política y la participación de las masas, no sólo como fuerza
motriz en la explosión subversiva, sino como elaborador y ejecutor de las
decisiones políticas, reflejado en que los soviets, de órgano espontáneo de
lucha de las masas adquirieron funciones de Estado; con el advenimiento del
estalinismo dichos principios fueron destronados y la oportunidad de lograr la
participación política de las masas, incluyendo los mecanismos de movilización,
real y autónoma, fue cercenada. En ese proceso, las organizaciones políticas y
de masas sufrieron una considerable atrofia.
Esta misma
mentalidad se manifestó en el “orgullo gran ruso” sobre el cual Lenin
hizo llamadas de alerta. La burocracia practicó sus políticas imperiales durante
el período soviético; acuñado en el término “el hermano mayor” por el que fue conocido en Europa del
Este y por la doctrina de la soberanía limitada puesta en blanco y negro por
Brezhnev.
Por otro lado,
esos componentes de la mentalidad rusa son la base para entender por qué las
condiciones de vida de la clase dirigente soviética eran análogas a las de la
burguesía. En fecha tan temprana como 1936, Trotski destacó un ejemplo
ilustrativo que develaba el mantenimiento de la estratificación. El mariscal, el
director de una empresa, el hijo de un ministro, disfrutaban del apartamento, de
villas de descanso, de automóviles, escuelas para sus hijos, clínicas reservadas
y otras muchas prebendas, a las que no tenían acceso la criada del primero, el
peón del segundo y el vagabundo. Para el primer grupo esa diferencia no era un
problema. Para el segundo era lo más importante.
Un individuo
que añoraba en la sociedad soviética rasgos, bienes y modos de vida que formaban
parte de la cultura capitalista, era la prueba más evidente de que, al menos en
él, no había florecido la nueva mentalidad socialista, el nuevo individuo, y la
nueva percepción. El socialismo soviético posterior a Lenin, matriz del
socialismo real, no fue nunca una alternativa válida, articulada y viable frente
al predecesor sistema. La sustitución cultural no llegó, entendiendo que el
socialismo es, sobre todo, un proyecto que se sustenta sobre una nueva cultura.
Por tanto, la resultante no fue “una sociedad socialista (tampoco
capitalista, es cierto), sino una nueva forma –estatista, burocratizada- de
dominación y explotación, opuesta a la naturaleza emancipatoria, justa y
libertaria del socialismo”[5].
La
ruptura
La práctica
política de la clase burocrática soviética fue una ruptura con las ideas
leninistas en los más diversos espacios de la sociedad soviética. Brindamos a
continuación algunos apuntes que corroboran esta hipótesis.
El líder de
Octubre destacó que “es necesario tener presente que la lucha exige de los
comunistas que sepan reflexionar. Es posible que conozcan perfectamente la lucha
revolucionaria y el estado del movimiento revolucionario en todo el mundo. Sin
embargo para salir de la terrible escasez y miseria lo que necesitamos es
cultura, honestidad y capacidad de razonar”[6].
La burocracia
impidió la polémica revolucionaria, obstaculizando la participación política
efectiva de las masas. Los dirigentes soviéticos desentendieron que el
socialismo no puede triunfar contra la libertad de pensamiento, contra el
hombre, sino al contrario, mediante la libertad de pensamiento, mejorando la
condición de existencia de ese hombre.
La
dogmatización que sufrió el marxismo, la persecución y descrédito de quienes
intentaron defenderlo, la síntesis errada marxismo-URSS (incluyendo sus
desastrosas consecuencias internacionales), y la imposibilidad de desarrollar
otras líneas de pensamiento, provocaron la formación de generaciones de
soviéticos desprovistos del necesario bagaje teórico conceptual para enfrentar
los desafíos históricos contemporáneos.
Es sobre todo
en la naturaleza autoritaria de la burocracia soviética donde debe buscarse el
freno a la transición cultural propuesta por el proyecto bolchevique. La falta
de participación real, de espacios cívicos de contestación y control del poder,
afectaron todos los niveles de la vida social, desde el funcionamiento económico
hasta la lucha étnica.
En consonancia
con lo anterior, y analizando el proceso de aprobación de la Constitución
Soviética, Trotski señaló que “es cierto que el proyecto se sometió en junio
a la aprobación de los pueblos de la URSS. Pero en vano se buscaría, en toda la
superficie de la sexta parte del globo, al comunista que se permitiera criticar
la obra del comité central o, al sin partido, que se aventurara a rechazar la
proposición del partido dirigente”.[7]
Una muestra de
ese catastrófico desatino fue intentar diluir la individualidad en un colectivo
cada vez más abstracto, con enmarcado irrespeto a lo distinto, esquematizando un
modelo de ciudadano recio, inflexible, como si el hombre soñado pudiera
realizarse por decreto. Lo que hubo de fondo fue una concepción demasiado
simplista del hombre, ignorando completamente la psicología y sus modificaciones
en atmósferas diversas. La dirigencia soviética no solo reveló su incapacidad de
mantener con vida el espíritu revolucionario en el proceso de enfrentamiento a
las circunstancias históricas en que interactuaron, sino que imposibilitaron
cualquier vestigio de pensamiento divergente, crítico, desafiante de la
autoridad.
Bajo el
pretexto de ser el guía de la sociedad, el PCUS se convirtió en una maquinaria
que frenó, desvirtuó y violentó los procesos naturales de la sociedad. La
diferencia entre Lenin y Stalin, entre muchas otras cuestiones, es que, este
último, aprovechando algunas condiciones creadas en vida del gran líder
revolucionario, desvirtuó el sentido de la dirección partidista hacia el
totalitarismo[8]. Lenin había preparado el Partido Bolchevique para dirigir a
los obreros, no para domarlos o subyugarlos[9].
Con la
hipercentralización económica que conllevó este proceso, la burocracia
soviética, como parte de su distanciamiento del control de las masas, manejó
hasta el mínimo detalle, los hilos de la producción frente a un mediocre
andamiaje de niveles intermedios compuesto por técnicos, gerentes y
especialistas, siendo una verdadera plaga que fue imposible desmontar a lo largo
de la existencia de la URSS. El historiador Eric Hobsbanw recuerda que “poco
antes de la (Segunda) Guerra (Mundial) había ya más de un administrador por cada
dos trabajadores manuales”[10].
El modelo
soviético presentó a partir de ese momento dos problemas esenciales que
evidencian, desde la propia teoría marxista, el distanciamiento entre el
socialismo como estadio superior del desarrollo de las fuerzas productivas y de
las relaciones de producción y la realidad soviética. Por una parte, se
eliminaron arbitrariamente (1928) el resto de los tipos socioeconómicos que
podían converger en la edificación de las bases para la nueva sociedad. Por otro
lado, se crearon “islotes económicos” (complejos industriales, mineros,
agrarios) violándose la división social del trabajo, al tiempo que se obviaba la
cooperación necesaria entre sectores y ramas de la economía.
Con esta
práctica se frenó la especialización y la introducción de nuevas técnicas, lo
que impidió un uso racional de los recursos. Debido a la estructura vertical y
voluntarista que se impuso al proceso productivo, el desarrollo de un sector iba
en detrimento del otro, sin la debida integración entre ellos. En este esquema,
las unidades productivas, lejos de ser autónomas, eran presas de la desmedida
primacía de los criterios políticos sobre las necesidades económicas.
Los obreros
continuaron disociados de los medios de generación de riquezas. No se
convirtieron en dueños reales de estos debido a que los elementos
burocráticos-administrativos los mantuvieron distanciados de la propiedad
efectiva. La adulteración estuvo en identificar la estatalización de la
propiedad con la socialización, limitándose a esto la complejidad y profundidad
de lo que Marx había entendido como superación del modo de producción
capitalista[11].
También en la
cuestión de género se apreció la ruptura con los ideales de la Revolución de
Octubre. El nuevo Estado obrero concedió amplios derechos jurídicos y políticos
como el derecho al divorcio, al aborto, la eliminación de la potestad marital,
la igualdad entre el matrimonio legal y el concubinato, etc. Alexandra
Kollontai, fue la primera mujer elegida por el Comité Central del Partido
Bolchevique en 1917 y la primera en ocupar un puesto de gobierno en el nuevo
estado: Comisaria del Pueblo para la Salud, y más tarde fue la primera mujer
embajadora de la historia.
A
partir de 1926, bajo el régimen de Stalin, se instituyó nuevamente el
matrimonio civil como única unión legal. Más tarde se abolió el derecho al
aborto, junto con la supresión de la sección femenina del Comité Central y sus
equivalentes en los diversos niveles de organización partidaria. En 1934 se
prohibió la homosexualidad, y la prostitución se convirtió en delito. No
respetar a la familia se convirtió en una conducta "burguesa" o
"izquierdista" a los ojos de la burocracia. Los hijos ilegítimos
volvieron a esta condición, que había sido abolida en 1917, y el divorcio se
convirtió en un trámite costoso y pleno de dificultades[12].
Las
instituciones detentadoras de violencia también se hicieron funcionales a los
nuevos intereses. En sus orígenes, el Comité de Seguridad del Estado (KGB)[13]
tuvo como objetivo combatir la contrarrevolución, los sabotajes y la
especulación, objetivos de legítima defensa frente a la oposición reaccionaria
que generó la Revolución. Pero esas lógicas motivaciones iniciales se
modificaron progresivamente con el ascenso de la burocracia al poder hasta
convertirse en el órgano preservador de los intereses del Estado burocrático,
cuyo objetivo fue eliminar la oposición de las propias fuerzas
revolucionarias[14].
A esto se
añade que los oficiales del KGB gozaban de sueldos elevados, amen de buenos
destinos en el extranjero, viviendas confortables y disfrutaban de otros
privilegios dentro URSS que también fueron mellando su crédito moral. Sin duda
fue un sector privilegiado dentro de la sociedad, lo cual resulta comprensible
atendiendo a su función real de guardián de los intereses de la burocracia.
El Ejército
Rojo fue creado desde la base en enero del año 1918. El Estado obrero necesitaba
su propia institución armada para defender sus interese, máxime las agresiones
que no se hicieron esperar por más de 14 países al unísono. Como nuevo concepto,
la política de los dirigentes bolcheviques estaba abierta a constante debate, en
lo cual los uniformados tuvieron un rol importante, y naturalmente, el ejército
profesaba las mismas ideas del partido y el Estado.
Pero el
Ejército Rojo no escapó a las reaccionarias arremetidas de la burocracia, la que
de inmediato lo comenzó a transformar en defensor de sus intereses, arrancándole
progresivamente su esencia popular. La medida que refleja con mayor claridad
este proceso fue el decreto que restableció el cuerpo de oficiales, dando un
golpe demoledor a los principios revolucionarios que originaron esta institución
armada, uno de cuyos pilares fue precisamente la liquidación de los cuerpos de
oficiales, dándole importancia al puesto de mando, pues este se gana con la
capacidad, el talento, el carácter, la experiencia, etc.
Esa medida
tuvo un objetivo político al darles a los oficiales un peso social. De ese modo
se ligaban más estrechamente con los grupos dirigentes, debilitando su unión con
la tropa, deviniendo en ruptura del canal por donde se comunicarían las tropas y
la dirigencia política. El cuerpo de oficiales veló celosamente por la
“pureza” y fidelidad de los uniformados al “Partido” y al
“Estado Socialista”. Igualmente se fue apagando el espíritu de libertad
y debate que había en las filas del Ejército, en estrecha correlación con el
criterio de que “ningún ejército puede ser más democrático que el régimen
que lo nutre” [15].
Uno de los
elementos más sensible fue la ruptura de los principios básicos del programa
bolchevique por el cual los sueldos de los más altos funcionarios no debían
sobrepasar la media del salario obrero. A la altura de 1940, cuando un obrero
ganaba 250 rublos mensuales, un diputado recibía 1000 rublos, un presidente de
república 12.500 rublos y el presidente de la Unión 25.000 rublos en igual
período[16]. Para los años de la Perestroika existía el conocido
“abastecimiento especial” lo que elevó el nivel adquisitivo de los
miembros de la nomenclatura muy por encima de lo que percibía un obrero o un
ingeniero.
El líder
bolchevique previó, basado en hechos que tuvo que enfrentar en sus últimos meses
de vida política, el peligro de que “el gran ruso” heredado de los años
de dominación y explotación zarista permaneciera en la política del nuevo
Estado. “En tales condiciones –señalaba Lenin– es natural que la
libertad de separarse de la unión (…) sea un simple pedacito de papel incapaz de
defender a los no rusos de la embestida de ese hombre realmente ruso (…) ese
opresor que es el típico opresor ruso. No hay duda de que los obreros soviéticos
y sovietizados, que constituyen un porcentaje ínfimo, se ahogarán en ese océano
de la canalla gran rusa chovinista como una mosca en la leche”[17].
El hecho real,
a pesar de lo que aparecía en la Ley de leyes y otras regulaciones, implicaba la
imposibilidad de afirmar que las repúblicas que conformaban el Estado soviético
coordinaran sus actividades con el Centro sino que se subordinaban directamente
a Moscú. Stalin no hizo otra cosa que nombrar desde arriba a los responsables
políticos. Las élites de las repúblicas, aunque arribaran a posiciones de
determinada importancia a nivel de las repúblicas, escasamente podían obtener
puestos relevantes a nivel de la Unión, donde el predominio ruso llevaba el peso
fundamental[18].
El jefe de la
Revolución rusa prestaba especial interés a los conceptos emanados de la
práctica política frente al tema de la Unión. “Una cosa es la necesidad de
unirse contra los imperialistas de Occidente, defensores del mundo capitalista.
En eso no cabe duda alguna (…) Otra cosa es cuando nosotros mismo caemos, aunque
solo sea en cuestiones de detalles, en actitudes imperialistas hacia las
nacionalidades oprimidas, socavando así nuestra sinceridad de principios, toda
nuestra defensa de principios de la lucha contra el imperialismo”
[19].
Apuntes
finales
El socialismo
soviético posterior a Lenin no fue una alternativa válida, articulada y viable
al capitalismo, porque la burocracia usurpadora no fue, ni podía serlo,
portadora de una ideología superior, de un proyecto cultural, entendido como
instrumental quirúrgico para realizar la nueva sociedad, o crear las condiciones
para lograrlo.
Los hombres
que se hicieron del poder no eran los comunistas reflexivos y cultos que Lenin
previó como materia prima imprescindible para afrontar y vencer el gran reto
histórico que Rusia asumió en 1917. En realidad su práctica política fue una
ruptura con ese principio. Estos hombres, paulatinamente extendidos en la
sociedad y convertidos en sector dominante, fueron un subproducto de la
Revolución y revelaron su incapacidad para timonear la historia rumbo al
objetivo cimero: la creación del socialismo.
Los actuales
políticos rusos son el rostro burgués oculto durante décadas por la burocracia
soviética. El régimen de Yeltsin convirtió a los hombres del partido, a los
miembros del gobierno, y de la seguridad, en negociantes y propietarios.
No obstante la
posposición de la transición al socialismo que los acontecimientos de la URSS
suponen para Rusia, queda en pie la irreversible importancia del triunfo
revolucionario de Octubre, señalado por Lenin en 1922, donde reza que “puede
ser que nuestro aparato estatal sea defectuoso, pero dicen que la primera
máquina de vapor también era defectuosa. Incluso no se sabe si llegó a
funcionar, pero no es eso lo que importa; lo importante es que se inventó. No
importa que la primera máquina de vapor haya sido inservible, el hecho es que
hoy contamos con la locomotora. Aunque nuestro aparato estatal sea pésimo queda
en pie el hecho de que se ha creado; se ha realizado la invención más grande de
la historia; se ha creado un Estado de tipo proletario”[20].
Es este un
punto referencial imprescindible para la elaboración y ejecución de las
alternativas anticapitalistas del siglo XXI.
*Ariel
Dacal Díaz es jefe de la
Redacción Política de la Editorial Ciencias Sociales de
Cuba
Notas
[1] El título de este epígrafe fue sugerido por el artículo de Alexei
Goussev, La clase imprevista: La burocracia soviética vista por León
Trotsky. En: Herramienta.
[2] Robert Weil. “Burocratization: The
problem with out the class name". En este artículo, el autor hace
un pormenorizado análisis de este grupo social, de sus orígenes, de sus
características y del modo en que se imbrica con el poder, lo cual sería un
útil complemento a quines se interesen por esta problemática tan esencial para
entender el proceso soviético.
En: Revista
Socialism and Democracy. Spring/Sommer,
1988.
[4] León Trotski. ¿Qué es y a dónde se
dirige al Unión Soviéticas? La revolución traicionada.
Pathfinder. Nueva York. 1992
[5] Adolfo Sánchez. “¿Vale la pena el socialismo?” En: Revista El viejo
topo, noviembre 2002, número 172.
[6] Vladimir I. Lenin.
“Informe Político al undécimo congreso del Partido”. En: La
última lucha de Lenin. Discursos y escritos., 1922-1923. Pathfinder,
Nueva York, Estados Unidos,1997, p- 65
[7] León Trotski.
¿Qué es y a dónde se dirige al Unión Soviéticas? La revolución
traicionada. Pathfinder. Nueva York. 1992, p-211
[8] Régimen en el que los dirigentes imponen a la fuerza un único
sistema indispensable para el conjunto de la sociedad y penaliza incluso la
idea de una alternativa. Robin Blackburn. “Después de la caída”, p-177. En una graficación más amplia,
dominación de un partido de masas dirigido por un líder carismático, una
ideología oficial, el monopolio de los medios de comunicación de masas, el
monopolio de las fuerzas armadas, un control policial terrorista, un control
centralizado de la economía Philippe Bourrinet. “Víctor Serge:
totalitarismo y capitalismo de Estado (Deconstrucción socialista y humanismo
colectivista)”
[9] Los bolcheviques, en contra de sus intenciones, se vieron obligados
a establecer el monopolio del poder político. Esta situación, considerada
extraordinaria y temporal, originó enormes peligros en un momento en que la
vanguardia del proletariado se veía sometida a la creciente presión de clases
ajenas. T. Grant-A. Wood
Lenin y Trotski, qué defendieron realmente.
[10] Eric Hobsbawn.
Historia del siglo XX. 1914-1991. Serie Mayor,
España, Barcelona, 1998, p-383
[11] Jorge Luis Acanda. Sociedad Civil y
hegemonía. Ob. Cit., p-264
[12] Adriana D´Atri. Un análisis del rol destacado de las
mujeres socialistas en la lucha contra la opresión y de las mujeres obreras en
el inicio de la Revolución Rusa. 20 de octubre de 2003. En
Diario electrónico alternativo Rebelión.
[13] Hasta la muerte de Stalin, los servicios secretos de la URSS
funcionaron con distintos nombres: Cheka, GPU, OGPU, NKVD, KGB, MGB. En 1953
se fusionó el MGB (Ministerio de Seguridad del Estado) y el MVD (Ministerio de
Asuntos Interiores) y tomó el mando del emergente Komitei Gosudarstvennoi
Bezopasnosti (KGB).
[14] Aunque este órgano nunca desatendió su función de policía política
del régimen, su etapa más
aberrante en cuanto a crímenes y desprecio humano fue la encabezada por
Stalin, quien se apoyó en uno de los seres más despreciables que recuerda la
trágica etapa del stalinismo: Beria, quien estuvo frente al KGB durante 15
años, acumulando un expediente criminal que abarcó 50 páginas en el folio de
cargos por el que fue juzgado tras la muerte de su jefe, y que lo condujo al
pelotón de fusilamiento. Fue el
hombre que garantizó la seguridad de Stalin y quizá su colaborador más
eficiente, dotado de una pudrición moral única, lo que le permitió permanecer
tanto tiempo junto al Secretario General del PCUS. Para más detalles ver:
Maximovich, Ala. “Lavrenti Beria”. En: Revista Sputnik. No 12, Moscú,
diciembre, 1988.
[15] León Trotski. La revolución traicionada…
Ob. Cit, p-184
[16] Suzzane Labin.
Stalin el Terrible. Ob. Ct., p-136
[17] Vladimir I. Lenin. La última lucha de
Lenin. Ob.
Ct., p-204
[18] En muchas ocasiones dentro de las demarcaciones territoriales que
no eran parte de la Federación de Rusia, los representantes rusos eran
favorecidos con los mejores puestos en sectores claves de la economía y la
política, lo que, a decir de Bárbara Sarabia, inclinaba sutilmente la balanza
hacia el Centro, pues de las repúblicas periféricas se extraían las materias
primas importantes, concentrándose el desarrollo industrial en las regiones
eslavos y del Báltico, convirtiéndose en beneficiarias del atraso económico y
tecnológico en que paulatinamente se sumían las repúblicas del Asia soviética.
Bárbara Sarabia. “Reflexiones en torno al desmonte de la URSS” En:
La Perestroika en tres dimensiones: expediente de un
fracaso. Investigaciones, Centro de Estudios Europeos, La
Habana, 1992, p- 108
[19] Ibd., p- 210
[20] Vladimir I. Lenin.
Ob.Ct., p-70
Rosa Luxemburgo y la
Revolución Rusa[1]
Hiram Hernández
Castro
Queda atrás la última década de un Siglo que fue testigo
de uno de los acontecimientos más reveladores de la Historia: el agotamiento y
derrumbe de una estructura sociopolítica que devenida en modelo cerró su
posibilidad de reproducción. Los intelectuales de todo el mundo, unos quizá más
sorprendidos que otros, se lanzaron a un heterogéneo debate que intentaba
indagar en las disímiles causas de aquellos hechos. Sin embargo, no todos los
discursos se alejaron de la mera suma de calamidades sobre la experiencia
“socialista”. En la medida en que el pensamiento emancipador logre
agudizar sus instrumentos de análisis político deberá asumir aquel proceso
histórico como un referente obligado para la teoría y la práctica
revolucionaria. Será preciso volver siempre a repensar sobre los hechos, las
figuras, los documentos y las prácticas de poder comprometidas con las
experiencias de la Revolución y el socialismo real.
Es cierto que la trascendencia de la Revolución de
Octubre como parte de ese proceso, no puede ser oscurecida por la posterior
deformación y bochornoso final de la URSS. Sin embargo, y aunque las prácticas
académicas se resientan, es preciso que la pasión no detenga la reflexión
crítica y polémica sino, todo lo contrario, sea su elemento inmanente. Y es que
en su momento la Revolución de Octubre fue el punto de encuentro de algunos de
los debates más enconados de los que ha sido testigo el pensamiento humano. No
fue teoría de gabinete, ni de torre de marfil, sino pensamiento gatillado por
los problemas de la toma del poder en una experiencia inédita y concreta las
condiciones sobre las cuales se ejerció la praxis política bolchevique.
Lenin, Trotsky, Bujarin, A. Kolontái entre otros, eran
al tiempo que protagonistas, el centro de un copioso debate internacional,
observado por furiosos detractores y emocionados amigos. La toma del poder
institucional por un partido revolucionario fue un hecho pero su viabilidad en
el tiempo dependía, en un contexto harto difícil, de las decisiones políticas de
un pequeño grupo revolucionario. Lenin y Trotsky eran, entre otros, los líderes
de aquel triunfo, pero discusión no era lo que faltaba entre ellos y otros no
menos importantes teóricos revolucionarios, que desde dentro y fuera del Partido
Bolchevique, acompañaban cada decisión con sus críticas. Esas enconadas
discrepancias fueron la raíz de no pocos
textos que hoy constituyen el más valioso legado político de aquella
Revolución.
Sin embargo, el termidor estalinista cerró el debate.
Como afirmará Trotsky, existía entre los “amigos de la U.R.S.S.” cierto
trasnochado consenso en considerar cualquier crítica peligrosa para la
edificación del socialismo[2]. Mientras que al interior Stalin se aseguraba de
fusilar la más mínima sospecha de disidencia. Las prácticas de censura y la vulgar apología
“izquierdista” sobrevivieron a Stalin, hasta el punto de amoldarse
sintomáticamente a la reproducción del modelo hasta sus últimos días. Si bien el
XX Congreso condenó los crímenes de Stalin, las prácticas inquisitivas contra el
pensamiento crítico y la rebeldía, aún la de probado carácter revolucionario, no
desapareció del todo, sino que se hizo más sutil, llegando a formar parte
constitutiva de la cultura política institucional, social e individual del
supuesto ciudadano socialista. Los comportamientos sociales inmediatos a la
caída del muro constataron que aquel individuo presuntamente consciente volitivo
se mostraba igual o más obnubilado que sus contemporáneos occidentales. La clase
política que, por décadas, había asumido el papel de vanguardia del proyecto
“socialista” prácticamente no se resistió y en muchos casos se
convirtió en protagonista de la
estructuración del “nuevo sistema económico y político”.
Incluso podríamos decir que, lamentablemente, la
acriticidad del Kremlin no dañó sólo al modelo eurosoviético, sino que se
extendió a través de su influencia a los partidos comunistas y grupos de
izquierda de todo el mundo. En este sentido, uno de los espacios más afectados
fue el teórico-académico e intelectual. El llamado “marxismo-leninismo”
o DIAMAT socializado por la escolástica estaliniana y que fuera colocado en el
pedestal de ciencia de las ciencias, para nada fue una alternativa válida del
diverso pensamiento marxista, sino que constituyó un retroceso lamentable.
Esmerados en justificar las prácticas concretas del
poder burocrático, los “marxistas-leninistas” se alejaron por completo
del referente real sobre el cual discurrían. Esto, unido a la lógica e histórica
animadversión que los aparatos de dominación burguesa aseguran como escenario para cualquier
pensamiento emancipador, creó las condiciones idílicas de posibilidad para la
extensión real y proclamada de la crisis del marxismo. Sin embargo, si por
crisis entendemos ese momento en que un modelo o sistema está agotado pero aún
vive, podríamos decir que aquel marxismo dogmático y doctrinario ha caído junto
al muro -aunque alguna vez asome su cadáver- bajo otras neolenguas.
No obstante, siempre podremos mencionar significativos
nombres de la intelligentsia marxista que en el campo teórico y/o axiológico,
nos han dejado su memoria histórica de combate para insistir, repensar, no
adaptarnos. Por otra parte, tengo la certeza de que en ciencias sociales, como
en la sociedad, la salud es siempre consustancial a la polémica y a las
alternativas que guían la búsqueda y creación de la verdad. Verdad siempre
revolucionaria, y que parafraseando a Foucault, nunca se posee, sino se ejerce
configurando un reticulado en el cual todos participamos. De eso trata
precisamente el texto de Rosa Luxemburgo sobre La Revolución
Rusa[3]: polémica, participación, creación y búsqueda de la
verdad, no sólo en el sentido académico de la palabra, sino como imprescindible
praxis revolucionaria.
Rosa Luxemburgo nació en 1871, pocos días antes de ser
proclamada la Comuna de París, y murió un año después de la toma del poder por
los bolcheviques. Así, entre “asaltos al cielo”, esta mujer, dedicó
todas sus energías a la causa de la revolución obrera. Desde su temprano
despertar político en Varsovia, hasta su cruel asesinato en Berlín en 1919,
Luxemburgo no descansó ni como teórica del marxismo, ni como militante de la
izquierda socialdemócrata.
Cuando triunfa la Revolución de Octubre, Rosa se
encuentra encerrada en una celda de Breslau, Alemania. En estas condiciones
escribe sus famosas notas sobre el triunfo revolucionario, y reflexiona sobre
las primeras medidas tomadas por la dirección bolchevique. Hay quienes atribuyen
a esta situación de enclaustramiento, cierta falta de información y perspectiva
para lograr un verdadero análisis objetivo de lo que sucedía en Rusia. En
realidad, la falta de información –digamos oficial- es una constante en la
historia del pensamiento subversivo, de ahí que el carácter revolucionario
necesite reforzar siempre su capacidad de leer entre líneas. De cualquier
manera, más allá de la cantidad de información con que Rosa contara, sus
palabras se defienden por sí mismas y más que una limitación, la situación en la
que escribe puede verse como parte de su agudeza política y su inquebrantable fe
revolucionaria.
Al parecer Rosa había escrito un artículo crítico sobre
la política bolchevique, expresamente para la revista de la Liga Espartaco. El
artículo fue rechazado por los editores pues consideraron que no debía haber
ambigüedad en el estricto apoyo de la Liga a los revolucionarios rusos. Paul
Levi, editor y amigo de Rosa, la convenció de la necesidad de ser extremadamente
cautelosos en este sentido, pues la información con que contaban los obreros
alemanes ya era bastante distorsionada. Quizá por eso aquellos apuntes sobre la
Revolución no fueron en principio escritos para la publicación, sino para el
propio Levi. Después de la expulsión de Levi del Partido Comunista en 1922, éste
los publicó por su propia cuenta. Lenin responde desde Pravda: “Paul Levi
quiere hacer buenas migas con la burguesía publicando los artículos en que
Luxemburgo se equivocó[4].” Podía decirse que la obra en cuestión tuvo un
nacimiento polémico y así ha continuado hasta hoy, pues aún es difícil encontrar
el texto íntegro. Esto, lógicamente, se ha prestado para que intelectuales de
las más disímiles tendencias rebanen de aquí y de allá para lograr el efecto
esperado. Vale recalcar que ni las críticas más iluminadas pueden sustituir la
lectura de la obra en tinta de su autora.
A la luz de los últimos acontecimientos, la obra de
Luxemburgo muchas veces malsanamente criticada y sepultada, necesita y merece
hoy, nuevos debates. Rosa ejerce su autorizado criterio en interrogantes
vigentes en el pensamiento marxista. ¿Es la revolución sólo posible para los
países a la vanguardia del desarrollo?. ¿Cuáles son y deben ser las prácticas de
un poder no burgués? ¿Cuál es el papel de un partido de la clase obrera?
¿Dictadura o democracia?. ¿Espontaneidad o vanguardia? En ese sentido, el
triunfo de Octubre es para Rosa un objeto obligado de su reflexión. Imposible
sofocar el pensamiento de aquella mujer, cuando para ella la locomotora de la
historia apenas echaba a andar.
Rosa coincide con Lenin en apostar por la Revolución en
un eslabón débil de la cadena imperialista. Rechaza que Rusia, como afirmaba
Kautsky y los mencheviques, no podía asumir tal reto, por ser un país atrasado y
predominantemente agrario. Para ella, la revolución es legítima y madura a pesar
de sus lógicas limitaciones:
“Sería una loca idea pensar que todo lo que se hizo o se dejó de
hacer en un experimento de dictadura del proletariado llevado a cabo en
condiciones tan anormales, representa el pináculo mismo de la perfección (...)
ni el idealismo más gigantesco ni el partido revolucionario más probado pueden
realizar la democracia y el socialismo, sino solamente distorsionados intentos
de una y otro”[5]
Mas esto no es para Rosa un demérito de los
bolcheviques, sino la confirmación de la necesidad vital de que para que la
Revolución y sus profundas transformaciones se consoliden, es imprescindible que
acuda en su auxilio el movimiento obrero internacional, no sólo en apoyo a Rusia
sino haciendo su propia revolución.
“... acción sin la cual hasta los mayores esfuerzos y sacrificios
del proletariado de un solo país, inevitablemente se confunden en un fárrago
de contradicciones y errores
garrafales”[6]
Rosa veía en el bolchevismo la expresión más acabada y
radical de la acción revolucionaria. En sus palabras se siente el temor a que
los bolcheviques no puedan sostenerse en el poder, entre la manifestación de
actitudes ineficaces de la extinta Internacional obrera y una revolución alemana
que no comparece. Rosa, al igual que Lenin, denuncia la bancarrota y anhela la
refundación de la Internacional, que debía caracterizarse por asumir la
dirección de la lucha revolucionaria de clase contra el imperialismo en todos
los países.
Para Rosa la esencia del triunfo de Lenin-Trotsky –la
mención del segundo agrega un motivo más para la desaparición del texto-, está
en la radicalidad de la política asumida por el Partido. Los bolcheviques no
evadieron las principales exigencias del pueblo ruso: paz y tierra. La consigna
“Todo el poder a los Soviets” entregó a los bolcheviques la espada de
la Revolución. Ellos eran el único partido capaz de comprender los objetivos y
tácticas reales, para nuclear y colocarse al frente de las clases, grupos y
sectores genuinamente revolucionarios.
“Queda claro que en toda revolución sólo podrá tomar la dirección y
el poder, el partido que tenga el coraje de plantear las consignas adecuadas
para impulsar el proceso hacia
delante.”[7]
Estas consideraciones, que no aparecen por primera vez en su
obra, no sólo obedecen a la justa valoración de la política bolchevique, sino
que es otro de sus puñetazos a la socialdemocracia alemana, a Kautsky, al
oportunismo, al reformismo y a todas las manifestaciones “centristas”
consideradas por ella traidoras a la causa de la revolución. La revolución avanza o pronto retrocede,
es una frase recurrente en su pensamiento; no hay punto medio, no hay
concesiones, la política revolucionaria no permite la
indecisión.
“Los bolcheviques representaron todo el honor y la capacidad
revolucionaria de que carecía la socialdemocracia occidental. Su insurrección
de Octubre no sólo salvó realmente la Revolución Rusa; también salvó el honor
del socialismo internacional.” [8]
Si bien la Revolución Rusa constituía un paradigma, este
no era ni podía ser perfecto e infalible. A Rosa le preocupan las
generalizaciones normativas que Rusia podía fundar dentro del proletariado
internacional. Las siempre cuestionables prácticas de poder, y las primeras
medidas tomadas por el gobierno revolucionario, pulsan en Rosa un examen
político desechando la vulgar y, por principio, reactiva apología.
“Lo que podrá sacar a la luz los tesoros de las experiencias y las
enseñanzas, no será la apología acrítica sino la crítica penetrante y
reflexiva.” [9]
Rosa pone su atención en el problema agrario como tarea
política y económica de primer orden. Su tesis en este sentido, es sencilla y
lúcida. La consigna leninista “vayan y aprópiense de la tierra” no
facilita una transición coherente hacia la futura reforma socialista en la
agricultura, sino que la perjudica. Para Rosa, los bolcheviques, tan enfrascados
en ganar el apoyo de hoy, han comprometido el futuro del proyecto socialista.
Tornar de forma súbita y caótica la propiedad terrateniente en pequeñas
propiedades campesinas, constituye un error pues no se puede convertir
propiedades de relativa eficiencia, en primitivas unidades con técnicas
atrasadas. ¿Cómo resolverán ahora el necesario abasto de productos sin poner a
la ciudad a merced de la especulación campesina? ¿Cómo convencer mañana a esa
masa rural convertida en propietaria, que socialice la propiedad en pro del
desarrollo y el socialismo?.
“La reforma agraria leninista creó una nueva y poderosa capa de
enemigos populares del socialismo en el campo, enemigos cuya resistencia será
más peligrosa y firme que la de todos los grandes terratenientes nobles.”
[10]
¿Qué debía hacerse?. Ella afirma que cualquiera que sea
la política particular adoptada
por una economía socialista en el
agro, debe primero nacionalizar la gran empresa y acercar la agricultura a la
industria. Rosa comprende la imposibilidad de resolver en esos momentos la tarea
más difícil, pero sostiene que un gobierno socialista no debe tomar medidas en
su etapa de transición, que nieguen o traben las futuras transformaciones de las
relaciones agrarias. No nos explica más, quizás estaba fuera de sus manos
precisar o lo consideró inapropiado. De cualquier manera, la tesis de Rosa en su
sentido normativo me parece certera. De hecho, Lenin había manifestado en junio
de 1917 : “... a menos que la tierra sea cultivada en común por los
trabajadores agrícolas usando la maquinaria más moderna y el asesoramiento
científico-técnico de especialistas agrónomos, no habrá escape posible del yugo
del capitalismo” [11]
Una reflexión similar le merece a Rosa su análisis sobre
la “cuestión de las nacionalidades”. Este capítulo constituye una de
las críticas más claras del apoyo bolchevique al derecho de las naciones a su
autodeterminación. Tampoco era la primera vez que atacaba enconadamente este
problema dentro de los programas socialistas. En el texto conocido como “El
folleto de Junius” publicado en abril de 1916 afirmaba:
“La misión inmediata del socialismo es la liberación espiritual del
proletariado de la tutela de la burguesía, que se expresa a través de la
influencia de la ideología nacionalista. Las secciones nacionales deben
denunciar en la prensa y el parlamento, que el palabrerío hueco del
nacionalismo es un instrumento de la dominación burguesa”
[12]
Lenin defendía la libertad de aquellos pueblos oprimidos
por el Imperio Zarista, a ejercer su voluntad de separarse de Rusia. La autora,
con cierta ironía, apunta que esa inconsecuente “vocación democrática”
de los bolcheviques no es más que un mal cálculo político. ¿Es acaso la
voluntad del pueblo la que se impondrá?. Rosa comprende que las burguesías se
apoderan de este derecho como instrumento de la contrarrevolución contra Rusia. Afirma que Lenin debió
defender con “uñas y dientes la integridad del Imperio Ruso como área
revolucionaria”.[13]
Rosa apunta que los bolcheviques socializan tácticas
políticas impuestas en fatales circunstancias, como si fueran virtudes de la
Revolución. Es cierto que la agresión permanente del imperialismo –apunta la
autora- no permite a los bolcheviques contar con un amplio margen de
alternativas políticas con relación a las naciones alógenas. Sin embargo, se
acude a la fraseología vacía del nacionalismo burgués para demostrar una
vocación democrática que al interior de la sociedad –cree la autora- se ha
comprometido negativamente. Para Rosa, no es el discurso democrático que apela a
la soberanía el que garantiza la revolución, pues éste puede fácilmente ser
manipulado por las elites burguesas nacionales, sino una democracia cotidiana
que involucre a los actores sociales comprometidos con el cambio. No obstante,
los desacuerdos entre Lenin y Rosa,
en cuanto a la cuestión de las nacionalidades, respondieron más a una
táctica que a la teoría de Lenin sobre el nacionalismo y el derecho de
autodeterminación.
A partir de aquí el texto se adentra en lo que pudiera
considerarse el núcleo duro de las disensiones entre Rosa y el bolchevismo. Rosa
analiza la disolución de la Asamblea Constituyente, el derecho al sufragio, la
corrupción y el papel de los mecanismos democráticos de poder, la dictadura y la
democracia. Montañas de artículos se han escrito argumentando las limitaciones
de Luxemburgo o su posterior acercamiento a las concepciones leninistas, quizás
en respuesta a tesis que convertían a Luxemburgo en el paradigma del llamado
socialismo democrático o de tercera vía. En cuanto a la obra en cuestión, los
“marxistas-leninistas” tendían a ocultarla o negarle madurez, mientras
los socialdemócratas la proclamaban “el testamento político de
Luxemburgo”. Unos y otros intentaron clausurar el sentido de la obra en
función de intenciones políticas muy apartadas de la praxis revolucionaria que
incentivó el pensamiento de la revolucionaria.
Leer el texto rechazando interpretaciones dicotómicas
es, sin dudas, encontrar preguntas medulares que continúan provocando insomnio
al carácter emancipador. Hoy
importa menos si Rosa posteriormente se acercó a Lenin o viceversa, en la
discusión teórica sobre el poder,
mucho más trascendente es la polémica en sí, que enriquece y aporta puntos de
partida a un debate que no cuenta con definiciones infalibles. Cargar la balanza
hacia uno u otro lado es anquilosar peligrosamente el pensamiento, persistir en
el debate es, ante todo, negar que hayamos llegado al fin de la historia. El
tema de las necesarias rupturas entre las prácticas políticas de una revolución
burguesa y una revolución emancipadora, en cuanto a la socialización del poder,
debe constituir uno de los núcleos duros del debate entre los actores sociales
comprometidos con el cambio y la subversión política de la hegemonía dominadora.
Lenin había propuesto que el Congreso de los Soviets se
convirtiera en Asamblea Constituyente, pero este criterio no tuvo consenso pues
el Partido Bolchevique había utilizado la convocatoria sin demora a la Asamblea,
como política contra el Gobierno Provisional. Sin embargo, era evidente que la
Asamblea sería configurada con una mayoría del ala derecha del partido
social-revolucionario, decidido a entorpecer el camino bolchevique, creando una
situación de doble poder intolerable para el nuevo gobierno. En la mañana del 20
de enero, el gobierno declara disuelta la Asamblea con el argumento de que ésta
estaba incapacitada para asumir el giro político radical que significaba la
Revolución. Se deshacía así un grave peligro, y esto era posible pues no existía
en el pueblo ruso una tradición afín al parlamento como institución
representativa.
Rosa aprueba la disolución de aquella Asamblea, pero
insta a salvar los fundamentos de la institución como instrumento democrático
para el nuevo contexto de relaciones sociales que una Revolución socialista
debía establecer. Para ella el parlamento, el sufragio, la libertad de prensa,
asociación, reunión, etc. son meros mecanismos formales en manos de la
burguesía, pero reales y efectivos como control y consulta popular en un nuevo
orden socialista. Luxemburgo aprueba el puño de hierro expresado en política
concreta contra enemigos de la Revolución, pero la rechaza en tanto “ley general de largo
alcance” lo cual afecta la democracia no sólo como valor, sino como
instrumento de la política socialista. No es un problema de mera justicia –nos
dice- sino una necesidad vital para la libertad política donde intervienen
amplias masas.
“Con toda seguridad, toda institución democrática tiene sus límites
e inconvenientes, lo que indudablemente sucede con todas las instituciones
humanas. Pero el remedio que encontraron Lenin y Trotsky, la eliminación de la
democracia como tal, es peor que la enfermedad que se supone va a curar, pues
detiene la única fuente viva de la cual puede surgir el correctivo a todos los
males innatos de las instituciones sociales. Esa fuente es la vida política
activa, sin trabas, enérgica, de las más amplias masas populares.”
[14]
En su análisis sobre la dictadura del proletariado, la
autora insiste que será cualitativamente superior en correspondencia al
entrenamiento y cultura política del pueblo. Cultura política que se gana sólo
en el ejercicio del poder, y para esto las masas no pueden vivir en estado de
asepsia, alejadas de las decisiones públicas, donde siempre será inevitable
disentir. Las tareas y fines propuestas por los bolcheviques, necesitan de la
experiencia y la politización de la masa. Podríamos interpretar de Rosa importa
menos el número de militantes del partido, que las influencias recíprocas
establecidas entre éste y la sociedad sobre la base de la libertad
política.
El marxismo dogmático sostiene que la clase obrera
tiende a una conciencia corporativa o tradeunionista como expresión de sus
intereses inmediatos. La ideología viene desde el exterior y sería la acción del
Partido quien, conformado por intelectuales identificados con la clase obrera y
sectores esclarecidos, conformaría una vanguardia. Vanguardia que dirige a la
vez que educa. Se trata de hacer comprender –por métodos persuasivos- los fines
históricos del proyecto e inculcar en la clase comportamientos de unidad
revolucionaria coherentes con él.
Sin embargo -apunta Rosa- ese momento político en el
cual un partido se pone a la vanguardia, no es un don dado de una vez y para
siempre, sino que debe constituirse en la lucha cotidiana, el riesgo político y
el aprovechamiento de la experiencia de la masa; principios esenciales para evitar la burocratización y
anquilosamiento de las prácticas de poder. El propio Lenin dedicó sus últimas
energías a luchar contra el fenómeno burocrático. No obstante, fue dominante la
idea de que el burocratismo era un fenómeno hereditario y no un efecto
sistémico. En el texto de Rosa podemos enfrentar el vigente peligro de sostener
una visión instrumental del aparato estatal, donde la unidad de los actores
sociales junto a su vanguardia se asuma como un principio a priori y no como la
consecuencia política de la acción de una masa críticamente politizada. Es
preciso no olvidar que la revolución bolchevique, (como cualquier revolución
emancipadora) “no se trataba de una alternancia en el gobierno, sino de una
alternativa (...) de dimensión mundial.”[15] Y esto hace imprescindible no
cejar en esta discusión.
Es esencial analizar con seriedad las condiciones de
posibilidad que permitieron a Stalin llegar y consolidar su megapoder mediante
una estructura piramidal de orden y mando. A contrapelo del discurso, es
conocido que el Buró Político concentró un poder incontestable y monopolizó las
decisiones a todos los niveles. Es al pensamiento revolucionario a quien
corresponde hacer la crítica más filosa contra un régimen que muy lejos de
cometer errores, cometió el
genocidio contra su propio pueblo. ¿Quién puede negar hoy que los peligros que
Rosa mencionaba fueran ciertos?
“... en realidad dirigen sólo una docena de cabezas pensantes, y de
vez en cuando se invita a una elite de la clase obrera a reuniones donde deben
aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las
mociones propuestas –en el fondo, entonces, una camarilla- una dictadura, por
cierto, no la dictadura del proletariado sino la de un grupo de políticos, es
decir, una dictadura en el sentido burgués.”
[16]
Encierran esas palabras no sólo la crítica a un orden
burocratizado o teoría del sustitutismo, sino un análisis mucho más profundo. La
crítica al sentido burgués es el cuestionamiento a una racionalidad ilustrada en
el molde de las relaciones de poder, o sea, el discurso que establece que los
atributos de saber generan una asimetría de los roles sociales, donde los que
saben “iluminados” tienen el deber de conducir al otro a una tierra
prometida, sin que medien resistencias ni actitudes subversivas.[17] Rosa
comparte el criterio del Partido como educador, pero esta “educación”,
cuando se instrumentaliza en dominación, objetualiza a los actores sociales
hasta el extremo de imposibilitar toda autonomía.
La crítica al sentido burgués es la crítica a la
doctrina liberal limitada a plantearse y reproducir mecanismos de control para
que, gobierne quien gobierne, el sistema responda a los intereses de toda la
clase burguesa (y no sólo a un sector de dicha clase). Por supuesto, esta idea
normativa debe ser superada por el pensamiento emancipador. De hecho, sería muy
difícil sustentar la tesis “el fin justifica los medios” para una
revolución política cuyo objetivo sea la emancipación. Es de suponer, que toca a
la política revolucionaria crear prácticas de poder, no instrumentalizadas,
superando esa lógica burguesa de dominación.
“... siempre hemos
denunciado el duro contenido de desigualdad social y falta de libertad que se
esconde bajo la dulce cobertura de la igualdad y la libertad formales” –y
agrega- “Pero la democracia socialista no es algo que recién comienza en la
tierra prometida, después de creados los fundamentos de la economía
socialista, no llega como una suerte de regalo de Navidad para los ricos
quienes, mientras tanto, apoyaron lealmente a un puñado de dictadores
socialistas. La democracia socialista comienza simultáneamente con la
destrucción del dominio de clase y la construcción del socialismo. Comienza en
el momento mismo de la toma del poder por el partido socialista. Es lo mismo
que la dictadura del proletariado.”
[18]
Hoy se impone una visión amplia del concepto
“dictadura del proletariado”. Asumir que el cambio social deviene de un
conjunto de fuerzas que coexisten enajenadas de las decisiones políticas y
atrapadas por el entramado burocrático y burgués. Plurales son las formas de
dominación y plurales serán las formas de expresión subversivas y las acciones
liberadoras. Es imprescindible la superación de esquemas instrumentales de la
política, del Estado y de la democracia, que reducen nuestra crítica política a
la utilización deseable de alguna que otra plomería de administración y control
del desastre.
Superar esa clausura del sentido burgués (liberal,
positivista) es asumir la democracia como acción que se ejerce para expresar los
proyectos crítico-reflexivos nacidos de los imaginarios sociales. De manera, que
nos compromete a todos la lucha por una verdadera socialización del poder. Poder
que nunca es atributo exclusivo y excluyente de un Estado o institución, sino un
componente inmanente a toda relación social y de la cual podemos y debemos
apropiarnos para subvertir su lógica y funcionamiento. Hablar, por tanto, de
política, asumiendo las experiencias y múltiples ensayos históricos de lucha
contra la hegemonía del capital, implica hacer de la democracia no una obra
ingeniera para garantizar la gobernabilidad de un hombre estigmatizado por
naturaleza, sino un acto de creación emancipadora.
Quizá es cierto que ni Marx ni Lenin ni Rosa, pueden
ofrecernos todas las respuestas y preguntas que hoy necesitamos. Pero, sin
dudas, ellos abrieron brechas y hoy es imprescindible apropiarnos de su memoria
histórica de combate. Así vio Lenin a Rosa “como un águila de la cual había
que publicar sus obras completas, pues serían útiles a muchas
generaciones”[19]. Desde esa perspectiva la polémica Lenin-Rosa me anima a
creer que la sociedad deseable implica la subversión de todo modelo autoritario
que reproduzca la objetualización de los actores sociales. De modo que, la
emancipación, es decir, la socialización del poder que nos constituye, sea la
acción que comprometa a la democracia en cada una de nuestras relaciones
personales y sociales.
Referencias
[1] El texto pertenece a una fecha anterior al Encuentro Internacional
Rosa Luxemburgo y los problemas contemporáneos que
fuera publicado bajo el título Rosa Luxemburgo. Una rosa roja para el
Siglo XXI. Ed: Centro de investigación y desarrollo de la cultura cubana
Juan Marinello, La Habana, 2001. Al parecer la preocupación por el silencio en
torno a la obra de Luxemburgo fue un interés compartido.
[2] Trotsky, León: La Revolución Traicionada. Ed: Pathfinder,
Nueva York, 2000, pp. 27-30.
[3] Luxemburgo, Rosa: II obras escogidas “La Revolución Rusa” Bogotá,
1976. Ed: Pluma, 1976, pp.
179-219.
[4] Ibídem. “Notas de un periodista” por V.I. Lenin, pp. 273-274.
[5] Ibídem, p. 184.
[6] Idem.
[7] Ibídem. p. 208
[8] Ibídem. p. 191.
[9] Idem.
[10] Ibídem, p. 195.
[11] Hill, Christopher: “La Revolución Rusa” Ed:
Revolucionaria, La Habana, 1978
[12] Luxemburgo, Rosa: “El folleto Junius: la crisis de la
socialdemocracia” Bogotá, Ed. Pluma, 1976, p.147.
[13] Ibídem: Op. Cit. 1976, pp. 195-202.
[14] Ibídem, p. 206.
[15] Fung, Thalía: ¿Ciencia política en Lenin? Conjeturas y
bosquejos, En revista, Marx Ahora No 4-5, La
Habana, 1997, p. 63.
[16] Luxemburgo: Op. Cit., 1976, p. 212.
[17] Acanda, Jorge Luis: ¿Bolcheviques en el psicoanálisis?.
En revista: Temas No 14, abril-junio 1998, La
Habana, pp. 133-114.
[18] Luxemburgo: Op. Cit., p. 215.
[19]V.I. Lenin: Op.
Cit., p. 273.
¿Qué es la URSS?
Relaciones sociales
La propiedad estatizada de los medios de
producción domina casi exclusivamente en la industria. En la agricultura sólo
está representada por los sovjoses, que no abarcan más que el 10% de las
superficies sembradas. En los koljoses, la propiedad cooperativa o la de las
asociaciones se combina en proporciones variables con las del Estado y las del
individuo. El suelo perteneciente jurídicamente al Estado, pero concedido “a
goce perpetuo” a los koljoses, difiere poco de la propiedad de las
asociaciones. Los tractores y las máquinas pertenecen al Estado; el equipo de
menor importancia, a la explotación colectiva. Todo campesino de koljos tiene,
además, su empresa privada. El 10% de los cultivadores permanece
aislado.
Según el censo de 1934, el 28,1% de la
población estaba compuesto por obreros y empleados del Estado. Los obreros
célibes de industria y de la construcción eran 7,5 millones en 1935. Los
koljoses y los oficios organizados por la cooperación constituían, en la época
del censo, el 45,9% de la población. Los estudiantes, los militares, los
pensionados y otras categorías que dependen inmediatamente del Estado, el 3,4%.
En total, el 74% de la población pertenecía al “sector socialista” y
disponía del 95,8% del capital del país. Los campesinos aislados y los artesanos
representaban todavía (en 1934) el 22,5% de la población, pero apenas poseían un
poco más del 4 % del capital nacional.
No ha
habido censo desde 1934, y el próximo se efectuara en 1937. Sin embargo, es
indudable que el sector privado de la economía ha sufrido nuevas limitaciones en
favor del “sector socialista”. Los cultivadores individuales y los
artesanos constituyen en la actualidad, según los órganos oficiales, cerca del
10 % de la población, o sea 17 millones de almas; su importancia económica ha
caído mucho más bajo que su importancia numérica. Andreev, secretario del Comité
Central, declaraba en abril de 1936: “En 1936, el peso específico de la
producción socialista en nuestro país debe constituir el 98,5 %, de manera que
no le quedará al sector no socialista más que un insignificante 1,5%...”
Estas cifras optimistas parecen, a primera vista, probar irrefutablemente la
victoria “definitiva e irrevocable” del socialismo. Pero, desdichado
del que detrás de la aritmética no vea la realidad
social.
Estas mismas cifras son un poco forzadas.
Basta indicar que la propiedad privada de los miembros de los koljoses está
comprendida en el “sector socialista”. Sin embargo, el eje del problema no está
allí. La indiscutible y enorme superioridad estadística de las formas estatales
y colectivas de la economía, por importante que sea para el porvenir, no aleja
otro problema igualmente importante: el del poder de las tendencias burguesas en
el seno mismo del “sector socialista”, y no solamente en la agricultura, sino
también en la industria. La mejoría del estándar de vida obtenida en el país,
basta para provocar un crecimiento de las necesidades, pero de ninguna manera
basta para satisfacerlas. El propio dinamismo del desarrollo económico implica
cierto despertar de los apetitos pequeñoburgueses, y no únicamente entre los
campesinos y los representantes del trabajo “intelectual”, sino también
entre los obreros privilegiados. La simple oposición de los cultivadores
individuales a los koljoses y de los artesanos a la industria estatizada, no dan
la menor idea de la potencia explosiva de estos apetitos que penetran en toda la
economía del país y se expresan, para hablar sumariamente, en la tendencia de
todos y de cada uno, de dar a la sociedad lo menos que pueden y sacar de ella lo
más.
La solución de los problemas de consumo y de
competencia para la existencia, exige la misma energía e ingeniosidad, cuando
menos, que la edificación socialista en el sentido propio de la palabra; de allí
proviene, en parte, el débil rendimiento del trabajo social. Mientras que el
Estado lucha incesantemente contra la acción molecular de las fuerzas
centrífugas, los propios medios dirigentes constituyen el lazo principal de la
acumulación privada lícita o ilícita. Enmascaradas por las nuevas normas
jurídicas, las tendencias pequeñoburguesas no se dejan asir fácilmente por la
estadística. Pero la burocracia “socialista”, esta asombrosa
contradictio in adjecto, monstruosa excrecencia social, siempre
creciente, y que se transforma, a su vez, en causa de fiebres malignas de la
sociedad, comprueba su claro predominio en la vida económica.
La nueva Constitución, construida enteramente,
tal como veremos, sobre la identificación de la burocracia y del Estado -así
como del pueblo y del Estado-, dice: “La propiedad del Estado, en otras
palabras, la de todo el pueblo...”. Sofisma fundamental de la doctrina
oficial. No es discutible que los marxistas, comenzando por el mismo Marx, hayan
empleado con relación al Estado obrero los términos de propiedad
“estatal”, “nacional” o “socialista”, como sinónimos.
A grandes escalas históricas, esta manera de hablar no presentaba
inconvenientes; pero se transforma en fuente de groseros errores y de engañifas
al tratarse de las primeras etapas, aún no aseguradas, de la evolución de la
nueva sociedad aislada y retrasada, desde el punto de vista económico, con
relación a los países capitalistas.
Para que la
propiedad privada pueda llegar a ser social, tiene que pasar ineludiblemente por
la estatización, del mismo modo que la oruga, para transformarse en mariposa,
tiene que pasar por la crisálida. Pero la crisálida no es una mariposa. Miríadas
de crisálidas perecen antes de ser mariposas. La propiedad del Estado no es la
de “todo el pueblo” más que en la medida en que desaparecen los
privilegios y las distinciones sociales y en que, en consecuencia, el Estado
pierde su razón de ser. Dicho de otra manera: la propiedad del Estado se hace
socialista a medida que deja de ser propiedad del Estado. Por el contrario,
mientras el Estado soviético se eleva más sobre el pueblo, más duramente se
opone, como el guardián de la propiedad, al pueblo dilapidador, y más claramente
se declara contra el carácter socialista de la propiedad
estatizada.
“Aún estamos lejos de la supresión
de las clases”, reconoce la prensa oficial, y se refiere a las diferencias
que subsisten entre la ciudad y el campo, entre el trabajo intelectual y el
manual. Esta confesión puramente académica tiene la ventaja de justificar por el
trabajo “intelectual” los ingresos de la burocracia. Los
“amigos”, para quienes Platón es más caro que la verdad, también se
limitan a admitir en estilo académico la existencia de vestigios de desigualdad.
Pero estos vestigios están muy lejos de bastar para dar una explicación a la
realidad soviética. Si la diferencia entre la ciudad y el campo se ha atenuado
desde determinados puntos de vista, en cambio, desde otros se ha profundizado, a
causa del rápido crecimiento de la civilización y del confort en las ciudades,
es decir, de la minoría ciudadana. La distancia social entre el trabajo manual y
el intelectual, en lugar de disminuir, ha aumentado durante los últimos años, a
pesar de la formación de cuadros científicos salidos del pueblo. Las barreras
milenarias de las castas que aíslan al hombre -al ciudadano educado del mujik
inculto, al mago de la ciencia del peón-, no solamente se han mantenido bajo
formas más o menos atenuadas, sino que renacen abundantemente y revisten un
aspecto provocativo.
La famosa consigna: “Los
cuadros lo deciden todo”, caracteriza mucho más francamente de lo que
quisiera Stalin a la sociedad soviética. Por definición, los cuadros están
llamados a ejercer la autoridad. El culto a los cuadros significa, ante todo, el
de la burocracia, de la administración, de la aristocracia técnica. En la
formación y en la educación de los cuadros, como en otros dominios, el régimen
soviético realiza una labor que la burguesía ha terminado desde hace largo
tiempo. Pero como los cuadros soviéticos aparecen bajo el estandarte socialista,
exigen honores casi divinos y emolumentos cada vez más elevados. De manera que
la formación de cuadros “socialistas” va acompañada por un renacimiento
de la desigualdad burguesa.
Puede parecer que no
existe ninguna diferencia, desde el punto de vista de la propiedad de los medios
de producción, entre el mariscal y la criada, entre el director de trusts y el
peón, entre el hijo del comisario del pueblo y el vagabundo. Sin embargo, los
unos ocupan bellos departamentos, disponen de varias villas en diversos rincones
del país, tienen los mejores automóviles y, desde hace largo tiempo, ya no saben
cómo se limpia un par de zapatos; los otros viven en barracas, en las que faltan
frecuentemente los tabiques, están familiarizados con el hambre y no se limpian
los zapatos porque andan descalzos. Para el dignatario, esta diferencia no tiene
importancia; para el peón, es de las más
importantes.
Algunos “teóricos”
superficiales pueden consolarse diciéndose que el reparto de bienes es un factor
de segundo orden en comparación con la producción. Sin embargo, la dialéctica de
las influencias recíprocas guarda toda su fuerza. El destino de los medios
nacionalizados de producción se decidirá, a fin de cuentas, según la evolución
de las diferentes condiciones personales. Si un vapor se declara propiedad
colectiva, y los pasajeros quedan divididos en primera, segunda y tercera clase,
es comprensible que la diferencia de las condiciones reales terminará por tener,
a los ojos de los pasajeros de tercera, una importancia mucho mayor que el
cambio jurídico de la propiedad. Por el contrario, los pasajeros de primera
expondrán gustosamente, entre café y cigarrillos, que la propiedad colectiva es
todo, que, comparativamente, la comodidad de los camarotes no es nada. Y el
antagonismo resultante de estas situaciones asestará rudos golpes a una
colectividad inestable.
La prensa soviética ha
relatado con satisfacción que un chiquillo al visitar el jardín de aclimatación
de Moscú preguntó a quién pertenecía el elefante, y al oír decir: “Al
Estado”, concluyó inmediatamente: “Entonces también es un poco
mío”. Si en realidad hubiera que repartir el elefante, los valiosos
colmillos irían a los privilegiados, algunos dichosos apreciarían el jamón del
paquidermo, y el mayor número tendría que contentarse con las tripas y las
sobras. Los chiquillos perjudicados en el reparto se sentirían poco inclinados a
confundir su propiedad con la del Estado. Los jóvenes vagabundos no tienen como
propiedad más que lo que acaban de robar al Estado. Es muy probable que el
chiquillo del jardín de aclimatación fuese el hijo de un personaje influyente
habituado a pensar que “El Estado soy
yo”.
Si traducimos, para expresarnos mejor,
las relaciones socialistas en términos de Bolsa, los ciudadanos serían los
accionistas de una empresa que poseyera las riquezas del país. El carácter
colectivo de la propiedad supone un reparto “igualitario” de las
acciones y, por tanto, un derecho a dividendos iguales para todos los
“accionistas”. Los ciudadanos, sin embargo, participan en la empresa
como accionistas y como productores. En la fase inferior del comunismo, que
hemos llamado socialismo, la remuneración del trabajo se hace aún según las
normas burguesas, es decir, de acuerdo con la cualificación del trabajo, su
intensidad, etc.
Los ingresos teóricos de un
ciudadano se forman, pues, de dos partes, a + b, el dividendo más el salario.
Mientras más desarrollada es la técnica y la organización económica está más
perfeccionada, mayor será la importancia del factor a con relación a b; y será
menor la influencia ejercida sobre la condición material por las diferencias
individuales del trabajo. El hecho de que las diferencias de salario en la
U.R.S.S. no sean menores, sino mayores, que en los países capitalistas, nos
impone la conclusión de que las acciones están repartidas desigualmente y que
los ingresos de los ciudadanos implican, al mismo tiempo que un salario
desigual, partes desiguales del dividendo. Mientras que el peón no recibe más
que b, salario mínimo que recibiría en idénticas condiciones en una empresa
capitalista, el stajanovista y el funcionario reciben 2a + b o 3a + b, y así
sucesivamente. Por otra parte, b puede transformarse en 2b, 3b, etc. En otras
palabras, la diferencia de los ingresos no sólo está determinada por la simple
diferencia del rendimiento individual, sino por la apropiación enmascarada del
trabajo de otros. La minoría privilegiada de los accionistas vive a costa de la
mayoría expoliada.
Si se admite que el peón
soviético recibe más de lo que recibiría, con el mismo nivel técnico y cultural,
en una empresa capitalista, es decir, que es un pequeño accionista, su salario
debe considerarse como a + b. Los salarios de las categorías mejor pagadas serán
expresados, en este caso, por la fórmula 3a + 2b; 10a + 15b, etc., lo que
significaría que mientras que el peón tiene una acción, el stajanovista tiene 3
y el especialista, 10; y que, además, sus salarios, en el sentido propio de la
palabra, están en la proporción de 1 a 2 y a 15. Los himnos a la sagrada
propiedad socialista parecen, bajo estas condiciones, mucho más convincentes
para el director de fábrica o de trust o el stajanovista, que para el obrero
ordinario o para el campesino del koljos. Ahora bien, los trabajadores no
cualificados constituyen la inmensa mayoría en la sociedad, y el socialismo debe
contar con ellos y no con una nueva
aristocracia.
“El obrero no es, en nuestro
país, un esclavo asalariado, un vendedor de trabajo-mercancía. Es un trabajador
libre” (Pravda). En la actualidad, esta fórmula elocuente no es más que una
inadmisible fanfarronada. El paso de las fábricas a poder del Estado no ha
cambiado más que la situación jurídica del obrero; de hecho, vive en medio de la
necesidad, trabajando cierto número de horas por un salario dado. Las esperanzas
que el obrero fundaba antes en el partido y en los sindicatos, las ha
trasladado, después de la Revolución, sobre el Estado que él mismo ha creado.
Pero el trabajo útil de ese Estado se ha visto limitado por la insuficiencia de
la técnica y de la cultura. Para mejorar una y otra, el nuevo Estado ha
recurrido a los viejos métodos: agotamiento de los nervios y de los músculos de
los trabajadores. Se ha formado todo un cuerpo de aguijoneadores. La gestión de
la industria se ha hecho extremadamente burocrática. Los obreros han perdido
toda influencia en la dirección de las fábricas. Trabajando por piezas, viviendo
en medio de un malestar profundo, privado de la libertad de desplazarse,
sufriendo hasta en la misma fábrica un terrible régimen policiaco, el obrero
difícilmente podrá sentirse un “trabajador libre”. Para él, el
funcionario es un jefe; el Estado, un amo. El trabajo libre es incompatible con
la existencia del Estado burocrático.
Todo lo que
acabamos de decir se aplica al campo, con algunos correctivos necesarios. La
teoría oficial erige la propiedad de los koljoses en propiedad socialista. La
Pravda escribe que los koljoses “ya son en
realidad comparables a las empresas de Estado del tipo socialista”. Agrega
inmediatamente que la “garantía del desarrollo socialista de la agricultura
reside en la dirección de los koljoses por el partido bolchevique”, esto es
trasladarnos de la economía a la política. Es decir, que las relaciones
socialistas están establecidas, por el momento, no en las verdaderas relaciones
entre los hombres, sino en el corazón tutelar de los superiores. Los
trabajadores harán bien en desconfiar de este corazón. La verdad es que la
economía de los koljoses está a medio camino entre la agricultura parcelaria
individual y la economía estatal; y que las tendencias pequeñoburguesas en el
seno de los koljoses son completadas, de la mejor manera, por el rápido
crecimiento del haber individual de los campesinos.
Con sólo 4 millones de hectáreas, contra 108
millones de sembradíos colectivos, o sea menos del 4% las parcelas individuales
de los miembros de los koljoses, sometidas a una cultura intensiva, proporcionan
al campesino los artículos más indispensables para su consumo. La mayor parte
del ganado mayor, de los corderos, de las cerdos, pertenece a los miembros de
los koljoses y no a los koljoses. Sucede frecuentemente que los campesinos den a
sus parcelas individuales el principal cuidado y releguen a segundo término los
koljoses de débil rendimiento. Los koljoses que pagan mejor la jornada de
trabajo ascienden, por el contrario, un escalón, formando una categoría de
granjeros acomodados. Las tendencias centrífugas no desaparecen aún, por el
contrario, se fortifican y se extienden. En cualquier caso, los koljoses por el
momento no han logrado más que transformar las formas jurídicas de la economía
en el campo; particularmente, en el modo de reparto de los ingresos; casi no han
afectado a la antigua isba, a la hortaliza, a la cría de ganado, al ritmo del
penoso trabajo de la tierra, ni aun a la antigua manera de considerar al Estado,
que si ya no sirve a los propietarios territoriales y a la burguesía, toma
demasiado al campo para la ciudad y mantiene a demasiados funcionarios
voraces.
Las categorías siguientes figurarán en el
censo del 6 de enero de 1937: obreros, empleados, trabajadores de koljoses,
cultivadores individuales, artesanos, profesiones libres, servidores del culto,
no trabajadores. El comentario oficial precisa que no se incluyan otras rúbricas
porque no hay clases en la U.R.S.S. En realidad tal estadística esta concebida
para disimular la existencia de medios privilegiados y de bajos fondos
desheredados. Las verdaderas capas sociales a las que se hubiera debido señalar,
por medio de un censo honrado, son éstas: altos funcionarios, especialistas y
otras personas que viven burguesamente; capas medias e inferiores de
funcionarios y especialistas que viven como pequeño burgueses; aristocracia
obrera y koljosiana, situada casi en las mismas condiciones que los anteriores;
obreros medios; campesinos medios de los koljoses; obreros y campesinos próximos
al lumpen proletariado o proletariado “declasséé”; jóvenes vagabundos,
prostitutas y otros.
Cuando la nueva constitución
declara que “la explotación del hombre por el hombre se ha abolido en la
U.R.S.S.” dice lo contrario de la verdad. La nueva diferenciación social ha
creado las condiciones para un renacimiento de la explotación bajo las
formas más bárbaras, como son la compra del hombre para el servicio personal de
otro. El servicio doméstico no figura en las hojas de censo, debiendo
comprenderse, evidentemente, en la rúbrica “obreros”. Los problemas
siguientes no se plantean: ¿El ciudadano soviético tiene domésticos, y cuáles
(camarera, cocinera, nodriza, niñera, chofer)?. ¿Tiene un auto a su servicio?.
¿De cuántas habitaciones dispone?. No se habla de la magnitud de su salario. Si
volviera a ponerse en vigor la regla soviética que priva de derechos políticos a
quien explote el trabajo de otro, se vería que las cumbres dirigentes de la
sociedad soviética debían ser privadas del beneficio de la constitución.
Felizmente, se ha establecido una igualdad completa de los derechos... entre el
amo y los criados.
Dos tendencias opuestas se
desarrollan en el seno del régimen. Al desarrollar las fuerzas productivas -al
contrario del capitalismo estancado-, ha creado los fundamentos económicos del
socialismo. Al llevar hasta el extremo -con su complacencia para los dirigentes-
las normas burguesas del reparto, preparan una restauración capitalista. La
contradicción entre las formas de la propiedad y las normas de reparto, no puede
crecer indefinidamente. De manera es, que las normas burguesas tendrán que
extenderse a los medios de producción, o las normas de reparto tendrán que
concederse a la propiedad socialista. La burocracia teme la revelación de esta
alternativa. En todas partes: en la prensa, en la tribuna, en la estadística, en
las novelas de sus escritores y en los versos de sus poetas, en el texto de su
nueva constitución, emplea las abstracciones del vocabulario socialista para
ocultar las relaciones sociales en las ciudades y en el campo. Esto es lo que
hace tan falsa, tan mediocre y tan artificial la ideología
oficial.
¿Capitalismo de Estado?
Ante fenómenos nuevos, los hombres suelen buscar
un refugio en las palabras viejas. Se ha tratado de disfrazar el enigma
soviético con el término: “capitalismo de estado”, que presenta la
ventaja de no ofrecerle a nadie un significado preciso. Sirvió primero para
designar los casos en que el Estado burgués asume la gestión de los medios de
transporte y de determinadas industrias. La necesidad de medidas semejantes es
uno de los síntomas de que las fuerzas productivas del capitalismo superan al
capitalismo y lo niegan parcialmente en la práctica. Pero el sistema se
sobrevive y sigue siendo capitalista, a pesar de los casos en que llega a
negarse a sí mismo.
En el plano de la teoría,
podemos representarnos una situación en la que la burguesía entera se
constituyera en sociedad por acciones para administrar, por medio del Estado, a
toda la economía nacional. El mecanismo económico de un régimen de esta especie
no ofrecería ningún misterio. El capitalista, lo sabemos, no recibe bajo forma
de beneficio la plusvalía creada por sus propios obreros, sino una fracción de
la plusvalía del país entero, proporcional a su parte de capital. En un
“capitalismo de Estado” integral, la ley del reparto igual de los
beneficios se aplicaría directamente, sin concurrencia de los capitales, por
medio de una simple operación de contabilidad. Jamás ha existido un régimen de
este género, ni lo habrá jamás, a causa de las contradicciones profundas que
dividen a los poseedores entre sí, y tanto más cuanto que el Estado,
representante único de la propiedad capitalista, constituiría para la revolución
social un objeto demasiado tentador.
Después de
la guerra, y, sobre todo, después de las experiencias de la economía fascista,
se entiende por “capitalismo de estado” un sistema de intervención y de
dirección económica por el Estado. Los franceses usan en tal caso una palabra
mucho más apropiada: el estatismo. El capitalismo de Estado y el estatismo se
tocan indudablemente: pero como sistemas, serían mas bien opuestos. El
capitalismo de estado significa la sustitución de la propiedad privada por la
propiedad estatizada, y conserva, por esto mismo, un carácter parcial. El
estatismo -así sea la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, los Estados
Unidos de Roosevelt o la Francia de Leon Blum-, significa la intervención del
Estado sobre las bases de la propiedad privada, para salvarla. Cualesquiera que
sean los programas de los gobiernos, el estatismo consiste, inevitablemente, en
trasladar las cargas del sistema agonizante de los más fuertes a los más
débiles. Salva del desastre a los pequeños propietarios, únicamente porque su
existencia es necesaria para el sostenimiento de la gran propiedad. El
estatismo, en sus esfuerzos de economía dirigida, no se inspira en la necesidad
de desarrollar las fuerzas productivas, sino en la preocupación de conservar la
propiedad privada en detrimento de las fuerzas productivas que se rebelan contra
ella. El estatismo frena el desarrollo de la técnica, al sostener a empresas no
viables y al mantener capas sociales parasitarias; en una palabra, es
profundamente reaccionario.
La frase de Mussolini: “Las tres cuartas
partes de la economía italiana, industrial y agrícola, están en manos del
Estado” (26 de mayo de 1934), no debe tomarse al pie de la letra. El Estado
fascista no es propietario de las empresas, no es más que un intermediario entre
los capitalistas. ¡Diferencia apreciable!. El Popolo
d’Italia dice a ese respecto: “El Estado corporativo une y
dirige la economía, pero no la administra (dirige e porta alla unitá l’economía,
ma non fa 1’economía, non gestice), lo que no sería otra cosa, con el monopolio
de la producción, que el colectivismo” (12 de junio de 1936). Con los
campesinos en general, con los pequeños propietarios, la burocracia interviene
como un poderoso señor; con los magnates del capital, como su primer poder.
“El Estado corporativo -escribe justamente el marxista italiano Feroci-,
no es más que el agente del capital monopolista... Mussolini hace que el
Estado corra con todos los riesgos de las empresas y deja a los capitalistas
todos los beneficios de la explotación”. En este aspecto, Hitler sigue las
huellas de Mussolini. La dependencia de clase del Estado fascista determina los
límites de la nueva economía dirigida, y también su contenido real; no se trata
de aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza en interés de la sociedad,
sino de explotar a la sociedad en interés de una minoría. “Si yo
quisiera -se alababa Mussolini-, establecer en Italia el capitalismo de
estado o el socialismo de estado, lo que no sucederá, encontraría en la
actualidad todas las condiciones necesarias”. Salvo una: la expropiación de
la clase capitalista. Y para realizar esta condición, el fascismo tendría que
colocarse del otro lado de la barricada, “lo que no sucederá”, se
apresura a añadir Mussolini, y con razón, pues la expropiación de los
capitalistas necesita otras fuerzas, otros cuadros y otros
jefes.
La primera concentración de los medios de
producción en manos del Estado conocida por la historia, la realizó el
proletariado por medio de la revolución social, y no los capitalistas por medio
de los trusts estatizados. Este breve análisis basta para mostrar cuán absurdas
son las tentativas de identificar el estatismo capitalista con el sistema
soviético. El primero es reaccionario, el segundo realiza un gran
progreso.
¿La burocracia es una clase
dirigente?
Las clases se definen por el
sitio que ocupan en la economía social y, sobre todo, con relación a los medios
de producción. En las naciones civilizadas, la ley fija las relaciones de
propiedad. La nacionalización del suelo, de los medios de producción, de los
transportes y de los cambios, así como el monopolio del comercio exterior,
forman las bases de la sociedad soviética. Para nosotros, esta adquisición de la
revolución proletaria define a la U.R.S.S. como un Estado
proletario.
Por la función de reguladora y de
intermediaria, por el cuidado que tiene en mantener la jerarquía social, por la
explotación, con estos mismos fines, del aparato del Estado, la burocracia
soviética se parece a cualquier otra y, sobre todo, a la del fascismo. Pero
también se distingue de ésta en caracteres de una extremada importancia. Bajo
ningún otro régimen, la burocracia alcanza semejante independencia. En la
sociedad burguesa, la burocracia representa los intereses de la clase poseedora
e instruida, que dispone de gran número de medios de control sobre sus
administraciones. La burocracia soviética se ha elevado por encima de una clase
que apenas salía de la miseria y de las tinieblas, y que no tenía tradiciones de
mando y de dominio. Mientras que los fascistas, una vez llegados al poder, se
alían a la burguesía por los intereses comunes, la amistad, los matrimonios,
etc, la burocracia de la U.R.S.S. asimila las costumbres burguesas sin tener a
su lado a una burguesía nacional. En este sentido no se puede negar que es algo
más que una simple burocracia. Es la única capa social privilegiada y dominante,
en el sentido pleno de estas palabras, en la sociedad soviética.
Otra particularidad presenta igual importancia.
La burocracia soviética ha expropiado políticamente al proletariado para
defender con sus propios métodos las conquistas sociales de éste. Pero
el hecho mismo de que se haya apropiado del poder en un país en donde los medios
de producción más importantes pertenecen al Estado, crea, entre ella y las
riquezas de la nación, relaciones enteramente nuevas. Los medios de producción
pertenecen al Estado. El Estado “pertenece”, en cierto modo, a la
burocracia. Si estas relaciones completamente nuevas se estabilizaran, se
legalizaran, se hicieran normales, sin resistencia o contra la resistencia de
los trabajadores, concluirían por liquidar completamente las conquistas de la
revolución proletaria. Pero esta hipótesis es prematura. El proletariado aún no
ha dicho su última palabra. La burocracia no le ha creado una base social a su
dominio, bajo la forma de condiciones particulares de propiedad. Está obligada a
defender la propiedad del Estado, fuente de su poder y de sus rentas. Desde este
punto de vista, sigue siendo el instrumento de la dictadura del proletariado.
Las tentativas de presentar a la burocracia
soviética como una clase “capitalista de estado”, no resiste a la
crítica. La burocracia no tiene títulos ni acciones. Se recluta, se completa y
se renueva gracias a una jerarquía administrativa, sin tener derechos
particulares en materia de propiedad. El funcionario no puede transmitir a sus
herederos su derecho de explotación del Estado. Los privilegios de la burocracia
son abusos. Oculta sus privilegios y finge no existir como grupo social. Su
apropiación de una inmensa parte de la renta nacional es un hecho de parasitismo
social. Todo esto hace la situación de los dirigentes soviéticos altamente
contradictoria, equívoca e indigna, a pesar de la plenitud del poder y de la
pantalla de humo de las adulaciones.
En el curso
de su carrera, la sociedad burguesa ha cambiado muchas veces de regímenes y de
castas burocráticas, sin modificar, por eso, sus bases sociales. Se ha
inmunizado contra la restauración del feudalismo y de sus corporaciones, por la
superioridad de su modo de producción. El poder sólo podía secundar o estorbar
el desarrollo capitalista; las fuerzas productivas, fundadas sobre la propiedad
privada y la concurrencia, trabajan por su propia cuenta. Al contrario de esto,
las relaciones de propiedad establecidas por la revolución socialista, están
indisolublemente ligadas al nuevo Estado que las sostiene. El predominio de las
tendencias socialistas sobre las tendencias pequeñoburguesas no está asegurado
por el automatismo económico -aún estamos lejos de ello- sino por el poder
político de la dictadura. Así es que el carácter de la economía depende
completamente del poder.
La caída del régimen
soviético provocaría infaliblemente la de la economía planificada y, por tanto,
la liquidación de la propiedad estatizada. El lazo obligado entre los trusts y
las fábricas en el seno de los primeros, se rompería. Las empresas más
favorecidas serían abandonadas a sí mismas. Podrían transformarse en sociedades
por acciones o adoptar cualquier otra forma transitoria de propiedad, tal como
la participación de los obreros en los beneficios. Los koljoses se disgregarían
al mismo tiempo, y con mayor facilidad. La caída de la dictadura burocrática
actual, sin que fuera reemplazada por un nuevo poder socialista, anunciaría,
también, el regreso al sistema capitalista con una baja catastrófica de la
economía y de la cultura.
Pero si el poder
socialista es aún absolutamente necesario para la conservación y el desarrollo
de la economía planificada, el problema de saber sobre qué se apoya el poder
soviético actual y en qué medida el espíritu socialista de su política está
asegurado, se hace cada vez más grave. Lenin, hablando al XI Congreso del
partido como si le diera sus adioses, decía a los medios dirigentes: “La
historia conoce transformaciones de todas clases; en política no es serio contar
con las convicciones, la devoción y las bellas cualidades del alma...”. La
condición determina la conciencia. En unos quince años, el poder modificó la
composición social de los medios dirigentes más profundamente que sus ideas.
Como la burocracia es la capa social que ha resuelto mejor su propio problema
social, está plenamente satisfecha de lo que sucede y, por eso mismo, no
proporciona ninguna garantía moral en la orientación socialista de su política.
Continúa defendiendo la propiedad estatizada por miedo al proletariado. Este
temor saludable lo mantiene y alimenta el partido ilegal de los
bolcheviques-leninistas, que es la expresión más consciente de la corriente
socialista contra el espíritu de reacción burguesa que penetra profundamente a
la burocracia thermidoriana. Como fuerza política consciente, la burocracia ha
traicionado a la revolución. Pero, por fortuna, la revolución victoriosa no es
solamente una bandera, un programa, un conjunto de instituciones políticas; es,
también, un sistema de relaciones sociales. No basta traicionarla, es necesario,
además, derrumbarla. Sus dirigentes han traicionado a la Revolución de Octubre
pero no la han derrumbado, y la revolución tiene una gran capacidad de
resistencia que coincide con las nuevas relaciones de propiedad, con la fuerza
viva del proletariado, con la conciencia de sus mejores elementos, con la
situación sin salida del capitalismo mundial, con la ineluctabilidad de la
revolución mundial.
El problema del carácter social de la U.R.S.S. aún no está
resuelto por la historia
Para comprender
mejor el carácter social de la U.R.S.S. de hoy, formulemos dos hipótesis para el
futuro. Supongamos que la burocracia soviética es arrojada del poder por un
partido revolucionario que tenga todas las cualidades del viejo partido
bolchevique; y que, además, esté enriquecido con la experiencia mundial de los
últimos tiempos. Este partido comenzaría por restablecer la democracia en los
sindicatos y en los soviets. Podría y debería restablecer la libertad de los
partidos soviéticos. Con las masas, a la cabeza de las masas, procedería a una
limpieza implacable de los servicios del Estado; aboliría los grados, las
condecoraciones, los privilegios, y restringiría la desigualdad en la
retribución del trabajo, en la medida que lo permitieran la economía y el
Estado. Daría a la juventud la posibilidad de pensar libremente, de aprender, de
criticar, en una palabra, de formarse. Introduciría profundas modificaciones en
el reparto de la renta nacional, conforme a la voluntad de las masas obreras y
campesinas. No tendría que recurrir a medidas revolucionarias en materia de
propiedad. Continuaría y ahondaría la experiencia de la economía planificada.
Después de la revolución política, después de la caída de la burocracia, el
proletariado realizaría en la economía importantísimas reformas sin que
necesitara una nueva revolución social.
Si, por
el contrario, un partido burgués derribara a la casta soviética dirigente,
encontraría no pocos servidores entre los burócratas actuales, los técnicos, los
directores, los secretarios del partido y los dirigentes en general. Una
depuración de los servicios del Estado también se impondría en este caso; pero
la restauración burguesa tendría que deshacerse de menos gente que un partido
revolucionario. El objetivo principal del nuevo poder sería restablecer la
propiedad privada de los medios de producción. Ante todo, debería dar a los
koljoses débiles la posibilidad de formar grandes granjeros, y transformar a los
koljoses ricos en cooperativas de producción de tipo burgués o en sociedades por
acciones. En la industria, la desnacionalización comenzaría por las empresas de
la industria ligera y las de alimentación. En los primeros momentos, el plan se
reduciría a compromisos entre el poder y las “corporaciones”, es decir,
los capitanes de la industria soviética, sus propietarios potenciales, los
antiguos propietarios emigrados y los capitalistas extranjeros. Aunque la
burocracia soviética haya hecho mucho por la restauración burguesa, el nuevo
régimen se vería obligado a llevar a cabo, en el régimen de la propiedad y el
modo de gestión, una verdadera revolución y no una simple
reforma.
Sin embargo, admitamos que ni el partido
revolucionario ni el contrarrevolucionario se adueñen del poder. La burocracia
continúa a la cabeza del Estado. La evolución de las relaciones sociales no
cesa. Es evidente que no puede pensarse que la burocracia abdicará en favor de
la igualdad socialista. Ya desde ahora se ha visto obligada, a pesar de los
inconvenientes que esto presenta, a restablecer los grados y las
condecoraciones; en el futuro, será inevitable que busque apoyo en las
relaciones de propiedad. Probablemente se objetará que poco importan al
funcionario elevado las formas de propiedad de las que obtiene sus ingresos.
Esto es ignorar la inestabilidad de los derechos de la burocracia y el problema
de su descendencia. El reciente culto de la familia soviética no ha caído del
cielo. Los privilegios que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su
valor; y el derecho de testar es inseparable del derecho de propiedad. No basta
ser director del trust, hay que ser accionista. La victoria de la burocracia en
ese sector decisivo crearía una nueva clase poseedora. Por el contrario, la
victoria del proletariado sobre la burocracia señalaría el renacimiento de la
revolución socialista. La tercera hipótesis nos conduce, así, a las dos
primeras, que citamos primero para mayor claridad y
simplicidad.
***
Calificar de transitorio o de intermediario al régimen
soviético, es descartar las categorías sociales acabadas como el
capitalismo (incluyendo al “capitalismo de estado”) y el
socialismo. Pero esta definición es, en sí misma, insuficiente y
susceptible de sugerir la idea falsa de que la única transición posible al
régimen soviético conduce al socialismo. Sin embargo, un retroceso hacia el
capitalismo sigue siendo perfectamente posible. Una definición mas completa
sería, necesariamente, más larga y más pesada.
La
U.R.S.S. es una sociedad intermediaria entre el capitalismo y el socialismo, en
la que:
a)
Las fuerzas productivas son aún insuficientes para dar a la propiedad del
Estado un carácter socialista;
b) La tendencia a la
acumulación primitiva, nacida de la sociedad, se manifiesta a través de todos
los poros de la economía planificada;
c) Las normas de
reparto, de naturaleza burguesa, están en la base de la diferenciación social;
d) El desarrollo económico, al mismo tiempo que mejora
lentamente la condición de los trabajadores, contribuye a formar rápidamente
una capa de privilegiados;
e) La burocracia, al explotar
los antagonismos sociales, se ha convertido en una casta incontrolada, extraña
al socialismo;
f) La revolución social, traicionada por
el partido gobernante, vive aún en las relaciones de propiedad y en la
conciencia de los trabajadores;
g) La evolución de las
contradicciones acumuladas puede conducir al socialismo o lanzar a la sociedad
hacia el capitalismo;
h) La contrarrevolución en marcha
hacia el capitalismo, tendrá que romper la resistencia de los obreros;
i) Los obreros, al marchar hacia el socialismo, tendrán
que derrocar a la burocracia.
El problema
será resuelto definitivamente por la lucha de las dos fuerzas vivas en el
terreno nacional y en el internacional.
Naturalmente
que los doctrinarios no quedarán satisfechos con una definición tan facultativa.
Quisieran fórmulas categóricas; sí y sí, no y no. Los fenómenos sociológicos
serían mucho mas simples si los fenómenos sociales tuviesen siempre contornos
precisos. Pero nada es más peligroso que eliminar, para alcanzar la precisión
lógica, los elementos que desde ahora contrarían a nuestros esquemas y que
mañana pueden refutarlos. En nuestro análisis tememos, ante todo, violentar el
dinamismo de una formación social sin precedentes y que no tiene analogía. El
fin científico y político que perseguimos no es dar una definición acabada de un
proceso inacabado, sino observar todas las fases del fenómeno, y desprender de
ellas las tendencias progresistas y las reaccionarias, revelar su interacción,
prever las diversas variantes del desarrollo ulterior y encontrar en esta
previsión un punto de apoyo para la acción.
Música de Fondo
La Pequeña historia del Himno
Soviético
Andalucía Libre
Desde la
Revolución de Octubre de 1917 el himno oficial del nuevo Estado obrero
fue La Internacional. Así fue hasta que en Junio de 1943,
Stalin -como relata Alexander Werth en su obra Rusia en la Guerra-
anunció la intención de dotar a la URSS de un nuevo himno nacional. La fecha
no era casual. Estaban en su apogeo los tratos con los aliados imperialistas
anglosajones sobre el futuro de postguerra; se atisbaba la decisiva
batalla de Kursk en el horizonte, el fascismo italiano estaba a punto de
caer y corrían rumores de conversaciones preliminares sobre una paz por
separado con la Alemania Nazi por parte de los aliados (algo de lo cual puede
relacionarse con lo que relata Gilles Perrault en La Orquesta Roja y
Leopold Trepper en su autobiografía, El Gran Juego). Estas maniobras
de presión eran respondidas por la URSS con la formación del "Comité de
Alemania Libre", que adoptaba por bandera la del Kaiser Guillermo
(negro-blanco-rojo). Como prueba de su buena fe cara a los aliados (tras el
éxito soviético en Stalingrado que había triturado a los nazis), Stalin había
ordenado en esas mismas fechas la disolución formal de la moribunda
Internacional Comunista (tema bien analizado por F. Claudín en su clásico
La Crisis del Movimiento Comunista) y el paneslavismo ganaba peso en
la propaganda oficial soviética del momento. Ese era el año también en
que Stalin encargaba a Eisenstein la realización de la película Iván el
Terrible, presentado como una especie de antepasado político del entonces
inquilino del Kremlin; se abrían escuelas de cadetes militares al viejo
estilo, los oficiales recuperaban sus galones dorados y se reivindicaban
en la prensa los éxitos de generales zaristas en la I Guerra Mundial como
Brusilov.
Se organizó un
concurso oficial en el que participaron destacados músicos del momento como
Shostakovich o Prokofiev, sin resultado satisfactorio. Finalmente, en la
primavera de 1944 se encontró una solución. La melodía que
hasta entonces oficiaba como himno del PC pasaba a ser el Himno de la URSS,
cambiándosele la letra para incluir referencias expresas a Rusia -en sintonía
con el chauvinismo gran ruso creciente- mientras que La Internacional
pasaba a ser el Himno del PC.
Tras la
disolución de la URSS, Yeltsin lo sustituyó por otro. Finalmente Putin ha
repuesto su música, estableciéndolo como Himno Nacional de Rusia; aunque
podándolo en su letra, obviamente, de toda referencia soviética.
--oOo--
Música de fondo: Himno de la URSS
(1943)
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